Inmediatamente detrás del pueblo, un camino pedregoso surcado por las lluvias subía hacia los linderos del bosque. Wolin caminaba lentamente, dándose golpecitos con una rama en las polainas. Ya estaba bien por hoy. ¿Acaso no habían utilizado sus antepasados a toda clase de canallas para mantener a los campesinos en la obediencia? Innumerables lacayos y negreros se han movido a través de los siglos en torno a los grandes señores, dispuestos a cometer cualquier villanía a la menor señal de éstos. Como perros serviles, estos tipos despreciables están siempre dispuestos a ejecutar fielmente las órdenes de cualquiera que tenga en sus manos el poder. Es casi una «constante» biológica; la tarea vil y rastrera la realiza siempre el mismo tipo de hombre. Claro, hay que descartar a los que se gastan, pues algunos, a fuerza de realizar salvajadas, se hacen demasiado bestias para desempeñar bien nuevas tareas. Pero, en conjunto, el aparato del terror está formado por las mismas categorías que en Rusia: brutos absolutos creados para la acción pura y simple; las diversas clases de jorobados, cojos, etcétera, llenos de complejos; y, por último, los hijos de la aristocracia, los refinados, para los cuales es un buen refugio la servidumbre, ya que les está cerrado cualquier otro camino por la «indecencia» de su origen.
Mientras tanto, habría que ascender a aquel tipo. Cuando Wolin había salido del coche, se lo había encontrado esperándole muy ufano. Tenía una catarata en un ojo y estaba muy colorado porque había abusado del vodka y porque le emocionaba y a el elogio que esperaba oírle a su jefe. La cosa no era para menos: ¡había deshecho la banda de «Kord»! Wolin pensaba que esto no había sido ninguna hazaña sino fruto de una feliz casualidad. Desde luego, lo felicitó, pero no creía demasiado en todo lo que aquel tipo le explicaba sobre largos y minuciosos preparativos de la operación. Por lo visto, habían encontrado en un camino del bosque, cuando ya lo tenían todo preparado para caer sobre la banda, a tres individuos de los cuatro que «Kord» había detenido cuando iban en viaje oficial. En el patio de la finca yacían, alineados, unos bultos oblongos bajo unas mantas campesinas. Los agentes de policía destaparon los cadáveres. Había seis. «Éste es el propio “Kord”». Wolin tocó con la punta de su bota el rostro del bigotito con la cicatriz que pasaba por encima de la nariz. El muerto sólo llevaba una camisa, los pantalones y, suspendida al cuello, una cadenita con una cruz de metal; tenía los talones juntos y las puntas de los pies, calzados con botas enlodadas, parecían muy separadas. A Wolin se le ocurrió una idea incongruente: aquel hombre podía ser uno de sus compañeros de Instituto. Se inclinó para observarlo con detenimiento. No, aquella cara le era desconocida. «No se lo esperaba —dijo el hombre de la catarata—. En estos pueblos hacía lo que le daba la gana. Pero estábamos bien informados por nuestros confidentes. Se ha defendido bien. Nos ha tumbado a dos muchachos». «Y éste —preguntó Wolin, señalando con su bota el cadáver de un viejo campesino—, ¿quién es? ¿También un guerrillero?». «No; es el propietario de la granja. Su hijo también formaba parte de la banda, pero se nos ha escapado. La granja la incendiaremos al marcharnos, si le parece a usted bien». «No es preciso —dijo Wolin—; bien, basta por ahora. No olvide usted recompensar a los confidentes».
Entonces comenzó el interrogatorio de los detenidos. Sólo habían cogido vivos a tres. Dos de ellos se asustaron cuando empezaron a golpearlos y confesaron en seguida. En cambio, el tercero se resistió tenazmente. En un momento de descuido logró soltarse de los agentes que lo sujetaban e, inclinándose sobre la mesa donde estaba Wolin, le escupió a la cara. Éste en vez de indignarse, quedó fascinado por aquel acto de rebeldía. Quiso ordenar que lo dejaran tranquilo, pero antes de haber podido abrir la boca, caía el rebelde fulminado por un culatazo en el cráneo. ¿Cómo se llamaba aquel valiente? Gdula. Seguramente un apodo. Habrá que enterarse del verdadero nombre. ¡Qué magnífica espontaneidad en sus reacciones! Mientras se limpiaba la mejilla con un pañuelo, pensaba Wolin en los cambios que provoca el intelectualismo en la conducta de un hombre. Sus antepasados, con el sable en la mano, exigían una satisfacción a su honor ofendido; eran sanguinarios, violentos, dispuestos a la cólera en cualquier instante. Era aquél un mundo de hombres aislados, capaces de reaccionar de un modo independiente, hombres que existían aparte de la multitud. Para aquel Gdula, él, Wolin, sería seguramente una especie de criminal; porque ese hombre era todo un individuo y sus reacciones eran sencillamente humanas, cosa difícil de encontrar en el siglo XX. Cuando las masas empiezan a comprender que nadie es responsable, caen en la apatía y entonces es muy fácil modelarlas. La maquinaria social les parece necesaria, invencible, lo mismo que a los hombres primitivos les parecían invencibles y misteriosas la inundación, la tempestad y la esterilidad de la tierra. El nuevo sistema de gobierno sería imposible si no se les inculcara a las gentes esa convicción. Y el primero que comprendió esta necesidad y creó el mecanismo en que se basa hoy el terror en todos los países del globo que lo emplean, fue un tal Feliks Dzierjinski, un noble polaco, lo mismo que él. Para los padres de Wolin, Dzierjinski era un renegado, como también él lo era a los ojos de Gdula. Pero algún día se elevará la estatua de Dzierjinski en Varsovia la Roja. Y del honor nacional ofendido sólo quedarán las cenizas.
El empinado camino, que era a la vez el cauce seco de un arroyo, le recordaba a Wolin España. Al levantar la vista, veía el verde claro de los árboles. En el cielo rosa, el sol poniente se bañaba en la bruma. No estaría mal organizar una caza de becadas.
El hombre de la catarata se había preocupado al marcharse Wolin, solo, de paseo. Pensó que aún quedarían miembros de la banda «Kord» ocultos en el bosque. Había querido ponerle una escolta y ahora, Wolin, pensando en aquel temor, tocó su pistola mientras silbaba una melodía de una antigua opereta. En algunas ventanas del pueblo se encendían luces. «Ahora estarán sentados en torno a sus mesas rugosas, bajo la lámpara de petróleo, comiendo de una escudilla con sus cucharas de madera». Estarían asustados, preguntándose qué actitud deberían tomar ante los comunistas. A Wolin le gustaba mirar por las ventanas a última hora de la tarde. Le encantaba espiar la absoluta inconsciencia con que las pobres gentes se dejaban arrastrar por la corriente de sus menudas vidas sin pensar que pudiera haber otra clase de vida y que la interferencia de las dos era inevitable. El destino estaba ya esperándolos y los ejecutores del desuno eran hombres como él, que conocían las «leyes». Era el mismo placer que experimentaba en el verano cuando observaba el trajinar de las hormigas. Los insectos iban y venían, febrilmente activos, y a él le parecía que en el comportamiento de las hormigas había una especie de locura y, desde luego, una lamentable ceguera. Se lanzaban sobre una brizna de hierba o sobre el ala de un escarabajo, y tiraban de su presa. Inmediatamente, acudían hormigas de otro bando y tiraban en sentido contrario. Si las fuerzas estaban igualadas, estos tirones duraban varios minutos. Por último, el objeto empezaba a moverse lentamente en una dirección determinada a pesar de la oposición de los adversarios. Entonces, de pronto, los que perdían se sumaban en masa a los que ganaban. ¿No serán las luchas sociales una repetición de este proceso? ¿Qué hacen, si no, esas masas que acuden «en socorro» de los vencedores?
Los expedientes que le esperaban volvieron a ocupar su atención. Se le vinieron encima con una multitud de nombres, de caras evocadas por estos nombres. Estaba contento de cómo llevaba ese trabajo. Pero, por ahora, prefería pensar en las obras de Labiche que tenía en su casa. Había conseguido adquirirlas en Varsovia. Llevaban los sellos de una biblioteca incendiada. Labiche le gustaba tanto precisamente por la absoluta insignificancia de los asuntos que ocupaban el espíritu de sus personajes, pequeños burgueses. Era el humor de la nada. El argumento giraba en torno a algún absurdo lío de alcoba, ambiciones pequeñas, en fin, cosas que no podían importarle a nadie. Y era formidable pensar que unos actores representaban esas historias y que el público, hombres y mujeres del siglo pasado ataviados de un modo que hoy parece ridículo y preocupados por aquellas mismas idioteces —sus vidas no tenían otro objetivo—, se entusiasmaban escuchando aquello y aplaudían frenéticamente. A Wolin le había interesado siempre muchísimo cómo se podía sacar algo de nada. En una época como la suya, ni el humor ni la tragedia eran ya posibles. Esto lo había sospechado él desde años atrás, pero la vida en Rusia lo demostraba de un modo aplastante. El humorismo y el sentimiento trágico sólo podían existir en los mundos privados, de un modo vergonzoso e injustificado para la comunidad. Los jóvenes reaccionarios, como aquel Gdula, seguían sintiendo la tragedia. Y cuando pensaban en su nación oprimida, en la defensa patriótica del suelo natal, en el heroísmo, etc., sentían vibrar sus cuerdas trágicas.
Wolin oyó el canto de un tordo. Despacito, para no espantar al pájaro, se fue deslizando hasta los primeros alisos del bosque. Turdus musicus. En el matorral, a poca altura del suelo, hay un nido cuyo interior está forrado de arcilla y es tan liso como si acabara de fabricarlo un alfarero. La hembra calienta con su cuerpo unos huevecitos azules con pintas de moho. Vio por fin al tordo en la copa de un pino. Su canto planeaba, extático, en la claridad, por encima del crepúsculo. Wolin, con la cabeza echada atrás, observaba el movimiento del gaznate de donde salían aquellos deliciosos sonidos. Los mismos sonidos musicales que oyó tantas veces en su infancia. Sonidos ajenos a la Historia, sometidos solamente a las leyes del eterno retorno.