XV

Nadie fue testigo de la muerte del capitán Osman. Precisamente el día en que llegó el Padre había salido el capitán en una de sus expediciones. Cuando regresó, se instaló como siempre en la torrecilla. En el patio, unos soldados salían para el relevo cuando la boina negra del capitán Osman les cayó a los pies. Todos se precipitaron hacia la torrecilla. Allí estaba, tendido de espaldas en el suelo, con la cara marcada por la sangre como un tatuaje y los brazos abiertos en cruz. Sus compañeros retenían las lágrimas, pues lo querían mucho y lo admiraban tanto más cuanto que desconocían los motivos de su valentía solitaria. Danek se inclinó y le registró los bolsillos del uniforme negro. De la cartera sacó los documentos de Osman y leyó en altavoz el nombre y el apellido verdaderos. Cayeron unas fotografías. Una mujer joven de cabellos lisos inclinaba la cabeza hacia una niñita que llevaba en brazos. Danek volvió a guardar la cartera en el bolsillo de la guerrera y cerró el botón. «De modo que tenía familia. Hay que encontrarla y entregarle sus cosas». Lo llevaron en brazos con precaución y lo enterraron en el patio junto a los otros echando sobre él paletadas de tierra mezclada con trozos de ladrillo. Caía la tierra sobre el uniforme negro y la cabeza, que habían cubierto cuidadosamente con la boina negra para tapar la frente destrozada por una bala explosiva.

Aquella misma noche, Foca tenía la mano de Magda entre las suyas sin pensar en nada. Contenía la respiración para que ni el menor ruido espantase esta presencia. Todo estaba en sombras; ante ellos, el ghetto se extendía bajo los resplandores fulgurantes de incendios lejanos que imitaban una tormenta de verano.

Todo había empezado así: en aquella luz cambiante, habían aparecido unas formas blancas. Formaban grupos, inmóviles. Foca creyó que padecía alucinaciones y también creyeron estar delirando otros compañeros suyos. ¿Acaso serían los espíritus de los judíos asesinados? Ninguno apartaba la vista de estos fantasmas. Era vergonzoso tener carne de gallina, pero la inexplicable aparición le sacaba de quicio. Aquellas formas empezaron a moverse lentamente. ¿Alemanes?

—No disparéis —dijo alguien con voz segura, como si supiera de qué se trataba, y entonces se relajó la tensión. Después, con voz aún más tranquila, añadió—: Son los locos de San Juan; el manicomio ha sido destruido.

Ahora los veía Foca con toda claridad. Vestidos con largas túnicas blancas y la cabeza ceñida con coronas de hojas, agitaban unas ramas que llevaban en la mano y celebraban así su incomprensible rito. Se balanceaban cadenciosos desapareciendo en la sombra para salir de nuevo al resplandor rojo bajo un cielo lleno de vibraciones. Como en un lúgubre ballet, se cruzaban, iban y venían y cantaban una lenta melopea que traía a retazos hasta la casa el viento intermitente.

Wila y Magda llegaron de abajo. Precisamente entonces partió de las posiciones enemigas una ráfaga de balas trazadoras en dirección a los espectros blancos. Fueron cayendo con gran revoloteo de telas, como en una mala representación teatral. Los que aún no habían sido alcanzados seguían cantando tan tranquilos. Luego empezaron a bailar con rapidez, saltando por encima de los montones de escombros como el coro desencadenado de una absurda tragedia. Magda cogió otra vez la mano de Foca. Él sentía el calor de su palma y luego nada, sólo estupor. Era el descubrimiento de otro ser humano. El corazón que late con la sangre caliente, las piernas, las manos, la mata de pelo sobre el sexo, el pensamiento, el pasado, y el mismo terror, la misma soledad. Foca dejaba de ser una cosa aislada; toda su individualidad quedaba abolida. Piedad, ternura, precisamente porque no sabía nada de Magda y porque no necesitaba saber nada de ella. Y una completa seguridad, puesto que sólo importaba un instante eterno y nada significaba lo que hubiera sido o lo que pudiera ser en el futuro. Las formas blancas y trágicas desaparecieron y el espacio quedó desierto otra vez. Un hombro tocaba su hombro, y su mano soltó la de la mujer y se unió a la suya propia, sin comprender. Tenía la certidumbre de que en ella, allí a su lado, no había ni un solo pensamiento, ni un solo impulso que no fueran los mismos que existían en él. Segundos que eran minutos u horas. Se callaban a la vez, como actores y espectadores de un descubrimiento que ninguna palabra había preparado.

Cuando Magda se marchó, Foca pensó en el contacto de un ancho y apacible río. Una muchacha con un rostro desagradable de chico llora desesperadamente. Se levanta la falda en el agua y trata de alcanzar el barco que se aleja. Foca nada detrás del barco y luego se dirige hacia la muchacha y la ve desesperada con la cara llena de lágrimas. Se siente lleno de ternura, una ternura sin límites al ver aquellos omóplatos escuálidos sobre los que cuelga una trenza. Osman, con los brazos abiertos, flotando de espaldas, con el rostro tatuado de sangre, arrastrado por la corriente hacia ciudades y países desconocidos. Foca se pellizcó el brazo porque se estaba durmiendo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se había sumergido en un sueño con ensueños brillantes. En el cielo, los reflectores se perseguían unos a otros. Bertrand se le acercó y le dijo:

—Los alemanes han ocupado hoy dos casas detrás de nosotros. Estamos casi aislados. Prepárate. Va a empezar el baile.