Es una llanura perfectamente plana unida al cielo por una línea recta. Una llanura gris con los tonos rojizos de su tierra arenosa y la enclenque verdura de sus arbustos. El cielo, al declinar el verano, es pálido y transparente. Una espesa humareda se despliega perezosa en ese cielo, se va desplazando y se difumina hasta perderse en las alturas por encima del vuelo de los pájaros. Iban comenzado las primeras migraciones: desde las tundras de Laponia, desde los lagos de Suecia, van los pájaros en triángulo hacia el sur y las capas de aire vibran con sus alas mientras que sus voces sólo llegan apercibirse en la tierra a intervalos. Las oye el pastorcito descalzo, que maneja un largo látigo y levanta la cabeza para ver pasar las aves. Pero aunque imperceptibles, esas voces persisten como una presencia inquietante.
En el humo danzan unas minúsculas partículas brillantes, espejos del sol: son trozos de papel, blancos o rojizos, expulsados hacia lo alto por el calor del fuego. Y también las alas de las palomas: privadas de sus refugios, vuelan describiendo círculos, plateadas sobre el fondo sombrío, se lanzan en picado hacia abajo y luego suben de nuevo cada vez a más altura sin hallar ningún sitio donde posarse.
Por debajo, el humo recibe sus afluentes. Los puntos claros —las casas de la ciudad que se están quemando— aparecen envueltos en una guata negra que expulsa hacia arriba su grasa.
El lento gotear —en dirección inversa a la normal— de esta materia alquitranada es sacudido por las explosiones. Unos chorros de polvo salen de pronto de aquí y de allá y luego van perdiendo velocidad, y las nubecillas, entre rojizas y blanquecinas, se disuelven en la inmensidad sombría y somnolienta. Una luz roja se enciende en las curvas de la humareda, desaparece, surge más allá, y cede otra vez ante la negrura. Abajo, en las fuentes del fuego, el gran río a cuyas orillas se eleva la ciudad es como una línea de metal teñido de rosa. Los restos de los puentes parecen barcos naufragados.
En la línea del horizonte, los rápidos aviones van y vienen. Cuando se acercan a las masas de fuego, estallan detonaciones. Para percibir bien todos los sonidos que oculta el aparente silencio, hay que estar bastante cerca. Es como el martilleo de una gigantesca forja. Los cañones de los tanques disparan con aplicación, acelerando su ritmo como si tuvieran prisa. Y con ellos se mezclan los sonidos sordos, como vacíos, de la artillería antiaérea, los cuales dan la impresión de que descorchan enormes botellas. Y, a intervalos regulares, resuena con sus lejanos ecos la artillería pesada; y el estridente chirrido de los morteros es como si dieran cuerda a un viejo reloj enmohecido. Las explosiones de las bombas se suceden por series y luego se distingue el fondo del estruendo compuesto por pequeños tiros repetidos, el crepitar —que va ampliándose para luego apagarse— de las armas automáticas, un ruido cuyo diagrama podría tener la forma de unos pequeños arcos.