I

Piotr Kwinto no llegó a Varsovia hasta abril y lo hizo en jeep. El barrio de Praga estaba lo mismo que lo había conocido antes de la guerra: sucias casas de vecinos y entre ellas unas barracas de madera torcidas por los años, largas calles rectas mal adoquinadas. El viento (siempre hay viento allí) levantaba torbellinos de arena y basura. Solamente recordaban la guerra las rotas torres de la iglesia de San Florián y los boquetes abiertos por la artillería en algunos muros. Sin embargo, el barrio de Praga presentaba ciertas diferencias: su calle principal se había transformado en un zoco. Unas muchachas soviéticas, con blusas hinchadas por grandes senos, dirigían la circulación: camiones militares; jeeps; autos de todas clases, mohosos, que habían servido de taxis; carretillas, y hasta rickshaws a estilo chino; y, sobre todo, la multitud: soldados soviéticos de infantería, tanquistas, soldados polacos, agentes de la NKVD, mujeres campesinas con sacos a la espalda y botas para la nieve, mucha gente miserablemente vestida arrastrando bultos…, toda esta masa iba y venía sin cesar vendiendo y comprando camisas, neumáticos, conservas, telas, vodka, un acordeón, unos calzoncillos, aparatos de radio, libros medio quemados; en fin, toda la riqueza recogida entre las ruinas, o al otro lado del río o quizá robada en Alemania. A la entrada de algunas casas montaban la guardia unos centinelas: el nuevo Gobierno se había instalado en la capital y sus despachos oficiales se organizaban en los reducidos pisos del barrio obrero. La calle vibraba con todo aquél estruendo. Algunos camiones se detenían al borde de las aceras y unos grupos de golfillos atraían al público por encargo de los conductores. «¡A Varsovia, a Varsovia, sólo veinte zlotis por persona!». El chófer de Piotr lanzaba palabrotas a cada instante, La calle que conducía a la ciudad propiamente dicha estaba obstruida por una columna de vehículos que se desplazaba con lentitud deteniéndose y volviendo a ponerse en marcha repetidamente. Tendrían que esperar muchas horas. Piotr se entretenía observando lo que sucedía en torno suyo. Veía por la trasera abierta de un camión casi una docena de neumáticos apilados. Un soldado soviético trataba de subir al camión con movimientos torpes y se caía una y otra vez. Por fin, logró subir y trató de echar abajo el último neumático de la pila; pero como estaba borracho, resbaló y el neumático le cayó encima metiéndosele por la cabeza. Parecía una grotesca escena de circo figurando un robo fallido.

Acabaron por llegar a río. Nubes primaverales deshilachadas, viento de los libres espacios, pilares de puentes derruidos. Unas aves con agudos chillidos volaban por encima de los bancos de húmeda arena. Al otro lado, bajo el sol frío, estaba la línea en zig-zag de las ruinas. Su color, no se sabía por qué, recordaba el de la carne —carne de caballo—, una absurda asociación de ideas, ya que en realidad era de un matiz más claro. Piotr guiñaba los ojos y procuraba identificar las casas que tan bien había conocido. Pero no podía distinguirlas entre las manchas, los ángulos agudos de los muros derruidos y las brechas al sesgo abiertas por las explosiones. El rascacielos de catorce pisos, en la plaza de Napoleón, se erguía solo por encima de esta desdentada cadena; había perdido su antigua esbeltez y parecía una espiga de maíz roída. Entraron por el puente de madera, que, sobrecargado de peso, oscilaba. Era la única arteria para cruzar el río y lo había tendido un equipo de zapadores soviéticos. Al otro extremo del puente, en altos postes, los rostros de los miembros del nuevo Gobierno miraban al vacío, inmensos, lamentablemente pintados en planchas de madera. Los camiones con una masa compacta de hombres y mujeres de pie, que se abrazaban unos a otros para no caerse, saltaban, resbalaban y desaparecían por aquel decorado de escombros. Los peatones, cargados de sacos y maletas, y llevando muebles en andas, subían penosamente por entre los coches la pendiente de la carretera.

Piotr no sabía de qué lado ir. No había direcciones, ni rostros, ni teléfono; sólo había calles. Pero es que tampoco las calles existían en realidad. Sustituyendo a las antiguas calzadas, había surgido una estrecha senda formada por los pasos de la gente que regresaba hacia lo que había sido su hogar y las huellas de las ruedas de los vehículos militares. El jeep donde iba Piotr se hundía en el fango y a veces subía por montones de escombros hasta la altura de un segundo piso. En la boca entraba polvo de ladrillos que hacía rechinar los dientes. En cierta zona se extendía el olor dulzón de los cadáveres recalentados por la tibieza de la primavera. Cerca de la calle donde había vivido Piotr antes de la guerra, tropezaron con una barricada que aún no había sido derribada. Piotr se apeó del jeep y continuó su camino a pie.

Todos los adoquines habían sido arrancados. En la arena se levantaban unas cruces de madera hechas a toda prisa. Grupos de personas abrían fosas. Se habían atado pañuelos a la cara para taparse la nariz y la boca. Las mujeres, arrodilladas al borde de la fosa, miraban al interior. Piotr se detuvo y también miró. Unos andrajos grises, el retorcido contorno de un cuerpo que se descomponía en una pasta sucia y del que solamente los cabellos claros se habían salvado de la destrucción. Por las largas arrugas de una mujer que miraba junto a él, resbalaban unas lágrimas lentas. Siempre hay una Antígona que busca a su Polínice. A través de los siglos, el mismo Polínice. Pondrán esos huesos en un trapo y se lo llevarán, sujetándolo por los picos. Cuando se alejó de aquel espectáculo, Piotr tragaba la mayor cantidad posible de humo de su cigarrillo para borrar el insoportable olor.

Silencio. Por las deformes aberturas, entre estas rocas erosionadas y desgarradas, asomaba el cielo azul. Piotr notó que no había pájaros. Se detuvo delante de su casa, que estaba casi entera, aunque toda ella requemada. Las bombas habían dañado el patio. Donde había habido un hermoso césped, se veían ahora las cruces que señalaban las tumbas. En una de ellas había un casco de soldado. Piotr miraba hacia lo alto de la casa y fijaba su mirada, una tras otra, en las ventanas vacías. Entonces notó una humareda que salía de un tubo de aluminio en la parte baja del muro. De modo que seguía viviendo gente aquí. Un viejo bigotudo salió del sótano tirando de un retorcido pedazo de hierro. Miró a Piotr con indiferencia.

—¿Qué ha sido de la gente que vivía aquí? ¿Es usted de la casa? —le preguntó Piotr.

Sabía que su madre vivía y que se encontraba en una de las localidades suburbanas. Pero conocía a varios de los vecinos, estaba al corriente de sus vidas y se interesaba por lo que hubiera sido de ellos.

—Vivo en el número 10. Aquí no conozco a nadie. Mi mujer está más enterada porque solía venir de asistenta.

Apareció la vieja junto a ellos y se quedó mirando a Piotr como si éste fuera un objeto. ‹.¿Qué le pasa a toda esta gente? —pensó Piotr—. Aunque vivan, parecen esqueletos quemados. Es la calma de la devastación.

—Señora, ¿sabe usted qué ha sido de Krajewsky, el que vivía en el primero?

—¿Krajewsky? —la anciana hacía un esfuerzo por recordar—. Ah, sí; había uno que se llamaba así. Pero no lo hemos visto desde el 39. Decían que se había ido a Inglaterra.

—¿Y Gontar?

—A ése lo conocía yo. No se sabe si vive. Se lo llevaron a Dachau. Su mujer y sus hijas vivían aquí, pero las mataron.

—¿Conocía usted a Martyniak, aquel impresor?

—Ése se ha mudado. Lo buscaba la Gestapo.

—¿Y a los Urbanski, les ha pasado algo?

Piotr solía ir con frecuencia al taller de Urbanski, que estaba en el piso bajo, dando al patio. Le gustaba aquel ambiente: el ritmo del cepillo de carpintero, el olor de la madera fresca, las manos musculosas que tocaban las tablas con amor. Urbanski era un enamorado de su trabajo. Cuando recibía un nuevo dibujo de mesa o de diván, lo discutía con Piotr y, mojando en la punta de la lengua el grueso lápiz de carpintero, trazaba en el papel unas rayas sencillas y anchas. Mientras cepillaba o aserraba, no dejaba de charlar contando historias y leyendas de su tierra, una región de bosques cerca de la frontera de Prusia Oriental. Su mujer tenía los cabellos color de lino y negros los ojos. Las tres niñas se parecían en todo a su padre. Cuando Piotr los visitaba por las tardes, la mujer les servía el té y se sentaba a hacer punto. De vez en cuando los miraba con viveza con una mirada que revelaba la atención con que les escuchaba y el hecho de que ella tenía también su opinión sobre los temas de que hablaban, aunque no la manifestase.

—Lo de Urbanski es ya una historia antigua. Se lo llevaron en el 40. Fue una redada en plena calle. Ha muerto en el campo de concentración de Auschwitz. Su mujer y sus hijas…, pues como todos los de aquí.

—¿Qué quiere usted decir?

La vieja señaló la tierra con el dedo.

—Decían que esta casa era muy peligrosa, que no resistiría a las bombas. Casi todos se mudaron al número 16, la casa grande, y se instalaron en el sótano. Entonces cayó allí una bomba de gran calibre y los enterró vivos. Allí están todavía. No hay manera de sacarlos; haría falta cavar muchos meses.

Siguió andando por en medio de la calle y Piotr reconoció el sitio desde lejos, la casa grande donde todos habían muerto. Recordó que los ojos de Sofía Urbanski se le habían aparecido muchas veces durante su exilio. La luz relajante de la lámpara y la mirada furtiva de esta mujer silenciosa. Todo aquello había sido destruido. La tranquila atmósfera del hogar después de una jornada de trabajo. ¿Acaso no representaban para él los ojos de Sofía Urbanski la patria lejana? De todos modos, había hecho bien en regresar a Varsovia. Era necesario. Se quitó su gorra militar y permaneció inmóvil pensando en los sufrimientos de los agonizantes.