Las garrafas de vodka, entre las dalias blancas y rojas, estaban cubiertas de vaho. Piotr se extrañó de que tuvieran allí hielo, mientras tocaba, complacido, el blanco mantel. Los rostros que veía le recordaban gente y cosas de la época —que ya parecía tan lejana— anterior a la guerra. Baruga había movilizado para el banquete a todos los escritores y artistas que había podido encontrar en Lublin. Estaban muy tiesos, en actitud militar, y miraban intranquilos a los sitios donde, en medio de la herradura formada por las mesas, se habían sentado los corresponsales de guerra rusos —especialmente invitados— entre Baruga y el ministro Pekielski. Estos periodistas iban de uniforme. Piotr procuraba descubrir en las facciones de los comensales las huellas del pasado: una barbilla más afilada y más arrugas, o la desaparición de las características que antes cultivaba cada uno con esmero. Así como los poemas y los cuadros de anteguerra perdían su carácter (que entonces había parecido único e insustituible por revelar la manera de ser de toda una generación), así, los rostros de estos individuos que ya no se parapetaban tras los privilegios del dinero o de los honores, habían adquirido el aspecto anónimo de la multitud. Lo mismo podía decirse de su vestimenta. Los viejos chaquetones raídos o las blusas de obrero abrochadas hasta el cuello los reducían, como convenía a las circunstancias, a un papel más modesto y a su categoría de sobrevivientes.
El ministro Pekielski comenzó su discurso dirigiéndose a los invitados rusos. Habló del Ejército Rojo, el invencible ejército que había liberado al país y que sería la base para una alianza eterna entre los pueblos ruso y polaco. Una sonrisa casi imperceptible se esbozaba en los labios de los asistentes al banquete, que tenían los ojos clavados en los platos. Pekielski hablaba con grandilocuencia y marcaba la cadencia como en un sermón. Todos recordaban con esto el pasado de aquel hombre: ninguno ignoraba que había sido sacerdote y que había tirado la sotana para hacerse «ateo militante». Pertenecía al Partido socialista —a su ala izquierda, claro está— y acababan de hacerlo ministro, lo cual era considerado por los comunistas como un gesto políticamente útil. Brindó; todos bebieron y se aplaudió generosamente.
Luego se levantó Baruga, que llevaba uniforme de mayor. Lo escucharon con gran atención, frunciendo el entrecejo para aprender lo mejor posible las nuevas fórmulas. Esto ya era otra cosa. Baruga no era un Pekielski. Muchas cosas dependían de él. Oscilaba hábilmente entre las exigencias contradictorias impuestas por la mentalidad de un público mal preparado para el comunismo, y la mentalidad rusa que él representaba. Para los polacos utilizaba las palabras «democracia», «soberanía del pueblo» y «revolución pacífica». Dirigiéndose a los rusos, recordaba el heroísmo de los soldados soviéticos, que habían permitido la realización de las profecías según las cuales el más grande de los pueblos eslavos salvaría al mundo. En medio de su discurso, empezó a hablar en ruso. Terminó con un brindis a la gloria del generalísimo Stalin. Todos se levantaron y aplaudieron. «Si el odio tuviera color negro —pensaba Piotr mientras aplaudía—, esta sala estaría inundada de tinta».
Los invitados rusos fueron respondiendo por orden de su graduación militar. El primero fue un coronel corresponsal de un periódico de Moscú. Sacando su prominente mandíbula, enumeraba las victorias del Ejército Rojo y repetía después de cada parrafada, como si fuera un estribillo: My moguchy! (¡Somos poderosos!), acompañando estas palabras de un tremendo puñetazo en la mesa. Piotr pensó que el coronel había adoptado una buena táctica. Recordar que se tiene la fuerza en la mano es lo más eficaz en estos casos. Y los efectos eran evidentes en los rostros de los oyentes: inquietud, miedo. Luego, un brindis y los frenéticos aplausos de costumbre.
Cuando terminaron de hablar todos los rusos se relajó la tensión y se inició una conversación general. Pero al poco rato alguien hizo sonar su vaso con el tenedor. Todos volvieron la cabeza hacia aquel sitio. Piotr recordó que el orador —un pintor abstracto— era antes hombre de derechas. Ahora, tartamudeando de pura vergüenza (aquella decisión tenía que haberle costado mucho), aseguró que los artistas polacos estaban de todo corazón junto a la revolución. Era evidente que en cada uno de los comensales polacos empezaba una terrible lucha interior: ¿Debo tomar la palabra o callarme?, y si me callo, ¿qué me harán? Piotr observaba a Baruga. ¿Revelaría éste con algún gesto lo mucho que se estaba divirtiendo? No; en él sólo había benevolencia y jovialidad. Captó Piotr la divertida mirada de Julián Halpern. Era como una apuesta mutua. ¿Quién sería el siguiente? Todos buscaban en torno suyo, y cada vez que un nuevo orador se levantaba y pronunciaba algunas frases con voz ahogada, se producía una especie de oleaje emotivo entre los demás; Buniewicz (llamado por sus íntimos Bunio), que estaba sentado al lado de Piotr, contenía a duras penas la risa. Cuando creía que iba a soltar la carcajada, bebía a toda prisa un trago de vodka. «¡Pobrecillos, no están entrenados todavía! ¡Qué trabajo les cuesta! Cada uno de ellos se cree en la obligación de decir algo muy original».
Poco a poco disminuía el interés, las cabezas caldeadas por el alcohol se inclinaban hacia las otras; contaban anécdotas. Los oradores tardíos tenían que hacer sonar mucho tiempo los vasos para que les prestaran alguna atención, la atmósfera se cargaba con el humo de los cigarrillos, y las bombillas daban una luz muy desigual porque la corriente era muy débil. Los camareros, con chaquetas blancas salpicadas de manchas, presentaban platos de carne que resultaban fabulosos, dada la cantidad de tropas acantonadas en la ciudad y las dificultades del abastecimiento. El servilismo de sus movimientos disimulaba mal el desprecio que sentían estos camareros por todos los comensales.
Piotr tenía enfrente a Korpanov. Éste no era un simple invitado, pues vivía en la ciudad desde hacía varias semanas y preparaba un álbum de grabados sobre las atrocidades hitlerianas. Asistía, pues, al banquete por derecho propio. Tomaba sus apuntes en el campo de concentración de Maidanek. Era un hombre muy bajo, de cara terrosa, cuyo color se confundía con el del bigotito. La guerrera con las insignias de teniente del Ejército Rojo no lograba quitarle su aspecto inconfundiblemente civil. Estaba sentado con la cabeza agachada, pensativo; se levantaba cuando había que aplaudir y hacía como si bebiera sin perder en ningún momento su aire abstraído. Piotr se sentía culpable al mirarlo. Unos días antes había encontrado a Korpanov en la calle. Hablaron un momento en ruso y Korpanov tocó con un dedo el libro que llevaba Piotr bajo el brazo. «¿Qué es eso? ¿Puedo verlo?». Piotr hizo un gesto instintivo como para ocultar el libro. Dijo: «Pues… nada de interés. Son unos versos». Pero en seguida le tendió el libro. Korpanov sonrió con amargura y Piotr comprendió que le había herido. Su actitud equivalía a decirle: «Son poesías, escritas en nuestro alfabeto latino; esto no puede interesaros a vosotros los rusos; no os mezcléis en nuestras cosas». Korpanov abrió el libro y lo examinó complacido. Era un entendido en libros, y dijo: «Estupenda edición», despidiéndose en seguida. Mientras que el ruso se alejaba, Piotr pensó que el incidente era ya irreparable. ¿Quién era Korpanov? ¿Cómo podía saberse lo que pensaba de verdad y cuáles habían sido sus experiencias íntimas? Lo que dibujaba de un modo tan crudo y morboso: hombres de la Gestapo con látigos, fantasmas de prisioneros con trajes a rayas, montones de cadáveres desnudos bajo una lívida luz, una luz amarilla y verde… esto era lo único que Piotr sabía de él, pero en ello no había sino un compromiso entre su necesidad de expresarse y el estilo fotográfico de las ilustraciones soviéticas. ¿Lágrimas de cocodrilo? Piotr se acordó de los Urales. Sabía muy bien, demasiado bien, cuál era el mecanismo de la vida en Rusia para no adivinar en el arte de Korpanov las aspiraciones secretas que pugnaban por salir a luz bajo la presión de las circunstancias y por los caminos más insospechados. Se acordó de su encuentro, después de varios años, con aquella propietaria que le había prestado un libro, su primer contacto, a su regreso, con una persona de esta clase. Se había conducido con Korpanov lo mismo que esta señora con él. Los vínculos entre Piotr y aquéllos de los cuales creía haberse desligado para siempre, seguían siendo muy fuertes: las reacciones psicológicas eran las mismas.
Bebía como los demás, procurando ahogar en vino su asco. La actitud de aquellos hombres era humillante, pero no cabía olvidar que dentro de esa humillación y de las serviles alabanzas que fingían, latía un odio feroz. A medida que adulaban más, odiaban con más fuerza. Por tanto, ¿era fundada esa aversión que sentía al mirar el enorme puño del coronel que golpeaba la mesa al gritar: My moguchy!? ¿De dónde venía ese desprecio suyo por los rusos? ¿Procedía quizá de los sentimientos nacionalistas? ¿Debía dejarse llevar por la fuerza de la tradición? La señora del libro le despreciaba a él y él despreciaba a Korpanov. Ese esquematismo afectivo se movía en el vacío impulsado por reflejos irracionales. Si pienso así, ¿no será porque la fuerza es para mí una aplastante realidad? Al mismo tiempo sentía una náusea como la causada por la carne podrida.
Los rostros rubicundos se inclinaban sobre los platos. Comían vorazmente, con delectación, discutiendo luego sobre los alimentos y las bebidas de antes de la guerra. La saciedad había distendido los rostros que antes estaban crispados por la inquietud. Aquí y allá contaban historias sobre el tema de actualidad: las diversas clases de muerte que habían correspondido a los conocidos y amigos. Grandes carcajadas acompañaban a estos lúgubres relatos. Piotr pensó si no será la risa la manifestación de un sentimiento de triunfo en quienes, habiendo podido sufrir el sino de otros, se han salvado. ¿No expresaría aquella gente con su risa la alegría de haber escapado a la muerte?
«Naturalmente, el primer premio le corresponde a León —oyó decir cerca ce él—, es un récord olímpico. En septiembre de 1939, en Lwow, cuando el Ejército Rojo acababa de entrar, se mató, envenenándose con unas setas. ¡Morir envenenado por setas en estas circunstancias! ¡Qué sublime desprecio de los acontecimientos históricos! ¿Quién habría podido esperar semejante cosa de un tipo como León?».
En la charla saltaban nombres conocidos de Piotr, ligados en su memoria a ciertos incidentes: una visita, un encuentro casual. «… Y entonces ordenaron a todos que se vistieran y salieran. Román, tal como estaba, en pijama, se escapó, escondiéndose en el granero. Carol, obediente, se vistió y bajó. Vivió tres meses en Auschwitz. Siempre ha sido correcto y obediente». Todos se rieron. «A su salud». «A su salud». «… Yo le expliqué que le estaban tendiendo una trampa, pero esa mujer era muy testaruda. Por su aspecto nadie podía adivinar que fuese judía. En fin, por lo menos eso creía ella». Piotr la recordó de repente —era unos meses antes de estallar la guerra— cuando interpretaba un papel en la obra de Thornton Wilder. Una adolescente americana muy aficionada a los helados. «Me dijo que los que se marcharon con el primer grupo estaban en Francia; en Vittel, habían mandado tarjetas y decían que hasta les habían dado chocolate». «¡Cho-co-la-te!», exclamó entre carcajadas el actor Karcz. «Yo le dije que era una idiota y ella me dijo que no, porque al fin y al cabo era una oportunidad de salvarse entre cien de morir y que estaba ya harta de esta vida que es tan aburrida». «¿Se le había acabado ya el dinero?». «¡Qué tontería! Al contrario, tenía de sobra. Fue a mi casa muy elegante, con zapatos de piel de cerdo y un bolso nuevo. Pero estaba aburrida, eso es todo. Me enseñó un pasaporte de Honduras. Se presentó y no sé en qué sitio de Alemania le han arreglado las cuentas ya para siempre. Por lo menos ya no se aburrirá.» «… Ése no estaba en el ghetto. Murió sencillamente porque se cortó con una cuchilla de afeitar y se le infectó.» «… Desde Auschwitz lo llevaron a Ravensbrück».
Pero ¿qué se sabía de todos los que murieron en Rusia sin dejar huella, los que habían tenido menos suerte que Piotr? No; de ellos fingían no acordarse. No era prudente. Por eso, había siempre flotando en el aire una reticencia, una temerosa prudencia que estropeaba la aparente espontaneidad del festín, una censura secreta que funcionaba en cada uno de los comensales y que funcionaba en plena borrachera. Las lenguas no se soltaban más que hasta el límite impuesto por el miedo. Todos ellos sabían muchas historias en las que los verdugos no habían sido precisamente los alemanes y, por saber tanto, se conducían como miembros de una conspiración.
Piotr veía a Julián sumergido en una intensa conversación con un individuo vestido con guerrera, pero sin ninguna insignia. «Se llama Wolin —le respondió Bunio maliciosamente cuando él le preguntó, como quien no quiere la cosa, quién era el de la guerrera—, pero dicen que no es su verdadero nombre. No se sabe lo que era antes. Luchó en España, según parece. Ahora está organizando la policía de aquí. Me he citado con él para tomar una copa». Precisamente en ese momento, el otro, como si hubiera notado que hablaban de él, miró hacia ellos. Fue una mirada rápida, consciente, separada de su contorno. Entre las bocas distendidas por la risa, las manos gesticulantes, y los vasos que entrechocaban como en una absurda danza ante Piotr, estos ojos grises que se posaban ahora sobre él llevaban en su mirada el frío de las cumbres. La impresión duró un segundo. Sintiéndose de pronto despejado, le fastidió encontrarse allí.
«… Fui a su casa —contaba uno— y le presenté una orden de pago del Estado. “Un instante —me dijo—, le daré la cantidad en seguida”. “Supongo, ciudadano ministro, que me dará usted su firma para que pueda cobrar en caja”. “No —me dijo—; ¿para qué? Todavía no tenemos caja oficial. Aquí está la caja”. Y sacó de su bolsillo una cartera hinchada de billetes. El Tesoro del Estado en una cartera. ¡Ja, ja!». Echándose hacia atrás, el que contaba esto y sus oyentes se reían a carcajadas. Wolin los rozó con su fría mirada y se puso luego a explicarle algo a Julián; mientras hablaba, iba sopesando maquinalmente su encendedor en la palma de la mano.
Hablaban ahora de predicciones. «A mí no quiso decirme nada la vidente —contaba Bunio con expresión desolada—. Sólo me dijo una frase: “Hasta los ochenta años comerá usted en buenos restaurantes”». Gajewicz decía que sí con la cabeza. El otro siguió: «A veces ocurre lo contrario. Por ejemplo, previnimos a Tadeo, pero él siguió emperrado en que no temía a la Gestapo porque una vidente le había predicho que se casaría el 30 de mayo. Pues bien, lo detuvieron el día 13 de ese mes, y precisamente el 30 lo fusilaron. La vidente había confundido la línea del amor con la de la muerte».
La risa de Bunio ante lo absurdo del mundo revelaba su contento como por la confirmación constante de una tesis esencial. Bebía vodka en un vaso de agua y se frotaba la cara con una mano. Se acercó a Piotr y le dijo: «Tú ya conoces todo esto. Ahora se repite. Se prestarán al juego. Puedes creerme, yo soy más honrado que todos ellos y no miento. Lo único que sé hacer es divertir a la gente escribiendo, y escribo para el que me pague. El mundo ha sido siempre igual, por lo menos en lo que respecta a los escritores. Todo lo demás son mentiras».
La embriaguez entraba en la fase de la cordialidad y de los abrazos. Korpanov, que había estado hablando con su vecino de mesa sobre el arte de Goya, se había quedado silencioso y melancólico. En torno suyo todos alababan descaradamente los libros y los poemas de los demás. «Es la mejor novela que se ha publicado en estos últimos veinte años». «Siempre he dicho que aparte de nosotros, la literatura no existe». «¿Cómo vas a compararte con Tomás, cuyo estilo es sólo basura?». «¡José, brindemos por la suerte que hemos tenido sobreviviendo!». «¡Brindo por la salud del poeta más importante de nuestra época!». De vez en cuando, se llevaban a alguno fuera, o uno de los comensales se peleaba con un camarero porque éste no quería darle más alcohol. Sobre los manteles manchados de café, junto a ceniceros rebosantes, había muchas colillas.
Se levantaban de sus sillas, tambaleándose. El aire de la noche le hizo a Piotr un gran efecto. Casi se desvaneció y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Los otros salían por pequeños grupos y se alejaban charlando por la calle vacía. Entonces supo Piotr que durante toda la cena había estado pensando subconscientemente en lo que ocurría en Varsovia y la sensación extraña que le había molestado tanto se debía a ello.
Notó que Korpanov, junto a él, con las manos en los bolsillos, miraba a las estrellas. Le dijo:
—No me gustan los banquetes.
Y adaptándose, como había aprendido a hacerlo, a las exigencias de una verdad limitada, completó así su idea:
—Se olvida que la guerra continúa.
—U-ju —respondió Korpanov.