XI

El coronel quitaba de su mapa con la mano los pedazos de yeso y caliche caídos de la pared. Al estallar la bomba que destrozó una de las casas del gran patio se había llenado todo de un polvillo blanco. Los ojos del coronel parpadeaban y estaban enrojecidos. Se esforzaba por ver. Su larga nariz de venillas violetas, escleróticas, se destacaba entre la harina que le maquillaba la cara. Parecía una nariz de payaso. El comandante, fuerte, ancho de espaldas, tenía sobre la rodilla su casco alemán. Trazó con el dedo, maquinalmente, una línea en la polvorienta superficie del casco. No se atrevía a ponérselo durante el ataque aéreo. Miraba al coronel con antipatía. No le gustaban estos oficiales de caballería.

—La situación estaba ya clara el día en que los alemanes llegaron al río. Entonces se podía escoger. Ahora, los barrios que les faltan por liquidar son sólo cuatro y los están rodeando.

—Excepto el sur. Por lo que sabemos, los nuestros dominan la orilla.

—Ya no es seguro.

—Debemos resistir. Ésta es la orden. En fin, nuestro Gobierno…

El comandante avanzó el labio inferior.

—Los rusos no se moverán.

—Pues no hay otra solución.

—Yo era partidario de habernos abierto paso hasta el bosque de Kampinos. Habríamos salvado a muchos hombres. Me duele dejar que mueran esas criaturas. Son casi niños.

—Ya no podemos abrirnos paso. Es demasiado tarde. Además, si nosotros nos hubiésemos escapado, los alemanes habrían asesinado a la población civil.

—He cumplido las órdenes y he perdido la mitad de mis efectivos. La población civil, de todos modos, está siendo aniquilada. Estas casas viejas se vienen abajo con sólo tocarlas.

—¿Y la moral?

—Los míos combatirán hasta el final.

El coronel se limpiaba la cara con su pañuelo y, metiéndose los dedos por debajo del cuello de la guerrera, intentaba sacarse los pedazos de caliche que le habían caído. Preguntó:

—¿Y los del Ejército Popular? No comprendo nada. ¿Qué piensan ésos? ¿Dónde están sus aliados?

—Han perdido casi todo su Estado Mayor. Ahora no sé lo que hacen. Me dijeron que algunos querían pasar por las alcantarillas hacia Zoliborz.

—Las entradas de las alcantarillas están bien guardadas por los nuestros.

El comandante miraba el muro, en el cual se notaban las manchas dejadas por los cuadros que habían estado colgados allí.

—La Ciudad Vieja es la más difícil de defender. Esta arquitectura antigua… No queda casi nada de comer y falta el agua. Es cuestión de días.

—Entonces, ¿qué?

—Pues no queda otro remedio que salir de aquí como sea, abriéndonos paso, si es posible, hacia el barrio del centro. El comandante reflexionaba moviendo lentamente la cabeza.

—Eso hay que pensarlo mucho. Las posiciones alemanas del lado del jardín son muy fuertes. Sería jugarnos la última carta.

—La única posibilidad de que nos salga bien es actuar por sorpresa. La población civil no debe saber nada de esto; si no, cundirá el pánico.

El coronel deseaba preguntarle al hombre sentado frente a él si creía posible defender el Centro en el caso de que llegaran allí y si estaba verdaderamente convencido de que no recibiría ningún refuerzo. Pero sólo dijo:

—Nuestra lucha constituye una manifestación que el mundo no podrá mirar con indiferencia. Varsovia está escribiendo una página de gloria inmortal.

El comandante bajó los ojos y dijo:

—Hay que buscar como sea la manera de salvar por lo menos una parte de nuestros hombres.