Procedente de los bosques, a lo largo de la carretera, se oía el mugir lamentable de las vacas. No pertenecían a nadie y se paseaban desorientadas con las ubres llenas de leche. Llamaban a los hombres. Pero no había nadie. Las casitas blancas de los granjeros alemanes estaban vacías. Las tropas marchaban hacia el Oeste. La infantería soviética avanzaba bajo la fina lluvia penetrante. Unos soldados, envueltos en las mantas, dormitaban en los armones de los cañones y otros se apretaban unos contra otros en camiones norteamericanos. Miraban con indiferencia a la masa que avanzaba en sentido contrario. Eran largas filas de carros donde se amontonaban camas, colchones, aparatos de radio, cubos, máquinas de coser, y, donde podían, iban sentadas las mujeres arropadas en sus mantones. Por lo general, llevaba las riendas algún viejo de grandes bigotes. Deportados para trabajar en Alemania, recorrían ahora hacia el Este mil, dos mil, tres mil kilómetros, dirigiéndose a las orillas del Don o del Volga, llevándose todo lo que podían transportar. Les faltaban semanas, meses de viaje.
Avanzaban, cansados, con exasperante lentitud, interminables rebaños. Campesinos rusos empujaban el ganado; sobre los hombros llevaban una pelerina militar. Algunos de ellos sumaban a su rebaño las vacas abandonadas que se asomaban al borde de la carretera.
Los soldados que iban hacia el Oeste les decían de vez en cuando a los otros (los de las columnas que regresaban con camiones cargados de botín) que los envidiaban. Traían tubos de metal, pedazos de caldera, rollos de cable, dínamos, herramientas de todas clases, todo lo que habían podido sacar de las fábricas que no habían sido totalmente destruidas; y mezclados con este arsenal, los muebles y objetos caseros que habían robado en las casas alemanas.
Los peatones iban en pequeños grupos. Llevaban el traje rayado de los presidiarios, viejos uniformes en harapos, de los ejércitos más diversos, trajes de paisano demasiado grandes o demasiado estrechos. Rodeaban los carros atiborrados de maletas y líos. En algunos de ellos, izadas al extremo de largos palos, colgaban, impregnadas de agua y toscamente cosidas, banderas francesas, húngaras, italianas… Judíos que parecían fantasmas avanzaban cojeando con sus suelas de madera o sus rotas alpargatas. Sus cabezas peladas al rape, afiladas, sobre cuellos muy delgados, iban en su mayoría destocadas. Insensibles a la lluvia, los judíos se alejaban lo más posible de los lugares de tortura de los cuales les había liberado de pronto el hundimiento del frente. En la multitud de peatones no había mujeres. No se atrevían a ir por la carretera.
Los prisioneros de guerra polacos permanecían juntos y procuraban conservar un cierto aire de orden y disciplina que los tranquilizaba un poco. La mayoría llevaba uniformes anteriores a la guerra, remendados y con parches innumerables. Eran los que habían estado cautivos desde 1939. Los soldados del Ejército del País, a los que podía reconocerse por sus abrigos de paisano, habían sido apresados en Varsovia al terminar el levantamiento. Los habían llevado a los campos de prisioneros esparcidos por el Reich; y gran parte de ellos se encontraban en el territorio de Alemania oriental, conquistada ahora por los rusos. Estos prisioneros recientes caminaban con aire sombrío y cada uno de ellos tenía la sensación de que sus pensamientos giraban en un círculo sin salida. Ante ellos tenían su país y la esperanza de ver a sus familias. Pero, al mismo tiempo, al cruzarse con las interminables columnas de tropas soviéticas, tenían la sensación de hundirse cada vez más en el territorio donde el dueño del ejército va a ejercer un omnímodo poder. No querían pensar en lo que les esperaba. Ya tenían noticia de las detenciones de los que habían luchado en el Ejército del País. Mientras estaban en el frente podían haber huido. Pero todo había ocurrido con demasiada rapidez. No sabían si los camaradas suyos, que se habían marchado hacia el Oeste aprovechándose de la confusión de los últimos días, habían logrado o no unirse a los norteamericanos.
Stefan Cisowski, llamado Foca, tenía los pies ensangrentados. Aquello había empezado por un agujero en el calcetín y un zapato en el que bailaba el pie. Luego el dolor fue extendiéndose hasta invadirle toda la conciencia; y a cada kilómetro se convertía aquello en un terrible problema para la voluntad. Para Foca, este problema lo tapaba todo; la necesidad de andar le volvía indiferente, por primera vez desde hacía varios meses, a las conversaciones. Éstas giraban siempre sobre el incierto porvenir. Pero ya el temor a que los individuos que hoy escuchaban pudieran ser mañana unos enemigos, cortaba pronto la charla. También hablaban de las esposas y las madres, de impaciencia y esperas. Él, Foca, no esperaba nada. Toda esperanza le parecía en contradicción con el mismo principio de este universo que persigue con su venganza los deseos de los hombres. Cuando era pequeño, solía pararse frente al escaparate de una confitería y, con la nariz aplastada contra el cristal, imaginaba con todas las fuerzas de su alma el sabor de los inaccesibles pasteles. No se atrevía a pedirle a su padre dinero para comprarlos. Éste le habría lanzado un sermón sobre cómo debe comportarse el hijo de un conductor de tranvía —un proletario— y le habría explicado que el dinero era necesario para educar a sus hermanitos. Luego, cuando ya Foca se ganaba la vida, y cuando, durante los años de guerra, estudiaba en la Universidad clandestina, habría podido comprar una buena cantidad de pasteles. Pero todo llegaba demasiado tarde en esta vida, todo llegaba cuando había perdido su valor y su sabor. Ahora se acababa la guerra, y nada había ante él. ¿Vivirían aún su hermano y su hermana? Al principio de la guerra los habían llevado a cierto lugar de la zona rusa. Era imposible saber si estarían en Rusia, o en Inglaterra, o quizá en el Oriente Medio.
Varsovia no existía, y tampoco existía Catalina. Sin embargo, Foca había creído que la encontraría, aunque esta esperanza fuera en contra del implacable principio del Universo. Había intentado encontrarla porque suponía que el destino adverso sólo podía afectarle a él. Se la figuraba esperándole, inmutable. En el fondo, esto no era más que un truco para evitarse un tormento. Cuando salió de las alcantarillas, en los días del levantamiento contra los alemanes, sus esperanzas parecieron confirmarse. Tendido en la acera, ya en el centro de la ciudad, vivió unos instantes de deslumbramiento ante la vida normal —aparente— de Varsovia. Había árboles verdes, muchachas que se paseaban del brazo con soldados del Ejército del País, y sonaban en la calle canciones y comunicados que daban las radios. Le pareció salir de una noche de pesadillas en la que no volvería a caer. Joanna, Bertrand, Gdula, se iban borrando de su mente, como fantasmas de un mal sueño. La vida radiante de la ciudad creaba un curioso fenómeno de espejismo. Pero cuando se acercó a la casa donde vivía el matrimonio con la madre de ella, sintió Foca un escalofrío. El corazón le latía tan fuerte que hubo de sentarse en el descansillo del primer piso. Cuando vio el gesto de su suegra, que salió a abrirle, lo comprendió todo.
El Centro se convirtió durante algunas semanas en algo muy parecido a la Ciudad Vieja. Las ciudades humanas son poco duraderas. Ninguna de las cosas a que podemos aferramos aquí abajo puede ser duradera. Foca luchó en las calles con valentía, según dijeron. Y para que todo siguiera siendo un contrasentido, este hombre, que nada tenía que esperar en este mundo, no murió. En el campo de prisioneros pudo torturarse a su gusto. Para que su sentimiento de culpabilidad fuese completo, Foca unía la muerte de su esposa a la noche que había pasado con Joanna. Le asombraba haber sido capaz de no pensar en ello y creía que su traición atraía sobre él un castigo del destino. Confrontaba las fechas. No. Catalina había muerto cuando transportaba heridos la víspera del día en que había ocurrido lo suyo con Joanna. Pero quizás hubiera que tener en cuenta la intención, ya que él estuvo dispuesto a romper su fidelidad. Pero lo curioso es que en aquellos momentos no había sentido Foca que estuviera haciendo nada malo y no se le había manifestado ningún remordimiento, ni siquiera en su carne. Había traicionado a Catalina; y había traicionado también a Joanna dejándola salir, pero ¿podía él impedirle que saliera? Y había traicionado a Gdula abandonándolo en manos del enemigo, que lo remataría. En el campo de concentración todos se apartaban de él. Su comportamiento no difería apenas del de ellos: se lanzaban, como pedradas, palabras llenas de amargura y de dolor, disputaban y se devoraban unos a otros. Él solía callarse, pero si decía algo eran sarcasmos furiosos y que siempre daban en el blanco. Una vez dijo algo sobre Polonia y el levantamiento, y el que estaba a su lado le dio un puñetazo en la cara. De aquello se hizo una cuestión de honor que nunca llegó a resolver el tribunal de camaradas encargado del asunto.
La carretera cruzaba una región de colinas, de lagos y de grandes bloques rocosos. Al anochecer, entraban por caminos vecinales, por atajos. Pasaban la noche en granjas abandonadas. De vez en cuando encontraban familias aterradas que se apresuraban a demostrarles que no les quedaba nada porque todo se lo habían robado. Las muchachas, cansadas, indiferentes, embrutecidas, estaban dispuestas a acostarse a una señal que se les hiciera. Esta súbita humildad de los alemanes —Herrenvolk— podía haberles proporcionado una satisfacción como desquite. Pero la verdad es que no les dejaba ningún sabor a victoria. Abusar de aquella gente no les producía, ni mucho menos, la sensación que habían imaginado en el cautiverio. Se despertaba en ellos algo muy parecido a la compasión, aunque ninguno habría querido reconocerlo. Asaban carne de vaca al aire libre y por la noche dejaban centinelas armados de garrotes a falta de armas. En cuanto se acercaban a los pueblos, sentían el olor a quemado. El centro, indefectiblemente, estaba arrasado por el fuego. Cerca de los muros rojos de una catedral gótica, en todo el contorno de la plaza del mercado, no quedaban más que los esqueletos de casas con los antiguos metales retorcidos por el incendio. Se preguntaban por qué era lo mismo por todas partes. Algunos de ellos creían que esta destrucción obedecía a un plan sistemático. Otros pensaban que los alemanes se defendían siempre en el centro de las ciudades.
Se acercaban a la antigua frontera de Polonia. Los habitantes a quienes encontraban hablaban las dos lenguas. Entre los prisioneros, los que se dirigían a las mismas ciudades o a la misma región, se iban agrupando. Luego, insensiblemente, se desgajaban de la masa y se mezclaban con otras riadas humanas que avanzaban en la dirección que a ellos les convenía. Se decía que ya circulaban trenes sobre los que se podía encontrar un sitio al precio de una botella de vodka. Foca se apoyaba sobre su bastón de nogal, que cedía bajo su peso. Le obsesionaban sus propios pies enfermos y toda su ilusión era que le estallaran las ampollas.