XVII

Miguel se había acostumbrado a todo en las diversas cárceles por donde había pasado; a todo menos a los olores repugnantes. Aspiraba el aroma del agua de colonia, extraordinariamente exótico en aquel ambiente, que emanaba de la cabellera lisa y brillante bajo la luz de las lámparas. A Miguel se le crispaban los dedos en el borde de la silla. Era su tercer interrogatorio después de vanos meses. Del primero y del segundo había salido vencedor; por lo menos, así lo creía él. Sí, triunfó dialécticamente con absoluta independencia del resultado. Pero también el resultado había sido bueno. Había conseguido entonces, en ambas ocasiones, no perder ni un solo segundo su dominio interior, amenazado sin embargo por el miedo. Con el espíritu concentrado en torno a un punto que, en el fondo de su persona, parecía difundir calor, permaneció sentado con toda calma mientras que frente a él un ruso gordo vociferaba injurias. Miguel había dicho que no sabía ruso. El interrogatorio se hacía, pues, mediante un intérprete. Miguel había decidido jugárselo todo. Se fiaba de su sentido de la situación y éste le inspiraba la idea de que su única posibilidad de salvación estaba en sorprender. ¿Que si era un fascista? Sí, un fascista. ¿Que si publicaba un semanario? Sí, lo publicaba. Prefería exagerar su papel, pintando a brochazos un cuadro lo más demoníaco posible. Era muy importante que no confundiera las cartas, ya que esto le obligaría a reconocer la superioridad del otro. El segundo interrogatorio le convenció de que había ganado el primer round: el nuevo interrogador parecía de graduación superior al primero. Consiguió interesarlo en una larga conversación política en alemán. Miguel, con voz mate, para no turbar con nada la superficie de su calma, le presentó de modo bastante agresivo las dificultades con que la dominación rusa habría de tropezar al extenderse por toda Europa. Miguel pensaba que si había de perecer, lo haría con toda grandeza. Y a la vez, su instinto le decía que mientras más se apartase de la masa de casos corrientes a que estaban acostumbrados, más le valdría.

Ahora tenía frente a él a un joven elegante que incluso para cambiar de sitio las lámparas sobre la mesa, lo hacía con movimientos armoniosos. La luz, dirigida sobre el rostro de Miguel, no era insoportable. Los ojos grises de este hombre se elevaban hacia él, que estaba de pie. «Éste es un canalla del género frío», pensó Miguel.

—Miguel Kamienski. —La mano de Wolin abría un gran cartapacio—. Sabemos todo lo referente a usted. Los destacamentos de las fuerzas nacionales que estaban a sus órdenes se han retirado con el ejército alemán. He ahí el resultado de su actividad. Eso ocurre cuando se deja uno ir por una pendiente resbaladiza. ¿Puede usted decirme cómo logró escapar a los alemanes después del levantamiento?

—No quería que me llevasen a Alemania, ni siquiera con el título y los derechos de prisionero de guerra. Salí con la masa de la población civil. Unos médicos amigos míos me sacaron del campo de selección.

Miguel, ya sentado, cruzó las manos sobre las rodillas. Preparaba nombres falsos por si le preguntaban quiénes eran esos médicos.

—Luego, ¿qué hizo usted?

—He vivido en Podkowa. No estoy hecho para emigrar.

Era verdad. Sus amigos políticos habían hecho todo lo posible por llevarlo hacia el Oeste antes de que el frente se desplazara. El Padre Ignacio, que, en contra de los rumores que afirmaban su muerte en la Ciudad Vieja, se había salvado, le reprochaba su falta de realismo. Decía el Padre que los polacos debían prepararse para la nueva guerra que iba a estallar en breve. El mismo se había marchado a Praga y Viena.

—¿Por qué?

Miguel trazaba sus círculos interiores. Bajo el cuello de la guerrera caqui del otro, asomaba la blancura impecable de una camisa de seda. Miguel sintió el intenso deseo de bañarse y de ponerse ropa limpia. Sentía el olor de su cuerpo sucio, el mal aspecto de sus ropas arrugadas y de su barba de varios días. Respondió con calma:

—Porque eso sería contrario a mi manera de ver los acontecimientos. No podemos esperar nada de los anglosajones. Para ellos sólo somos calderilla, una moneda que les facilita los cambios, lo mismo que otros pueblos. Nunca he sido partidario de la democracia mercantil anglosajona. Hoy no pueden dominar al mundo leyes de mercaderes.

—¿De manera que reconoce usted su derrota?

Corrientes afectivas e ideológicas hervían bajo las palabras. Miguel, con la cabeza erguida, miraba al otro a los ojos:

—Ustedes también serán derrotados, pero esa derrota vendrá por donde menos lo esperemos usted y yo.

Wolin, detrás de la lámpara, encendía un cigarrillo. Miguel aspiraba ávidamente el humo que llegaba hasta él. El otro dejó el encendedor encima de la mesa, con un movimiento lento:

—Ah, la fe mística. No deja de tener su belleza y además es lo único que permite la ilusión de una vuelta a la Edad Media. Ya sé: la catedral y, en torno a ella, las casitas donde viven los artesanos. El orden eterno; cada uno en su sitio por derecho hereditario. El zapatero con los zapateros, el judío con los judíos en el ghetto…, un poco de Berdiaev; otro poquito de T. S. Eliot… Muy bonito; todo eso es precioso.

«¿Quién será este hombre? —se preguntaba Miguel—. ¿Cuántos tendrán como éste para servirlos con tanta fidelidad?». Hablaba el polaco sin ningún acento ruso.

Wolin volvió a hablar, pero esta vez entre dientes, como silbando:

—¡Lástima que el precio que se paga por esa ilusión de «pasadismo» sea demasiado grande! Hay que pagar mucha sangre por esa fantasía. La sangre con que ustedes se han manchado las manos.

Miguel esperó un momento. Luego respondió:

—El amor al orden de los comunistas es tan quimérico como el nuestro. Esa hostilidad de ustedes contra el capital y luego también la sangre.

A Wolin pareció divertirle esta respuesta y se sonrió con malicia:

—Lo cual quiere decir, si no lo entiendo mal, que encuentra usted un cierto parecido entre ustedes y nosotros.

Miguel negó con la cabeza y dijo, secamente:

—No soy marxista.

—Claro que no —confirmó Wolin irónicamente—. Ha proclamado usted que era necesario liberarse del capital extranjero, a la vez que aceptaba la ayuda de los capitalistas locales. A nosotros, en cambio, nos ha bastado un solo decreto para acabar con la explotación del país por los dividendos que se iban al extranjero y con los cuales les sostenían a ustedes. Por otra parte, no quiere usted a los anglosajones y admite también que las transformaciones que van a producirse en Polonia dependerán de nuestra voluntad. ¿No es eso?

—A ustedes los odian en este país. Y toda voluntad que se encuentra con una resistencia enérgica acaba descomponiéndose.

—¡Ah! —y Wolin apoyó la barbilla en la mano—. ¿De modo que confía usted en la resistencia interior? Vamos a ver, si tuviera usted que aconsejar a un hombre que se sintiera en algún modo responsable de la suerte del país, a un político, ¿qué le aconsejaría? En nuestro sistema, la conspiración es imposible. Lo sabe usted de sobra. Cuando se estimulan los asesinatos, no se hace más que aumentar el número de víctimas. Somos nosotros quienes ponemos en marcha de nuevo los trenes y las fábricas y nosotros somos los que hemos recuperado las tierras del Oeste, que fueron eslavas siempre; ¿acaso no era éste el programa que defendían ustedes durante los años de guerra? Pues bien, esas tierras sólo podemos defenderlas nosotros. ¿Qué me dice a esto?

Miguel, sumergido en sus torbellinos mentales, sentía la dureza de la silla.

—Son ustedes quienes han provocado los asesinatos —siguió diciendo Wolin—. Fomentarlos es, en mi opinión, un absurdo. Y la finalidad de ustedes es la filosofía, no la economía.

Pasando las páginas del expediente, añadió:

—El proceso de usted no se presenta mal. Desde luego, será espectacular para demostrar que el camino del fascismo es el de la traición nacional. Antes de la guerra solía usted ir a Hamburgo para establecer contactos. Según usted, era en Alemania y en Italia donde se fraguaba la Historia. Ha elogiado usted en artículos a Mussolini. Luego, ha luchado contra los alemanes, por lo menos en apariencia, puesto que se servía usted de ellos para liquidar a los judíos y a los izquierdistas. Incluso a algunos que estaban al servicio del Gobierno de Londres. Todo esto lo dejaremos bien claro.

—Nunca he aprobado los crímenes cometidos por los imbéciles.

—¿Es que ha ayudado usted a salvar a algún judío? Usted mismo ha afirmado que existe una responsabilidad por las consecuencias de las palabras. Para nosotros, incluso Nietzsche es responsable, aunque no supiera cómo iban a utilizar sus pensamientos.

Cerrando el expediente con un gesto rápido y echándose atrás de la silla, dijo de pronto:

—A pesar de todo ello, estaríamos dispuestos a dejarle a usted en libertad. Eso dependerá de usted mismo. Basta con que acepte nuestras condiciones.

La cálida luz impregnaba el rostro de Miguel. Bajó los párpados y preguntó con voz imperceptible:

—¿Cuáles son esas condiciones?

—No somos tan insensatos como para exigir demasiado. Conocemos lo que usted vale y sólo esperamos de usted un mínimo; sí, estrictamente el mínimo. No ha querido emigrar. Muy bien. Ahora deduzca las consecuencias. Nos limitaremos a exigir que reconozca usted la situación de hecho y que nos ayude a reducir el número de víctimas. Le daremos la posibilidad de publicar un semanario.

Miguel, sin abrir los ojos y levantando la cabeza, dijo:

—Si aceptan ustedes mis condiciones.

—Dígalas.

Es posible que en el tono de Wolin hubiera cierta curiosidad. Miguel prosiguió:

—Reconocer la situación de hecho no es una mentira por mi parte, sino una actitud realista. En cambio, no reconoceré la filosofía de ustedes y mantendré estrictamente esa distinción. Soy católico.

—El sentido de esta palabra no está hoy muy claro —dijo Wolin—. Sólo estuvo claro mientras el hombre pudo insertar los dogmas en su visión del mundo. Ahora ya no puede. El catolicismo, por lo menos aquí, en Polonia, era la base teórica de la política dominante. Es más, según creo deducían ustedes la necesidad del catolicismo de sus cálculos políticos.

—Subestima usted los elementos difíciles de comprender. Ésa es la debilidad fundamental del comunismo. Aquí ha habido mil años de catolicismo, y un pueblo que niega su tradición se limita a llevar una vida física. Es asunto de fidelidad.

—Viene a ser lo mismo. Le dan ustedes a la religión una base puramente pragmática. Y de la manera de pensar metafísica, no queda más que esto. —Wolin sopló sobre la palma de su mano abierta—. Pero no insistiremos en ello. ¿Cree usted que nos interesaba que se proclamase usted de los nuestros? Al contrario. No tenemos intención de tocar el catolicismo. La actividad de usted debe demostrar que es posible aceptar la revolución conservando a la vez puntos de vista privados.

Miguel callaba, atenazado por las infinitas complicaciones de la elección que habría de hacer. Se esforzaba por valorar los pros y los contras y penetrar, en lo posible, en el futuro. ¿Qué sería del nombre que se había hecho?

Wolin, como si adivinara lo que Miguel estaba pensando, le dijo:

—La cuestión de una pretendida pureza es hoy característica de los que huyen de toda visión lúcida; cualquier persona que actúe deja de ser pura. Usted se halla en condiciones de salvar la vida de muchos jóvenes. En vez de la desesperación y el suicidio, encontrarán una finalidad para sus vidas y una esperanza. Supongo que para ustedes los cristianos contará la vida de los demás, ¿no?

—Reconozco que soy realista —dijo Miguel inclinando su poderosa espalda—. Pero tanto mis correligionarios como yo seremos, entre los católicos, una minoría insignificante. He de imponer otra condición: que no me obligarán ustedes a hacer declaraciones que me comprometan ante los demás católicos, o sea, que me dejarán carta blanca dentro de los límites en que reconozco el estado de hecho.

Wolin le tendió su pitillera y le ofreció fuego. Mientras fumaba, Miguel se veía como era antes de la guerra, cuando hablaba en algún mitin. En realidad, saber aceptar la propia caída es una prueba de virilidad.

—Pongamos las cartas sobre la mesa —dijo Wolin—. Usted nos dará su nombre y a cambio de esto le permitiremos practicar su resistencia espiritual. De todos modos, en este terreno estamos seguros de la victoria. Por eso aceptamos medirnos con usted. Nietzsche ha comprendido, aunque con cierto retraso, que Dios ha muerto. La tríada de Hegel ha nacido de la Trinidad cristiana. Y esto era más importante que los ataques de los antitrinitarios. Nuestra finalidad es encontrar hombres que, sin ser marxistas, contribuyan a la reconstrucción económica del país. En cuanto al resto, es preferible que le dé usted tiempo al tiempo. Nosotros también nos apoyamos en el paso del tiempo. Por nuestra propia conveniencia, le daremos carta blanca. ¿Le basta?

El hombre nace, lleva pantalones cortos, lee historias de indios, de épocas lejanas, de venenos e intrigas, y no sabe las bebidas tan amargas que le está preparando su siglo. Con plena conciencia de los años tenebrosos que tenía por delante, dijo Miguel:

—Bueno.

—No es una casualidad que podamos ponernos de acuerdo —dijo Wolin mirando a Miguel seriamente—. Usted ha comprendido que cualquier fuerza interesada en cambiar al mundo no podrá utilizar la mentira del parlamentarismo y que los juegos liberales de los comerciantes han sido una fugaz espuma en la superficie de la historia humana. Dentro de unos días estará usted en absoluta libertad. Baruga se está ocupando en la actualidad de organizar la Prensa. Le dará a usted papel e imprenta.