VIII

«Se acerca el momento de decirlo», pensaba Piotr, mientras orientaba la conversación hacia el problema de los obreros polacos en Francia. Baruga, con la camisa desabrochada, se rascaba su velludo pecho. Los bancos de las escuelas y las tumbas que abría en ellos con una navajita cruzaban por la memoria de Piotr. Durante muchos años había sido un mal alumno, con notas de conducta siempre mediocres. Por mucho trabajo que se tomase, era inútil. Por fin, llegó a comprender lo que era la escuela y qué esperaban de él. Sus fracasos escolares tenían una causa muy sencilla: quería decir siempre lo que pensaba y, peor aún, se resistía a escribir en sus deberes las frases que chocaban con sus opiniones personales, opiniones que naturalmente no eran siempre sensatas. A consecuencia de esta actitud eran continuos los tropiezos con los profesores; en cambio, sus compañeros habían comprendido mucho antes que él aquel mecanismo. Se encontraba, pues, solo y su candor le hacía representar el papel de un anarquista salvaje. Pues los maestros no estaban allí para exigirles a sus alumnos una posible sinceridad. Su tarea consistía en crear el ritual social y educar a los chicos para la vida en sociedad. Fue una hora decisiva para él aquélla en que escribió dos páginas de una composición literaria con el decidido propósito de agradar al profesor. Su pluma se deslizaba con soltura; se dejaba llevar por la lógica del razonamiento, que se desarrollaba con absoluta independencia de lo que fuera verdad o mentira y guardaba en conjunto una coherencia propia. Pero había algo aún más importante. Resultaba que mientras se controlaba a sí mismo no se le ocurría nada inteligente, padecía gran escasez de ideas y acababa recibiendo la calificación siguiente: «Tema sin desarrollar; estilo telegráfico». Y en aquel ejercicio de literatura le ocurrió lo contrario: las ideas fluían en su mente y las captaba y expresaba con gran facilidad. Le pusieron una buena nota, y cuando se adaptó a este método para toda su conducta, se convirtió en poco tiempo en uno de los mejores alumnos de la clase. Todo el secreto consistía en dejarse llevar, en ceder a la presión social no haciendo gran caso de las recomendaciones puramente formales, de que cada uno se exprese según su sentir y entender aunque procurando a la vez no hacer del todo caso omiso de esas recomendaciones. ¿Qué había hecho Piotr sino aplicar ese sistema desde que salió del campo de concentración? No hacía sino volver a su lejana costumbre escolar aunque sólo ahora, mientras hablaba con Baruga, hubiera llegado a darse cuenta de ello. El sistema ruso era sencillamente el de una inmensa escuela de párvulos, y millones de personas habían comprendido el truco que permitía conducirse de tal modo que no le sucediera a uno nada irreparable. No se trataba, ni mucho menos, de adherirse sinceramente a los principios soviéticos. Lo necesario era, simplemente, disponer el fondo de la persona de manera que, cuando uno decía algo, resultara lo mismo que si lo creyera. Así, era posible poner en duda cada una de las frases pronunciadas como si estuviera uno en clase delante de la pizarra; sí, era posible ponerla en duda cinco minutos después de haberla dicho.

Si hubiera representado ante Baruga una comedia maquiavélica, Piotr habría cometido una falta grave. Pero los pensamientos de Piotr funcionaban en armonía con sus palabras. Estaban vigilados y «doblados» por un aparato de control mental que impedía el descarrilamiento de sus frases.

—Francia me interesa —dijo Piotr—. Me cuesta trabajo imaginarme cómo puede haber quedado después de la guerra. Ya no soy el mismo y vería hoy ese país de un modo muy distinto. Cuando nuestra Prensa empiece a organizarse allí, cuente usted conmigo. Podría serle útil en ese trabajo. Creo que me sentarían bien seis meses en Francia.

Baruga bostezó: «Bah, también éste…». Pero el hecho de que se dirigiese a él, y la perspectiva de que pronto estuviese en su mano disponer a los hombres en un gran tablero como piezas de ajedrez, en Polonia y en toda Europa —quizá también en Asia, África y América— era un halago demasiado tentador para su orgullo. Está claro que este muchacho padece, como todo el mundo, de occidentalismo. Y lo más curioso: carece de importancia que tenga o no intención de fugarse. Él mismo ignora lo difícil que es decidirse por una Venezuela cualquiera. Ha recibido demasiados golpes para que no le queden señales. Todo aquél que ha recibido alguna vez esta enorme paliza, aunque se vaya al rincón más apartado del mundo, jamás se le quitará de la boca ese amargo sabor. En su interior todo queda alterado. Desde luego, cuando vive entre ruinas, terror y miseria, siente la nostalgia de los jardincitos, de las casitas burguesas tan monas, de la tranquilidad…, pero, en cuanto se sumerge en la comodidad placentera, en la monótona Gemütlichkett, se retorcerá de impaciencia añorando ese pequeño detalle que le hacía antes la vida insoportable. Se asfixiará en su nueva vida carente de sentido. Ése es nuestro juego. En cuanto echan de menos el «sinsentido» de la vida, ya son nuestros. Les entra una desazón inaguantable: tienen que actuar, actuar a toda costa. ¿Y quién, fuera de nosotros, puede proporcionarles la delicia de creerse unos salvadores?

—Ya. Usted sabe bien el francés.

—Consideraría ese viaje como una cura higiénica. Usted lo comprenderá muy bien. Durante estos años, todos hemos acumulado una gran cantidad de claustrofobia y nos vendrán estupendamente para la salud los cambios de ritmo del mundo que nos rodea. En fin, si más adelante ve usted una ocasión…

Baruga se enorgullecía de poder manejar psicológicamente a cualquier persona. A cada uno hay que tratarlo según la medida que da, y así se logra captar a los hombres y hacer que nos sirvan con fidelidad. ¿Cuál es la medida de este Kwinto? Por una parte, una ambición exaltada; esto es seguro. Por otra, un origen feudal, de donde le vienen estos modales finos. ¿Qué sucedería si se le quitaran a este hombre las ataduras que le impiden desarrollar esa ambición y utilizar esa finura? Porque las ataduras más fuertes son invisibles. Después de todo, viene a confiarme sus proyectos. Lo mismo podría aprovecharse de este desorden y escaparse; pero no, eso no se lo permite su manera de ser. Después de pensar todo esto, dijo Baruga con benevolencia:

—Sí. Me parece, Kwinto, que debería usted airearse un poco por el mundo. Tiene usted un estilo de gran clase periodística y el talento de un reportero nato. No tiene usted derecho a estropear estas facultades; por eso, creo que debemos hacerle a usted corresponsal en el extranjero. Ya pensaremos en ello en cuanto se aclare un poco este lío.

Piotr tuvo la visión confusa de una ruptura con aquel ambiente y una libertad indefinida. Era algo así como su ilusión infantil de acabar para siempre con los estudios. Pero se prohibió a sí mismo la continuación de este ensueño. Seguir pensando así hubiera significado, sencillamente, mentirle a Baruga, con lo cual se desenmascararía. Pero este doble rostro que Piotr creía no tener sino ante Baruga, ¿no sería acaso también una doble cara para consigo mismo? Si le había asaltado por un momento la idea de fugarse, la verdad era que sólo había jugado con esa idea sin creer en su posibilidad. Pues, ¿qué había en ese mundo de fuera? ¿Podría regresar, a través del tiempo y sólo con expatriarse, a su ser de antaño? Era imposible y además monstruoso. Si se hubiera escapado, habría tenido que ir, después de la amnistía, a Persia con el ejército polaco. Pero esto no había ocurrido. ¿Le interesaba verdaderamente convertirse en un emigrado con plena conciencia de que era para toda la vida y consintiendo en esa derrota definitiva? No, ello equivaldría a hundirse en la pura animalidad, sin ninguna justificación intelectual; sería admitir como buena y sensata una actitud absolutamente contraria a la evidencia: el hecho de que una clase condenada se retiraba del campo histórico. En cada uno de sus gestos, en cada pensamiento, en cada decisión, latía la derrota para esa antigua clase. Un ejemplo muy claro había sido aquel espantoso levantamiento contra los invasores alemanes. No, en realidad, Piotr no hacía sino jugar a engañarse a sí mismo. No era tan falso ante Baruga como a él mismo le parecía.

—Muchas gracias. Ya sabe usted que me interesa mucho trabajar; y todo lo que yo consiga hacer, dependerá de usted.

Si este plan era una argucia —sembrar a tiempo las semillas cuyo crecimiento debería vigilar—, quizá fuese de una astucia más profunda que la del pensamiento consciente: era la habilidad de un organismo alerta que actúa con garra de terciopelo para ganar tiempo. Piotr era todavía demasiado débil para dar el gran salto. El animal calcula con una mirada la anchura del precipicio y adivina si sus músculos le permitirán llegar al otro borde. Si sabe que no va a conseguirlo, busca la manera de llegar al mismo sitio dando un rodeo, por largo que éste sea; descenderá por la pendiente para subir por la del otro lado. Baruga, cordial, estaba frente a él como un confesor. En la escuela había conocido Piotr este tipo de pescador de almas. A diferencia del limosnero severo y fanático, el otro sacerdote cogía entre las suyas la mano del joven rebelde y lo miraba fijamente a los ojos con una mirada cálida y magnética que lo convencía. Pero a la vez, Piotr sospechaba que este sacerdote era un hipócrita para con él y, lo que es peor, para consigo mismo. Ahora pensaba también que Baruga no era nunca natural; todos sus modales de pescador de almas, de protector, de mecenas, eran aprendidos. Lo único espontáneo en él eran sus terribles explosiones de cólera, pero incluso estos arrebatos terminaban de modo demasiado rápido y radical para eliminar toda sospecha de que Baruga los utilizaba para sus fines. Entonces, ¿qué había en él de auténtico? ¿Acaso la doctrina? Desde luego no podía ser sincero en lo que esa doctrina tenía de «oficial», puesto que había estado en Rusia. ¿Creía quizás en el determinismo histórico? Piotr habría dado mucho por hablar con Baruga con toda franqueza, pero esto era imposible. Cada una de las frases de aquel hombre tenía una finalidad táctica. ¿Y cuando esté solo, seguirá ateniéndose a la táctica para pensar? No es inverosímil que sea puramente ilusoria la búsqueda de un núcleo esencial —absolutamente verdadero— en el hombre. Por lo menos es inútil buscarlo en quienes se han adaptado a este sistema. Es posible que, a fuerza de doblez, desaparezca por completo en ellos su propio desdoblamiento, y que se conviertan para siempre en los personajes, en los papeles que han aprendido y que representan en esta comedia. ¿Sería posible juzgar a Baruga según el criterio de la verdad y el error? No, sería absurdo volver al anarquismo mental de los años de adolescencia. El único resultado de todas estas sutilezas sería una buena bofetada.

—A quien comprende la Historia, el estilo le viene con toda naturalidad —dijo Baruga.

«Eso dependerá de usted», le había dicho aquel joven. A Baruga no le gustaban esas tardes —muy pocas en verdad— en que había un hueco entre el duro trabajo del día y las reuniones que debía celebrar a avanzadas horas de la noche. En esos escasos ratos de ocio le entraba la obsesión de la vejez y de la muerte. «Creen que muchas cosas dependen de mí». Pero nada dependía de él, ya que también él giraba en el torbellino y buscaba afanosamente la confirmación de su propia importancia. Años atrás había soñado con inmortalizarse mediante alguna obra de arte que le hiciera famoso a través de los siglos. Pero ya no tenía fe en eso. Total, unas pompas de jabón sobre la gigantesca oleada histórica. Y cuando manejaba, como eminencia gris, a estos creadores de obras que ellos creían inmortales, al ver el servilismo y la holgazanería de estos desgraciados, se reía de los ilusos que atribuyen al hombre dones imperecederos. El hombre puede ser grande, pero únicamente por el arte de actuar, de utilizar a sus semejantes. Lo malo es que tampoco esto dura. Polvo. ¿Y qué pasará dentro de varios siglos, cuando todo esto haya sido removido por el molino de la historia? Se levantó:

—Sí, sí. Trabaje usted. Me gustaría que escribiese algo sobre los planes de reconstrucción de Varsovia. Es un asunto que suscitará verdadero entusiasmo y que contribuirá a unir a nuestra desgajada nación.