XV

El Vístula, en el fuego de los primeros calores intensos, llevaba enturbiadas sus aguas por la arena arrancada de su lecho y sus orillas por la corriente. Por encima del ancho río se elevaba la ciudad destruida, absurda con su tétrico aspecto bajo la alegría del cielo. La superficie del agua, acostumbrada ya a la herrumbre de los puentes hundidos, repetía sin tregua los mismos pliegues. Más allá del último puente, las amplias playas estaban vacías. Antaño, en esta época, una multitud abigarrada se extendía por allí, las radios portátiles armaban una gran algarabía y los vendedores de helados pregonaban su mercancía.

Foca evitaba tropezar con los alambres espinosos y con los montones de escombros. Solía irse todos los días allá lejos, desde donde sólo se distinguía la línea azulada de la Varsovia destrozada. Volvía a encontrar los rincones donde, cuando niño, iba a jugar con sus compañeros de escuela. Se tendía sobre la arena abandonando al sol su cuerpo desnudo. El sol proporcionaba una gran felicidad porque permitía resistir la virulencia de los pensamientos y les quitaba su implacable evidencia. Lentamente se adentraba en el río, nadaba, hacía la plancha y se abandonaba a la corriente, que le depositaba por fin suavemente en un banco de arena. Le parecía vergonzoso estar disfrutando así, como hacía años, de la luz y del agua. En la satisfacción que aquel contacto con la Naturaleza le proporcionaba, se mezclaban los alfilerazos del remordimiento. Pero en conjunto disfrutaba tanto que se hallaba dispuesto, una vez más, a aceptar al hombre tal como es y a convencerse de lo inútil que es exigirle más a la vida.

Después de su regreso, se alojó en casa de un peón caminero conocido suyo, en el barrio de Praga. Necesitaba encontrar trabajo, pero por lo pronto ya tenía para defenderse. Darewicz, uno de los militantes socialistas amigos suyos, le había dado una vez doscientos dólares, aunque él no quería aceptarlos. Darewicz se encogió de hombros y dijo que ese dinero no era suyo y que no veía la manera de ponerlo al servicio de la causa. Consideraba una trampa el ofrecimiento de colaborar con las nuevas autoridades, y a los que montaban ahora un partido socialista legal les predecía un triste fin. Precisamente, el propio Darewicz, por haber sido socialista de verdad, era amenazado continuamente y no dormía ya en su casa.

Foca no habría podido definir en qué consistía lo nuevo. Nunca había entrado en contacto hasta ahora con ese algo que se había formado en el Éste. Lo nuevo —o sea, lo soviético— escapaba a toda consideración, era como aire, un clima, una presencia vaga que, por encima de todo aspecto material, se escapaba al razonamiento y, por supuesto, a la mirada. Durante su viaje de regreso, iba convencido de que se dirigía hacia una nueva ocupación extranjera de su patria. Los cinco años que había pasado bajo el terror hitleriano le acostumbraron sobradamente a este género de vida. Ya le daba igual quién fuera el ocupante.

Sin embargo, lo nuevo no recordaba en absoluto a lo que él había conocido. Como soldado del Ejército del País, estaba expuesto a que lo detuviesen en cualquier momento. Todos los días se llevaban a antiguos compañeros suyos de armas. Pero no se trataba de eso. En los ojos de sus conocidos y en los de todos los que encontraba en la calle leía el miedo. Y este miedo era diferente, era un miedo nuevo: lo que espantaba ahora a las gentes no era un peligro inmediato, sino algo así como la amenaza misteriosa y preñada de prohibiciones que pesa sobre las tribus primitivas. Los labios de esta gente pronunciaban fórmulas estereotipadas, pero tan confusas para ellos como sus sentimientos, y se decían: «Esto no hace más que empezar». En el transcurso de los años anteriores se habían visto obligados, por supuesto, a tomar todas las medidas de seguridad que les parecían eficaces: documentación falsa, cartas de trabajo ficticias…, pero ahora, en cambio, se apresuraban a afiliarse al Partido, se precipitaban sobre las colocaciones que les parecían seguras porque todos se sentían vigilados y tenían la íntima convicción de que iban a ser juzgados algún día en algún espantoso Día del Juicio. El brillo del blanco del ojo bajo el párpado, un rubor repentino, la brusca inclinación de una cabeza traicionaban la turbación y la angustia que impulsaban la conducta de estos polacos.

Algunos viejos camaradas de su grupo clandestino le explicaban a Foca que el trabajo actual de los socialistas era muy importante para el país y que era imprescindible pasarse al «bando legal». Se jactaban de estarles enseñando a los comunistas cuáles eran los verdaderos amos del país, los hombres capaces de arrastrar en Polonia a las masas. Pero, después de pensarlo mucho, Foca rechazó estas proposiciones, pues en todo ello encontró una oscura falsedad. Prefería a su peón caminero que, frunciendo las cejas con aire de persona enterada, le enseñaba su reciente carnet del P. P. R.[4]

Foca siguió en la playa. Tenía tiempo de sobra. Se estaba poniendo muy moreno y el fluir del río se prolongaba en él como la esencia líquida del universo. El Vístula, incluso en el tiempo más radiante, conservaba su aspecto de trágico decorado: de curso irregular, abriendo nuevos cauces en la salvaje llanura, se expandía caprichosamente por las tierras desiertas. Ya no se veían ni barcas ni dragas, ni canoas de pescadores, ni kayacs. Unas garzas, envalentonadas por la ausencia del hombre, se paseaban por la orilla.

Foca no sabía qué camino podría tomar su vida. En el Vístula buscaba una purificación. Pero ¿de qué tenía que purificarse? Había estado dejando para más adelante su visita a las ruinas de la Ciudad Vieja. Quizá sintiera miedo de ir solo. Alguien le contó lo que había sido de los profesores de la Universidad y supo que Gil estaba en Varsovia. Logró su dirección.

Era un barrio alejado, al sur de la ciudad. Unos hotelitos con ventanas tapadas por tablas y cartones se hundían en la maleza que crecía en los jardines de antes y a través de la cual los habitantes, al ocupar de nuevo las casas, habían trazado unas sendas a fuerza de entrar y salir.

El encuentro había sido molesto para ambos. Foca explicó a tropezones que era un amigo de Joanna, que habría querido…, que pensaba… Se encontraba ante un hombre alto y delgado en cuyo cráneo afeitado rebrotaban, rígidos, unos pelos grises. Tenía las cejas muy pobladas y enmarañadas y la boca tensa, en una expresión de terquedad. Foca se balanceaba sin saber qué actitud tomar, tratando en vano de encontrar un parecido entre aquel hombre y Joanna, algo que le infundiese a él confianza. La idea de haber visitado a Gil le parecía absurda. Pero poco a poco fue haciéndosele familiar la mirada del profesor, una mirada clara que parecía independiente de él mismo. Pero es curioso que esta impresión acabara por hacérsele desagradable. Por fin dijo el anciano:

—Ya. Joanna. Sí, busco su tumba. ¿Tiene usted idea de dónde está?

Para llegar a aquel sitio, tenían que cruzar toda Varsovia. Cuando pasaron varias calles en que el tráfico de la ciudad volvía a recordar débilmente lo que fue en tiempos, los pasos de ambos hombres resonaron en el silencio de las calles y plazas muertas. El ruido de las ruedas de una carretilla, el clic-clac de las suelas de madera de los dos niños que tiraban de ella, resonaban increíblemente con el eco de los muros incendiados. Con una pala cada uno al hombro, se abrieron paso por el laberinto de las ruinas de la Ciudad Vieja. A Foca le costó mucho trabajo encontrar los restos de la casa. Por fin estaban en el patio y Foca no llegaba a comprender qué vínculo podía subsistir entre lo que él había vivido tan intensamente en este lugar y la realidad presente. Era como si todo tuviera su manantial en lo más íntimo del hombre. Como si nada viniera de los objetos materiales. Antes se había extrañado de que algunas gentes —los esquimales o los lapones— pudieran vivir en las heladas extensiones nórdicas donde no hay nada, ninguna planta, nada de color verde; pero ahora pensaba que también para aquella gente existían colores y que en el inmenso desierto de hielo habría algo que les atraía, algo creado por ellos mismos desde el fondo de sus personas, algo nacido de sus propios deseos.

A Foca no le gustaba pensar en aquella expedición y en lo que allí habían hecho el profesor y él. Hasta el tercer día no encontraron el cadáver de Joanna, cuando los vestidos de Gil y los suyos estaban ya impregnados del repugnante olor constante en aquel lugar. Por lo menos, Gil aseguraba que era el cuerpo de Joanna. Foca se sentía obligado a decir algo de la muchacha, pero notó con sorpresa que casi no tenía nada que comunicarle al padre. Se contentó con relatar hechos escuetos. Recordó lo de Osman, cuando Joanna se empeñó en subir con él, y también la visita del Padre Ignacio. Nada dijo en cambio del conflicto que hubo entre Bertrand y el Padre, pero no ocultó su antipatía por el sacerdote. Gil le preguntó si Joanna se había confesado y Foca no pudo adivinar por la voz del anciano si deseaba que le respondiese que sí o que no. El nunca se había planteado esta cuestión. No sabía si se había confesado. «Aquel Bertrand —añadió como sintiéndose obligado a ello— era amigo mío. Lógico y positivista. Joanna lo estimaba mucho». Gil movió la cabeza con pesar. En verdad, era difícil entrar en contacto con este hombre. Intimidaba a Foca, que nunca adivinaba sus verdaderos pensamientos a pesar de que durante estos días se hubiera desarrollado entre ellos, a pesar de la diferencia de edad, una especie de camaradería silenciosa.

A la orilla el río, Foca lloraba de soledad. Esto le ocurría a veces, aunque le duraba muy poco. Era espantoso pensar en la inutilidad y vaciedad de esta vida. Procuraba imaginar lo que Bertrand hubiera escogido, él que era tan exacto en sus cosas y un hombre con el que podía uno contar. Para Foca, el vergonzoso asunto de Gdula radicaba, sobre todo, en haber caído por debajo de la idea que su amigo tenía de él. Y desde entonces había procurado reparar esta falta, pero todas las vías posibles las veía cortadas ante él. Por otra parte, al no intervenir en nada, al decir que no a cuanto le proponían sus antiguos camaradas, estaba abocado a convertirse en un ermitaño.

Un día, abriéndose paso entre los matorrales, estuvo a punto de meterse entre un grupo de jóvenes de ambos sexos. Tanto ellos como ellas estaban completamente desnudos. Jugaban a las cartas. Por su desnudez y por los perezosos movimientos con que jugaban, flotando en un tiempo parado, demostraban que todo lo social, el pasado y el futuro, les era por completo indiferente. Estos jóvenes estaban ya, a pesar de sus pocos años, de vuelta del deber, de las convicciones, de la necesidad de sacrificar la vida por los ideales… Vivían y nada más. Si Foca se hubiera acercado a ellos y les hubiera dicho que él era, como ellos, uno de los que habían defendido esta ciudad vencida, habrían levantado la cabeza despacio, le hubieran invitado con un gesto indiferente y le habrían puesto unas cartas en la mano. Volviendo a dejar caer las ramas que tenía levantadas y retirándose sin ruido, conservó en su mente la imagen de una planicie en la cual, en medio de las huellas de efímeras civilizaciones, a orillas de un río abandonado, estaban sentados, sin importarse nada unos a otros, unos pequeños rebaños humanos tan enemigos de lo que había sido como de lo que iba a ser. Y él, Foca, era como todos ellos. Había muchos así en el mundo en esos momentos, pero pensar todo esto no servía para nada.