Foca concentraba su atención. Apretaba los labios y guiñaba los ojos al limar el metal. Su túnica grasienta, que había sido azul, le estaba demasiado ancha y le daba a su largo cuerpo cargado de espaldas un aspecto ridículo. Tenía sobre la manga el brazalete del Ejército del País. Foca debía su seudónimo en la lucha clandestina a su manera somnolienta de moverse y a que una vez, en la escuela, había sido campeón de natación. Todo el sótano, convertido en taller, resonaba con las perforadoras, las limas y los más diversos martilleos. Frente a Foca, a contraluz ante la entrada, estaba un muchacho con casco y «pantera» de las S. S. En la cintura llevaba una granada de mano. Foca levantó la cabeza.
—Te digo que quince. No podemos dar más.
El muchacho lanzó una palabrota.
—Por lo menos necesitamos veinte. No tenemos ya con qué cargar las pistolas.
—No sois los únicos. No podemos dar abasto para todo. Además os advierto que las balas son mucho peores que antes. Falta material.
—Entonces, ¿cómo las hacéis?
—Aprovechamos las tuberías. ¿Habéis tenido ya de éstas? Mira —y se las enseñó.
El muchacho miró con desconfianza.
—M… ¿Y esto va a funcionar?
—Claro que sí. Ya las hemos probado.
El sótano tembló. Se oían los resonantes ecos de la explosión.
—Y lo demás, ¿cómo lo conseguís? ¿Rinde algo el sistema de los paracaídas?
—Sí. Cogimos dos bazukas. Pero la carga la tienen los del coronel Rog. Queremos llegar a un acuerdo con ellos. Lo demás es botín de nuestros tanques.
—¿Tenéis botellas?
—Sí, pero no son automáticas. Las que hemos recibido tienen mecha. Es una película que es preciso encender.
—¿Y cómo os va? ¿Hay mucha pelea por allá?
—Hoy estaba tranquilo. Dos heridos. Ayer soltaron un goliath. Hemos incendiado el tanque y matado a los alemanes que iban dentro. Pero hemos perdido cinco muchachos.
—¿Y el goliath?
—Ha estallado. Es una lástima.
—Sí, ¡qué lástima! Tanta dinamita.
—Entonces, ¿mañana?
—Mañana.
Foca trabajaba. Era lo mejor que se podía hacer. Todo iba muy mal. Foca sentía que su profunda cólera se le iba transformando en un sentimiento distinto; no sabía en qué. En el transcurso de aquellas semanas había pasado por fases muy diferentes.
Todo había empezado a las cinco de la tarde. Estaba en la calle porque iba a visitar al viejo jefe socialista Artym. Evidentemente, la insurrección no podía estallar; había sido aplazada. En aquella situación, habría sido inútil. Quería hablar con Artym del inmediato futuro, de lo que había que hacer ahora que el país tenía dos gobiernos rivales. De pronto, vio que toda la gente corría. Miró en torno suyo y vio que por la acera, detrás de él, avanzaba una masa de jóvenes a la que se unían sin cesar otros que salían de las casas. En cabeza iba un muchachote rubio con un fusil ametrallador. Gritaba: «¡Adelante!». Los demás respondían con voz insegura: «¡Adelante!». Foca observó que se agrupaban con temor detrás del jefe y que las armas que llevaban eran escopetas de caza. Los transeúntes que huían empezaron a desaparecer por los portales. De las esquinas de la calle, de los fortines de cemento armado adosados a los edificios alemanes, partió un tiroteo. Los jóvenes se dispersaron y Foca se encontró arrastrado por uno de los grupos, que se había metido en un portal. Subieron todos por la escalera, jadeantes. A su lado estaba un estudiante muy delgado. Era muy joven; no tendría más de diecisiete años. Sus cabellos oscuros le caían sobre la frente y, nervioso, se buscaba algo en los bolsillos. Fue sacando una pequeña granada de mano, un pedazo de papel arrugado, un trozo de cuerda, y un peine sucio desdentado. Fuera de la granada, no tenía armas. «¡Salgamos por el patio! ¡Venid detrás de mi!», gritaba el jefe rubio. El estudiante vaciló. Dio algunos pasos y se detuvo. Foca le vio temblar. Castañeteaba los dientes y se pasaba la lengua por los labios resecos. De pronto, se inclinó y salió corriendo detrás de los otros.