XVI

Esa noche, cuando bajaba al sótano, sintió que le tocaban en la espalda. Se detuvo en la oscuridad. Le latía el corazón. La muchacha le cogió una mano. Se dejó guiar por esta mano. Tropezó y oyó repetirse el eco en el vacío de las bajas bóvedas. En los labios de ella no encontró nada que le sorprendiera; era como un retorno a su infancia. La joven llevaba los cabellos muy cortos por la nuca. Esto era lo único que él sabía, pues ninguna forma ni movimiento alguno, ningún olor, llegaban por separado a su conciencia, sino todo ello a la vez. Despacio, se inclinaban hacia el suelo y tanteaban con una mano sobre las losas frías para encontrar el sitio donde había algunos sacos vacíos. De nuevo, el estupor. ¿Sería posible que esta muchacha hubiera crecido, caminado, trabajado, que hubiera vivido separada, actuando por su cuenta y desconocida cuando en realidad formaba un solo ser con él desde el principio, en el fondo del abismo sedoso que les protegía del mundo? Siempre… Esto no terminará nunca, nada nos amenaza, no hay ni ha habido nunca una barrera que separe a un ser humano de otro, sino islas felices comunicadas entre ellas, islas con tribus desnudas y morenas, flores y canciones alegres de un ritmo único e indivisible. Por la mejilla que tocaba a la suya escuchó su grito interior, un grito triunfal de la cumbre. Luego, en la oscuridad, brotó la voz tranquila de ella:

—Esto y el sabor de una manzana, y el sol, serán lo mismo cuando ya no existamos.

Le acarició los párpados con los dedos. Estaban cerrados y él notó la humedad de las lágrimas. De nuevo la voz baja, no hacia él, sino hacia el espacio:

—Ojalá tuviéramos mucho tiempo. Pienso en las mujeres sentadas tranquilamente a la puerta de su casa por las tardes.

Bajo su palma, Foca sintió la tersura de la barbilla de la joven y el modelado de sus labios, como en una escultura. Densidad de las tinieblas; y en la espalda, del frío del suelo. Unas ratas chillaban persiguiéndose a lo largo de los muros. Las pestañas de Catalina. Era curioso cómo se confundían, indiscernibles, las facciones de esta joven y de Catalina, como si se las hubiesen prestado la una a la otra. Ahora estaba hablando:

—Quizá sea lo mismo. Queremos comprender; creemos que si vivimos lo bastante vamos a comprender al mundo; dentro de una hora, mañana, dentro de un año… Pero quizá no importe nada comprender o no.

Los sarcófagos sobre los cuales una mujer y un hombre están tendidos de espaldas, muy juntos, mirando con sus ojos de piedra en la oscuridad, a través de los siglos… Las líneas de sus rodillas, sus codos que se tocan, y arriba, la luna que cambia por milésima vez, por cienmilésima vez…

Foca notó que ella sonreía.

—Estás con Bertrand… Me parece bien.

Él dijo:

—No puedo comprender que existas.

La muchacha le puso una mano en la mejilla. Una caricia suave, indulgente. Le acercó los labios.

—Ese chico sufre demasiado. Tú ya has superado esa fase. Y yo también, por supuesto.

Y de pronto, esta sed: abrazar toda la vida de ella. Todo: cada mañana, cada tarde, todas las noches, la calle donde vivía, los vestidos que había llevado, darse a ella por completo, darle todo lo que él era y todo aquello a lo que tendía. Era muy difícil.

—Catalina se ha quedado en el Centro. Es mi mujer. Estaba desesperado por no encontrarla.

Los sarcófagos y la mano calmante como la de la madre muerta hacía tanto tiempo. ¿Tendrá unas venillas azules en esta mano, unos huesos salientes, una palma estrecha…? Hasta ahora no la ha visto nunca.

—Todo el mundo se desespera. No hay que tomarlo así.

Y un momento después:

—¿Qué más da unos años o un solo instante? También en un instante se pueden tener una casa, árboles, jardines, niños, años enteros. No somos los únicos que han pasado por esa experiencia.

Foca preguntó:

—¿Por qué te quisiste ir con Osman el otro día?

Ella buscó cuidadosamente las palabras:

—Porque hay algo en que nos parecemos hombres y mujeres. Si un hombre es capaz de hacer una cosa, se quiere saber por qué ha podido. También yo quería atreverme.

Foca acercó aún más la cara de ella hacia la suya.

—Sí; tú eres para mí lo mismo que yo soy para ti.

En las alturas rodó una lejana sacudida. Temblaron unas puertas, se desprendieron trozos de cemento y cal. Luego, otra vez el silencio y la oscuridad. Fluye un inmenso río que los envuelve, con frío y sol, y Foca conoce desde hace mucho tiempo la forma de los labios que está besando.

—Debes saber quién soy. Mi verdadero nombre es Joanna. Me llamaba Joanna Gil.