VII

El impresor Martyniak estaba sentado en el estribo de su viejo Ford. La carretera estaba desierta y sólo de tarde en tarde pasaba algún camión soviético. El chófer, Karwowski, hurgaba en el motor con toda calma y en silencio. La cosa no presentaba buen aspecto. Si tenían ya avería a cincuenta kilómetros de Varsovia, por lo viejo que era el coche, ¿qué sucedería más lejos? Martyniak estaba de mal humor. Había pasado la noche en el barrio de Praga para salir por la mañana temprano y lo habían devorado las chinches. Las había por todas partes a millares, como si hubieran salido en brigadas disciplinadas de las casas en llamas para concentrarse todas en la parte de la ciudad que la guerra había respetado. Además, como era muy raro que a él se le olvidase algo, aumentaba su mal humor al haberse dejado en Varsovia el carnet del Partido. Sus demás papeles, entre ellos las cartas de crédito redactadas en polaco y ruso, los llevaba encima. Miraba los campos de trigo verde y bostezaba. Se abatía sobre la tierra la bruma de la mañana. Hacía frío.

¡Qué rápidamente cambia todo! Borkowski estaba preso. Martyniak se había enterado de su detención unos días antes. Él, en cambio, era subdirector de una fábrica. Le habían dicho de un modo tajante: «Si logra usted salvar la fábrica de papel, e impedir que se lleven las máquinas; si consigue usted hacerla funcionar, estupendo. Si fracasa… ¡qué le vamos a hacer!». Pero tenía alguna probabilidad de lograrlo. Estos comunistas no eran tan malos como decían. Por lo menos sabía uno a qué atenerse: haga esto, haga lo otro, un trabajo concreto. Estaba agradecido a Teófilo, que lo había animado a entrar en el Partido. «Ahora, muchacho, el que no esté en el Partido tendrá que fastidiarse —le había dicho Teófilo—. Los listos se afiliarán cuanto antes mejor. Los idiotas se irán con los socialistas. Está muy claro que aquí triunfará el comunismo, mientras los socialistas siguen diciendo cosas irrealizables. Y a nosotros los obreros qué más nos da. Todo iba mal; ahora no puede ir peor que antes. Lo único que puede pasarnos es que mejoremos». Y concretaba la situación de este modo: «Estos rusos son unos cochinos; unos bárbaros; no saben más que fastidiarlo todo, robar y destruir. Pero están aviados si creen que se van a quedar con lo nuestro. Las fábricas son nuestras; los ferrocarriles, nuestros también. Y así todo. Cuando seamos muchos los polacos comunistas, seremos nosotros quienes impondremos las condiciones en nuestro país y no los comunistas rusos. A mí vuestro secretario del Partido me parece sin duda un buen muchacho. Habla bien».

Martyniak leía los discursos del secretario y encontraba en ellos las respuestas a las preguntas que le torturaban en los años de guerra. Y no sólo en aquellos años, sino antes. Sin embargo, por entonces no le atraían los comunistas. Los de Polonia no hacían más que gritar y lo único que resultaba claro es que defendían a Rusia y no a Polonia. Ahora, la cosa era muy distinta. Y le agradaba el secretario que le había firmado las credenciales que él llevaba en este viaje, le agradaba. Antes no se veía esto de que un alto funcionario fuera un hombre cualquiera que no se diera importancia con los subalternos. En cambio, Baruga era más a la antigua. Pero de todos modos, no era un idiota como Borkowski y otros por el estilo.

Había discutido mucho tiempo con Teófilo para saber si había que decir en el cuestionario de inscripción todo lo que había hecho en la ocupación. Mal asunto. Toda aquella conspiración en que él había tomado parte dependía de Londres y el boletín que ellos redactaban se llamaba Boletín de la Coalición de los Partidos. Teófilo era partidario de no ocultar nada: «Supón que no dices nada. De todos modos acabarán por descubrirlo. En cambio, si dices francamente: “Yo no era nadie, sólo un tipógrafo; obedecía órdenes y como la lucha era contra los alemanes, obedecía y hacía lo que podía”. No se le va a pedir a uno que sea un santo. Cada uno formaba parte de algún grupo. Comprenderás que si se empeñan en encontrar gente intachable no encontrarán ni uno solo». Y Martyniak había seguido estos consejos de Teófilo, con lo cual salió bien librado. De todos modos era desagradable que lo supieran. ¿Quién sabe si algún día empezarían a pincharle con aquello? Tenía gracia haber vivido con un miedo espantoso ocultándose a cada instante de la Gestapo para luego tener miedo de que lo sepan éstos de ahora.

Repko abrió la portezuela y sacó la cabeza.

—Bueno, ¿cómo va eso?

Karwowski le miró por encima del capot levantado. Se echó atrás la gorra y se limpió el sudor de la frente con la mano.

—¡Qué cacharro! Estoy haciendo todo lo que puedo. Es preciso que marche como sea.

Repko se apeó del coche y estiró las piernas. Su rostro redondo de nariz chata revelaba mucho sueño. Llevaba una cazadora de cuero que le había comprado a un aviador. Era un chaquetón sólido y de buen aspecto. Martyniak lo admiraba. El abrigo que él había logrado no era lo bastante caliente para el tiempo que hacía. Repko era un camarada del Partido. Se habían visto mucho aquellos últimos meses y se hicieron amigos. Antes de la guerra, trabajaba Repko en una fábrica de cuchillas de afeitar.

—¿Dónde está el ingeniero? —preguntó Repko.

—Ha ido al pueblo a hacer unas compras. Dice que si no llevamos víveres lo pasaremos mal.

—Eso ya lo veremos; para mí lo más importante es que tengo ahora hambre.

Sacó un envoltorio de papel de periódico. Con su navaja partió en tres pedazos la salchicha. Comieron los tres, sentados en el borde de la zanja.

Karwowski, con un chasquido de sus labios, expresaba su satisfacción:

—¡Qué pan tan bueno!

—Lo hace mi mujer —dijo Repko halagado.

—Los soldados soviéticos dicen: «Polonia empieza donde comienzan el pan blanco y el salchichón» —sentenció Karwowski con la boca llena.

Un camión militar pasó junto a ellos a gran velocidad. Repko escupió:

—No sé qué se han figurado esos piojosos. No tienen nada en su país que llevarse a la boca. Lo menos que podían tener es buena maquinaria. Pues no; necesitan quitarnos nuestras máquinas.

Martyniak estaba preocupado.

—Si seguimos aquí, llegaremos dentro de un año. La fábrica se salvará, pero… estará funcionando en Moscú.

Karwowski rió.

—No te preocupes, hombre; ya llegaremos como sea. Este Ford del demonio…

—¿Podremos organizar un equipo en aquel sitio? —preguntó Repko—. Porque supongo que allí no hay nada ni nadie. Es un fastidio ir así a ciegas sin poder preparar nada.

Martyniak sacó unos cigarrillos.

—Claro que tendremos un equipo. —Se sentía obligado a tranquilizar a sus compañeros—. Es cierto que adonde vamos todo está arrasado, pero por allí pasan los que vuelven de Alemania. La cuestión es convencerlos, explicarles que si nos ayudan a poner en marcha la fábrica tendrán el trabajo asegurado, comida y alojamiento… Alojamiento debe de haber de sobra. Y muebles y utensilios, seguro que estarán tirados por todas partes.

Repko no estaba de acuerdo.

—No. El que vuelve de Alemania no tiene más idea que ir derecho a su casa para ver a su familia. Lo que vaya a pasarles después no les preocupa. Además, ¿cómo vamos a creer que esa tierra sea de verdad para Polonia? ¿Hay alguno de nosotros que confíe en los rusos? Ahora no hacen más que prometer y decir que sí a todo, pero pronto les entrará la ambición y dirán que no. Al fin y al cabo, es tierra alemana. Será difícil.

Karwowski sacudió una mano.

—¿Polonia? ¿Es que tú crees que ni siquiera la Polonia de siempre sigue siendo nuestra? —y volvió al Ford para ocuparse del motor.

Martyniak sabía ya que era imprudente cualquier expansión. Pero se sentía incapaz de sermonear a sus compañeros.

—Mira, Repko, esto es lo que yo pienso: si hemos sobrevivido a los alemanes, hemos de seguir viviendo ahora como sea. De nada nos servirá andarnos con filosofías. No hay más problema que buscar una buena combinación, ¿y cuál es para nosotros la mejor combinación? ¿Dónde estaremos mejor? En una fábrica, eso es seguro. Aunque no tuviéramos dinero para empezar, nuestro puesto está en una fábrica, donde tendremos comida y un refugio. Y si hay redadas y deportaciones, no van a llevarse a los obreros de la fábrica. Todo el mundo está convencido de eso. Es más, nuestros conocidos que han estado en Rusia y vienen con las tropas nos aconsejan lo mismo: meteos en una fábrica lo antes posible.

A través de la neblina lucía un sol débil. Repko se desabrochó la cazadora y tocó el forro de franela.

—Es verdad. Pero me parece que es demasiado pronto. Todos andan por ahí haciendo lo posible por ganar algo. Pero yo estoy harto de esta vida de perro. Durante toda la guerra no había más salida que el mercado negro; si no, se moría uno de hambre. Y ahora lo que entra en casa lo trae la mujer, que es la que sigue haciendo el estraperlo. Los hombres, la verdad, debemos dedicarnos a cosas de hombres. Yo debía apuntarme en uno de esos cursos que han abierto, porque no sé nada de nada.

—Es el momento indicado —dijo Martyniak—, pues el que ahora empiece bien, ascenderá pronto. Hay muchos sitios para colocarse.

—Sí. Eso creo yo. Por lo pronto espero que tendremos dónde alojarnos. Los alemanes habrán dejado muchas cosas. Aquél será nuestro Lejano Oeste, como dicen los norteamericanos. Hay que tener pupila, porque todo andará revuelto por allá. A las mujeres y a los hijos no podremos llevarlos por ahora; no creo que lo pasaran bien.

Martyniak pensó que debía casarse. Si no se hubiera quedado viudo antes de la guerra, ¿se habría metido en aventuras y conspiraciones? De uno u otro modo tenía que rehacer su vida.

Por fin, el motor se puso en marcha. Karwowski exclamó triunfalmente.

—¡No hay nada como conocer a su propia máquina! ¡Así la vence uno siempre! Bueno, si esperamos al ingeniero no será por mi culpa.

—Ahí viene —dijo Martyniak.

A unos centenares de metros del lugar donde se hallaban, apareció el ingeniero Wolski, con un petate a la espalda, pantalones de golf y zapatos de esquiar, avanzando por la carretera por entre las casas del pueblo.

—Antes de la guerra no habría podido ser director de una fábrica. Es demasiado joven —dijo Repko.

—Aseguran que domina su oficio. Hay pocos así. Ellos no necesitan afiliarse a ningún partido.

—La intelligentsia. Tenían dinero para estudiar una carrera y luego son insustituibles. Yo, por encima de todo, estoy dispuesto a que mis hijos estudien. Sin especializarse no hay manera de ser nada.

—¿Qué le puede importar a él todo lo que pase? Tendrá la dirección y el trabajo gordo lo haremos nosotros. En fin, será cuestión de poner manos a la obra. A fuerza de trabajar en la forja se convierte uno en herrero.

Repko se puso bien la gorra y se levantó.

—Yo no entiendo ni pum de papel. Pero ya veremos.

Karwowski estaba ya al volante. Tocaba el claxon llamando al ingeniero que se acercaba:

—Nuestra «limousine» está en marcha. ¡Vamos, señoras y señores!