XVIII

Los jinetes tiran de las bridas y se detienen. Allá abajo se extiende un inmenso país conquistado por ellos. El poder está ya en manos de estos hombres. Contemplan los ríos que brillan al sol, las ruinas de las ciudades en calma después de tanta lucha y bañadas por una neblina azulada. Unas figuritas diminutas por la distancia, van y vienen por los valles, inconscientes del destino que les aguarda. En las cumbres, unos poderosos castillos levantan los puños de sus torres. Desde lo alto de esas torres, reinarán estos hombres sobre el país. Los caballos caracolean. Los conquistadores, señalando con sus sables, indican los sitios donde, según sus planes, se levantarán nuevos pueblos, soberbios edificios, diques y circos. Saben que les basta señalar con el dedo para que las masas humanas se pongan en movimiento: semidesnudas, esforzándose rítmicamente, elevarán los troncos y los bloques de piedra. Por encima de sus penas cotidianas, por encima del sinsentido de sus vidas fisiológicas, perdurará el pensamiento de estas masas aplastadas; el pensamiento que, agudizado por las controversias y discusiones, seguirá inevitablemente su camino.

Las palabras de Julián eran como siempre secas y ponderadas, pero mientras hablaba, en la imaginación de Piotr surgía esa visión. Se había acercado de nuevo a su antiguo amigo a pesar del descontento de Teresa, que no se fiaba de él. En cambio, había dejado de ver a Foca quizás a causa del asunto de los documentos que le entregó para Darewicz, el cual, de todos modos, había conseguido pasar al extranjero. Julián hablaba de la felicidad. Para él, la felicidad era sólo asequible a los que tenían oído sensible para la música de la historia.

Era halagüeño para Piotr que Julián lo contase entre los iniciados mientras que negaba esta categoría a la mayor parte de sus conocidos. Piotr necesitaba seguridad y Julián se la ofrecía en medio de aquéllos cuya vida iba a consistir en administrar la fuerza y a cuyos pies se desarrollaría la tierra polaca, de la cual, en definitiva, eran ya los amos. Piotr, con el espíritu destrozado por el contraste entre lo que había conocido antaño y lo que ahora veía en torno suyo, necesitaba una línea que lo aislase de la masa, ese objeto pasivo de los procesos históricos. En la visión que le sugerían las palabras de Julián, se mezclaba la escena de la campesina a quien le habían quitado el hijo y que tendía hacia Piotr, patéticamente, sus brazos, y esta imagen se hundía en lo inevitable, en el naufragio de todos los destinos individuales; nada importaba que aquel caso concreto terminase en vejez, en la cárcel, en una ejecución o por accidente. Julián, contento de la influencia adquirida, recordaba la ascendencia feudal de la familia de Piotr. Este origen, decía, debía ponerle necesariamente a salvo de todo sentimentalismo. Los que poseían una pasión intelectual y habían sido humillados por la burguesía, tenían derecho ahora a tomar el desquite. Piotr le daba la razón. Los cazadores de quimeras, que antes eran inofensivos, los poetas malditos, tenían ahora la mano en un guante de hierro. La Polonia del porvenir se extendía ante ellos al sol. Por encima de los verdugos, en las claras estancias de los aéreos castillos, un grupito de intelectuales emprendía la tarea de realizar el sueño de Fausto.

El movimiento pendular que había lanzado a Piotr hacia Artym, lo empujaba ahora en sentido contrario. Publicó varios artículos aún más exagerados en el sentido comunista. Y precisamente entonces sucedió lo que ya no esperaba: Baruga le comunicó que iba a enviarlo a París.

Piotr se daba cuenta de que en el sistema soviético se juzgaba si un hombre era «seguro» ateniéndose a signos casi imperceptibles, casi por el fluido que se desprendía de él. Que su marcha se hubiera hecho posible precisamente cuando se h aliaba bajo la influencia de Julián, no era una casualidad: había una íntima relación entre ambas cosas. Piotr se preguntaba si su instinto no le habría hecho representar una comedia nuevamente. No pudo acoger con calma la noticia de su viaje a París. Al contrario, se sintió aterrado por esta alteración en su vida que le llegaba en el preciso momento en que había logrado sentirse casi pacificado, cuando ya había encontrado su sitio entre los conquistadores. Baruga tenía gestos magnánimos para con él, pero de ahí a recibir su pasaporte había aún mucha distancia.

Ese miedo aumentó cuando Piotr empezó a frecuentar el ministerio de Asuntos Exteriores. En los ojos opacos de los nuevos funcionarios, en sus miradas huidizas, notaba la misma expresión característica de esos otros individuos que esperaban muchas horas a que los recibieran en las antesalas oficiales hasta alejarse por fin con paso nervioso por los corredores sucios frotándose las manos y haciendo crujir los dedos de pura impaciencia. Miedo; un miedo que lo llenaba todo. Era evidente que tanto unos como otros representaban desesperadamente, cada uno a su modo, la comedia que creían más eficaz para hacerse enviar al extranjero. Y el asunto del pasaporte de Piotr se demoraba. En las vacías promesas de la secretaria, a la que él se presentaba cada semana, notaba Piotr un escepticismo satisfecho.

Julián lo calmaba:

—Claro que te marcharás. Te sentará muy bien. Así te convencerás mejor, al entrar en contacto de nuevo con el Occidente, de que allí no hay nada a qué agarrarse, ni material ni espiritualmente. No tienes ni un pelo de tonto, y nadie renuncia a un reino por un plato de lentejas. Estás con nosotros, y el que está con nosotros tendrá cuanto quiera: dinero… que, como sabes, no puede interesarnos a gente como nosotros…, libros, viajes… Ya lo estás viendo, puedes viajar; nadie te lo impide. Y cuando estés allí, verás con mayor claridad aún las ventajas que tienes con nosotros.

Pero la esperanza iba destruyendo el frágil equilibrio que Piotr había logrado y le reanimaba muchas aspiraciones que tan dificultosamente había conseguido acallar. La repetición de las constantes de la vida, que se presentan cada vez en situación diferente: cuando se encontraba en la zona soviética en 1939, había querido fugarse aunque sólo fuese hacia otra tiranía —la ocupación nazi— para ganar tiempo y preparar mejor su porvenir. No podía imaginarse paseando por las calles de París. ¿Quién sería él, una vez estuviese respirando aquel ambiente? ¿No destrozaría la nueva atmósfera humana que iba a envolverlo alguna pantalla que le estuviera escondiendo la realidad? Su viaje sería una prueba que le permitiría comprobar si después de 1939 —como él lo había supuesto algunas veces— no era sencillamente un enfermo. Tendría que comprobar lo que hubiese en él de verdadero. Y su miedo brotaba de su primera detención: si todo había de repetirse, también ahora, en el último momento, podría producirse una situación semejante.

Pertenecer a la casta dominante, ésta es la cuestión. ¿Es que hay algún otro medio de conjurar los peligros en el mundo actual? ¿Cómo podría vencer al cambio de situación impuesto por el tiempo sino manteniéndose junto a Wolin y sus semejantes? Pero no se atrevía Piotr a rechazar la tentación, aunque dejaba para más tarde el momento de decir «sí», como un hombre que no quiere tomar una decisión el día en que tiene fiebre. Esperaba, y por las noches se revolvía inquieto en la cama evocando aquella sonrisa irónica, esta frase intencionada, y tantas cosas que podrían significar la negación de su pasaporte.

Supo que a Winter lo habían nombrado para el puesto de segundo secretario en la Embajada de París.