XX

Foca sentía en las sienes los martillazos de sus aceleradas pulsaciones. Temblaba de fiebre, pero su herida era leve; solamente una bala que le había rozado la espalda. Su idea fija era permanecer junto a Miguel. Sobre todo, no perderlo de vista. No importaba ahora lo que pudiese dividirlos; el rostro hirsuto de Miguel, las gotas de sudor en su frente, su cazadora destrozada, eran las únicas cosas a las que podía aferrarse su imaginación. Las calles donde se encontraban no eran ya más que filas de ruinas, casas derribadas o a medio derribar. La masa humana hormigueaba espantada, estrechada cada vez más por el cerco del combate.

Supieron que la tentativa de hallar una salida hacia el Centro, empezada dos días antes, había fracasado. Se había dado la orden de abandonar la Ciudad Vieja por las alcantarillas y la operación había empezado ya. De pronto el automatismo psíquico de Foca comenzó a funcionar de nuevo. Era como si las piezas de un fusil desmontado empezaran a caer solas para colocarse cada una en su sitio. Había olvidado todo lo ocurrido. Sólo sabía que había sido horrible y que ahora tenía que impedirle la entrada otra vez en su memoria. Sólo subsistía Catalina, inmutable, intacta, como la única persona que podía ayudarle. Le pareció que la voz de Miguel le llegaba de muy lejos: «Paciencia, ya nos llegará nuestra vez. Todos no pueden salir al mismo tiempo».

El sentimiento de absurdo, de infortunio y de caos era tan fuerte en él que lo experimentaba físicamente hasta producirle náuseas, mientras se arrastraba detrás de Miguel. ¿Qué necesidad había de que él estuviera aquí? ¿Total, para qué? Pero continuó junto a Miguel, cuando unas mujeres delgadas, mal cubiertas por unos harapos que les caían ridículamente, con los ojos enloquecidos, los amenazaron con los puños: «¡Criminales! ¡Asesinos de nuestros hijos! ¡Miradlos, nos han entregado a la muerte y ellos quieren salvar sus preciosas vidas!». Una piedra le dio en plena boca. Se limpió con la lengua, lamiendo algo que sabía a sal. Y no se protegió con la mano cuando vio que le arrojaban otra piedra. Pero ésta le pasó por encima de la cabeza. «Sí, soy un criminal. Criminal. Criminal», se repetía, y en esto encontraba un consuelo porque llegaba al fondo donde todo lo repugnante se igualaba y no quedaba nada individual.

Los enviaron a la barricada del lado norte. Pero allí, en medio del estruendo de las detonaciones y de las piedras que saltaban por el aire, la misma multitud volvió a reunírseles, indiferente ya al peligro. Arrastrando líos atados con cuerdas, agitando trapos blancos y con niños en los brazos, rebaños de hombres y mujeres deshechos, informes, salían de no se sabía dónde. Parecían brotar de la tierra. «Dejadnos pasar, dejadnos ir con los alemanes», imploraban unos. Y otros, con furor, exclamaban: «¡Ya nos habéis torturado bastante! ¡Dejadnos salir de este Infierno!».

Un jovencito de chaqueta rota y ceñida por un cinturón de cuero se había subido a la barricada y procuraba hacerse oír: «Por favor, recobrad el juicio; los alemanes os barrerán»; pero la masa cubrió su voz: «¡No escuchéis a estos farsantes, que se escaparán por las alcantarillas mientras nosotros lo pagaremos todo! ¡Vamos contra ellos! ¡No hay que pedirles permiso!». El jefe, un oficial de cabellos grises, agitaba su pistola; disparó al aire, pero el ruido se perdió en el estruendo de los cañonazos. Avanzaban grupos amenazadores con ladrillos en las manos: «¡Asaltemos la barricada!», gritó una voz de hombre. Frenéticamente, arrancaban los adoquines que formaban el obstáculo y los arrojaban lejos a la vez que empujaban a los defensores. Los jóvenes soldados se apartaban aterrados. Las mujeres se habían convertido en unas furias. Todos aquellos muchachos veían en este furor la cólera de sus madres, la obediencia que debían a éstas, una bofetada de ellas, la sumisión, en fin, a la voluntad de la madre. «¡Los alemanes!», oyó Foca, que se encontraba entre Miguel y el comandante. En la cresta de la barricada se agitaba un torbellino de manos y de cabezas, de trapos blancos y sacos lanzados al otro lado. El jefe exclamó: «¡Jesús! —y en seguida, como si no saliera de su propia boca, la orden—: Limpiad la barricada; fuego contra ellos». Miguel se echó el fusil a la cara. Foca oyó repetir. «¡Fuego!», apretó el gatillo y la Sten empezó a vibrar en su mano. Mientras, pensaba: «Esto no tiene remedio, soy un criminal. ¿Cómo es posible que esté haciendo esto?». Y ahora corría detrás de Miguel por la barricada saltando sobre los brazos convulsos de una mujer pálida como la cera. De algún sitio salía el gemido de una niña: «¡Mamá, mamá!». Allí abajo, detrás de ellos, estaban las entradas de las alcantarillas con los camaradas. Había que resistir a toda costa. Foca disparaba encarnizadamente. «Si muero aquí —se preguntaba—, ¿lo haré defendiendo a éstos que quieren escaparse o por salvar mi pellejo?».

Pasaron muchas horas hasta que Miguel, después de hablar con el jefe, le dijo a Foca: «Ahora quizá nos salgan mejor las cosas». Llegaban refuerzos a la posición, sucios como ellos, y, como ellos, silenciosos y tétricos. El pequeño grupo de Miguel se puso en marcha y Foca sentía secársele la lengua hasta parecerle un cuerpo ajeno a él, hasta notársela rígida, casi de piedra. No había agua en ninguna parte. En la escalera de la casa donde se amontonaban esperando el momento de poder descender, se apoyó en el muro y se durmió de pie.

Cuando abrió los ojos vio que Miguel tenía cogida por una mano a una enfermera que llevaba un casco de soldado en la cabeza. De modo que, por fin, Miguel había hallado a su mujer. Siguieron pasando las horas. Foca oía a través de su sueño las detonaciones y la confusa algarabía de las voces, las llamadas, los gemidos. «Los alemanes están echando gasolina ardiendo en las alcantarillas —decía uno junto a él—. Los nuestros han tenido que volver. No pudieron pasar».

Miguel lo sacudió: «Atención; ahora nos toca a nosotros». Una muchacha enclenque, con el cuerpo cubierto de barro, esperaba junto a una brecha abierta en la calle. Llevaba una linterna eléctrica sujeta al pecho. Se le pegaban a la frente los retorcidos mechones de su negro cabello. «Yo guiaré. No empujéis. Saldréis uno a uno, gateando lo más rápidamente que podáis». La joven escuálida sacó un cigarrillo, lo encendió, aspiró el humo hondamente y lo tiró entero aplastándolo en el suelo. «Los alemanes están encima de las salidas siguientes. Hay que pasar en absoluto silencio. El que hable alto será culpable de su muerte y de la muerte de todos nosotros».

La operación se realizaba con gran lentitud. Cuando ya se preparaban para descender y Miguel había empujado a su mujer para que entrase, tuvieron que cederles el sitio a otros. La trinchera que iba desde la casa, cruzando la calle, hasta la entrada de las alcantarillas, no era profunda. Un muchacho gateaba por ella arrastrando a un herido; otro lo ayudaba avanzando a rastras mientras sostenía al herido por la cintura. Las balas chocaban contra los adoquines que protegían la trinchera. «¿No sería preferible ponerse de pie ahí encima y que todo acabase de una vez?». Foca se oyó esta pregunta a sí mismo, pero sabía que no, que no se decidiría, porque escapar de esto sería escapar de todo lo horrible que había dentro de él mismo. Aquello estaba ligado a este sitio; allá, en el Centro, Foca era otra persona muy distinta con su traje nuevo guardado en el armario y su antigua vida impecable. Arrastraban a un herido para salvarlo, sin saber que este hombre, Foca, había abandonado a Gdula, Joanna, Bertrand… Los alemanes se detendrían junto a Gdula y le habrían soltado una ráfaga de ametralladora en su cuerpo ya acribillado. No; de todos modos, Gdula no podía haberse salvado. «¡Qué cinismo; encima me estoy justificando!».

—Miguel —dijo con la boca seca.

Miguel empujaba a su esposa y dijo:

—¿Qué? Basta de charla. Rápido.

Todo el espacio silba y rechina. El sol parece descompuesto y todo el mundo vuelve al caos. Foca chapoteaba en la arcilla amarillenta de la trinchera y llegaba ya a la entrada de la alcantarilla. Desde abajo le hablaba Miguel: «Ten cuidado; no me pises», y de pronto, en la penumbra, el silencio completo. Todo el estruendo de la ciudad en guerra se había cortado como por arte de magia. Descendía metro a metro hacia la seguridad del fondo; el círculo claro de la entrada se hacía cada vez más pequeño. Era como descubrir una dimensión desconocida. En sus oídos resonaba el silencio. Paulatinamente, se iban acostumbrando sus ojos a la oscuridad. Ya estaban abajo, en el túnel. Lejos, lucía la linterna de la muchacha guía. Alguien llevaba encendida una vela que alumbraba débilmente las paredes húmedas y cóncavas y las formas confusas de los fugitivos, todos con la cabeza inclinada porque la bóveda era baja. En el fondo se oía el ruido del agua. Los pies se mojaban y empezaba uno a tiritar en seguida. «Virgen Santísima, haz que pasemos», rezaba alguien en voz alta.

Por fin empezó la lenta marcha por el túnel. Salpicones, tropezones, respiración entrecortada, lamentos producidos por el esfuerzo, todo ello se extendía por el túnel y se multiplicaba con el eco. Detrás quedaban las salidas laterales y la lúgubre procesión penetraba cada vez más profundamente en el laberinto de la ciudad subterránea. Sobre todos ellos pesaba el horror de lo desconocido como sobre los viajeros que avanzan en las tinieblas inexploradas. Recordaban todas las historias de los que habían tratado ya de escaparse por las alcantarillas y, después de andar penosísimamente durante un día entero, habían acabado por volver al punto de partida o bien habían salido a una calle vigilada por los alemanes. ¿No es gasolina esto que apesta ahora? Resulta insoportable llevar siempre la nuca doblada, y los pies resbalan a cada momento y tropiezan en objetos blandos: los cadáveres de los que han caído aquí en días anteriores, ¿o quizá bultos abandonados? Pero todo depende de la habilidad de la muchacha que los guía. La débil luz que se mueve allí abajo revela su presencia.

Foca tropezó violentamente con la espalda de Miguel. La linterna se había apagado. Todos quedaron inmóviles. Foca oyó un cuchicheo: «Los alemanes están encima. Hay que pasar por turno, corriendo de dos en dos por debajo de esa entrada. Transmítelo».