VII

Unos grandes pilones de cemento armado y hierro y la red de hilos eléctricos que soportaban, señalaban la vía de los suburbios que se alejaban por la llanura hacia el oeste. A breves intervalos pasaban trenes formados por tres vagones. En la última plataforma vigilaban unos guardias con casco apoyando los cañones de sus fusiles «mitralletas» horizontalmente, en la barandilla exterior. Apretujado por la multitud espantada y lúgubre, el profesor Gil sintió que alguien le tocaba en la espalda. Se volvió con dificultad y vio que lo estaba mirando con sus grandes ojos azules un obrero de rostro grisáceo.

—Profesor —dijo entre dientes el obrero—, le conozco; ahora tenemos que saltar. Nos envían a Auschwitz para que nos pudramos allí. Ésta es la última oportunidad de escaparnos.

El tren se inclinaba en las curvas. Los postes huían con destellos de la última luz del día. El obrero prosiguió en un susurro:

—Después será imposible. Ahora es la ocasión. Tienen bastante gente y no les hará mucha gracia disparar. Hay más probabilidad si saltamos cada uno hacia un lado.

El profesor le tenía cogida la mano a su mujer y la acariciaba con ternura. Sin la masa de gente que los rodeaba, la pobre mujer no habría podido sostenerse en pie. No levantaba los ojos. El profesor procuraba expresarle con sus dedos todo el amor y piedad que sentía por ella. Quería hacerle notar que estaba allí junto a ella y que no tenía importancia alguna todo lo que había pasado desde el momento en que los soldados de la brigada auxiliar rusa los había rodeado. Ahora le contestó al obrero que se interesaba por su suerte:

—No, deje usted; todo me da lo mismo, ya que estoy con mi mujer.

El hombre volvió la cabeza. Gritos y palabrotas surgieron de la masa humana —encerrada en el tren como ganado— cuando una brusca sacudida la zarandeó. El obrero se abrió camino hacia la plataforma. Pasaron unos minutos: «Vaya, después de todo, no se ha atrevido a saltar», pensó el profesor, pero en ese mismo instante oyó unas órdenes rápidas y unos disparos. El tren continuaba su marcha a la misma velocidad. Los labios murmuraban noticias contradictorias: lo he visto; está vivo; no; le han dado; está vivo…

El hombre, al caer, tenía conciencia de que ya todo dependía del pasado, es decir, de la fuerza con que había utilizado la plataforma como trampolín. «Lo más importante es no caer sobre los raíles». Y, traspasado por el hiriente reflejo del raíl sobre el cual saltaba, recibió el choque de la tierra en sus manos y en su cara. Su cuerpo sabía que debía levantarse, pero quedó inerte a pesar de la violencia de su esfuerzo. Cuando pudo levantar la cabeza, vio desaparecer a lo lejos la cola del tren. Se dejó rodar por el terraplén, Se limpió la cara. Tenía las manos llenas de sangre y se las frotó con la hierba. A cuatro patas fue avanzando hacia unos chamizos. De vez en cuando, lo más doblado que podía, cruzaba corriendo los rectángulos sembrados de patatas. Cuando la distancia que lo separaba de la vía le pareció suficiente, se aplastó en un surco.

Se tocaba las rodillas y movía las muñecas hasta convencerse de que no se le había roto ningún hueso. Estaba libre. Se tendió de espaldas, volviéndose despacio para evitarse el dolor de su cuerpo magullado. El cielo de la tarde se cubría de nubes, hacia las que subían las humaredas de la ciudad.

Se despertó en medio de la noche. A mucha altura, por encima de él, ronroneaban los motores de los aviones. Los escuchaba apoyado en un codo. En la oscuridad rojiza que había sobre Varsovia surgían puntos rojos brillantes que formaban largas filas rectas. Se entrecruzaban o corrían paralelas para lanzarse luego al sesgo hacia lo alto, llenando el espacio con su temblor de estrellitas móviles. Los reflectores registraban el cielo. «Están ahí. Pero ¿quiénes?», se preguntaba perezosamente. Aspiraba el olor de la tierra. Procuraba figurarse quiénes eran los hombres que se movían allá arriba en las máquinas invisibles objetivo de la artillería alemana.

Estaba solo, un hombre solo sobre la tierra inmensa y negra. Todo lo que había ocurrido últimamente giraba en él como un disco silencioso. De pronto se sentía seguro, aislado por un corte decisivo de su vida anterior y de la ciudad que había habitado desde su infancia. «Pues bien, que se queme. ¿A mí qué me importa?». Se había liberado del deber: había cumplido con su deber y ahora podía mirarlo todo sin tomar parte en nada. Era un buen plan. Pero en seguida se avergonzó de sus pensamientos, y con la vergüenza le renació el odio.

¡Que el diablo se los lleve a todos! Sus cafés iluminados de antes de la guerra, sus coches, las toilettes de sus mujeres… y él y sus semejantes vivían, en cambio, al día, ganando lo estrictamente necesario para subsistir. Y ¿cómo era posible que se hubiera dejado arrastrar después, en el primer año de la ocupación? Claro que se trataba de salvar a la Patria luchando contra los alemanes. Pero en las palabras de los otros había siempre un tono falso y nada quedaba claro. Ya no será como antes de la guerra; vendrá un mundo nuevo. Felicidad para todos, pero era una felicidad indeterminada, y todos decían: lo primero es vencer a los alemanes. Todas las noches cubría con papel la bombilla, dejaba la pistola al alcance de su mano y se sentaba. Sentía como si lo hubieran engañado. Y el peligro que pasaba cada día, la llegada de la Gestapo que lo detuvo cuando salía a buscar pan, el cambio de nombre, su ciudad agonizante: todo eso, en cierto modo, formaba una unidad. Una época acabada y vacía de sentido. Jamás volvería aquello.

Se acordó de Gil. Esto ya era otra cosa. El director del periódico no estimaba en mucho los artículos del profesor, que se publicaban muy de tarde en tarde. Los llamaba despectivamente «un galimatías intelectual». «Usted, Martyniak, es un soñador», solía decirle. Pero aquel Gil no mentía como ellos. Siempre quedaba algo de lo que escribía.

La tierra. A lo lejos, ladraban los perros. Pensaba sólo que existía y que por encima de él estaba el cielo donde ronroneaban los motores lejanos. Se esforzaba en distinguir entre los fuegos móviles y las estrellas.