Danek, el jefe. Antes de la ocupación: oficial de carrera, alférez de artillería. Lleva la cabeza vendada y las comisuras de los labios le tiran hacia abajo como si la piel de la cara le quedase corta. Posee una reserva de aguardiente que bebe con moderación; se mantiene en un estado continuo de excitación alcohólica sin llegar nunca a emborracharse.
Miguel. Conocido ya antes de la guerra como teórico de la «revolución nacional»; bajo la ocupación fue director y casi único redactor de una Hoja de la Resistencia, donde pedía para el país un régimen basado en el catolicismo y en la dictadura, análogo al de Salazar en Portugal. Tiene la nariz corta y derecha y sus cabellos de un rojizo pálido empiezan a caérsele. Su cabeza parece pequeña en proporción a sus anchos hombros. Es corpulento, con largas manos de palmas anchas como palas. Se unió al grupo cuando una bomba le destruyó la imprenta donde, durante las primeras semanas del levantamiento, editaba los boletines que se difundían rápidamente entre la población y los soldados. Su mujer, enfermera, se halla en la Ciudad Vieja con su hospital. Danek lo trata con mucha consideración y lo defiende contra Bertrand.
Bertrand. Es difícil encontrarlo en falta; tirador de primera clase. Sin embargo, Danek le encuentra muchos defectos. Veintidós años, estudiante de la Escuela Politécnica. Su cara es pálida, redonda y de aspecto tranquilo aunque de ojos sombríos. No oculta la repugnancia que le producen el militarismo y la guerra. Sus camaradas de batallón lo llaman con cierto desprecio «el pacifista». Hace pocos días ha retirado del fuego, poniendo en peligro su propia vida, a un alemán herido. Hay en él algo que impide a los demás tomarse confianza con él. No llega a ser un compañero y su modo de pensar resulta muy raro. Acentúa esta distancia callándose de pronto, con una sonrisa de disculpa, en medio de una frase. Escogió su seudónimo para la lucha clandestina a causa de su autor favorito, Bertrand Russell. Se propone, una vez terminada la guerra, dedicarse exclusivamente a la lógica matemática. Para Bertrand lo peor es la presencia de Miguel. Desea mantener una actitud amistosa con él, pero después de cruzar con Miguel algunas palabras, se aleja deprimido. Y esto le apena. La presencia de este hombre mancha la pureza de sus decisiones en cuanto a la lucha contra los alemanes. «Es un fascista —le dijo un día a Foca—. Tiene gracia que me vea obligado a tratar con tipos de su calaña». Miguel, agresivo, lanza continuas puyas contra los nacionalistas y liberales. Danek escucha encantado estos sarcasmos: no puede perdonarle a Bertrand su amor por las teorías y los libros incomprensibles.
La enfermera Wila. Una muchacha gruesa, de dieciocho años, piel blanca y cabellos bronceados, ruidosa, autoritaria, aficionada a imponerles su voluntad a los jóvenes que la rodean; y lo hace sólo por la fuerza explosiva de su temperamento. A las oraciones que reza en alta voz mezcla palabrotas sueltas. Toda ella se vierte al exterior. Incapaz de ocultar sus sentimientos. Dice: «¡Oh, Virgen Santísima, qué miedo tengo!», y confiesa tener un miedo terrible, pero, a la vez, no retrocede jamás.
La enfermera Magda. Nariz algo respingona, ojos azules, tipo esbelto; en general una persona incolora, cuya presencia no se nota. Foca se fijó en ella un día en que Bertrand, a quien Magda servía la sopa, lanzó una de sus máximas. Ella le contestó con otra como con un disparo. Aquello tuvo gracia. Bertrand se la quedó mirando estupefacto, pero Magda estaba ya lejos y había vuelto a tomar su aire anodino. La verdad es que esta muchacha se convirtió en un personaje con motivo de su historia con el capitán Osman.
El capitán Osman. Nadie sabe nada de su pasado. Viste un uniforme sombrío, algo así como un uniforme de aviación que hubiesen teñido de negro. De cara amarillenta, largas arrugas a ambos lados de una boca desdeñosa, la mirada de su ojo derecho es burlona; sobre el izquierdo lleva un tafetán negro y en la cabeza una boina también negra. A veces desaparece durante todo un día. Cuando le creen perdido, se presenta de pronto y cuenta una pequeña historia. Está siempre cazando alemanes o —como dicen sus compañeros— tratando de encontrar su propia muerte. Se desliza por las ruinas del ghetto y desde allí, bien atrincherado, mata soldados enemigos. También suele esconderse con su carabina en los restos de una torrecilla que hay en lo alto de la casa y espera con toda paciencia a que pase algún alemán por detrás de las ventanas de la casa ocupada por el enemigo. A veces, cuando disparan contra él, se descubre y los amenaza con el puño. Lo que le sucedió con Magda fue esto: Magda le rogó que la llevase allí arriba con él por lo menos una vez. Él le preguntó si no tendría miedo. «No». «¿Seguro?». «¡Seguro!». Y cuando subieron al último piso, Osman le enseñó a la joven un gran agujero en el techo producido por una granada. «Asómate por ahí y que te vean los alemanes», le mandó el capitán. Ella le miró sin comprender. «Me dijiste que no tendrías miedo». «¡Es que van a dispararme!». «Precisamente es lo que necesito. Si disparan, los veo y me los cargo». Magda temblaba desde luego, pero le avergonzaba tener miedo. «Sólo asomé un poquito la cabeza —contaba la muchacha más tarde— y me eché atrás en seguida, pero bastó para que los alemanes empezaran a disparar como locos». Osman llamó a Magda para que se acercara a la ventana junto a la cual estaba él y le dijo que mirase a una ventana. Por encima de una de las mantas grises que tapaban las ventanas de la casa enemiga colgaban una cabeza y unas manos; la cabeza tenía claros los cabellos, las manos se balanceaban todavía. Estaban tirando del cadáver desde el interior de la casa. Así fue como la línea de vida de Magda se cruzó con la de un hombre totalmente desconocido para ella —un relojero de Heidelberg, un obrero de Berlín o un campesino de la Selva Negra— y nadie sabrá nunca quién era.