XI

Pensar en una vida normal no producía más que zozobra. Winter se preguntó qué haría después de quitarse el uniforme. Mientras se está uno esforzando, es fácil sostenerse. Pero ¿qué hacer cuando se aproxima el término del viaje y sólo encontramos vacío, frío y odio? Winter no había hallado en Polonia a ninguno de los suyos, fuera de su tío Friedman, hermano de su madre. Isaak Friedman era un judío campesino, uno de ésos que se pasan todo el día en el carro, de un pueblo a otro, comprando, por ejemplo, lana. Winter, cuando pasaba delante de una pequeña tienda de tejidos en la calle principal de Lodz, vio a su tío detrás del mostrador. Éste se apoyó en los puños, guiñó los ojos, salió de detrás del mostrador y exclamó, incrédulo: «¡Jossele! ¡Tú, vestido de militar! ¡Entonces, es que has estado en Rusia!». Por primera vez después de su regreso, Winter se emocionó. Allá en las ruinas del ghetto sólo había sentido repugnancia al contemplar aquel símbolo de la muerte anónima de sus padres. Se abrazaron y besaron. El ancho rostro del tío Isaak era rojizo y estaba curtido por el sol; no llevaba bigote y vestía de un modo corriente. «¿Cómo es posible? —dijo, riéndose—. Precisamente, yo acabo de volver de Rusia; de modo que estábamos los dos en el país del socialismo».

Friedman, su mujer y sus hijos habían llegado a Lodz un mes antes en un transporte de judíos polacos soltados ahora fuera de las fronteras de la Unión Soviética. Apenas hubieron salido del vagón de ganado en el que viajaron durante varias semanas con una masa de miserables parecidos a ellos, empezaron a buscar desesperadamente un medio de vida. Pronto obtuvieron un local abandonado por los alemanes, en el que instalaron una tienda. Cuando Winter volvió aquella misma noche a casa de su tío con su mujer ya estaban preparados sobre la mesa unos platos de carne en conserva y el tío Isaak se frotaba las manos orgulloso de su bienestar reconquistado que, él no lo ocultaba, procedía de unas operaciones relámpago realizadas en el mercado negro con el vodka y objetos procedentes del botín de Alemania. Dos hijos varones adolescentes, con trajes flamantes, asistían rígidos a la conversación, molestos porque escuchaban una lengua que ya casi no entendían. Respondían a las preguntas en una mezcla de yiddish y ruso.

El tío Isaak le preguntó a Winter cuáles eran sus planes para el futuro.

—Supongo que se te habrá pasado allá en Rusia —decía Friedman.

—¿Que se me ha pasado… el qué? —se extrañó Winter.

Friedman sonreía con aire de persona que está al tanto.

—Hombre, me refiero a tu comunismo. La patria del proletariado es muy buena para la salud. Allí se cura uno de muchas cosas.

Winter, descontento, respondió que si todos ellos, y él el primero, habían salvado la vida, era sólo por haber estado en Rusia. Su tío lo miró con malicia.

—No tengas miedo, hombre. Aquí estamos en familia. A mí me detuvieron y me deportaron. ¿Para qué supones tú que lo hicieron? ¿Acaso para favorecerme? Y, ¿adónde me deportaron? Pues a los bosques donde el hombre no es más que una hormiga y donde todo lo que se derriba y arranca a fuerza de mucho trabajo vuelve a crecer en seguida como si tal cosa. Pertenecíamos a los S. O. Nadie sabía lo que esto significaba. Cuando nos libertaron después de la amnistía, hemos sabido que las dos letras querían decir Socyalno opasnyj element[3], lo cual implica condena a cadena perpetua. Nos enviaron a un inmenso bosque. No había vagones para llevar los troncos. Y todos los que los habían talado —unos S. O. como nosotros— reventaron de tanto trabajar. Eran cosacos del Kuban, y los habían llevado allí porque no quisieron hacerse de los koljoses. ¿Qué les había hecho yo? Sabes que nunca en mi vida me he metido en política. Y si era por el dinero, yo no lo había tenido nunca. ¿Temían quizás a los pobres judíos que habían encerrado como a mí y que lo más que poseían en Polonia era una cabra? ¿Podían éstos acabar con el sistema soviético?

Los ojos de Winter tropezaron con la mirada de su mujer, que tenía apoyada la barbilla en el cuello del uniforme militar, demasiado ancho para ella. Después de su estancia en Ashabad y la muerte de su hijo, esta mujer era una enemiga silenciosa y fanática del régimen soviético. La mujer de Friedman, gruesa y de rostro arrugado, estiraba las palabras al hablar:

—Si no fuera porque Isaak es muy prudente, nos habríamos muerto de hambre en Rusia. Si obedeces, te dan pan. Si no, te fastidias. Pero, aunque se les obedezca, el pan que dan es demasiado poco y faltan energías para trabajar. Por eso, nos pusimos en relación con los koljoses. Ellos llevan tan buena vida que ni siquiera tienen pan. Nosotros les dábamos pan; y ellos a nosotros, patatas.

El tío Isaak tocó suavemente a su sobrino en un hombro y le animó a comer. Luego dijo:

—En fin, José, tú mismo has visto lo que pasa allí. Pero cuando alguien tiene dinero encuentra cuanto desea. Al pobre, en cambio, se le hinchan las piernas de tanta hambre. Mientras, la NKVD se lleva los pollos y se harta de vino. Son unos bandidos, unos antisemitas y malhechores… De modo que, ¿vas a quedarte al servicio de esa gentuza? Pues te advierto que aquí va a ocurrir lo mismo que en Rusia, aunque, naturalmente, tardará más. Polonia no es ya un buen sitio para nosotros. Y empezamos porque los mismos polacos nos odian. ¿Qué nos queda en Polonia a los judíos? Un cementerio. Su familia —añadió señalando a su esposa— está en Palestina. Aquélla sí que es nuestra tierra. Nos iremos allí. Pero no es posible hacerlo así como así, en seguida. Hemos de ganar lo suficiente mientras que siga siendo posible ejercer el comercio. Dentro de un año o dos, cerrarán las tiendas lo mismo que sucedió en Rusia. Aquí todos los nuestros piensan igual que yo. A los judíos nos dejarán marcharnos. Y si no nos dejan, ya encontraremos los medios para marcharnos por Praga o Viena.

Winter pensaba en su padre. Si vivía, ¿estaría también ilusionado con Palestina? De pronto experimentó la necesidad de mezclarse con una masa de gente suya, de judíos. La sucia calle de Varsovia donde él solía jugar de pequeño con otros niños, entre la algarabía de los puestos y los gritos de los cargadores judíos, le volvió a la memoria como una imagen pálida llena de movimiento y de alegría.

—Antes de que me detuvieran —dijo Friedman— encontré a ese Teitelbaum que tenía una tienda junto a vuestro taller de encuadernación. Entonces le pregunté qué tal le iba con la nueva vida socialista. Me respondió: «No está mal. El dos por ciento vive bien. —Se cogió la cabeza con las manos y exclamó—: Pero ¿cómo diablos meterse en ese dos por ciento?». Te lo repito, José —añadió Isaak bajando la voz—, nada tenemos que hacer aquí y ningún hombre como Dios manda se quedará en Polonia. Sólo permanecerán aquí los enchufados, los que se pongan al servicio de la NKVD y se coloquen en buenos puestos del Partido. Pero aun así, ¿qué vida es ésa, siempre con temor de que lo fusilen a uno acusado de algo que no ha hecho? Además, es seguro que, más pronto o más tarde, los polacos estallarán inesperadamente; cogerán sus cuchillos y no quedará nadie vivo. ¿No te has preguntado por qué necesitan a personas como tú? Pues muy sencillo: porque tú eres judío y con los polacos no pueden contar. Primero, criarán nuevos comunistas, y luego, insensiblemente, irán aplicando el antisemitismo. Lo mismo que en Rusia. ¿Que tienes una tía en Palestina? Pues ya te la has jugado. ¿Está en Norteamérica un primo de tu prima hermana? Pues te olerá la cabeza a pólvora.

La mirada de la esposa de Winter reflejaba su entusiasta aprobación a cuanto decía el tío Isaak. No se traicionaba con ninguna palabra, por la fuerza de la costumbre. En los últimos meses, su marido, en varias ocasiones, le había reprochado algunas frases imprudentes que podían haberles costado muy caras a ambos. Había conseguido dominarse, pero sentía como un picor en la lengua a fuerza de callarse tantas cosas que anhelaba decir. La invadía un enorme deseo de gritarle al mundo todo lo que ella pensaba de los comunistas. Cuando estaban solos, le preguntaba a Winter mil cosas que él no sabía cómo contestar: «¿Qué será de nosotros? Di, José. Reflexiona un poco. Quisiera tener hijos; pero entre esta gente sería un crimen traer al mundo nuevos seres». Friedman adivinó lo que torturaba a esta mujer.

—Además, ¿para qué voy a decirte más cosas? Pregúntale a tu mujer cuál es su opinión. Yo no digo nada; sé lo que he de hacer y con eso me basta. Pero ¿serías capaz de jurarme que quieres a esa gente, que apruebas lo que hace? Comprendo que aquí puedes elevarte por los estudios que has hecho. En cambio, en Palestina irías a trabajar en un kibutz y no serías sino un pobre judío. Y si escoges otro país, tendrás que dedicarte al comercio o trabajar en una fábrica. Te digo esto para que veas que comprendo tu posición. Cada uno busca lo que más le conviene, y hasta es posible que muchos no vean otra salida que meter la cabeza en el lazo corredizo de la horca.

Aquella visita a los Friedman dejó irritado a Winter para mucho tiempo. Sin embargo, iba a verlos con frecuencia, pues se sentía atraído por aquel hogar. Era incapaz de replicar a las palabras de su tío y (él mismo no sabía por qué) no encontraba argumento en contra. Después de todo, el tío Isaak no contaba nada extraordinario; todo aquello lo conocía perfectamente José. Pero es muy distinto saber una cosa a oírla de labios de otro. Hay una gran fuerza en el hecho de mantener bajo el más absoluto silencio ciertos temas, y ese silencio, que es uno de los principios de la vida soviética, era aún más obligatorio en el ejército. Además, ellos empleaban la lengua oficial con una terminología que parecía privar a la realidad de su verdadera naturaleza. Winter había visto funcionar a la perfección ese mecanismo que permite convencer al que está mirando una casa y hacerle creer que no ve una casa sino una nube. Su tío Isaak era un hombre sencillo y a José le hubiera sido imposible discutir con él utilizando las abstracciones soviéticas. Por otra parte, tampoco podía negarle valor al sentido común de su tío. Después de todo, ¿quién era él para vivir siempre protegido por un blindaje teórico? Isaak Friedman daba, quizá sin saberlo, en el punto más sensible del espíritu de su sobrino: la necesidad que sentía éste de establecer un intercambio inmediato, sencillamente humano, con otras personas y empezar a ganarse la vida no importaba cómo, pero sin complicaciones ideológicas. Habría preferido que sus estudios no le fueran útiles para poder trabajar como obrero en un kibutz y dejar de ser un vigilante, un enemigo de sus compatriotas y de los demás judíos. ¡Cuánto mejor ser uno de tantos en la multitud!

Cuando José se sorprendía a sí mismo pensando estas cosas, sentíase horrorizado. ¿Cómo es posible que el curso de la Historia se burle de todas las previsiones? Los comunistas rusos se extenderán antes o después por todas partes y será inútil esconderse a no ser que se sumerja uno en el fondo del mar. «¿Qué me quedará si traiciono al Partido? ¿Dónde encontraré un sentido para orientar mi vida si con mi decisión de abandonarlos deseo probar que la Historia carece de todo sentido?». Envidiaba a su tío, y a las personas sencillas y corrientes como él que no habían conocido ese instante de envenenado deslumbramiento que recuerda al sabor de la manzana arrancada al Árbol del Bien y del Mal.

Mientras siguiera trabajando en Polonia, donde se estaba realizando el triunfo del sistema al cual había sacrificado él tantas cosas, su pasado se justificaba e incluso se justificaban sus primeras experiencias a principios de la guerra cuando los alemanes y los rusos —entonces amigos— se repartieron Polonia y a él le cogió en zona rusa. Entonces era un tonto. Y como si el destino no se lo hubiera perdonado, había tenido que relacionarse con ese Kwinto precisamente en los días en que más le avergonzaba lo que había hecho: lo habían llamado a la NKVD, donde lo trataron bien, casi como a un amigo. Tuvo la agradable sensación de que lo trataban como a uno de ellos, como a un camarada leal a la causa. Le pareció que para merecer esta confianza debía contarlo todo. Ocultarles algo sería portarse mal con ellos, que lo trataban tan bien. Había sido un burro, un cándido burro. Y al mismo tiempo había sentido miedo de mentirles. Cuando le preguntaron por Piotr Kwinto, soltó todo lo que sabía de él. Por eso, cuando supo que habían detenido a Piotr, hizo todo lo posible para no relacionar este hecho con su declaración intentando persuadirse de que, sin su intervención, habrían sabido toda la vida de Kwinto por cualquier otro medio. Lo único que podía proporcionarle la paz de su espíritu era la seguridad de que él, Winter, no era más que una existencia entre millones de personas arrastradas todas ellas por la irresistible corriente que las lleva en una u otra dirección sin que la voluntad individual sirva para nada. Sin embargo, le había alegrado mucho que Piotr hubiera salido bien de aquel asunto… Pero ¿y si las fuerzas impersonales colectivas no son más que una ilusión y el hombre debe encontrar por sí mismo las normas de sus actos y atenerse a ellas pase lo que pase? Aunque, ¿cuáles son esas normas y dónde están? Su frente se cubría de un sudor frío y, aunque se sintiera atraído por la familia de su tío, le molestaba la súbita y apasionada amistad de su mujer con los Friedman.