El conflicto que enfrentaba a Danek y Miguel con Bertrand alcanzó su mayor intensidad el día en que apareció el Padre Ignacio. Sentado en un banco, bebía agua de una botella y echaba atrás la cabeza dejando así al descubierto el rítmico movimiento de su nuez. Por debajo de su «pantera» colgaba su sotana deshilachada. Llevaba atada al cuello una cajita en la que guardaba las Sagradas Hostias. Todos conocían a este heroico jesuita. Y su presencia entre ellos lo cambiaba todo. La tensión que pesaba sobre estos hombres —como en el interior de un submarino perdido— se suavizaba. Por un momento todo parecía de nuevo en orden. La guerra volvía a adquirir su carácter verdadero con la visita del limosnero. Foca reconoció al Padre Ignacio; sabía cómo se llamaba de verdad. Recordaba este rostro tan delgado y sombrío de ojos negros y labios finos. Le parecía ver esta misma boca expresando una gran satisfacción ante la exactitud matemática cuando el Padre, apartándose de la pizarra donde había escrito sus fórmulas, abarcaba toda la clase con una mirada triunfal. Ahora los labios del Padre Ignacio estaban lívidos; y su rostro, hondamente marcado por el cansancio. La grasa y el polvo le manchaban la nariz y las mejillas. Los muchachos se acercaban a él por turno, se quitaban el casco y se arrodillaban para confesarse. Bertrand se mantenía a distancia, mirándolo con ojos inmóviles, ávidos, como si quisiera grabarse para siempre en la mente la imagen del sacerdote. De pronto, se ofreció a relevar a sus compañeros que estaban de guardia para que pudieran confesarse. Foca vio alejarse a Bertrand precipitadamente por la escalera llevando su carabina de cualquier modo, casi arrastrándola. A Foca le dio pena esta marcha solitaria de Bertrand, que era como una angustiosa llamada. No, no podía dejarlo solo.
Fue tras él y lo alcanzó en la escalera del último piso. Los escombros chirriaban bajo las suelas de Foca. Bertrand se volvió. De su rostro se borró la expresión crispada y se detuvo. Sonrió con toda amabilidad; le temblaba la boca como si acabase de llorar.
Se tendieron juntos en el suelo para observar por los boquetes del muro las posiciones enemigas en las ruinas del ghetto. El estruendo del combate vibraba con desiguales oleadas en los muros de la casa, se amplificaba primero y luego volvía a disminuir. Bertrand apoyó la cabeza en la mano que sostenía la carabina.
—¿Sabes quién es?
—Sí. Me lo encontré durante la ocupación.
—¿Sabes para qué utiliza la lógica matemática?
—Lo sé.
El Padre Ignacio era autor de un tratado en el cual, valiéndose de la lógica matemática, demostraba la existencia de Dios. Durante la ocupación invitaba a muchos jóvenes a los cursos clandestinos que organizaba en el claustro de los jesuitas. Foca había asistido a tres de ellos. Los dos primeros eran interesantes, aunque Foca, al escuchar aquellas demostraciones apoyadas en fórmulas matemáticas, sentía rebelarse algo en su interior: le fastidiaba verse obligado a seguir y admitir el razonamiento ajeno por la única razón de no poder descubrir ninguna falla en él. Sin embargo, el tercer curso le había dejado un recuerdo molesto. El Padre expuso sus ideas políticas, que se derivaban, según él, de su filosofía.
—Foca, ¿has leído por casualidad La montaña mágica, de Thomas Mann?
—Sí.
—¿Recuerdas las discusiones del jesuita Naphta con Settembrini? Yo estaré siempre con Settembrini.
Sí; Bertrand tenía razón. El Padre Ignacio era Naphta. Es curioso que no pueda recordar la cara que tenía en ese tercer curso. ¿Por qué? Foca recordaba sólo las invectivas que el Padre lanzaba contra capitalistas, socialistas, masones, comunistas y demócratas… Sólo faltaban los judíos, que, a dos kilómetros del sitio donde tenía lugar el cursillo, eran cargados en vagones para ser conducidos a los hornos crematorios. El Padre, exponiendo su visión de una sociedad ordenada e ideal, los incitaba a la cruzada: «¡No hay que retroceder ante los medios más radicales! ¡No ahorréis la sangre!». Después de aquella conferencia, Foca había perdido la simpatía que estaba renaciendo en él por el Catolicismo; y, si ya no tenía ganas de leer a San Agustín, le echaba la culpa al Padre Ignacio. Pero ¿por qué no había de confesarse ahora? ¿Qué relación podía tener esto con el Padre Ignacio? ¿Acaso no era lo mismo que decir sus pecados ante las montañas, el mar o el cielo? Aunque, después de todo, ¿qué necesidad tenía de hacerlo? Carecía de importancia el asunto, puesto que, para él, todo lo que él era y lo que era el mundo se condensaba en ser o no ser y había instantes en que se sentía desgajado de sí mismo. Se veía entonces como en el fondo de un inmenso precipicio, tendido allá con su arma, la batalla, la ciudad, Catalina (¿qué estará haciendo ahora Catalina?), y la tierra. Era mejor quedarse allí con Bertrand, que estaba a su lado, concreto, vivo y necesitaba ayuda. Y Foca sabía que este momento era trascendental porque en él se iniciaba una amistad. Le envidiaba a Bertrand su poder de concentración, su facultad de observación y su ánimo decidido. Éste, que se afeitaba con cuidado y conservaba en esta casa condenada un aspecto limpio y normal, no renunciaba ni siquiera por un momento a sus convicciones intelectuales. Hablaba de las fórmulas matemáticas y de los disparos con la misma seriedad y cumplía siempre como el mejor cada vez que se requería su intervención. Bertrand dijo, observando atentamente (con demasiada atención) el terreno que se extendía ante ellos:
—Lo que hay en la literatura se convierte a veces en realidad. Hoy no tenemos más que el jesuita Naphta. Negro o rojo. Para mí, todo ha terminado.
El Padre Ignacio estaba sentado en el patio, en la escalera que bajaba al sótano. Ahora, terminadas ya las confesiones, el ritmo de aquellas vidas desconocidas hasta entonces para él, de todos aquellos esfuerzos y sacrificios, continuaba galopando en su mente. Eran unos niños. El Padre Ignacio se sentía responsable de la muerte de ellos. Durante toda la ocupación les había imbuido el deseo de sacrificarse. Además, sentía que el miedo le paralizaba las piernas. Levantarse y meterse de nuevo en este infierno, entre las explosiones de las balas, le parecía una locura irrealizable. Sacó del bolsillo su pañuelo sucio y se limpió un angustioso sudor de la frente. Delgado, pequeño, negruzco al lado del poderoso Miguel que, echado atrás y apoyado en los codos, se frotaba la espalda en el borde de un escalón, el Padre seguía absorto en su lucha interior y cerraba los ojos para que los otros no la advirtiesen. Escuchaba los ecos del cañoneo con la esperanza absurda de que se iba a producir un silencio absoluto y que terminaría toda lucha antes de que él tuviera que levantarse.
Le preguntó a Miguel:
—¿Se han confesado ya todos?
—Todos menos dos. Están arriba. No quieren.
—¿Comunistas?
—No, pero por el estilo. Estudiantes. Uno de ellos es un nacionalista que se ha atiborrado la cabeza de toda clase de sofismas positivistas. Al otro solía verlo alguna vez que otra en estos últimos años. Creo que es de una familia socialista. Las tradiciones familiares…
El sacerdote luchaba contra su miedo, que le invadía el cuerpo como una enfermedad vergonzosa. Y a la vez, como una enfermedad estrictamente individual que no podía atacar a nadie más.
—Miguel, ¿de dónde sacaría el hombre energías si perdiera el único manantial de toda fuerza? ¿Qué pecados pueden haber cometido esos muchachos a quienes he confesado? Uno de ellos me ha preguntado si había pecado al disparar contra un alemán después de haberlo visto herido. Les anima la fuerza de su propia pureza.
Miguel se acarició la barbilla sin afeitar.
—Para muchos hombres, como para esos chicos, batirse en la guerra es sólo un deber para con Dios y con la patria. Para otros, en cambio, es una forma de suicidio.
El sacerdote exponía su rostro al sol, el sol tranquilo de la derrota, bola ardiente que rodaba por detrás de las humaredas.
—¡Tantos muertos…! Todas nuestras esperanzas, la flor de esta nación… Habría que estar ciego para no ver el origen de todo esto. ¡La civilización! ¡El Renacimiento, la Ilustración, el racionalismo, los slogans de los demócratas! Y la alianza de los plutócratas americanos con los bolcheviques. El Occidente, el Occidente… Es preciso que alguien comprenda algún día lo que está ocurriendo aquí. Pero será demasiado tarde.
Miguel resopló despectivamente.
—Es más cómodo para ellos. Así ahorran las vidas de sus soldados. La vida, eso es lo que les importa. Pero la calidad de esta vida les trae sin cuidado.
—La Iglesia tenía razón al condenar la usura —prosiguió el Padre Ignacio—. Esos nacionalistas, esos reformadores están todos ellos poseídos por el demonio. Lo único que les importa es encontrar argumentos para llenarse de dinero los bolsillos. En cuanto tienen repletos los bolsillos no quieren morir.
El Padre se levantó de repente. Dominando así a Miguel, que seguía sentado, avanzó violentamente su barbilla de Savonarola polaco. Terminó diciendo:
—¡Se quieren aferrar a la vida! Y, para esto, llamarán en su ayuda a los bárbaros de las estepas. Pero los bárbaros saben muy bien el precio de la sangre que vierten. Hay que pagarles con ciudades, con países enteros, con el exterminio de los inocentes. ¡El Imperio Romano de la cobardía será aniquilado por esos bárbaros!
Después de marcharse el Padre Ignacio, Miguel no discutió más con Bertrand. Mantuvo desde entonces una actitud correcta y silenciosa con él y con Foca. Danek los observaba de reojo. En la actitud de ambos había como un reproche. Estaba rota la comunidad espiritual que había de unir a la tripulación de aquel navío en el océano de la destrucción.