XIX

Unos hombres vestidos casi de harapos izaban unos cables, valiéndose de largas pértigas, a las puntas de los muros rotos. Luego, colgándose de los cables, tiraban de ellos estimulándose con un rítmico O-o-oop, o-oop. El muro, después de muchos esfuerzos, se derrumbaba estrepitosamente entre nubes de polvo. Para transportar los escombros utilizaban carros de un caballo. Enjambres de hombres y mujeres se agitaban entre los derribos, abriéndose un camino hacia las nuevas calles.

Foca pasaba ahora sus días trabajando en las ruinas de Varsovia. En los lugares en que, cuando era niño, miraba fascinado un escaparate con soldados de plomo, o el de una confitería, o las misteriosas lamparitas de un cine, o donde más tarde le compraba flores a Catalina, o bien allí donde, con el dinero ahorrado, había comprado para ella una chaqueta de lana, se inclinaba él ahora hundiendo su pala en los escombros y apartando los ladrillos intactos. Cargaba todo aquello en un carro mientras un halo de recuerdos o fantasías flotaba en torno a una hucha, a unos soldaditos de plomo, o a cualquiera de esos objetos irrisorios cuya resistencia a la destrucción es mucho mayor que la de los seres humanos o de una ciudad. A mediodía, sentado con otros al viento frío de otoño, comía el almuerzo que le habían preparado por la mañana temprano. A veces, alguno de los obreros sacaba un cuarto de litro de vodka y hacía saltar el tapón mediante un fuerte golpe en el fondo de la botella. Bebían por turno del gollete. Foca se sentía bien con estos hombres en medio de los cuales había crecido en una calle pobre que descendía hacia el Vístula. Comprendía y estimaba el humor cínico de estas gentes así como su manera de entenderse a medias palabras porque todos ellos conocían las cosas de esta tierra. Estaban todos de acuerdo sobre lo absurdo de la destrucción en la que estaban colaborando a viva fuerza y cuya primera finalidad era permitir al nuevo Gobierno el afianzamiento de su poder mediante las tareas de reconstrucción. Pero también era verdad que la ciudad tenía que ser reconstruida. Por eso, acababan discutiendo sobre dónde debían pasar las primeras líneas de tranvías y qué barrios estaban más necesitados de energía eléctrica y de agua, así como qué zonas debían ser limpiadas primero porque necesitaban con más urgencia las nuevas casas. Callaban sobre muchas cosas del pasado y no pocos temores del futuro. Se concentraban en deberes tangibles y patrióticos hacia este desierto urbano que para ellos significaba la vida pasada y la futura. Foca pensaba que debía quedarse con ellos. Quizás pudiera rescatar sus faltas mediante este duro trabajo físico cotidiano consagrado a una finalidad útil. Todo lo demás sólo podía decepcionarle. Se alegraba de que Darewicz hubiera conseguido escapar, pero éste era el único que se esforzaba todavía en reagrupar los restos de la organización. Después de su marcha, cada uno se había ido por su lado. Artym era demasiado viejo. Foca se reprochaba haber sido demasiado reservado con Piotr, que tanto necesitaba su amistad. Y el hecho de que Piotr hubiera desaparecido de pronto de su horizonte, lo atribuía a su mala suerte. Siempre fracasaba en sus intentos de encontrar personas espiritualmente afines a él.

Al atardecer, regresaba a pie hacia el barrio de Praga pasando por el único puente provisional, cenaba lo que le tenía dispuesto la mujer del peón caminero y ya en la cama, intentaba leer un manual de botánica, pero se dormía al poco tiempo.

Una tarde, cuando subía por la oscura escalera, sintió que había allí alguien parado. Quiso pasar, pero le cayó de pronto en la cara el rayo luminoso de una linterna eléctrica.

—Perdone —dijo una voz ronca—, ¿es usted el ciudadano Cisowski? Síganos, por favor.

Eran dos, vestidos de paisano. Unas casas más allá esperaba un jeep con los faros apagados. El vehículo se puso en marcha. El viento hacía flotar la bufanda de franela que llevaba Foca. Caía la primera nevada y los copos de nieve le refrescaban la cara. «Quizá sea mejor así —pensó—. Quizá todo sea igual».