III

¡Qué tranquilidad cuando desaparece la necesidad de defenderse! Piotr cruzó las manos tras la cabeza y miró a su madre con los ojos entornados. Aquello era como una grieta en el transcurso del tiempo, algo así como cuando tenía la gripe, en su infancia. Ahora, la madre estaba sentada junto a la cama y removía el té que había puesto en la mesita. El instante del reencuentro había sido molesto para él. Los lloros, la desenfrenada sensiblería de la mujer le recordaban los tiempos en que se avergonzaba de ello; y, la verdad, de quien sentía vergüenza era de él mismo por hallar en la madre sus mismos rasgos físicos y, según creía, la misma exaltación suya. Piotr ignoraba si esa extraña sensación de vergüenza existía en las relaciones entre todos los padres y sus hijos. Es posible que siempre encuentren los hijos en sus padres la caricatura de ciertos detalles físicos y de carácter que éstos les han transmitido. O quizá fuera él, Piotr, el único que viera así a su madre. Pero ahora que había vuelto junto a ella, y que la veía allí nada más que existiendo a su lado, le invadía una sensación de felicidad retrospectiva. Era como volver a la infancia y a la seguridad del refugio familiar.

Las manos de la madre estaban cubiertas de nudosidades reumáticas. Tenía más salientes que antaño los huesos de sus pómulos, esos pómulos que Piotr había heredado de ella. Esta mujer envejecía mal. Su rostro siempre había parecido más joven de lo que correspondía a su edad, pero estaba perdiendo ya su elasticidad sin adquirir por ello un ritmo nuevo. Tenía muy remendado su negro vestido y no disponía de ningún otro; era el mismo que llevaba cuando llegó a Varsovia a pasar unos días y la sorprendió el levantamiento contra los alemanes. Se le movía la garganta como si tragase las palabras que no pronunciaba. Su único hijo vivía y podía verlo. Se contaron todo lo que les había sucedido en aquellos años. ¿No era un milagro que se hubieran vuelto a encontrar?

—Bebe, esto te sentará bien. He puesto unas frambuesas secas. Te habría dado unas aspirinas, pero no tengo. —Le tendió la taza—. La gente es mala. La doctora me ha lanzado ya unas indirectas muy molestas acerca de tu uniforme. Pero estoy segura de que tu padre no te lo habría censurado. Los tiempos no permiten escoger.

Piotr bebía y pensaba en la nostalgia, nunca apaciguada, de su existencia. De su padre no le quedaba más que el recuerdo de un hombrón del que emanaba una fuerza radiante; era como un árbol inmenso y rugoso que le abrazaba con sus ramas. Había muerto en la guerra cuando Piotr tenía seis años. La Europa burguesa se defendía entonces contra la amenaza que adivinaba en la revolución rusa. No podía Europa acabar con el poder de los bolcheviques, pero, por lo menos, los había detenido en la batalla de Varsovia. Sin aquella victoria, la vida de Piotr habría sido muy diferente y ahora no lucharían en él tendencias opuestas. Sin embargo, ¿quién sabe? Tampoco habría conocido otras cosas, malas y buenas, pero que enriquecían su espíritu. Huérfano de padre, le había quedado una confusa nostalgia, unos llantos infantiles producidos por algo que le faltaba, algo demasiado irreal para poderlo definir. Piotr iba a una escuela donde se hablaba mucho de la civilización occidental, de los países que constituyen el antemurale christianitatis, donde el latín era considerado como una de las disciplinas principales, mientras que, en el estudio de idiomas extranjeros, se excluía el ruso. Habían pasado veinticuatro años desde que un shrapnell soviético había matado a su padre, que entonces tenía aproximadamente la misma edad que ahora contaba Piotr. Y la derrota actual parecía definitiva. El antemurale christianitatis se convertía en el antemurale de la nueva fe. Pero, a pesar de todo, el tiempo de su juventud había influido mucho en él. Desde luego, su padre no había experimentado los conflictos actuales aunque empezara a conocerlos. El trágico Pilsudski, revolucionario intrépido en su juventud, decía más tarde, cuando fue dictador, que había detenido un instante la rueda de la Historia.

—Piotr, hijo mío, dime en qué va a terminar todo esto. El pueblo los odia a muerte. Hemos rezado mucho por la Liberación y por fin la conseguimos. Pero ahora resulta que la Liberación no es más que una nueva ocupación. Van a convertirnos en otra de sus repúblicas.

Piotr dejó a un lado su taza, y tapándose con la manta hasta la barbilla, disfrutaba del calor que se expandía por todo su cuerpo. Pero al mismo tiempo que este calor, que la proximidad de su madre y la luz de la lámpara, persistía en él la imagen de lo que había más allá de los muros de la casa. Al atardecer, había salido un rato. Se había puesto una cazadora impermeable comprada en el barrio de Praga: era inútil lucir aquí el uniforme para exacerbar el odio de esta gente. El sendero que atravesaba el pueblo estaba solitario. Unos pinos que crecían oblicuos se recortaban en el fondo nublado del cielo. Un muchacho sentado en cuclillas jugaba con un auto de madera mientras hablaba consigo mismo en un murmullo ininteligible. Tenía un aspecto enclenque y sus rodillas estaban azuladas de frío. Llevaba un abrigo raído. Piotr se agachó a su lado y le preguntó dónde vivía. El niño, sin levantar la cabeza, le señaló con una mano una casita de ladrillos rojos en medio de la pelada arena: «Vivo ahí con mamá». «¿No tienes papá?». «Papá tiene que esconderse. Viene algunas noches». Piotr acarició los cabellos rubios del chico. Luego prosiguió su camino con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada. Siempre tenía que oír lo mismo. Estos años les habían dado a todos, incluso a los niños, la idea de que lo natural era ocultarse. Por otra parte, este niño no se imaginaba que él pudiera representar un peligro. En efecto, Piotr tenía un aspecto parecido al padre del niño y hablaba el polaco como él.

—Créeme, hijo mío —le decía a Piotr su madre—, lo presiento: todo esto no puede acabar bien. Ahora ponen por todas partes banderas nacionales. Pero es un engaño para que nos callemos mientras se apoderan de todo lo nuestro. El abismo será cada día mayor. He tenido un sueño sobre esto.

Los sueños y los presentimientos de su madre preocupaban siempre a Piotr. Cuando tomaban el desayuno —antes de irse él a la escuela y ella a la oficina— solía contarle lo que había soñado. Quizá fueran supersticiones. Ella misma no tomaba en serio estas cosas, pero si en Piotr había una especie de instinto que lo salvaba en las ocasiones peligrosas, ese instinto no difería mucho, aunque fuese de otra calidad, de las creencias irracionales de su madre.

—Piotr, hijo, has pasado por todo eso y has vuelto. Pues bien, ahora te digo: vete otra vez. No te ocupes de mí. No debes empezar aquí una nueva vida. Yo no necesito nada; ya me las arreglaré. Huye, porque después será demasiado tarde.

Huir. Ésta había sido su ilusión en el vagón de ganado que lo llevaba a los Urales; todos los presos tenían la misma ilusión. Allá en el campo de concentración, examinaban una por una todas las posibilidades, pero no había nada que hacer. Luego, cuando llegó para ellos la amnistía, los detenidos rusos los envidiaban. El sueño dorado de los detenidos polacos había sido salir de Rusia a cualquier precio. Piotr quería haberse unido al Ejército de Londres. Ahora estaría en el Oriente Medio o en Italia. Pero lo habían soltado demasiado tarde, cuando el ejército estaba ya en Persia. Ahora, sólo pensaba en que el ejército suyo —al cual, por unas u otras razones, pertenecía— se dirigía hacia el Oeste. Aquí, en su país natal, observaba los mismos impulsos contradictorios que siempre habían luchado en su espíritu. Asco y cólera. ¿Iría a repetirse aquí todo lo de allá? Lo mejor sería huir lo antes posible a cualquier parte —por ejemplo, a Australia— y dedicarse a cualquier cosa. Lo importante era olvidar. Pero, al fin y al cabo, Polonia era su país, su patria. ¿Y si hay la menor esperanza de que pueda surgir algo nuevo? Habrá etapas y el esfuerzo de millones de hombres como él. ¿Es sensato dejarse llevar por impulsos que nacen siempre en los momentos caóticos de descomposición y revolución? ¿Está bien hacer proyectos egoístas basándose en una suposición de lo que va a ocurrir dentro de cinco o de diez años? Los temores que su madre expresaba eran en realidad los mismos que sentía secretamente Piotr.

—No sé, mamá. Estamos en una situación transitoria. Habrá muchos cambios, pero las cosas no cambiarán de la manera que se figura la gente. Es inútil confiar en Occidente. Aquí tenemos que arreglárnoslas nosotros solos. Quizá consigamos crear una especie de socialismo… Tendremos que adaptarnos a nuestras condiciones, buenas o malas. No creas que les será tan fácil digerirnos. Tienen que contar con el hecho de que somos polacos.

La madre le sonrió compasivamente:

—No sé si te comprendo mal, Piotr, hijo mío. No soy inteligente, no entiendo tus filosofías; tú, en cambio, puedes convencerte de que lo que es igual no va a ser igual. No me negarás que, a pesar de todo, te encuentras mejor aquí que en Rusia. El hombre es de donde ha nacido y piensa como los suyos. Aquí, entre nosotros, en nuestras organizaciones clandestinas, leíamos las cartas que escribían los soldados alemanes del frente oriental a sus familias. Maldecían de nuestro país, que para ellos era el país de los asesinatos y de todas las atrocidades imaginables. Sentían una nostalgia grandísima por la Gemütlichkett de las cortinillas y las flores de sus hogares. Pero fíjate, qué curioso: esos asesinatos y atrocidades de que hablaban en sus cartas los cometían ellos mismos y, sin embargo, estaban asqueados. Como te digo, hijo mío, todo depende del sitio en que se está.

La vieja procuraba expresarse con claridad y su mirada vagaba por las vigas del techo.

—¿Qué se le va hacer, mamá, si existe todo ese fango de la miseria humana, del reino de la fuerza, de las humillaciones? ¿Cómo vamos a evitar que los hombres no puedan cambiar el mundo sino después de haber tocado el fondo de lo más infame? Lo que había aquí antes de la guerra me parece ahora poco serio, un engaño, algo muy brillante, pero falso. No sé qué es peor, si aquello o esta filosofía férrea de los comunistas. Trato de fijar mis ideas, pero no lo consigo. Allí, en Rusia, han hecho una repugnante parodia de todos los ideales. Pero la realidad es que ahora tienen ante ellos, a su disposición, una gran parte de Europa. De todo esto tendrá que salir algo nuevo algún día.

Los labios de la madre se contrajeron con severidad.

—Lo que empieza con una mentira será siempre mentira. Tu padre se alegró cuando estalló en Rusia la revolución; le entusiasmó que acabaran con el zarismo. Tú sabes muy bien en qué ha acabado todo. Hablas así porque si hablases de otra manera no habrías podido salir nunca de allí. Cuando alguien habla sinceramente sobre este asunto, dice lo mismo que yo.

Aunque fuese delante de su madre, no estaba Piotr dispuesto a revelar su extraña manera de pensar, que era como un mecanismo de complicado engranaje que funcionaba —eso creía él— de manera autónoma. Era como una fatalidad: ese mecanismo lo sentía Piotr como una cosa ajena a él mismo, sin conexión con el fondo de su persona, y al mismo tiempo tenía la extraña convicción de que no debía rebelarse contra el mecanismo. Su única esperanza era ser capaz algún día de desmontarlo para conocer detalladamente todos los elementos de que se componía. Era un fenómeno de desdoblamiento: por una parte, las palabras pronunciadas en público; por otro lado, el pensamiento lúcido que trabaja implacablemente juzgando esas palabras y llegando a la conclusión de que sólo son una parte de la verdad. Al fin y al cabo, esa esperanza de conocer la última razón de este desdoblamiento era una manera de ganar tiempo.

—No te esfuerces en ser una persona distinta de la que eres. Sí, eres el mismo de siempre, hijo mío —decía la madre arropándolo—. Los rezos de una madre pueden mucho. Ahora tienes que sudar y se te pasará el resfriado.

Piotr la oía moverse por la casa y prepararse la cama.

Procuró fijar en su mente las fórmulas que, como siempre, se le escapaban. La madre le preguntó:

—¿Apago?

—Buenas noches, mamá —respondió ya medio dormido.