El mayor Baruga recorría una calle del barrio de Praga camino del local donde se había instalado el Comité Central del Partido. Unos metros detrás de él caminaba un muchacho de elevada estatura con pelerina militar, que llevaba en bandolera un fusil ametrallador. Baruga no quería confesarse a sí mismo cuánto le preocupaba su propia seguridad; y aún menos estaba dispuesto a reconocerlo ante lo demás. Había cedido a los ruegos de una amiga suya. Este muchacho le era muy útil. Unos meses antes, cuando estaban todavía en Lublin, lo había salvado de la prisión que lo amenazaba como a todos los soldados del Ejército del País. Siempre erizado y desconfiando de los bolcheviques, lo primero que necesitaba este chico era que lo dejasen tranquilo. Baruga lo dejó dormir en su propia casa y le permitió que asistiera a las discusiones y chinchorrerías de su trabajo cotidiano como organizador de la Prensa. Éste era el mejor medio de ganárselo. Poco apoco, conforme el muchacho iba haciéndole tímidas preguntas, emprendió la tarea de atraérselo en serio. El chico le fue tomando un afecto de perro fiel. Hubiera sido muy difícil que Baruga lograse un guardaespaldas más seguro. Este triunfo suyo como proselitista, le enorgullecía. Opinaba que para ser buen comunista es indispensable poseer facultades pedagógicas. Además, estos jóvenes a quienes sacaba de la vida salvaje de los años de guerra y que lo trataban como a un hombre ilustre, justificaban sus ambiciones.
Respiraba el aire primaveral. La enormidad de lo que estaba ocurriendo y el hecho de que él caminase por una calle de esta ciudad, destruida, pero con un futuro, con una tarea que desempeñar en la humanidad nueva, le producían una sensación de embriaguez. Si por lo menos la vida durase lo suficiente para tantas tareas como podía uno realizar… ¡Y decir que antes de la guerra, en un momento de duda, le había parecido que el fascismo podía vencer, y que había estado a punto de emigrar a Venezuela! Una decisión equivocada, tomada a la ligera, puede hacerle a uno desgraciado para toda la vida. ¿Qué hubiera sido de él hoy, si se hubiera marchado? Habría tenido que volver humillado, intentando justificarse por haber tenido miedo y reconociendo que había cometido un gran error.
Las escaleras del edificio —sede del Comité Central— estaban sucias, cubiertas de salivazos y de colillas aplastadas. Se oían portazos, y el eco multiplicaba la confusión de las voces. Cuando dijo su nombre a un individuo cuya musculatura no le cabía en el estrecho traje negro, no tuvo que esperar mucho tiempo.
El secretario general se levantó de detrás de su mesa-despacho y avanzó hacia él cojeando. Antes de la guerra se había fugado de la cárcel y las balas de los carceleros le habían herido ambas piernas. Su rostro de proletario llevaba las huellas de un gran cansancio. Sólo animaban su expresión sus ojos sombríos, de intensa mirada. El tono amarillento de su piel, su calvicie y la boca rodeada de arrugas, le daban un aspecto de gnomo. Baruga se dejó caer pesadamente en un sillón por cuyos brazos rotos salía el relleno. Sobre el cuello de su uniforme se apoyaba su papada, en la que se veía la cicatriz que le había dejado una operación.
—Bueno, ya hemos hablado de la situación, y ahora, camarada Víctor, sólo me dirijo a usted para una cuestión muy concreta. Ya comprenderá que me sería muy fácil preparar un cartel y pegarlo en la pared: «El que esté contra nuestra política de abastecimientos es un enemigo de todas nuestras tácticas». Eso es.
Respiraba ruidosamente. El secretario general le tendió su pitillera, tomó él también un cigarrillo y cerró de un golpe el estuche. Inclinó la cabeza. Baruga se desabrochó el cuello del uniforme, que le molestaba. Y dijo:
—En fin, me parece que todo está muy claro. Usted lo comprenderá porque estuvo aquí, en nuestro país, durante lo más duro. No quieren darse cuenta de la distribución de las fuerzas durante la ocupación. Pero cuando se tienen tanques delante de uno, no es una valentía negarse a abrir trincheras o a preparar trampas; es sólo una insensatez. En realidad, esto es un sucedáneo de lo que ocurrió en Rusia en 1917. Y eso impone ciertos medios.
El secretario general fumaba mordiendo nervioso la boquilla de cartón de su cigarrillo ruso. Se le había formado en el entrecejo una arruga vertical.
—Le he hecho a usted su Prensa —dijo Baruga— y seguiré haciéndola mientras sea ésta la voluntad del Partido. Pero este trabajo requiere ayuda. Por eso me dirijo a usted y a los camaradas. Por mi parte, hago todo lo que puedo.
—Ya sabe usted mejor que nadie que es insustituible —dijo el secretario.
—A la cocinera de mi cantina la han afiliado al Partido Socialista —y Baruga se reía al decir esto—. Ya ve usted cómo reclutan su gente. Los jefes de sus derechas han muerto o se han escapado. Muy bien. Ahora, toda la gente de extrema derecha se ha ido con ellos porque es un Partido pa-trió-ti-co y, al mismo tiempo, legal. Pero no está mal que se vayan con ellos. Mientras, ya tendré buen cuidado de que todo el que piense o escriba se mantenga bien apartado del Partido Socialista.
El gnomo, detrás de su mesa, agitó despectivamente una mano. Baruga se inclinó hacia él.
—Pero no se trata de eso. La cuestión es que no hay bastantes «derivativos». Sólo con ver esta ciudad destruida —y señalaba a la ventana— ya tiene usted un factor psicológico importante en contra nuestra. Por eso ha sido estupenda la idea de instalar el Gobierno en este barrio de Praga. Pero, por lo pronto, tenemos que enfrentarnos con todo el peso del pasado. Incluso nos matan gente.
El secretario general dijo sin levantar la vista:
—Entre la dosis de miedo necesaria y las concesiones momentáneas ha de haber un equilibrio.
Baruga enrojeció. ¡Qué manera de «atrincherarse», a pesar de ser partidario del «frente nacional», como era el secretario! Y delante de él, era un exceso de prudencia. Se le enronqueció la voz al decir:
—Comprenderá usted que en mi caso no se trata de retroceder ante nuestros enemigos políticos. La misión que debo cumplir es vigilar las condiciones psicológicas. Nuestros medios para formar la nueva conciencia social son casi ilimitados. Ése es el objetivo del terror. Por encima del precipicio, y perdone usted mi estilo periodístico, tenemos que tender los puentes en los sitios donde sea más cómodo para nosotros. El miedo obliga a esa gente a pasar por los puentes que les hemos preparado. Y si no ven salida, se irán a los bosques.
El secretario general, mirando por la ventana, preguntó:
—¿Se da usted buena cuenta de las necesidades de este momento? Le recuerdo que la guerra continúa.
Baruga pensó: «Otra vez la misma maniobra, se atrinchera atribuyéndome ideas fantásticas». Y dijo, como sin ganas:
—Los medios masivos son indispensables. Gracias a ellos creamos el miedo. Yo no soy más que un propagandista. Lo que me interesan son los puentes. Y eso es, por ahora, un asunto muy concreto.
El gnomo lo miró con fijeza.
—Desde luego, puedo equivocarme —prosiguió Baruga—. Pero me parece que soy fiel al programa establecido en estos últimos años. Hemos aprendido a no tomar a la ligera los nacionalismos. Ni la religión.
Temiendo haber asustado al otro (estos «puros» son una calamidad; siempre van atrasados; no conocen más instrumento que la izquierda) procuró tranquilizarlo:
—La posición del Politburó está clara. Pronto esta misma táctica se aplicará en todas partes. Estamos en un país difícil y hasta ahora hemos hecho muy poco.
El secretario general jugueteaba con su cenicero. Los preámbulos de Baruga eran casi siempre los mismos. El secretario se los sabía de memoria.
—Le propongo una cosa. Naturalmente, es preciso que todos se pongan de acuerdo. Plantearé la cuestión a los camaradas. Sería posible, si usted lo desea, lanzar un semanario que ayudase a descargar la atmósfera. El frente católico y nacionalista está descuidado. Hay que dar una salida a esos sentimientos y crear con esta gente un grupo controlado por nosotros. Me interesa mucho la opinión de usted. Si le parece bien, cuento con su apoyo.
—Concretamente, ¿de qué se trata? —preguntó el secretario general.
—No sé si está usted informado de ello. La Seguridad soviética nos ha hecho una propuesta. Creen que un pájaro que ha caído en sus manos podría sernos útil. Desde luego —y Baruga se encogió de hombros—, podríamos prescindir de él. Usted sabe quién es: Miguel Kamienski.
El secretario general dio un brinco, hundió las manos en los bolsillos y recorrió la habitación cojeando. A Baruga le recordaba este hombre un sastre que le hacía los trajes antes de la guerra.
—¿Ese ideólogo del fascismo y del antisemitismo? ¿Kamienski, que representa lo más negro de los reaccionarios de este país? Entonces, ¿para eso hemos detenido a tantos chicos estúpidos del Ejército del País, para luego soltar a Kamienski, que es el único peligroso? ¡Qué insensatez!
Baruga dijo con calma:
—Pero tiene un nombre, y eso cuenta mucho. Ha luchado contra los alemanes en la Ciudad Vieja. Nuestros amigos han visto que podía sernos útil. Si no, no habrían tenido ninguna consideración con él. Si lo utilizamos, atraerá a otros que le son afines.
El secretario volvió a sentarse y dijo con violencia:
—¡Para que haya otro más practicando el maquiavelismo en espera de que las cosas den la vuelta!
Baruga se rió entre dientes.
—No, no, perdone usted; he tenido yo la culpa por no explicarme bien. Verá, ya sabe que las imágenes son mi vicio: la mosca sólo se posa un instante en el alquitrán, pero el alquitrán no la soltará jamás. Al principio nos engañan, luego se engañan a ellos mismos, pero al final acaban todos perdiéndose en el doble juego. Es inevitable que se produzcan en ellos transformaciones psíquicas. Pero las fórmulas las tenemos nosotros en nuestras manos.
El secretario sonrió con amargura.
—¡Qué pueblo! Donde quiera que toquemos sólo hay fascistas, nacionalistas, beatos, y gente por el estilo. Envidio a los yugoslavos. Es una felicidad poder contar con millones de seres humanos fieles a la buena causa y a prueba de todas las dificultades. Nosotros, en cambio, tenemos que edificar con mierda.
Baruga pensó que aquel hombre se adaptaba con excesiva lentitud al poder. «Esta manera de clavarse en una actitud rígida y revolucionaria debe de tener una causa. Sin duda es que se identifica con sus propios slogans por falta de preparación intelectual».
El secretario dijo con gesto como de sentir un calambre:
—Evidentemente, reconozco la necesidad de una táctica de diversión. Sé que hace falta formar grupitos y aislarlos. Pero temo que esto sea un arma de dos filos. Me gustaría saber lo que opinan los demás camaradas.
Baruga estaba satisfecho. El secretario tendría que contar con él. Ya había conseguido bastante con hacerle sufrir tanto. Además, él, Baruga, contaba ya con el apoyo de personalidades más importantes que el secretario general. Sabía que tenía razón: la misma técnica sería aplicada antes o después en todos los países liberados. Además, no habría hecho ninguna gestión sin hablar previamente con Tuchánov.
—Tenía que preguntarle a usted algo —dijo el secretario pasando las hojas de un block de notas que había sobre la mesa—. Ah, sí, esto es. Unos informes sobre una fábrica de papel situada en el territorio del Oeste, en Eichenberg. Hay que salvarla, y pronto. ¿Tiene usted alguien de confianza?
Quitarles la maquinaria a los rusos; menudo conflicto para un revolucionario puro. ¿Hasta dónde podría llevarle este juego? Respondió:
—Claro que sí. Gracias por la información. Encontraré a alguien en seguida y se lo enviaré a usted.
—Que sea del Partido, y un tipo enérgico. No quiero a uno de ésos que se asustan.
Mientras descendía pesadamente las escaleras, iba pensando Baruga en los asuntos que le quedaban por resolver aquel día. ¿Cuál podría ser la duración media de la vida humana en los tiempos pasados, por ejemplo, en la Edad Media? Seguramente no pasaría de cuarenta y tantos años. Una ridiculez. El hombre debía vivir de trescientos a cuatrocientos años. Pero es posible que la ciencia se halle todavía en mantillas en este momento en que se ha producido un corte radical entre la prehistoria y la historia consciente modelada por la razón. Quizá no conviniera una vida excesivamente larga por eso de que la vejez es estéril. Pero es improbable que lo sea.
Se detuvo para que el muchacho de la pelerina llegase hasta él.
—Acuérdate, la semilla de donde ha nacido el árbol es muy pequeña y nadie podría figurarse al árbol con sólo verla semilla. Recuerda el año 1945; le hablarás de él a tus nietos.