XVI

Al visitar por segunda vez a Artym, Piotr encontró allí a un desconocido, un joven en cuya chaqueta de lino bastante sucia había un brazalete de luto. El desconocido se levantó vacilando. Era cargado de espaldas y sus largas manos le colgaban sin saber qué hacer con ellas. La cara bronceada por el sol de aquel individuo le recordaba a Piotr la de los golfillos de Varsovia de antes de la guerra, rostros afilados e irónicos. Pero éste, en cambio, era un rostro sombrío. Quedaron mirándose, y Piotr experimentó una sensación desagradable. Para seguir visitando a Artym, necesitaba hacerlo sin testigos.

El anciano comprendió la violencia de la situación y dijo:

—Pueden ustedes tener absoluta confianza el uno en el otro. Si les recibo a ustedes al mismo tiempo, es que los considero a ambos de toda confianza. Cisowski, encargado de nuestras municiones durante la guerra, y llamado Foca, luchó muy bien en el levantamiento. Kwinto, que regresa de Rusia.

La venerable barba blanca de Artym caía, ancha, sobre su pecho. Hablaba bajito, como lo hacen en general los cardíacos. Alejado desde hacía mucho tiempo de la vida política, se había convertido en una figura legendaria; era el símbolo vivo de las antiguas luchas obreras contra el zarismo, de la fe en el progreso y en la nueva comunidad de pueblos europeos. Piotr, cuando estaba sentado en casa de Artym, contra la estantería atestada de libros que llegaba hasta el techo, se sentía como en un islote donde imperaban la verdad y la sinceridad. Estos islotes —su madre, Teresa, Artym— eran necesarios para su existencia. Sin embargo, si quería encontrar junto a Artym una ayuda eficaz para sus debates interiores, contra las fuerzas externas que lo aherrojaban, era muy dudoso que la consiguiera. En las palabras del viejo no había ninguna amargura, pero tampoco hacía nada por atenuar el pesimismo de sus opiniones. Además, su manera de expresarse era característica de una época ya pasada; sus frases se perdían en una bruma lejana y no parecían tener una relación directa con la realidad presente.

—Nuestros antitrinitarios llevaban sables de madera para manifestar así su pacifismo integral —decía Artym—. Y esto ocurría en las turbulencias sangrientas del siglo XVI. Discutían interminablemente para saber si un cristiano puede ejercer una función pública, ya que estas funciones suelen estar sometidas por la fuerza. Y al mismo tiempo, en Rusia, crecía el poder de Iván el Terrible. Nosotros, los polacos, teníamos que recurrir a la violencia contra la policía del zar, pero nuestra visión del futuro era tan pacífica como la de los humanistas. Teníamos la convicción de que el pueblo sabría reconocer por sí mismo quiénes son los que de verdad se ponen a su servicio. Hoy nuestro pueblo está contra los sucesores de Iván por razones nacionalistas. Pero ¿no hay en esta repugnancia que les produce a los polacos la opresión, quizás una huella de nuestro trabajo, de nuestra vencida ilusión?

Y añadía, encogiéndose de hombros:

—¿La dialéctica? Marx no decía que se impidiera por la fuerza la comprensión de los hechos. No sé si han oído ustedes hablar de un hombre que se llamaba Machayski. Era un socialista polaco. Estoy hablando de hace mucho tiempo, cuando yo era joven. El zar lo deportó a Siberia. Sólo había escrito un libro muy pequeño editado en ruso en que exponía su tesis. Según él, cuando se dice que el proletariado hace la revolución, esto significa sólo que una intelligentsia sin escrúpulos trata de incrustarse en el organismo social. Y no deja de haber una parte de verdad en eso: toda la locura de la intelligentsia rusa y su manía suicida. Es lo mismo que la atracción sexual, que en las arañas impulsa al macho hacia la hembra para que ésta lo devore inmediatamente después del acto. Piensen ustedes en los países retrógrados. Sus masas son apáticas, pero en cuanto alguien aprende allí a leer o empieza a ir a la Universidad, se hace staliniano porque ése es el camino que le parece evidente y lógico. Es la gran trampa del siglo XX. En cuanto alguien cree que algo es científico y fácilmente demostrable en un papel, en seguida quiere llevarlo a la práctica. Cuando el aprendiz de brujo se asusta de la fuerza demoníaca que ha desencadenado con la fórmula que le enseñaron, es ya demasiado tarde y ha de seguir siendo el esclavo del demonio a quien él ha contribuido a liberar.

Artym era también implacable para los socialistas:

—Para ustedes esto de que hablo es ya mitología. En cambio, para mi generación era un problema fundamental: me refiero a la lucha entre los que deseaban el socialismo y la independencia, y aquellos otros que, como Rosa Luxemburg, no querían que los Estados que eran antiguos esclavos del zarismo se separasen de Rusia sólo porque ésta se había convertido en la Unión Soviética. Pero se han separado, aunque no todos, ya que Ucrania y Georgia han seguido ligadas a Rusia. De todos modos, aquí en Polonia triunfamos aunque la separación iba a ser a la vez nuestra derrota por haber tenido que sacrificar el internacionalismo. El zarismo de ellos, el de los bolcheviques, nos daba la razón. Al aceptar la unión nacional los partidos socialistas, estos productos del siglo XIX tuvieron que pasar por una época en que les era imprescindible suprimir toda política. Antes de la guerra, los socialistas tenían que limitarse a hacer su propaganda en las Universidades populares y exclusivamente entre sus afiliados, pues se veían aplastados por las dictaduras, el salvajismo nacionalista, el racismo, el oscurantismo… Hoy, en cambio, ha llegado el triunfo póstumo de esos socialdemócratas nuestros que deseaban llevarse bien con Rusia y que, en resumidas cuentas, son los padres del Partido comunista. Al mismo tiempo, ese efímero triunfo es su peor derrota. En fin, ahora tienen ustedes ocasión de contemplar el espectáculo que está dando el nuevo «partido socialista legal». Les sirven de comodín a los comunistas, que van suprimiendo poco apoco la base de democracia obrera e independencia nacional, que parecía unirles hasta ahora. Tengan ustedes la seguridad de que no me prestaré a ese juego.

No había que esperar de Artym ningún consejo.

—¿Es posible apreciar los matices del destino individual? —preguntaba—. Por ejemplo, ¿es obligatorio para todos los cristianos tomar las armas y matar a los comunistas? Si alguien ama a su país, ¿debe imitar a los aristócratas rusos que, por amor a su patria, se escaparon y son conductores de taxi en París? ¿O a esos oficiales polacos, esos procuradores, jueces, abogados y altos funcionarios que lavan los platos en los hoteles de Londres y de Nueva York, esperando año tras año un imposible retorno a la situación antigua? ¿Se puede decir a una persona: «trabaja aquí, con los socialistas o con los comunistas camuflados de demócratas», cuando sabemos de antemano que esto le llevará fatalmente a la absoluta ortodoxia staliniana, en caso de que sea obediente, o a la cárcel si es rebelde?

Piotr protestaba. Creía que el factor tiempo es decisivo. El tiempo —si el proceso de transformación era tan lento como se anunciaba— podía traer formas imprevistas, ya que, al proclamar su voluntad de descubrir formas inéditas y al hacérselas esperar a las multitudes, el propio Partido comunista se encontraba cogido y arrastrado por la corriente de esta espera.

Artym denegaba con la cabeza. Sus largas manos reposaban sobre sus rodillas:

—Quizá. No presumo de oráculo. Durante algunos años, quizás algunas gentes logren llevar bien este juego siempre que comprendan que estas formas nuevas políticas y sociales no son sino un subterfugio táctico. Conozco la historia de Ucrania; y créanme ustedes, allí al principio ocurría lo mismo que ahora en Polonia… Si soy enemigo declarado de todo compromiso de los socialistas con ellos, es que no puedo apearme de mis convicciones de toda la vida. Si quieren, que me encierren, pero de todos modos me queda muy poca vida. Además, mi actitud es cosa mía exclusivamente, no puede obligar a nadie más. Cada uno, en su caso, tendrá que hallar en su conciencia la manera de actuar para salvar una cierta dosis de decencia moral. Lo seguro es que todos los reaccionarios que están emigrados tendrán el monopolio de la Prensa. Harán todo lo posible por olvidar lo que ellos mismos hacían antes de la guerra. O mejor dicho, lo que no hacían, puesto que para ellos el que no se preocupa más que de su dinero está siempre limpio de pecado. No; insisto en que no sólo debe cada uno elegir por su cuenta, sino volver a elegir dentro de la primera elección que haya hecho.

Cuando regresaban de casa de Artym, Cisowski, que apenas había dicho nada, sentenció, como si hablara con alguien que estuviese en el aire:

—No podemos contar con nadie. Estamos solos.

Piotr lo comprendió, pues su compañero expresaba la misma decepción que sintió él mientras escuchaba a Artym. Era, como lo habría expresado el irónico Julián Halpern, viajar en berlina en la época de los aviones.

Piotr no era partidario de confiarse a nadie, por muy digno de confianza que pareciese este interlocutor. Sabía que más pronto o más tarde el eco de las opiniones expresadas —aunque solamente lo hubieran sido en un estrecho círculo de amigos íntimos— acaba por llegar de modo misterioso a los oídos de quienes desean enterarse. Sin embargo, el hecho de que hubiera estado en casa de Artym con Foca y charlado allí de temas políticos y sociales, hacía de ambos casi unos conspiradores. En las dos semanas siguientes, Piotr vio a Foca con bastante frecuencia, aunque esta amistad no fuera fácil para él. No sabía cómo tratar a los más jóvenes que él; era como uno que buscase a tientas en una habitación a oscuras mientras el buscado se sentía aún más perdido. A Piotr le parecían ingenuas las preguntas que le hacía el otro y, si se referían a sus experiencias en Rusia, Piotr no podía vencer la férrea costumbre del silencio y respondía sólo con monosílabos. Foca, por su parte, no aludía nunca a sus asuntos personales, nunca recordaba a su mujer en la conversación y, cuando surgía en ésta el levantamiento de Varsovia, se metía en sí mismo y callaba. A veces soltaba alguna frase breve y amarga condenando a los que habían dado la señal del levantamiento. Piotr notaba en Foca algo así como una necesidad contenida de entusiasmo y pensaba que precisamente era Foca y no él quien podía convertirse en un fanático adepto de la doctrina comunista si algún día sentía ese deslumbramiento que él conocía tan bien por haberlo observado en otros y que solía comparar al de un cocainómano que descubre en el sitio más vulgar la armonía suprema de una superlógica del universo.

Pero como Foca no encontraba en sus visitas a Artym lo que andaba buscando, sólo deducía una consecuencia de su decepción: que debía condenar en bloque todo lo que estaba sucediendo sin pensar si esta repulsa era acertada o no, digna de alabanza o de desprecio. Creía que aún había maneras de actuar clandestinamente. Y cuando Piotr procuraba desanimarlo, le replicaba que no le importaba el tiempo que pudiera prolongarse esa acción clandestina.

Un día, a fines del verano, Foca le confió que andaba preocupado aquellos días, pues preparaba la huida de Darewicz al extranjero. Necesitaba éste una documentación lo más segura posible para luego aprovechar el desorden aún existente en los territorios del Oeste y que facilitaba la entrada en Alemania. Piotr había oído hablar mucho de la valentía de Darewicz bajo la ocupación hitleriana. Se sacó del bolsillo varios pases que le autorizaban para circular por la región fronteriza y que le habían dado porque tenía que hacer unos reportajes a orillas del Oder.

—Toma eso —le dijo a Foca—. No olvides cambiar el nombre. Si me veo obligado a dar una explicación, diré que los he perdido. Pero te advierto que los rusos no hacen mucho caso de la documentación. Es más seguro no tener una elevada idea del respeto de esa gente por la legalidad.

Al poco tiempo, pensó Piotr que había cometido una imprudencia. Se decía «allá», y no sin razón, que se expone uno siempre a los peligros cuando tiene amigos.