Aquí no había nada. Una inmensa extensión de escombros aplastados bajo la fría luz del día. Sobre esa capa se deslizaban las sombras desgarradas de las nubes. El viento levantaba pequeños torbellinos de polvo de los ladrillos por entre los hierbajos secos. El mismo viento que revolvía los cabellos negros de Bruno. Se sonó su enrojecida nariz y limpió luego cuidadosamente sus gafas.
—Ya ves —le dijo a Piotr—, esto lo han arrasado para que no quede ni una huella. Aquí estaba mi puesto, pero yo no estaba aquí: ni cuando se los llevaron ni cuando se defendieron en aquella rebelión desesperada. Y los que han sobrevivido, sobrevivieron como yo: a costa de la solidaridad deshecha.
Piotr callaba. No se había figurado así las ruinas del ghetto. Ésta era la más abominable de las desolaciones, el aplastamiento completo y sistemático.
—Allá, del lado ario, me moría de miedo cada día. Si me hubieran cogido me hubiese muerto de verdad, asqueado de mí mismo. Ni siquiera me quedaba el consuelo de haber aceptado el destino común. Estoy vivo. Y créeme, sé muy bien a qué atenerme. Ninguno de los que hoy viven podrá pagar la deuda que hemos contraído con ellos. No hay manera humana de pagarla.
Piotr lo cogió del brazo:
—Bruno, no tienes derecho a hablar así. Tienes un deber: precisamente el de pagar esa deuda.
Los ojos de Bruno brillaron tras sus gafas.
—Es preciso, Piotr, que comprendas bien lo que sucedió. Muy pocos lo comprenden, porque las grandes catástrofes no son claramente visibles para los que están demasiado cerca. Hace falta tiempo y perspectiva. Lo que ha sucedido aquí es muy sencillo: mi pueblo ya no existe.
Años antes, Bruno habría sido incapaz de pronunciar palabras semejantes. Nunca, ni hablando ni escribiendo, había aludido a su origen judío.
—Mi pueblo ya no existe: me refiero al pueblo de los judíos polacos. Tres millones. Todo lo que era promesa incumplida, la cadena de las generaciones que habían de nacer, los grandes sabios, artistas, escritores, todos los que hubieran podido ser y jamás serán. Todos los mejores. ¿Y quiénes se han salvado? Algunos de los que tenían dinero; otros que, como yo, se habían asimilado y éramos ya casi arios. Como te decía, lo que se ha salvado ha sido a costa de nuestra solidaridad.
Piotr le sacudió el brazo.
—¿Cómo puedes decir esas cosas, Bruno? Todos los que viven ahora aquí deben su vida a alguna cobardía. Yo también. Todos nosotros.
Bruno negó con la cabeza, y dijo:
—No; yo soy doblemente culpable. Antes de la guerra sólo escribía porquerías. Cuando escuchaba por las noches las botas claveteadas de los soldados pasando por la calle, comprendía que mis escritos sólo habían sido basura. Y me entraba la angustia de aprovechar todavía el tiempo, reparar el daño que pudiera haber hecho, crear algo que mereciese la pena, dejar alguna huella. Pero, a fuerza de querer vivir para tener tiempo, destruía el valor de cuanto pudiera haber hecho con ese tiempo. Pues si mis libros eran malos, es que en ellos fingía ser una persona distinta de la que soy.
—Ahora podrás escribir lo que desees y contarle al mundo tu verdad.
Caminaban por el borde de los montículos de escombros. A lo lejos vieron a dos hombres que cavaban con tesón.
—Buscan oro. O quizás estén buscando a sus muertos, los de su rebelión. Dices que le cuente al mundo… Mira: allí estaba la calle Nalewki. Eso es lo que yo debería haber descrito antes. Su vida cotidiana, sus miserables habitantes que se alimentaban sólo de arenques para poderles dar una instrucción a sus hijos; ése debía haber sido el tema de mis libros: la tragedia eterna de mi pueblo.
—Eres un testigo.
—Sí, como Flavio Josefo después de la destrucción de Jerusalén. Muy bien, pero ¿quién se atrevería a abordar esta tragedia partiendo de aquí? Comprenderás que estoy demasiado cerca; aquí me sería imposible pensar. No me dejarán salir. Además, no quiero exiliarme. La lengua polaca es mi patria. Nunca podría escribir en otro idioma.
Un gran edificio se erguía, solitario, como una fortaleza por encima de las oleadas de destrucción.
Bruno señaló con un dedo.
—Mira, la prisión está en pie. Era necesaria. Siempre hace falta la prisión. ¿Recuerdas a Tadeo? Cuando le detuvieron demostró ser un valiente. Dio clases en la cárcel. Y ¿sabes de qué? De mitología griega. Y cuando los alemanes se lo llevaron para fusilarlo, tuvo que interrumpir lo que estaba contando sobre Minos o sobre Andrómeda. Lo fusilaron en las ruinas del ghetto. Siempre había sido un defensor de los judíos.
Tadeo: pequeño, con la nariz como un pico de pato, un mechón de cabellos negros sobre la frente, y poeta satírico. Ése era el que había ido a consultar a la vidente y ésta había confundido las líneas de su mano, puesto que el treinta de mayo no encontró el amor sino la muerte.
—¿Y a mí qué me queda? —prosiguió Bruno—. ¿Qué puedo hacer como no sea vegetar mientras me dejen? Los que salieron bien librados fue porque se habían puesto otros nombres, nombres eslavos. El caso es borrar las diferencias. Y llevan escondida su vergüenza. Se habían ocultado a ellos mismos, con mil subterfugios, sus deseos de vivir. Para seguir viviendo tienen que dejar de ser judíos. Los que continúan siéndolo abiertamente, tendrán que emigrar.
Piotr, mirando a Bruno, se sentía culpable. Era una maldición. El hombre es un juguete de las fuerzas sociales. Y él mismo no era más que un juguete. Antes de la guerra —lo olvidaba ya— había el antisemitismo, los atentados contra las tiendas judías y los más diversos ataques contra ellos. ¿Hizo él algo para evitarlo dentro de sus posibilidades? ¿Había acaso manifestado con suficiente claridad su oposición a aquellas brutalidades? No. Y sin embargo no era un malvado ni tenía nada contra los judíos. Por lo menos, eso creía él. ¿Cómo podía, pues, poner en duda las enseñanzas de una filosofía según la cual el medio ambiente ejerce una influencia misteriosa que, imperceptiblemente, descompone al ser humano?
—Quizá valga más que los sobrevivientes sean como Julián Halpern —dijo Piotr.
Bruno se balanceaba al caminar.
—¿Mejor? Quizá. La cuestión judía era un episodio en la lucha contra el fascismo. Se podrá decir que éstos —e hizo un gesto circular con el brazo— han sido las víctimas del fascismo o que han muerto combatiendo. Pero no es toda la verdad. Llegará el momento en que si alguien desea resucitarlos, despertará irritación y cólera. Si continúan existiendo vivos gracias al recuerdo, si se les revive en toda su verdad, se considerará esto como nacionalismo judío y se condenará. Dirán que es una desviación. Pero yo voy a intentarlo.
Piotr encendió un cigarrillo protegiendo la llamita con sus manos.
—Para mí, la inmensidad de todo esto me resulta demasiado difícil de digerir, así de pronto.
—Has cambiado —le dijo Bruno sonriendo—. Todos hemos cambiado. Pero, como te conozco, sé que sufrirás. Aquí en Polonia no hay nadie que no esté asqueado de sí mismo. Deberías marcharte. Por lo menos por algún tiempo.
¿Es que había algo contagioso en aquel ambiente? ¿Acaso es esto lo que acompaña siempre el avance de la fuerza oriental, este pánico colectivo al cual se someten los individuos en virtud del principio de ósmosis social y que las palabras de Bruno despertaban ahora en Piotr?
—Sabes muy bien, Bruno, que el mundo de fuera ha dejado de ser para nosotros una realidad.
—Sí, pero los Alpes, por ejemplo, existen —y Bruno miraba las nubes que pasaban por encima del desierto del ghetto como si viera pasar una procesión de montañas—. Yo vivía entre cuatro paredes torturándome con mis pensamientos. Salía muy pocas veces, porque mi aspecto me delataba. Y pensar ahora en los lagos transparentes, en las libres alturas, en la inmensidad de la tierra…
Desde hacía mucho tiempo, Piotr llevaba en sí una palabra clavada: olvidar. Olvidar la podredumbre de la carne, todo lo que había visto allá en el Éste; luego, Varsovia, el ghetto… pero ¿acaso existe el olvido? En Rusia, por encima de las palabrotas de los carceleros, por encima de las alambradas, por encima de los miserables que se peleaban por un hueso o un pedazo de pan duro como una piedra, se elevaban en la brillantez de las mañanas o en los suaves crepúsculos las cumbres de los Urales, puras, azules y rosas. ¿La inmensidad de la tierra?
—Podrías arreglarlo —dijo Bruno—. Están buscando un agente para trabajar en el extranjero y no tienen a nadie. Todos sus intelectuales, los miembros de su famosa intelligentsia, son inutilizables. Procura hablar con Baruga.
En lo alto, un avión brillaba al sol dirigiéndose al Oeste. Bruno lo miraba con la cabeza hacia atrás y su figura se recortaba oscura y escuálida sobre el deprimente fondo del desierto de ruinas.
—Berlín cae —dijo como si estuviera leyendo la noticia en el cielo—. Es la Historia. Pero ¿quién puede decir si el curso de la Historia futura no cambiaría si pudieran nacer unos hombres que no han nacido y que jamás podrán nacer?