Wolin hojeaba unos papeles.
—Estos restos socialistas del naufragio, que hoy siguen en la oposición, son el elemento más perjudicial para nosotros. Ese Darewicz, que se ha escapado… Stefan Cisowski. Naturalmente, pertenecía al Ejército del País. Por ahora no lo necesitamos, pero algún día nos será útil. Por lo pronto, que lo encierren y lo interroguen.
El despacho de Wolin estaba al lado del que ocupaba el ministro de Seguridad, en un edificio que Wolin llamaba «La Clínica», tanto a causa de los pacientes como del personal que trabajaba en él y sobre el cual hacía observaciones psicológicas interesantes.
Su ayudante, un jorobado con lentes, le pasó una hoja.
—Es una denuncia, camarada, en relación con ese Cisowski.
Wolin leyó el papel con atención.
—¿Piotr Kwinto? Esto confirma mi resistencia a permitir la salida al extranjero de gente como él. Era amigo de Cisowski, visitaba a Artym. Entonces, ¿se irá al extranjero para quedarse allí? El denunciante parece listo. Merece la pena comprobar estos datos.
Al consentir la salida de Kwinto, Wolin había cedido a la insistencia de Baruga. Pero también tuvo en cuenta el informe favorable que le dio Julián.
—Está en el equipo que sale hacia París —aclaró el jorobado.
Wolin cogió el auricular. Los teléfonos no funcionaban todavía en Varsovia, pero la red de la Seguridad marchaba ya, aunque con deficiencia. Llamó al ministro de Asuntos Exteriores:
—Aquí Wolin. Querría saber cuándo emprende el vuelo el equipo que envía usted a París. Sí. ¿Que no es probable? Ya. No, por nada. Gracias.
Se dirigió a su ayudante:
—Tome un coche. Están en el aeródromo. Por teléfono no conseguiremos comunicarnos. Tiene usted que llegar a tiempo. No hay miedo, porque a causa de las nevadas no pueden salir todavía. Retenga el pasaporte de Piotr Kwinto. Pero discretamente, ¿eh?; por ahora no hay que detenerlo.
Cuando el otro salió, Wolin quedó dibujando, pensativo, una estrella. Otro punto que había perdido ese bromista de Baruga.