La luz de la lámpara de petróleo se extendía sobre los papeles. Una mariposilla nocturna que se había introducido por entre los postigos mal cerrados revoloteaba en torno a la llama y la hacía temblar. La vacilante luz daba sobre el metal de la «mitralleta» colocada sobre la mesa. Winter, echado hacia atrás en su silla, con las manos entrelazadas sobre el vientre, escuchaba al otro. Era un relato a media voz, monótono, un ronroneo que se eleva para volver a caer. Un rostro gastado por los años de miseria, de hambre, de humillaciones. Una guerrera de tela basta cerrada en el cuello por un botón blanco. El botón fue cosido con hilo negro. Los ojos humildes, fijos en los labios de Winter, en espera de una señal de censura o de desprecio.
—Pero lo peor es el caso de Stasiak. Se agita demasiado, excita a las gentes, les mete miedo. Desde luego, todo lo hace a su manera, sin dar la cara, dejando caer una palabrita por aquí y otra por allá, sin decir nada con claridad, pero dando a entender lo peor. Se ríe, escupe y pone cara de saber mucho más de lo que dice. Y la gente tiene miedo porque no dice claramente lo que va a ocurrir, sino que las cosas irán cada vez peor. Stasiak es el más peligroso de todo el pueblo.
Winter le preguntó:
—¿Y tierra, tiene mucha? Debemos suponer que está en buena posición si le interesa tanto defender la causa de los ricos.
El otro hizo un gesto despectivo.
—¡Bah, es un desgraciado! Tendrá unas ocho hectáreas, y para eso, arena. Desde luego, tiene un caballo y por eso podía ir a trabajar al bosque del Estado o con el molinero Joniewicz. Hace un poco de todo. Seis hijos. En fin, un tonto.
—Pero ¿qué dice exactamente?
El otro, inquieto, miraba en rápida sucesión los papeles de Winter, la «mitralleta» y otra vez los labios de su interlocutor.
—Lo que dicen los ricos viene a ser esto: No os apoderéis de la tierra porque los señores pueden volver. Los norteamericanos están al llegar. Y si alguno de vosotros acepta la tierra que os ofrecen los rusos, lo colgarán los otros. Pero Stasiak no habla así. Dentro de su idiotez, es astuto. Dice que por aquí no volverán a aparecer jamás los señores. Pero advierte que no hay que alegrarse del reparto porque es una trampa. «Os dan la tierra y luego os meterán en ésos… ¿cómo les llaman…? koljoses…». Eso dice Stasiak. «Bah, al campesino lo han pisoteado siempre y ahora lo seguirán pisoteando». Y aconseja a los listos que se vayan a trabajar en las fábricas y no hagan caso de la reforma agraria. Si los quisiera asustar con el regreso de los propietarios, no lo creerían, pero los desasosiega con esas insidias y lo escuchan.
—¿Y qué hizo durante la ocupación? ¿Estaba con los guerrilleros de los bosques?
—No se puede decir que sí ni que no. Sus hijos son pequeños. El mayor tiene doce años. Aquí todos temían a los de los bosques, pero nadie hablaba contra ellos porque se enteraban siempre de todo. Y también Stasiak desconfiaba de ellos. Cuando estaba seguro de poder hablar sin peligro, decía que de esa gente no podía salir nada bueno, pero en alta voz no se atrevía a proclamarlo. Ahora, al detener los rusos a Joniewicz, tampoco ha comentado nada directamente, pero ha dicho que el oro que ha cogido durante la guerra no le ha servido de nada ni el vodka que procuraba a los de los bosques.
Winter sabía que sus soldados le llevaban ya a Stasiak. Las informaciones concordaban en líneas generales. El hombre que tenía sentado enfrente no tenía ninguna cuestión personal pendiente con Stasiak, sino que al hablar así de él adquiría, por primera vez en su vida, conciencia de su propia importancia. El pobre insecto pisoteado por todos al borde del sendero lograba por fin salir arrastrándose, aunque con gran dificultad. Y sabe ser prudente, no excederse. Entrará en el Partido, su basto dedo seguirá torpemente la alineación de las letras tropezando con las palabras difíciles para él. Así, este hombre, que es el último de los últimos, se convertirá en la persona más importante del pueblo. Algún día estará a la cabeza del koljós. Sus hijos irán a la escuela, a la Universidad, y en la mesa familiar, a las horas de las comidas, se citarán nombres nunca oídos por ellos hasta entonces, nombres de sabios y artistas.
—Además —dijo Winter, y se interrumpió para mirar la mariposa que, con las alas por fin quemadas, giraba alocadamente sobre los papeles—, además, cuando la Gestapo se llevó a los judíos, ¿qué hizo Stasiak? ¿Se cuidó de defenderlos, o se quedaba con las cosas que pertenecían a los judíos?
El otro lo miró de soslayo, abarcando sus facciones en un instante. (Winter pensó: «Será curioso oír su respuesta. Es evidente que no le hacen ninguna gracia los judíos y se ha dado cuenta de que también yo soy judío. En casos como éste, suele encresparse la solidaridad de esta gente contra los judíos, pero si quiere perder a Stasiak, no podrá desperdiciar esta oportunidad»).
—Había algunos que se aprovechaban. Se llevaban los edredones y todo lo que podían coger. Lo que es verdad, es verdad. Luego, la mujer de ese Abraham, que tenía aquí una posada, se escapó. Después regresó, y el alcalde reunió a los viejos del pueblo y todos hablaron mucho para no decir nada. Claro, el miedo a los alemanes. Nadie quería comprometerse. Llegaron los alemanes, y asesinaron a la pobre mujer en el bosquecillo. Stasiak acusaba al alcalde de haber denunciado a la judía, pero eso nadie lo sabe seguro.
—¿Quién es el alcalde?
—Bulanda.
Winter cogió un lápiz de la mesa y apuntó el nombre.
—Ahora el que nos está fastidiando es ese Stasiak —insistió el hombrecillo.
Winter se levantó.
—Gracias, ciudadano. El poder pertenece ya al pueblo y siempre le pertenecerá. El pueblo está formado por hombres como usted. A los ignorantes, los venceremos. Lo quieran o no, llevaremos a cabo nuestra reforma agraria.
Inclinado sobre sus informes, Winter piensa en el día transcurrido. Una difícil jornada. Los que podrían ayudar, lo hacen con excesivo disimulo. Acuden por la noche, a hurtadillas. Tienen miedo. Los bosques están llenos de guerrilleros. Han vuelto a producirse asesinatos de agitadores. Los han matado por las ventanas de sus casas, mientras cenaban. Vaya usted a descubrir a los culpables. Redadas y más redadas. Las mujeres que lloran por las víctimas de los que luchan ocultos en los bosques. Las madres que gimen por los que nosotros hemos matado. El padre de Winter le había dicho, moviendo, pensativo, la cabeza: «Hijo mío, este mundo se irá a la porra. Es un mundo indigno, malvado. Nos pegan. Y los que nos maltratan son pobres gentes como nosotros a las que también maltratan otros. Es el cuento de nunca acabar». Su padre y su madre, allá abajo, en las cenizas del ghetto, a la otra orilla del Vístula. ¿Qué está haciendo él aquí? ¿Acaso no es un extranjero en este país ahora que las calles donde había transcurrido su infancia no existen ya ni viven los hombres cuyo destino le preocupaba cuando leía a Lenin? Cansancio.
El soldado saludó desde la puerta.
—Hemos traído a ese Stasiak, mi capitán.
—Entradlo.
Era un hombrecillo de grandes bigotes caídos. La fuerte luz le hacía guiñar los ojos. Winter despidió a los soldados y le acercó una silla. Stasiak se sentó en el borde con la vista fija en la gorra que tenía sobre las rodillas. Tenía el mismo cuello que el otro, el que momentos antes había estado sentado en aquella silla: las mismas arrugas, los cabellos hirsutos caídos sobre la nuca, y briznas de paja adheridas por todas partes.
Retirado detrás del círculo luminoso de la lámpara, Winter dijo secamente:
—Está usted haciendo una labor de agitación en el pueblo contra la reforma agraria.
Stasiak se inclinó aún más. De sus bigotes salió un confuso gruñido.
—No lo niegue —insistió Winter—. Lo sabemos todo. Habla usted contra el poder del pueblo. Y este poder es precisamente el que les da a los campesinos, y usted es uno de ellos, la tierra que ha de sustentarles.
Stasiak habló con voz clara:
—No he dicho eso. Sé que la tierra la merecen los campesinos.
—Va usted contando por ahí que habrá koljoses. Pues bien, nunca habrá koljoses en Polonia. La tierra pasará a ser propiedad absoluta de los campesinos. ¿Sabe usted cómo se llama el individuo que difunde informaciones falsas sobre el poder del pueblo? Se llama saboteador. Se le castiga con cinco años de cárcel.
Stasiak permanecía callado. Cerraba y abría los dedos sobre la gorra.
(¿Por qué diablos no respondería: «Es que yo creía que los koljoses no eran un perjuicio sino una ventaja para los campesinos»? Podría haber dicho eso, pero no; no quería evadirse con cazurrerías). Winter prosiguió:
—¿Quién puede tener interés en que los campesinos no se apoderen de la tierra de sus dominios? Los señores, los que explotaban el sudor de ustedes. Los ricos del pueblo, como ese Joniewicz. Porque cuando los campesinos no poseen suficiente tierra se ven obligados a trabajar para ellos, para los ricos, y éstos se aprovechan. Y usted quiere ayudarlos. Cuando el poder del pueblo lo arranca a usted de la miseria y del desprecio, usted le paga mal por bien. No le importa a usted que sus hijos sean unos desgraciados. En vez de pensar en el porvenir de sus hijos, se dedica a asustar a los demás campesinos para que todo siga como en el pasado. ¿Qué interés puede tener usted en que sus hijos sean tan ignorantes y pobres como usted lo es ahora?
Los ojos grises del hombrecillo le parecieron a Winter ingenuos.
—Pero es que yo no digo eso. No; no es así. Yo nunca he dicho que no se debe distribuir la tierra.
Winter lanzó de pronto para ver cómo reaccionaba Stasiak:
—¿Conoce usted a Bulanda, el alcalde?
—¡Claro que lo conozco!
—Durante la guerra, traficaba con los alemanes. ¿No es cierto?
La cabeza del otro estaba inmóvil. Apenas un poco de color bajo la piel tostada de las mejillas. Se frotó el bigote.
—Eso no lo sé.
—Y la judía que mataron los alemanes, ¿quién la entregó? ¿No fue Bulanda?
(¿Hasta dónde llegan estos odios campesinos? Un sordo rencor se sumerge en el interior de estos hombres y se convierte en una constante amenaza nunca expresada: «Espera que llegue mi hora y ya verás». Y ahora ha llegado la hora tan esperada. Stasiak tiene ante él un oficial que, aquí, lo representa todo: el poder, la policía, el juez… Además, es judío, y la mujer asesinada por los alemanes era también judía. Después del terror de la detención en plena noche, sacado de su jergón por los soldados mientras la mujer y los niños gritaban, después del espanto, esta oportunidad de hundir a su enemigo. Bastaría una palabra para vengarse y, a la vez, beneficiarse del tono confidencial que se crearía entre su interrogador y él).
Winter apoyó la barbilla en la palma de su mano izquierda mientras con la derecha jugaba con el lápiz. Observaba a Stasiak y no pudo reprimir una leve sonrisa de sus finos labios. Stasiak no lo miraba ya. Con esfuerzo, como si rebuscase en su memoria, dijo:
—Llegaron los alemanes. La judía estaba en su casa. Una de dos: o los alemanes han querido comprobar que no habían quedado judíos en el pueblo, o es que alguien la denunció. La gente dice que si éste o si aquél, pero el que la denunció no lo confesará y sólo habrá rumores. La gente, ya sabe usted, es siempre eso… la gente. Se acusan unos a otros… Sí, por pura maldad.
(¿Qué hacer con este hombre? ¿Lo mueve una moral o sólo la solidaridad? Quizá sea, sencillamente, un hombre mal adaptado al mundo nuevo. No saldrá de este aprieto. Y, después de todo, ¿por qué tengo yo que condenar a este desgraciado? ¿Qué ventajas vamos a sacar? ¿Imponer el terror? No quedará más que un sordo fermento, rumores, compasión… y los de los bosques se apuntarán un tanto).
—Por el daño que ha causado usted puedo meterlo ahora mismo en la cárcel. ¿Cuántos hijos tiene?
La gorra de Stasiak era ya un gurruño de tanto retorcerla.
—Seis.
Winter avanzó la cabeza hacia él por encima de la mesa. («Cuando miro así a esta gente, bastará mi cara para espantarlos»).
—Le repito que puedo enviarlo a la cárcel. Pero, por esta vez, le perdono. Acuérdese: si continúa usted diciendo esas estupideces, lo detendremos. No somos señores ni alemanes. El poder del pueblo está enterado siempre, y con todo detalle, de cuanto se dice, lo mismo en las aldeas que en las ciudades. ¿Comprendido?
Stasiak farfulló algo y retrocedió lentamente, sin dejar de mirar fijamente al oficial. («Siempre ofendidos, siempre humillados, siempre temblando, siempre rebosando odio…», pensó Winter).
—Sí, sí; eso es.
Winter se levantó y le tendió la mano.
—Usted mismo ha de convencerse de cuáles son nuestros propósitos, porque los verá convertidos en realidad. Sólo deseamos el bien de ustedes. Y usted no obstaculice que los demás entren en posesión de sus tierras y quédese con la que va a corresponderle. Nadie podrá quitársela nunca.