XXI

En la superficie lisa de la carretera del aeródromo, el viento arrastraba la nieve seca. En la borrasca se veían apenas los restos de los hangares hundidos. Los centinelas rusos, con largos abrigos de piel de cordero, se guarecían bajo el pórtico de madera adornado con guirnaldas de papel rojo que rodeaban el retrato de Stalin. Las puntas de sus bayonetas caladas se perdían en los torbellinos blancos.

Las antiguas pistas del aeródromo habían quedado inutilizables. En el límite de la planicie habían construido un barracón. Delante de éste, la nieve espolvoreaba el único avión que había en la lúgubre explanada.

En aquel paisaje no se concebía ninguna idea de movimiento. Cuando Piotr se encontró allí, perdió toda esperanza de que el avión partiese. Le parecía disparatado que bastasen unas horas para transportarle a ciudades vivas, normales…

Dos pilotos soviéticos con gorras de plato y su jefe —el comandante del aeródromo—, bebían té en el barracón, sentados junto a la estufa de hierro con unos oficiales que llevaban uniforme polaco. Los pasajeros esperaban sentados, muy tiesos, en los bancos. Sólo hablaban de tarde en tarde y en voz baja. La actitud de estas personas decía bien claro que perdían poco a poco la esperanza de marcharse y que esto constituía para ellos una verdadera tragedia. Las mujeres, con pañuelos a la cabeza o sombreros viejos, estaban nerviosas. Piotr miraba a la mujer de Winter, que se había hecho un abrigo con una manta del ejército y le temblaban las manos cuando se llevaba el cigarrillo a los labios. «A ésta no le hace gracia quedarse aquí», pensó Piotr. Winter, que no se encontraba a gusto en el traje de paisano, miraba fijamente al suelo. «¿Es que tendré que llevar a este hombre detrás de mí hasta el fin de mi vida, por donde quiera que vaya?». Piotr se volvió hacia la ventana, detrás de la cual silbaba el viento. Llevaban ya varias horas esperando y sólo se reanimaban un poco cada vez que los tres rusos volvían a discutir sobre los datos meteorológicos.

Piotr había recibido repentinamente su plaza para el avión. Le entregaron el pasaporte diciéndole que debía presentarse al día siguiente, muy temprano, para ir al aeródromo. Como no había servicios regulares, no podía perder ni un minuto. Sólo tuvo tiempo de despedirse de su madre, que le dijo: «Hijo mío, mis plegarias han sido escuchadas. Te salvarás». «Volveré, mamá». «No, no volverás. No pienses en mí ni cuentes conmigo para tus planes. Lo importante es que seas honrado contigo mismo». Tenía los ojos empañados de lágrimas. La silueta de la mujer, con la mano levantada, se iba haciendo más menuda a cada instante mientras él la seguía mirando desde la plataforma trasera del tren de los suburbios. Le quedaba un sabor amargo a traición. Aquella separación entre su madre y él era la razón más inmediata que le convencía de que, si no partía en seguida, no lo haría jamás.

Trataba de comprender el objeto de la discusión de los rusos. El piloto quería emprender el vuelo, mientras que el jefe del aeródromo se negaba a salir. El techo de nubes era muy bajo, no había visibilidad. Piotr escuchaba retazos de esta conversación, pero le desorientaban las palabrotas con que salpicaban sus argumentos. Los pasajeros se calentaban los pies dando pataditas en el suelo. Piotr salió del barracón para hacer ejercicio y entrar en calor. Anduvo enérgicamente por la nieve. Se acercaba el mediodía. La borrasca fue calmándose.

La puerta del barracón se abrió y la tripulación y los pasajeros se dirigieron a toda prisa hacia el avión. «Sobre Alemania está ya despejado —explicaba alguien—. Lo importante es que el avión pueda despegar». Cada uno llevaba su pequeño equipaje.

Fundiendo la masa fluida, el Douglas se puso en movimiento. Piotr, con la cara pegada al cristal, veía las salpicaduras bajo las ruedas. A pesar de las sacudidas y de la sensación de apartarse del suelo, no creía aún que se estuvieran marchando. ¿Será posible que el piloto pueda despegar a ciegas? «¡José!», gritó una voz aguda de mujer. Era la esposa de Winter, que ocupaba el asiento anterior a Piotr. Volaban ya.

Alrededor no había más que blancura. La tierra, su tierra natal, quedaba allá al fondo, cubierta de nieve por los siglos de los siglos.