X

El chófer Karwowski encendió los faros, pero la luz que brotaba de éstos se diluía en la neblina. No habían avanzado más de doscientos kilómetros. El motor podía pasar; lo peor eran los neumáticos. Reparados varias veces con cola, se desinflaban con una frecuencia insoportable. Hacían apuestas para adivinar cuál de los neumáticos sería el siguiente en vaciarse. Había que encontrar alojamiento para la noche. Decidieron detenerse en el siguiente pueblo. Nadie pasaba por la carretera: una línea recta a través de los campos bordeados de pinos. Martyniak iba junto al chófer; le preguntó a éste si no verían mejor apagando los faros. Así lo hicieron. A lo lejos, el cielo del ocaso lanzaba una débil claridad por entre la línea dentada de la arboleda. Las ruedas se hundían en los innumerables baches producidos por los tanques. «Esto va mal». Martyniak se sentía intranquilo. Hubiera sido preferible no señalar su presencia en un sitio tan solitario como aquél. No se sabe nunca lo que puede ocurrir. Repko, en el asiento de atrás con el ingeniero, bostezaba. «Con estas sacudidas se le parten a uno los huesos. Lo mejor sería parar y tumbarnos en el suelo. Por lo menos podríamos estirarnos».

Aparecían unas marismas que lucían vagamente por entre la extensión gris amarillenta de los juncos secos. Las superficies líquidas brillaban aquí y allá como largas y estrechas hojas de acero. De vez en cuando alzaban el vuelo unas bandadas de patos salvajes. Más lejos empezaba de pronto la oscuridad de un bosque denso. Wolski encendió un fósforo e iluminó su reloj: «Si todo va bien, llegaremos dentro de media hora».

Karwowski frenó bruscamente. Martyniak tropezó con la frente en el parabrisas. «Maldita sea…». Pero en ese instante vio unas piernas que salían de unas botas altas plantadas en medio de la carretera. «Lo que se teme no debe ocurrir, pero esta vez ha ocurrido», pensó Martyniak. Tenía el prejuicio de que estas cosas prefieren no ser previstas. ¿Es posible que me sucedan cosas propias de las películas de gángsters? ¿Es que, sin quererlo, atraigo estas situaciones sorprendentes? Aquello se desarrollaba igual que en el cine. El metal frío le tocaba en el cuello. «¡Fuera! ¡Arriba las manos!». Los faros se apagaron. Estaban rodeados de sombras con blusas y pellizas de cordero, con fusiles ametralladores: «Como en Chicago», gimió Repko. Wolski bufaba. «¡Podéis reíros si queréis! —rugió una voz absurdamente—. ¡Que los registren!». El cañón del arma se apoyaba en el omóplato de Martyniak mientras lo cacheaban. «¡Las manos detrás de la cabeza! ¡En marcha!». Martyniak tropezaba en las raíces. El camino arenoso se hundía en las tinieblas. Ronroneó el motor del coche, aparecieron unos troncos a la luz de los faros vueltos a encender y Martyniak vio delante de él las manos entrecruzadas de Karwowski y la gorra del hombre que seguía a éste. El vericueto por donde iban hacía muchos zig-zags y la luz de los faros lo iluminaba a ráfagas; era aún más difícil avanzar cada vez que el camino se doblaba. ¿Podría dar un salto de lado? No, no le habría servido de nada. El objeto duro que le daba golpecitos en la espalda a cada paso no le abandonaba ni un instante. No importa lo que un hombre pueda desear; los planes que haga siempre estarán mal. Martyniak sintió un poco de remordimiento. En esta novedad —el comunismo— había algo terrible, lo sabía muy bien, pero trataba de no pensar en ello. Por debajo de cada discurso se ocultaba otro discurso; los ojos, los rostros de los miembros del Partido expresaban una especie de complicidad y amenaza: venían a decir algo así como «espera y ya verás». Martyniak se había escapado del grupo de Borkowski porque entre ellos no encontró ningún apoyo, ninguna fuerza oculta. «Tú espera y ya verás». Claro que lo había visto. Lo que había visto es que todo el mundo los odiaba, que no se podía declarar delante de nadie —es decir, de ningún polaco auténtico— que uno era comunista; una irreprimible sensación de vergüenza le cerraba a uno la boca, y cuando alguien había decidido irse con ellos, no debía apartarse de los comunistas porque resultaba ya un ser de otra raza y no se parecía a ninguno de los que encontrara en el tren, en la calle, en el tranvía… En cambio, durante los años de la guerra, siempre estaba entre los suyos, siempre se sentía en medio de una multitud y fundido con ella. Ahora todo se irá al infierno. Ni fábrica, ni vida nueva, ni nada. Pero ¿y si saltara a un lado? Decidió esperar un momento propicio. ¿Y si me agachara de pronto? Luego me perdería de vista en seguida. No; era inútil porque los faros del coche, que antes no conseguían penetrar en la niebla, ahora iluminaban bastante bien la maleza. Ya llegaban a un claro.

Unos rostros inclinados en círculo sobre un montón de ramas secas trataban de reanimar una llamita vacilante. Las agujas de pino prendían crepitando; añadían más ramas. Los cuatro pudieron bajar ya las manos. Al otro lado de la fogata un hombre los miraba. El peso de un pistolón tiraba hacia abajo del cinturón que ceñía su larga pelliza de cordero. Tenía la cabeza destocada, con los cabellos cortados casi al rape. Un bigotito negro y una cicatriz horizontal que le cruzaba toda la cara pasando por la nariz. Cuando la llama adquirió más potencia, fueron surgiendo de las sombras los pares de ojos de los muchachos sentados en círculo. Brillaba el metal de las armas. Luego desaparecían los detalles y sólo quedaba la presencia del grupo desconocido y sus murmullos.

Wolski tomó la palabra: «Señores…». El hombre gruñó: «¡Silencio, no le estoy interrogando!». Karwowski mantenía la cabeza agachada. Repko se apoyaba sobre un pie y luego sobre el otro, incapaz de ocultar su temor. «Que le quiten esa blusa bolchevique», ordenó el hombre. Repko se la desabrochó. Se la quitaron y se encontró con su antigua blusa de obrero, que llevaba debajo.

Un joven salió de la oscuridad, saludó y tendió al jefe las carteras que habían ido quitando a los cuatro. El jefe las abrió y acercándose a las llamas danzantes, se puso a leer.

—Ingeniero Wolski. ¿Cuál de ellos es? ¡Señor director! —dijo levantando los ojos y martilleando las palabras—. Uno de ésos que para pasarlo bien van a poner en marcha las máquinas para los comunistas mintiendo y pretendiendo que lo hacen por la patria.

Con un gesto amplio, arrojó la cartera al fuego. El cuero se retorcía, rechinaba y humeaba.

—Jan Martyniak. Empleado en los establecimientos «Cultura del pueblo». Subdirector de la fábrica de papel. ¿Del Partido?

Martyniak buscaba desesperadamente algo que pudiera salvarlo. De pronto recordó que su carnet del Partido no estaba entre su documentación. Y dijo con voz ahogada:

—No.

El hombre dejó de revolver papeles. Le miró, no a la cara, sino a las manos. Martyniak comprendió que estaban juzgándolos. Se sorprendió a sí mismo en trance de rezar. El otro, inesperadamente, levantó su labio superior en una irónica sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes. Martyniak no pudo adivinar el sentido de esta sonrisa, a pesar de que tenía concentrada toda su atención en los gestos de aquel hombre, como un perro que se esfuerza en comprender lo que su amo desea de él. En la contracción del rostro desconocido había un matiz de desprecio. El hombre sacó el dinero de la cartera, se lo metió en el bolsillo y echó al fuego todo lo demás. Martyniak miraba maquinalmente cómo ardía su documentación.

—¿Karwowski, chófer? ¿Qué hacía usted antes de la guerra?

—Era taxista en Varsovia.

El hombre hizo un gesto con la mano, y la tarjeta, resguardada en un estuche de tela encerada, voló por encima del fuego y le dio a Karwowski en el pecho. El chófer recogió ávidamente las hojas esparcidas por el suelo.

—Wladyslaw Repko. Jefe de personal de la fábrica de papel de Eichenberg. Miembro del Partido comunista. Muchachos —dijo el hombre volviendo la cabeza—, ¿cómo se llama el polaco que entra en el Partido comunista para ayudar a que esclavicen a su propio país?

En la oscuridad respondió el coro de voces:

—Un traidor.

El eco se alejó y luego, repercutido, volvió. Otra vez el silencio. Saltaban chispas de la fogata y subían dando vueltas. Repko se balanceaba sin saber qué postura tomar.

—Yo…

—Silencio. Eres un traidor a la patria. Creíste que ibas a estar seguro afiliándote al Partido, ¿eh? Pues bien, entérate de que hay una justicia y somos nosotros quienes administramos la justicia.

El jefe apoyaba su mano en la culata de la pistola.

Repko se persignó y volvió a persignarse. Bajo su nariz chata, su boca abierta hacía unos extraños movimientos como si no pudiera cerrarse.

El hombre hizo una señal con la mano y, antes de que Martyniak hubiera comprendido que estaba ordenando a los que se hallaban detrás que se apartasen, vio el metal y la boca redonda del arma. Se le aflojaron las piernas. La muerte.

El eco repitió los dos disparos y volvió a resonar allá lejos, en la tenebrosa extensión de los bosques. Vivía. Respiraba. «No he sido yo». El único que yacía con la cara contra la tierra era Repko. Unos espasmos recorrieron su cuerpo y sus dedos se aferraron finalmente a la hierba. Su gorra había caído sobre las llamas y de allí venía olor de la tela quemada.

El jefe desapareció. Martyniak oyó decir, detrás de él: «¡Las manos cruzadas detrás de la cabeza! ¡En marcha!». El objeto duro se apoyó de nuevo en su espalda. Caminaban en plena oscuridad. «Ahora me matarán por la espalda, sin más explicaciones», pensó. Seguía preguntándose el sentido de la sonrisa del otro. Seguramente, habría adivinado su mentira. ¿Adónde los conducían? Andaba con dificultad, pero cada vez que se detenía, le empujaba el arma de su escolta. Llevaba mojada la parte alta del pantalón. Aunque el otro no lo haya ordenado, sus tipos me matarán. Siempre pasa esto. Pisaba una capa resbalosa de agujas de pino. Luego, musgo esponjoso. Tenía los zapatos llenos de agua; le chapoteaban a cada paso. Fue acostumbrándose a la oscuridad y empezó a recobrar valor. No pudo calcular cuánto duró aquello, si una o dos horas. Ahora se le hundían los pies en la arena. Notaba la falta de algo: ya no sentía el contacto del arma. Se detuvo y quedó inmóvil un rato. No se oía más que el roce del viento en los pinos. Se sentó. Nada. Se levantó y anduvo un poco en dirección contraria a la que había seguido. Aún no podía creerlo. Escuchaba con tensa atención. Luego llamó en voz baja: «Karwowski», y luego: «Wolski». Oyó las llamadas de los otros dos. Karwowski avanzaba hacia él abriéndose paso entre ramas que iba partiendo. Por fin le oyó junto a él.