IX

Los pueblos se calaban con las tibias lluvias primaverales. Circulaban rumores y bulos contradictorios que amedrentaban a la gente. El decreto que privó repentinamente de todo valor a los billetes en circulación había llevado al límite la desconfianza de los campesinos hacia la moneda. Conservaban las monedas de oro y los dólares en espera de que se produjese algún cambio en la situación. Todo era inseguro. Se decía que nada valía la pena, puesto que pronto estallaría una nueva guerra. O bien, habría un nuevo gobierno que no sería ni el actual ni uno ruso, aunque nadie sabía por qué ni cómo iba a ocurrir aquello; sólo se basaban en el principio de que las cosas no podían seguir igual. No era fácil establecer una clara divisoria entre los que mandaban y los que tenían miedo. Los oficiales del ejército de paso se jactaban de que no se detendrían hasta haber cruzado Francia y llegado a las orillas del Atlántico: «Toda Europa es nuestra». Algún vecino contaba lo que le había oído al cura sobre los Dieciséis. Eran los dirigentes del Estado clandestino. Cuando entraron los rusos en Polonia, se ocultaron los Dieciséis cerca de Varsovia. El general soviético les había garantizado bajo palabra de honor que no les pasaría nada si salían de la clandestinidad y se reunían con él para celebrar una conferencia. En cuanto se presentaron, los detuvieron y se los llevaron a Rusia.

Se ordenaba a los campesinos que repartieran entre ellos, a toda prisa, las tierras de los grandes dominios. Fue un reparto realizado sin orden ni ley, por las buenas, y de esta precipitación dedujeron unos que el nuevo Gobierno tenía miedo, y otros que, si repartían así las tierras, no era por la bonita cara de los campesinos, sino para constituir luego los temidos koljoses lo mismo que en Rusia.

Faltaban caballos, bueyes, cerdos, pues los ejércitos, como plagas de langosta, destruían toda la riqueza del campo al atravesar el país. Se propagaban enfermedades desconocidas. A los hombres les daba aprensión tocar a las mujeres porque los médicos los prevenían contra la sífilis asiática. Entre los hombres que los alemanes se habían llevado, habían vuelto algunos y contaban que en los territorios del Oeste no había más que instalarse en las tierras que uno prefiriese. Y los más pobres, al oír esto, pensaban ya en abandonar su mísero terrón y buscar fortuna en aquella zona.

Por encima de todo, lo más importante para cada uno era que no se trasluciesen sus pensamientos. Los campesinos habían aprendido bajo la ocupación nazi que, para sobrevivir, lo primero es callarse. Durante todos aquellos años habían tenido la boca cosida: no convenía decir ni una palabra de lo ocurrido por la noche en el pueblo. Nadie había visto lo que pasaba por allí: los guerrilleros de los bosques, los judíos, los prisioneros en fuga…, pero ahora el peligro era igual que entonces. Los jóvenes escondían sus armas y decían que no se habían metido en nada, pero los rusos habían detenido a muchos por denuncias de traidores y la Seguridad seguía registrando, interrogando y matando. Las viejas se persignaban horrorizadas ante aquellos diablos peores que la Gestapo. Desde el principio de la guerra venían cumpliéndose las profecías sobre el reinado del Anticristo.

El destacamento de «Kord[2]» se mantenía alejado de los pueblos. Eran treinta hombres. El jefe, robusto, aunque de baja estatura, era como una máquina infalible de músculos, siempre alerta. Había sido herido en la campaña de 1939; se libró del cautiverio y, una vez curado de sus heridas, actuó varios años en las guerrillas. Luchó, con éxito variable, contra los alemanes. Caía cuando menos se esperaba sobre sus centros de aprovisionamiento y transporte. Cuando entraron los rusos, se negó a someterse a sus superiores y no permitió que sus hombres depusieran las armas. Lo que pasó luego demostró que el guerrillero había sido prudente. Los que se sometieron como corderos a los rusos fueron recibidos con todos los honores, pero inmediatamente los encerraron en campos de concentración para enviarlos poco después hacia el Éste. Así trataron los rusos a sus aliados en la lucha contra Hitler. El grupo «Kord» se escapó de esta ignominia, pero vivía en una situación sin salida. Esperaban instrucciones de Londres, instrucciones que no llegaban. La mayoría de los jóvenes soldados se dispersaron intentando reanudar la vida civil. Pero eran sustituidos inmediatamente por otros que huían de la policía rusa.

«Kord» se decidió un día a bajar a la ciudad para establecer contacto con la red de la conspiración que se estaba deshaciendo. Estuvo a punto de que lo cazaran del modo más lamentable. Un nuevo método, que la Gestapo nunca llegó a practicar en tan gran escala, era el de las «marmitas». Este método respondía perfectamente a la predilección soviética por las medidas secretas que permiten resolver todos los asuntos sin ruido, con lo cual el terror se convierte en una fuerza misteriosa y mal definida que va aumentando a fuerza de incertidumbre: porque no se sabe dónde, ni cuándo, ni cómo va a suceder lo temido. Las «marmitas» consistían en esto: la policía —NKVD o Seguridad— tendía una emboscada en un piso. Todo el que llamaba a la puerta era invitado amablemente a entrar. Al cabo de una, dos o tres semanas, se amontonaban en el piso unas docenas de personas que eran alimentadas e interrogadas allí mismo. «Kord» no creía lo que le habían contado de las «marmitas». Sin embargo, cuando estaba a punto de entrar en el portal de la casa donde, según sus informes, se hallaba uno de los centros de la Prensa clandestina, se le ocurrió que subiera primero su ayudante.

En el nuevo régimen, las autoridades y la policía residían exclusivamente en las ciudades. Por el campo sólo se arriesgaban en incursiones armadas, pues los que conocían el terreno les llevaban ventaja. «Kord» contaba sobre todo con la ayuda de los campesinos. Le avisaban, le indicaban los sitios peligrosos, y muchos de ellos incluso tomaban parte en las operaciones que él organizaba, después de lo cual escondían de nuevo sus armas en el hueco de los árboles y reemprendían su trabajo como si tal cosa.

Y en todo esto, ¿qué papel representaba el porvenir? Sobre ello, ni «Kord» ni nadie podía saber nada. Era preferible vivir así, a salto de mata, que estar preso. Les cabía la esperanza de que los rumores sobre una nueva guerra contuviesen un átomo de verdad. Los aliados occidentales no podían ser tan imbéciles como para permitirles a los rusos que se apoderasen de tantos países mientras sus propias tropas seguían movilizadas. Las conferencias diplomáticas y las aparentes concesiones no podían ser, por parte de los occidentales, más que una maniobra oportunista. En cuanto al nuevo Gobierno de coalición (en el cual, según se decía, participarían algunos de los polacos emigrados en Londres), «Kord» consideraba como unos cochinos a todos los políticos dispuestos a hablar con los bolcheviques. Haber dejado destruir Varsovia ante sus ojos, haber detenido como enemigos a los patriotas del Ejército del País, haber cazado a los Dieciséis mediante falaces promesas…, todo ello definía lo bastante bien a los rusos para que ningún polaco digno de este nombre se pusiera en contacto con ellos. ¿No estaba esto bastante claro, incluso para los que fuesen capaces de olvidar el pacto con Hitler, el año 1939, Katyn, y los centenares de millares de seres humanos deportados y encerrados en campos de concentración? El régimen de ocupación persistía y era imprescindible obrar en consecuencia. Los traidores debían ser castigados. La población debía saber que todo colaborador con el ocupante —como antes con los alemanes— se jugaba la pena de muerte. Era el único medio que les quedaba para impedir que los agentes de Moscú en Varsovia captaran voluntarios con la promesa de perdonarles la vida u ofreciéndoles ventajas para el porvenir.

Uno de los soldados más seguros de «Kord» se llamaba Gdula. Ni siquiera sabía cómo había logrado escapar a la muerte en Varsovia. Sólo recordaba su terror al ver entrar un proyectil de artillería por la ventana. Cuando recuperó el sentido, se inclinaba sobre él la cofia blanca de una monja. Intentó reconstruir los hechos por lo que le contaron las hermanitas. Un médico alemán lo había llevado al hospital advirtiendo que «este joven bandido era el único superviviente de aquel reducto» y había ordenado severamente que lo enviaran a las autoridades en cuanto mejorase. «Era un alemán muy raro —contaban las hermanitas—. Nos hablaba en francés; no tenía ningún acento alemán. Nos preguntó qué medicinas nos faltaban y nos las trajo a la mañana siguiente». Unos meses después llegó Gdula a su pueblecito natal, donde su padre era empleado del Ayuntamiento. Allí pasó una temporada encantadora. Su madre lo atiborraba de dulces y buena comida, le rodeaba la gloria del combatiente de la Ciudad Vieja, gozaba de una paz relativa y de una gran popularidad entre la juventud local. Sin embargo, esta popularidad habría de tener su lado peligroso. Unas dos semanas después de la entrada de los rusos —a principios de febrero— la casa fue rodeada y Gdula creyó que «iban a llevarlo con los osos blancos», pero logró escapar por el jardín. Solamente le quedaba una solución: ocultarse en las montañas. «Kord», que rondaba por allí, lo acogió encantado. La adaptación a este nuevo género de vida fue difícil para Gdula. Se desplazaban a marchas rápidas pasando con frecuencia las noches sobre lechos de ramas de pinos cuando las aldeas les parecían inseguras. Pero pronto se acostumbró y, por su carácter jovial y sus bromas, se ganó el afecto de sus camaradas. «Kord» se hizo muy amigo suyo y descubrió en él grandes facultades de explorador y vigía. Gdula quería mucho a este jefe tan tenaz y enérgico, que nunca tenía ni un segundo de vacilación. No actuaba por razonamientos, sino dejándose llevar por un sexto sentido que le habían desarrollado los años de guerrillero.

En los bosques abundaban las trincheras y los fosos. En el otoño de 1944 los alemanes habían construido en aquella parte todo un sistema de fortificación que no les había servido para nada. Siempre les ocurría igual: los tanques soviéticos los sorprendían por la espalda y tenían que retirarse precipitadamente. Lo mismo que después de la campaña de 1939, se encontraba abandonado gran cantidad de material de guerra. En la maleza, los guerrilleros tropezaban a menudo con cadáveres de soldados alemanes junto a los cuales sus fusiles se cubrían de moho. Una noche, cuando estaban tendidos en la pendiente de una boscosa colina, oyeron por allí cerca una especie de jadeo que venía del lado donde estaban unos refugios de cemento armado. «Kord» prohibió a sus hombres que se acercaran a aquel sitio. Pero antes del amanecer llevó consigo a Gdula y otros cuantos y, después de un rato de espera y de haberse acercado a gatas, vieron moverse una sombra. Se lanzaron contra ella de un modo fulminante y la tumbaron. Era un alemán de una delgadez espantosa. Estaba muy sucio y llevaba una larga barba. Temblaba de miedo. ¿Qué hacer con él? «Kord» lo interrogó. Era de la Wehrmacht, no de las S. S. Se alimentaba con patatas heladas que extraía de los campos. Cuando comprendió quiénes eran, les rogó que lo aceptaran en su partida. «No necesito alemanes. Me da igual que viva o que reviente». Pero al separarse de él, le dejaron un kilo de tocino.