XIV

Si, después de lo que Piotr le había contado, Teresa se hubiera limitado a darle unas palmadas y reírse, también él se hubiera reído y todo habría quedado en eso. Pero la verdad es que Teresa se quedó muy seria.

—Nos ponen el yugo y nos obligan a tragarnos todas sus cochinadas. Y esto tenemos que pagarlo. Eres un desgraciado.

Tendió la mano para coger la ropita que cosía para su niño. Enhebró una aguja. Mientras mordía el hilo con los dientes, observaba a Piotr.

—No creo poder servirte de nada en este caso. Tienes que interpretarlo tú mismo y entonces es posible que yo pueda añadir algo.

Piotr le estaba reconocido porque, con esta invitación, le permitía continuar sus análisis egocéntricos. Apoyó la cabeza contra la pared sobre la que se apoyaba su silla.

—Para mí no está claro —hablaba lentamente, con largas pausas entre las frases—. Al principio, cuando un hombre está sometido a la presión de una fuerza superior… totalmente sometido… llega a un límite en el que todo lo que odia se convierte en objeto de un culto, pero a la vez se niega a reconocerlo. Es muy desagradable. Entonces, la única solución es situarse más cerca que nadie del centro de esa fuerza y allí encuentra el calor y el estímulo. Quizá sea sólo yo el que está retorcido. En la escuela, aquel limosnero me perseguía, pero, si he de decir la verdad, sentía por él una especie de veneración precisamente por su fanatismo. Ahora bien, quizá no sea yo solo, sino que se trate de un fenómeno más general. Por otra parte, siempre me ha costado mucho trabajo vivir aislado y verme obligado a tomar decisiones. Cada vez que me he rebelado, ha sido para fundirme con los demás, buscando una posible unidad. Me he rebelado porque creía que les faltaba algo a quienes me rodeaban; era como si protestara de que ellos no tuvieran una fuerza lo bastante poderosa para obligarme a obedecerlos a gusto. Una fuerza intelectual o de cualquier otra clase, lo mismo da; pero todo esto es abominable y me siento condenado por ello. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo? Deseo la verdad, pero cualquier verdad que yo pueda descubrir es demasiado débil para sostenerme en mi lucha contra los que me dominan. El mismo Dios, en mi sueño, es sustituido, identificado con otra fuerza.

Teresa lo escuchaba sin dejar de coser.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —le atajó—. Justificar tu fatalismo. —Piotr no respondió, y ella insistió—: Con este sueño te pones en guardia.

—¿En qué sentido me pongo en guardia?

—Lo más importante es la historia de tu padre y tu vida de huérfano. Como te mataron a tu padre, te parecen todopoderosos.

Teresa no quiso hablar más de este asunto. Pensó: «Deja de decir vaguedades y procura comprender tú mismo por qué te defiendes con este sueño. Uno de los peligros de la abyección es que llega uno a encontrarse a gusto en ella. Pero has hecho bien contándome este sueño a mí si no tienes otra persona en quien confiar».

Piotr también creía haber hecho bien contándoselo. Las palabras de Teresa habían sido inesperadas para él. Muchas veces se lee una frase que parece evidente, que creemos conocer desde hace mucho tiempo, aunque en realidad nunca hemos pensado en ella. Algo semejante le sucedía a Piotr ahora: nunca había mezclado a su padre en estos asuntos. Sólo que le parecía mucho más vergonzoso creer en la necesidad histórica del triunfo de los comunistas por el hecho de que su padre hubiera muerto luchando contra ellos. Ahora lo veía todo con luz nueva. La muerte de su padre era la causa lejana de su actual debilidad moral. Y los otros, los que se funden en la fe colectiva buscando el calor del enjambre, ¿habrían conocido también, bajo una u otra forma, esa condición de huérfano, unos padres a los que no se respeta, una aceleración excesiva de los acontecimientos que rompe los vínculos de las generaciones y la sensación de ser un extraño en el propio hogar? ¿Y si Teresa llevaba razón y este ensueño tan repetido no era una condena, sino un medio defensivo? En tal caso se trataría de una de esas intuiciones a las que su madre —y también él mismo— obedecían; y no algo vergonzoso e inconfesable.

Ahora veía con mayor claridad lo que le impulsaba hacia Artym: buscaba un guía, un hombre experimentado que pudiera ayudarle en sus incertidumbres; lo mismo que en su infancia, sentía nostalgia por el árbol grande. Artym era muy viejo, había sobrevivido a la guerra; y su piso, en los suburbios de Varsovia, había quedado intacto. Piotr no había ido a verlo hasta ahora porque sentía cierto temor de ponerse en contacto con él. Artym era uno de esos socialistas intransigentes; si lo habían dejado tranquilo era sólo en consideración a su nombre famoso —siempre es mejor no hacer mártires— y por su avanzada edad. Como Piotr pertenecía al clan de Baruga y cuidaba mucho —aunque sin grandes esperanzas— sus proyectos de marcharse al extranjero, era lógico que evitase toda relación con Artym, pues había que suponer que el viejo socialista estaba muy vigilado. Sin embargo, después de su conversación con Teresa, decidió saltarse sus temores y visitar a Artym.