IV

La Redacción de La Nueva Época se había instalado en las oficinas donde, poco antes, editaban los alemanes su diario de propaganda. En el suelo había paja por todas partes; allí dormían los redactores por la noche. En los rincones se amontonaban los sacos de provisiones que Baruga había conseguido para la cantina del periódico. El director, que era este Baruga, llevaba unos pantalones militares cuyos bajos estaban remetidos en las pesadas botas rusas, y una camisa abierta y desastrada. Luchaba en vano con el teléfono lanzando de vez en cuando el auricular para volverlo a coger y continuar sus esfuerzos. Tenía enrojecidos los párpados y toda la cara abotagada por el insomnio. Decía palabrotas con una voz muy peculiar: ¡«Cretinos —gritaba—, cretinos, ya les he dicho que debían enviar un camión! Necesitamos a esos tipos. Y ahora quieren divertirse deteniendo a la gente que nos hace falta para el trabajo». Furioso, arrojó otra vez violentamente el aparato e irguió su corpulenta estatura. «Gajewicz, irá usted en seguida a casa de ese Pekielski. Sí, ese mi-nis-tro, ese perro de Su Excelencia. Vaya usted y dígale que se las arregle para que me suelten a ésos inmediatamente… y los pasquines, maldita sea —iba gruñendo por toda la sala de Redacción—. Nuestro ejército está ya en el Vístula. Varsovia será liberada hoy o mañana y haremos el ridículo. ¡Les retorceré el cuello a esos vagos! ¡Haré que se arrepientan!».

Mientras, Piotr Kwinto, sudando por el gran calor que hacía, escribía a toda prisa un artículo. En la mesa vecina, Julián Halpern, con los auriculares en las orejas, anotaba unos comunicados. Piotr, adscrito a la Redacción, tenía la impresión de penetrar en un mundo nuevo y quizá valiera más para él. No podía pensar en muchas cosas, metido de lleno como estaba en la fiebre del trabajo, los rugidos de Baruga, la confusa sucesión de días y noches, la monótona corrección de las pruebas, el olor a tinta de imprenta… Además, Winter, que se había quedado en el ejército, había desaparecido por completo de su campo de visión.

El artículo que escribía ahora era un comentario al manifiesto lanzado por el nuevo Gobierno polaco, que se dirigía hacia el Oeste con el Ejército Rojo. La situación de 1920 se repetía: entonces tres revolucionarios polacos, Dzierjinsky y sus dos camaradas, se preparaban a tomar el poder en Varsovia y dirigían manifiestos al país. Pero Piotr pensaba que las situaciones revolucionarias se perfeccionaban poco a poco. En los años transcurridos desde 1920, las tropas que traían el orden nuevo habían dejado de ser una horda de rebeldes mal armados y sin disciplina. Durante esos años, el nacionalismo, que podría haberse opuesto a esta invasión disfrazada, se había descompuesto lo mismo que se pudre la rama muerta de un árbol. El nacionalismo tenía sólo una apariencia de vida con un resto de savia que le quedaba del siglo pasado. El nazismo había hecho absurdos a todos los nacionalistas. Por otra parte, también la técnica revolucionaria se había perfeccionado.

«Miel, sobre todo mucha miel», solía decir Baruga. Había que tener conciencia de las etapas. Todo vendría por sus pasos contados, una etapa detrás de otra. ¿Cuántos años duraría cada una de estas etapas?, pensaba Piotr mientras escribía que la reforma proclamada por el nuevo régimen no tocaría a la propiedad privada de los campesinos. Sí, esto había que decir: Nadie quería que hubiera trastornos sangrientos. La revolución comunista sería apacible y nadie notaría ninguna molestia. Las estructuras sociales se renovarían del modo más original y adaptado a las necesidades del país. No sería el de Rusia ni el del capitalismo, sino un camino totalmente nuevo hacia el socialismo. Los que, como los soldados de Piotr, apretaban sus labios silenciosos para no soltar las expresiones de odio que se les venían a la boca cuando pensaban en lo que habían visto allá en el Éste, tenían que abandonarse al bienestar y conservar la conciencia tranquila ante la bandera polaca. Había que tranquilizar a estos hombres.

Sin embargo, la «salsa nacional» en la que debía fundir cada frase, le resultaba a Piotr muy desagradable. Antes de la guerra, todos los intelectuales se burlaban del rimbombante patrioterismo de los oradores nacionalistas. Baruga, que entonces era redactor de un periódico criptocomunista, lo pasaba muy bien satirizando toda aquella fraseología llena de tópicos. Ahora los mismos slogans nacionalistas eran adoptados —y adaptados— por los comunistas con una finalidad diferente. «Vencer al alemán, estrangularlo, no perdonar a las mujeres ni a los niños del enemigo, y fecundar la tierra patria con la sangre infame de éste, combatir sin descanso por la grandeza y la independencia de la nación». Todo esto, y mucho más por el estilo, se repetía sin cesar. Y por la radio se lanzaban encendidas alocuciones a los que aún sufrían a los alemanes en la otra orilla del Vístula: «Levantaos, disparad contra los alemanes, cortadles el camino de regreso… ¡Polacos, empuñad las armas, pues ha llegado la hora de la venganza contra el vil invasor de la Patria…!». Piotr observaba lo difícil que resultaba utilizar este lenguaje. Quizá fuera una dificultad característica suya y en otros, en cambio, brotarían estas frases del modo más natural. Son expresiones abrillantadas por el uso como la culata del fusil. Es cuestión de entrenamiento, de educación. Pero él tenía que pesarlas, disponerlas una y otra vez en diferente orden como si estuviera levantando un complicado edificio. Reflexionaba sobre el terrible convencionalismo de los términos que emplean los hombres para comunicar sus sentimientos. Había que manejar frases enteras en vez de los breves sonidos sueltos que bastaban al hombre primitivo para manifestar su hostilidad o su simpatía. Sin embargo, debía reconocer que el poeta Valéry había conseguido una mayor precisión en el arte de expresarse que el hombre primitivo. Pero también era una verdad innegable que esos sonidos elementales formaban parte de la realidad, y quizá cuando Piotr tachaba una palabra porque le parecía demasiado gastada, le estuviera dando a su frase una fuerza excesiva. Para suavizar sus expresiones y no ser como el hombre primitivo, tiene el hombre moderno que aguar sus frases con muchos tópicos.

Puso un punto y se desperezó. Baruga gritaba en su mesa riñéndole a alguien que había corregido mal. Entonces se produjo aquello. Julián gritó, dominando con su voz las discusiones y el ruido de las máquinas: «¡Silencio!». Todos lo miraron. Tenía las manos crispadas en los auriculares. Levantó los ojos. No los tenía arrugados como de costumbre, sino muy abiertos, tensos de interés. Abarcaba con su mirada a todos los presentes y parecía estar esperando una respuesta de vital importancia.

—Ha estallado una sublevación en Varsovia. Los de Londres juegan su última carta.

Baruga permanecía inclinado hacia delante, inmóvil. Su rostro, como siempre que callaba y reflexionaba, tenía la expresión de un perro triste. Tendió la mano hacia un cigarrillo que le ofrecían y empezó a darle vueltas maquinalmente entre sus dedos. Brotó de su garganta un gruñido sordo. Encendió por fin el cigarrillo, se apoyó en un codo y murmuró: «Na… Na…».

Julián volvió a fruncir el entrecejo y por sus ojos pasó el fogonazo de una explosión interior. Las muchachas mecanógrafas se habían quedado inmóviles, con la boca abierta, sin saber qué comentario debían hacer ni qué actitud tomar. Uno de los redactores echaba aliento sobre sus gafas, las limpiaba y las miraba a contraluz. De la calle venían los cantos de los soldados soviéticos. Piotr puso en orden las cuartillas de su artículo, colocó encima el cenicero y echó atrás su silla haciendo el mayor ruido posible.