Para Piotr, el curso del tiempo, que hasta entonces llevaba un ritmo desigual —como si se hubiera ido deteniendo al borde de una serie de precipicios— empezó a tomar velocidad. Lo quisiera o no, tenía que insertarse en lo que sólo era para él una situación frágil y provisional, aunque pensaba con disgusto que lo provisional amenazaba convertírsele en duradero. Hacía calor y las hojas de los árboles dejaban filtrar la luz de las lámparas eléctricas. Las orquestas tocaban en los jardincitos de los cafés en esta ciudad de Lodz donde Piotr se había instalado. Los problemas que le acuciaban iban perdiendo fuerza para él, y lo mismo les sucedía a sus compañeros. El miedo, la vergüenza del pasado y del futuro estaban en todos como envueltos en algodón y habría sido imprudente buscar el nudo de la cuestión a través de esa capa aislante. La gente iba y venía embargada por el sonambulismo de la vida, de la primera primavera que seguía a la guerra, el verdor de los árboles y el movimiento de la calle. En las mentiras de la Prensa y de los discursos oficiales sólo veían ahora fenómenos sin importancia, pues el que más y el que menos se afanaba por reanudar sus pequeños negocios, buscar piso, traficar y tramar intrigas gracias a las cuales se descargaban de su odio. Porque a este odio no le podían dar ninguna salida permitida oficialmente. Se bebía mucho vodka y las mujeres eran fáciles como si hubieran aprendido que el cuerpo humano es demasiado perecedero para que valga la pena limitar los deseos con normas morales. Piotr conoció a Eva. Aquello empezó sin demasiados preliminares. Habían bebido en compañía de Bunio. Bailaron y Piotr la acompañó a su casa. Le gustó que las rodillas de la mujer temblaran cuando se besaron en el vestíbulo del local. Ella iba con frecuencia a casa de Piotr después de la función. Era actriz; durante la guerra había trabajado de camarera en un restaurante de Varsovia, adaptándose a las órdenes de la organización clandestina de actores, que prohibían a sus miembros trabajar en ningún teatro mientras los alemanes dominasen el país. Eva era de pequeña estatura, muy fina y tenía un humor muy especial que, aunque frecuente en la ocupación nazi, le parecía a Piotr muy original e interesante. Hablaba de su marido entre risas: «No quedó de él ni un pedacito. Sólo una mancha húmeda. Se había lanzado contra el tanque que estalló en la ciudad abierta». Era un tanque trampa cargado de dinamita que los alemanes dejaron coger a los insurrectos. Éstos lo condujeron a través de las barricadas hasta la plaza del mercado. Una multitud entusiasta de muchachas y niños rodeó este botín de guerra. Y cuando el conductor alzó la trampilla para salir, estalló el tanque, matando a unos centenares de personas. Encontraron cabezas y manos en los balcones de las casas de alrededor y en las copas de los árboles.
Sin saber por qué, la clase de muerte que había tenido su esposo divertía mucho a Eva, aunque esa reacción resultara incomprensible. También le divertían otros acontecimientos y circunstancias que no suelen causar risa; por ejemplo, el hecho de que Piotr (que estaba ya desmovilizado y llevaba traje de paisano) hubiera pertenecido al ejército soviético, o que publicara artículos serios. Le decía: «Déjate de bromas; tú no eres así. Ahora todos fingen ser lo que no son; nadie cree en nada; los agentes extranjeros se presentan como Gobierno nuestro y llaman polaco al ejército que mandan los rusos… Comprenderás que me ría de todo esto».
Para Piotr, Eva era, ante todo, un medio de renovar su contacto con el teatro. La atmósfera de irrealidad y de magia, el olor a maquillaje, los vestuarios, detrás de cuyas puertas se veían, a la cruda luz eléctrica, unas espaldas desnudas o unas piernas. Chismes, rivalidades, todo aquello adquiría para él un valor excepcional quizá por ser un mundo aparte en el que podía refugiarse. Gracias al teatro volvía a encontrar una cierta permanencia, una ligazón con el pasado. A pesar de sus deseos de abolir una gran parte de ese pasado, admitía su período teatral como una época aceptable. Sin embargo, esta continuidad la turbaba alguien cuya presencia era para Piotr un recordatorio vivo de la fuga de los años. Teresa se había casado y tenía un niño. Cuando volvieron a verse se examinaron con detenimiento. A ella no le había cambiado el tipo: sus piernas largas seguían bien torneadas, pero los senos —que siempre los había tenido bien proporcionados— eran ahora demasiado grandes. Tenía arrugas alrededor de los ojos y algunos mechones blancos.
Cuando Piotr estaba sentado en casa de Teresa y ella, buena ama de casa y siempre maternal, le servía la sopa, Piotr sentía con intensidad lo extraño de la existencia. Él era el mismo y, sin embargo, distinto, y Teresa seguía siendo la misma, aunque era también diferente. Antes de la guerra, cuando Piotr iba al teatro a verla actuar, sus emociones artísticas se mezclaban con un orgullo un poco absurdo de macho. Desde la oscuridad de la sala seguía el paso enérgico de Teresa bajo el disfraz de reina shakespeariana o en un atavío de la época romántica, aquéllos de la cintura tan alta. El verdadero misterio del teatro era para él la fusión de lo hierático con lo indecente, fusión en la que descubría también el secreto de los seres humanos capaces de crear poemas y filosofías en medio de excrementos y menstruaciones. Nunca había sentido esto con tanta fuerza como una noche —a primera hora— en que, a causa de una mudanza, no tenían dónde pasar un rato antes de ir ella al teatro. Estaban en los bulevares, a la orilla del río y, movidos por un súbito deseo, se habían amado contra la baranda de hierro. Una hora más tarde, le llegaban a Piotr el ritmo noble de los versos clásicos declamados por su amiga y sus movimientos majestuosos de heroína trágica; lo cual le parecía el contraste supremo, un desafío a lo biológico y un triunfo del artificio puro propio del arte. La amistad de Teresa le era valiosísima al cabo de estos años: fraternal, sin estar exenta del todo de los recuerdos eróticos que surgían en ciertos matices de la voz, en un pliegue de los labios y otros movimientos casi imperceptibles. Piotr podía hablarle de todo, mientras que Eva tenía que conformarse con su silencio indulgente o abstraído.
Algo que atormentaba a Piotr desde hacía varios años era un sueño; un sueño vergonzoso, demasiado repugnante para llevarlo encima. Lo corriente es olvidar sueños como éste, ya que el organismo los neutraliza y se los asimila de manera imperceptible, como ciertos venenos a los que se acostumbra uno. Piotr pensaba con frecuencia en este sueño repetido que siempre le estaba acusando; se acordaba con toda claridad de los detalles, aunque no pudiera contárselos a nadie. Ni siquiera a su madre se había decidido a contárselos. No; era imposible. La única persona a la que podía confiarlo era a Teresa, aunque esto significara descubrirle una mayor parte de sí mismo de lo que nunca había hecho, ni siquiera en la época en que ambos eran amantes.
Necesitaba descargarse de este peso y someter su extraño sueño al juicio de otra persona, ya que su propia interpretación, demasiado halagüeña para sí mismo, podía ser falsa. Le advirtió a Teresa que este sueño no se refería al pasado: era como llevar en el cuerpo una bala errante sabiendo que algún día puede llegarnos al corazón. Le pidió ayuda.
EL SUEÑO DE PIOTR
Este relato, cuyas frases había tallado y pulido muchas veces esforzándose por captar la inefable insistencia del recuerdo, le producía ahora, al contarlo en alta voz, una vergüenza inesperada. Era como hallarse ante la superficie de un estanque sombrío y que parece profundo para descubrir luego, al meterse en el agua, que ésta no sube más arriba del tobillo. Se dio cuenta de que no decía lo esencial y que más bien estaba pronunciando un discurso sobre la manera de curar el escorbuto. En Rusia, cuando se hallaba en el campo de concentración, los presos hacían hervir agujas de pino a falta de otro remedio. Piotr se justificaba así de antemano reduciendo su ensueño a una de esas alucinaciones tan corrientes provocadas por el hambre. Nada más normal que las obsesiones de los hambrientos como aquel éxtasis en que le sumergían entonces, durante el sueño, el sabor de la carne con mermelada que tanto le había gustado de niño. Tartamudeando, contaba Piotr el odio que sentía y la miseria de su situación. En torno suyo, en millares y millares de kilómetros, no había más que gente dispuesta a hacer caso omiso de los desgraciados como él, y si se fijaban en ellos era sólo para considerarlos como unos criminales que se merecen que les suceda lo peor. «Tenía el alma como muerta. Me parecía hallarme en el fondo de un abismo herméticamente taponado por rocas enormes. No había esperanza alguna».
Gracias al sueño se podía burlar el hambre, y también la humillación. Piotr iba por una calle de una gran ciudad y todo el mundo se apartaba para dejarle pasar: la gente se quitaba la gorra o el sombrero y saludaba. A sus pies se había arrodillado un hombre. Piotr lo miró; era el limosnero del Instituto y llevaba un uniforme. Era el mismo limosnero que solía echarlo de clase gritándole: «¡Kwinto, tienes una expresión indecente!». En realidad se trataba de las preguntas tan difíciles y embarazosas que Piotr se hacía en clase sobre los dogmas.
Luego, misteriosamente relacionadas con este homenaje que le rendía el sacerdote, aparecían unas grandes escaleras de mármol, un palacio blanco de arquitectura meridional y un penetrante olor a naranjas. En una amplia sala, unos negros con chaquetas a cuadros jugaban al billar. Música de «jazz» y canciones. La letra de las canciones aludía a Piotr. Se encontró ante unas mesas ya servidas y se sintió contentísimo: estaba comiendo. Comía con la convicción de que nunca le faltaría el alimento, que ya no había amenaza alguna y que nadie podría privarle de la carne con mermelada.
Ante todo, era un sueño tranquilizador, que le infundía una absoluta seguridad. Todo él estaba impregnado de una presencia protectora y poderosa. Piotr sentía un amor tan inmenso que la misma grandeza de este sentimiento le hacía llorar de ternura. Amor por Aquél que lo llenaba todo. Y Aquél era, sencillamente, Stalin, que lo sentó sobre sus rodillas y lo rodeó con sus brazos. Se llevó al pequeño Piotr y a medida que se elevaba por los aires se iba haciendo cada vez más gigantesco. De pronto, Piotr comprendió que no era Stalin, sino Dios Padre con su triángulo luminoso, la paz eterna y la felicidad inacabable.
Piotr se expresaba mal. Pero le hacía a Teresa unas preguntas violentas; las preguntas de un rebelde: «¿Por qué? —repetía—, ¿por qué? ¿Cómo puedo ser responsable de lo que soy de verdad? ¿Quién puede decir “Yo soy yo”, si, sabiendo que odia, está adorando contra su voluntad?».
Los troncos de los árboles quedaban perfilados en negro, detrás de la ventana, con el fondo del sol poniente. Sus cilindros tenían la incomparable densidad de las cosas que existen verdadera y plenamente. Teresa, sentada y con la barbilla apoyada en el puño, mostraba sus cabellos peinados lisos hacia atrás partiendo de una frente ligeramente curvada. Sus rodillas tiraban de la tela del vestido.
¡Si pudiera uno inmovilizarse con todas las cosas de este mundo, o ser más que una mirada que abarca el contorno, que se harta y no vive más que de eso! Pero existían el tiempo, y el miedo, y la inseguridad, existían los deseos, había que contar con ese continuo cambio en que nada es sustancia aprehensible, en que nada tiene unos contornos bien definidos. En ese mundo de los sentimientos, de las emociones y las vagas aspiraciones, no se puede señalar con el dedo una cosa y pronunciar la palabra mágica: ESO. Piotr no se había sentido nunca a gusto entre los sentimientos y las pasiones. Sospechaba que en todo lo que se llama psicología había una deshonestidad radical. Por ejemplo, nunca se había permitido reflexionar sobre la verdadera naturaleza, en lo afectivo, de los vínculos que le unían a Teresa. El papel de ella había consistido sólo en existir. Y lo que más le había agradado era esto: lo mismo que en él, las diferentes zonas de Teresa habían estado siempre claramente separadas. El cuerpo de ella funcionaba de modo independiente, con su amable autorización: a partir de aquí y hasta allí tienes el campo libre, puedes hacer lo que desees porque es cosa tuya… Pero, pasados los minutos de pura animalidad, no subsistía en aquella mujer ningún residuo que se transformara en sentimiento, en mejillas frotadas amorosamente, en tiernos diminutivos, etc. Las discusiones entre ambos fueron muy sinceras, pero algo había estado siempre prohibido entre ellos: lo que Teresa llamaba «sacar las entrañas», pues de esto nacían, según ella, muchas mentiras expresadas de buena fe. Pero esta vez, Piotr, al contar su sueño, se había sacado delante de Teresa un buen trozo de «entrañas». La astucia de esta «gran época histórica» enlazaba —contra la voluntad de los hombres— lo individual e íntimo con lo social y general, y había forzado a Piotr a sumergirse en esas profundidades que había rehuido siempre.