XII

No veré más a Catalina. Se me borran sus facciones. He olvidado su sonrisa. ¿Qué significa el amor por un ser si el tiempo lo puede borrar? ¡Y el tiempo es tan desigual en su densidad! Yo no tengo veinticuatro años; seguramente, tengo ya treinta y cinco. ¿Acaso ha habido alguna vez una Catalina? Quizá sea yo ahora un ser distinto del que la conoció; quizá no cuente esto nada, lo mismo que no cuenta en la distancia total recorrida por un tren la vía lateral donde la locomotora ha maniobrado un momento. Aquí, en este pequeño trozo de tierra, todo se terminará para mí. Es curioso que de tantos lugares como hay en el mundo —ciudades, países y continentes— sea precisamente este pedacito de tierra. Unas casas estrechas del siglo XVI, los adornos de cuyas fachadas —incluso esculturas y dorados— han desaparecido con las explosiones. Tabernas en sótanos; imprentas donde las hojas de papel de lujo se mezclan con los ladrillos pulverizados; criptas en que hombres y mujeres cantan a coro suplicantes letanías mientras colocan a los más débiles lo más lejos posible de la entrada. Hay que evitar que lo entierren a uno vivo, saliendo de los escombros a cuatro patas, como esta pobre mujer que saca un niño muerto ensangrentado y grita pidiendo ayuda para desenterrar al otro que ha quedado allá abajo, sin comprender que el que lleva en brazos no está más vivo que aquél. Y el asombro de quienes sobreviven: han rezado, han creído, en el sótano, cuando el sacerdote celebraba la Misa y les decía que su causa era la de Dios y que Dios no los abandonaría nunca. Entonces tenían un sentimiento de seguridad; la magia de las palabras de los viejos cantos religiosos se confundía con el profundo instinto que les decía: no es posible que yo me convierta en nada. Los mismos que hace unos momentos les daban la mano, ahora agonizan. Basta un insignificante trozo de metal para que todo termine, para que desaparezcan tantas vidas llenas de recuerdos: «Juan, ponte derecho»; «Juan, ¿cuántas son seis por siete?»; «Te compraré una navaja si eres bueno»; «Mi Juan es el mejor discípulo». Muñones purulentos, moscardones que zumban en los subterráneos transformados en hospitales. Insoportables olores, alaridos bestiales de los operados sin anestesia. Y siempre, en los ojos de todos, como un ritmo permanente —el ritmo del mundo—, los grandes chorros de polvo, tierra y ladrillo. El mundo es un chorro permanente: así empezaron los planetas y en el espacio planetario todo estalla, todo brota en chorro interminable durante millones y millones de años, y lo que hay sobre la tierra no ha durado más —en comparación— que una mariposa nocturna de una luz a otra. Esto de ahora es lo mismo: la eterna explosión de la materia.

La Ciudad Vieja está cercada. El enemigo ataca desde el sur y al mismo tiempo ataca el Centro por el lado norte, de forma que los defensores de ambos barrios no puedan unirse. Empuja sus tanques, sus goliaths y su infantería contra las posiciones defensivas del oeste. En las calles estrechas, cerca de la catedral de San Juan, batida por la artillería, se lucha por cada rincón; los cascos de la infantería alemana y los de los insurrectos aparecen entre torbellinos de cal y cemento pulverizados. La sorpresa, el choque de los encuentros, las manos que lanzan granadas, el tiro en serie de las pistolas automáticas, las lenguas de fuego de los lanzallamas quemando vivos a los hombres mientras sus camaradas los miran de lejos y cuentan las municiones que les quedan.

Los adversarios están a veces atrincherados en casas medianeras y en las horas de calma oye cada bando lo que sucede en el otro: del lado alemán, un acordeón, unas canciones nacidas entre los viñedos del Rhin; del lado de los sublevados, un piano en el que un pálido alumno del Conservatorio toca un nocturno de Chopin después de haber dejado su pistola debajo del sillín. Al norte de la Ciudad Vieja está el espacio vacío del ghetto destruido por los alemanes en 1943. Hace dos semanas, hace incluso diez días, se podía pasar todavía por allí hasta Zoliborz, que está en manos de los patriotas y desde allí podía llegarse a los botes. Ahora los alemanes han metido por medio su artillería e, instalados en las ruinas, atacan las casas que defienden las vías de acceso a aquel barrio. Los stukas vuelan bajo, a ras de las chimeneas. Los que, pegados al suelo, levantan la vista para ver cómo prosigue la destrucción, sorprenden el momento en que la bomba se desprende del fuselaje y llegan a verle la cara al piloto. Los stukas no vienen de lejos. Despegan de aeródromos situados al otro lado de la ciudad, lanzan su carga y regresan en seguida para no cruzar la línea del Vístula. Como las ventanas de las casas dan hacia aquella parte, se pueden ver las posiciones de las baterías alemanas y detrás de ellas el río y la otra orilla, en la cual no se sabe dónde acampan los rusos, que esperan tranquilamente la terminación de todo aquello.

Foca pidió que lo enviaran a primera línea. Mientras saltaba con los demás, cayendo en los boquetes abiertos por las bombas, arrastrándose y volviéndose a levantar, tenía la profunda convicción de que todo había terminado para él. Su pasado se le dibujaba con perfecta claridad. ¿No es esto lo que le sucede al hombre que va a morir al instante siguiente? Había momentos en que le volvía el rostro de Catalina y la veía con sus pestañas claras bajas, sonriéndole como entonces antes de dormirse. Ahora lo único que importaba era cumplir con el deber. Debo imaginar que soy viejo y que lo he vivido todo. Foca estaba bien armado; llevaba una Sten.

Pero la vida no se cierra nunca de un modo perfecto y lo que debía ser un post-scriptum empieza a desarrollarse y a complicarse. Aquel edificio estaba en el límite del ghetto destruido. Desde sus balcones se veía, en gris y rosa, una extensión de escombros en la que había tenido tiempo de crecer una hierba bastante alta. Año y medio antes, aquí mismo había aún casas, y desde sus ventanas los acorralados judíos se defendían de los alemanes con sus revólveres. Foca recordaba aquellas semanas. Las armas que él fabricaba entonces por orden de su grupo socialista estaban destinadas al ghetto. Pero, aparte de su trabajo, lo único que hacía Foca era observar, mezclado con la multitud, en la plaza Krasinski. Los niños se acercaban para ver bien las baterías alemanas. Desde allí se veía perfectamente cómo se movían los cañones a cada disparo, las ventanas por donde asomaba una mano armada, los trozos de muro que se derrumbaban… «Oh, oh, le han dado», gritaba la gente. «Allí, fíjense ustedes; se ha quedado colgado de la ventana». El viento llevaba hacia las iglesias las nubes de humo del ghetto incendiado y la gente salía de misa endomingada y se iba luego a ver el carrusel donde montaban las chicas. Algunas ancianas decían, preocupadas: «Han empezado quemando a los judíos, pero luego nos tocará a todos los demás». Aquí, en este mismo espacio, late el recuerdo de cien mil muertos, doscientos mil, medio millón, y cada uno de los individuos que compusieron la masa asesinada por los alemanes tenía una historia diferente, privada; cada uno de ellos tuvo que interrumpir un amor, una voluntad y una esperanza. Unos soldados alemanes desplazaban su artillería ligera. A lo lejos, detrás de aquella extensión monótona de ruinas, se veía la línea blanca de los barrios del norte. La casa donde estaba Foca era sólida. Los obuses mordían sus muros, pero hasta ahora el daño no era muy grande. Las ventanas les ofrecían a los defensores un buen campo de tiro que les permitía tener a distancia a los alemanes. La casa vecina, a unos centenares de metros, estaba ya en manos del enemigo, que había instalado en ella unos nidos de ametralladoras.

No había más alimento que unos sacos de guisantes. En los sótanos, las mujeres preparaban la sopa. También era al sótano a donde iban a dormir por turno. La mayor parte del equipo se componía de estudiantes de diecisiete o dieciocho años que se movían como viejos soldados y llevaban unos cascos enormes para sus débiles cuellos. También había hombres mayores. Foca fue descubriendo poco a poco quiénes eran sus compañeros y las tensiones existentes entre ellos. Como en un submarino en acción, nada se borraba a no ser en los breves instantes en que el combate se hacía muy intenso. Cada uno de ellos había encerrado en esta casa todo su pasado.