VI

Al suroeste, se interrumpía de pronto la ciudad. Unos grandes bloques modernos limitaban allí los campos de arena y de patatas. Habían trazado las calles, pero aún no se había construido nada; y para unir las casas sólo contaban con senderos.

Las mujeres de este barrio aprovechaban los instantes en que el tiroteo disminuía para salir al campo y llevarles a sus hijos patatas y zanahorias arrancadas a toda prisa. Aquella tarde, unos destacamentos de la división de las S. S. «Hermann Goering» empezaron a incendiar las casas.

El panorama de la llanura era muy amplio y producía una sensación de calma. Unos grupitos de gentes se alejaban con su carga de sacos y paquetes. Algunos empujaban carrillos de mano o tiraban de unos remolques. Llevaban, anudados al extremo de unos palos, pañuelos blancos. Los grillos cantaban entre la avena salpicada de reflejos rojos. Los fugitivos se volvían para mirar los incendios. Se preguntaban si las llamas habrían llegado ya a las ventanas familiares y qué muebles estarían devorando en aquellos momentos. El resplandor se reflejaba en los ojos del gato que estrechaba convulsivamente sobre su pecho una mujer con vestido estampado. Un muchacho le hablaba al canario que llevaba en una jaula. Estas gentes se alejaban sin saber adónde iban ni por qué. Solamente les impulsaba un elemental deseo de huir.

A la derecha del barrio incendiado se elevaban las filas de bloques inacabados de ladrillo rojo. Frente a ellos se desarrollaba el ataque. Algunos tanques avanzaban arrastrándose por los verdes surcos. Taku… taku… taku… El eco respondía a los disparos. Después de cada uno de ellos, los ladrillos pulverizados de los muros rojos se convertían en nubes. Y cuando éstas se desvanecían, podían verse los agujeros de extrañas formas que rompían la simetría de las ventanas. A cada toque de silbato del oficial emergían de la tierra llana las pequeñas siluetas de los soldados con sus uniformes verdosos. Corrían inclinados hacia delante. Esto duraba sólo un instante, pues en seguida los soldados desaparecían entre las hojas de los patatales. Desde lo alto de las casas, respondían unos disparos aislados. Nubecillas de polvo, que brotaban por entre los atacantes aplastados en el suelo, indicaban los sitios donde habían caído las balas. Los hombrecillos empezaban otra vez a correr. Cada vez había más humareda. Las siluetas menudas de los soldados, al sonar un toque prolongado de silbato, se lanzaron en sentido inverso. Los tanques daban la vuelta. El ataque había terminado.

El sol se ponía y el campo estaba bañado por una doble luz: el resplandor de la ciudad incendiada, y el del ocaso. Unas bandadas de gorriones volaban muy bajo, rozando la avena. Un vientecillo juguetón se entretenía agitando el vestido de un cadáver de mujer que yacía, como una muñeca olvidada, al borde de la carretera. Vacilantes, los soldados de la brigada auxiliar rusa iban y venían en zig-zag, con las piernas muy abiertas. En el espacio desierto, con el fondo de las llamas teatrales de la ciudad, se llamaban unos a otros con grandes gritos. Estaban aprendiendo el arte de montar en bicicleta.