Vamos por partes y reconozcamos ante todo que lo más peligroso para nosotros son las palabras. Hemos de aprender otra lengua que se adapte mejor a la realidad presente. Sabes muy bien que es difícil contar nada con nuestras expresiones habituales. Además, no hago ningún esfuerzo por ocultar mi odio.
Julián. Tenerlo allí delante resultaba tan incomprensible como si un personaje hubiera saltado de las páginas de un manual de Historia y hubiese cobrado vida. Para Piotr, su amigo formaba parte de la inmensa multitud de sombras. Pero es evidente que está aquí; sus párpados se arrugan como antaño y en sus ojos sigue habiendo, a pesar de todo, aquel brusco estallido que parece algo así como la explosión interior de una risa malvada.
—Naturalmente, yo habría podido salir del ghetto más pronto. Miguel quería llevarme a su casa. Se las arreglaba bien, Miguel. Traficaba con harina, pero tiene sucia su almita. Sí, es una almita sucia, aunque humanitaria. He visto el miedo que tenía. Y su mujer tenía todavía más miedo… por él. Era el deber. Como entonces, cuando aquel sinvergüenza de Thomas hizo que me expulsaran de mi puesto y hubo protestas: ese pudor de la conciencia que se siente intranquila cuando echan a la calle a un judío. Este pudor es el conflicto entre una cobardía y otra cobardía. En fin, que prefería quedarme en el ghetto.
—¿Es que preferirías que el hombre no tuviera cobardía alguna que vencer? ¿Te gustaría que no hubiese cobardía?
—Sí, eso querría. Por otra parte, todo fue mejor así. En el ghetto me ganaba la vida dando clases. Todos los jóvenes estudiaban. Nunca he visto a la gente estudiar tanto: inglés, francés, español, hebreo, incluso el latín y el griego. No puedes imaginarte cuántas palabras y declinaciones han subido al cielo con el humo. Pero allá, en el ghetto, ese esfuerzo ayudaba a vivir. ¿Cómo va a confesarse un muchacho: «he perdido toda esperanza», si se dedica a aprender un vocabulario?
Julián apoyaba los codos en la sucia mesita. Su chaqueta negra brillaba de grasa y de tanto roce. Debajo llevaba una blusa militar soviética. La barba de varios días sin afeitar le ensombrecía su delgado rostro.
—Me interesaba mucho salvar el pellejo. En 1942, todo resultaba muy claro. Yo pertenecía entonces a una brigada que llevaban diariamente a trabajar en la ciudad. Una tarde, después de habernos pagado bien, en vez de conducirnos de nuevo al ghetto, nos llevaron al final de la avenida de la Independencia, que es ya pleno campo. Cuatro camiones. Era en septiembre. Tú no tienes idea del aspecto de un judío esclavo: dos sacos en bandolera, donde lleva todo lo que posee; y si puede, se carga a la espalda un tercer saco. Los fugitivos abandonaban a sus familias a la muerte. Yo dejé a mis padres. Les dije que necesitaba huir.
La criada del establecimiento les llevó café. En sus brazos sucios tintineaban unos brazaletes que le venían muy anchos. Las mujeres de la buena sociedad, desclasificadas por la guerra, eran una novedad para Piotr. Observaba a aquella mujer como si hubiera sido un pez exótico en un acuárium, aunque se daba cuenta de la impertinencia de su mirada. Después de servirles, se alejó oscilando un poco sus caderas, erguida y elegante, balanceando la bandeja. Julián, en cambio, no la miraba. Movía el azúcar con la cuchara y parecía meditar.
—Ahora estoy «bien visto». Me consideran un buen guerrillero popular. Quizá haya sido todo una casualidad; pero debemos reconocer que, hoy día, las casualidades no suceden por casualidad.
—Julián, no te concibo haciendo vida salvaje en los bosques. Si lo has hecho por casualidad, de todos modos resulta divertido.
—Naturalmente, la vida en los bosques me cogió desentrenado. Fuimos hacia el sur para dirigirnos en seguida hacia el este: era nuestra única oportunidad. Sólo allí podríamos encontrar a los resistentes rojos. El Ejército del País no aceptaba judíos.
—¿No?
—No. Avanzábamos por la noche. Éramos cinco, tres hombres y dos muchachas. Nos vimos metidos en una batida de las Fuerzas Nacionales. Miguel era en Varsovia el noble teórico de tan noble movimiento: la nación, la tradición, la lucha contra los alemanes, el catolicismo, etc. Publicaba todas esas tonterías en sus periódicos clandestinos. Pero en la práctica, la actividad de aquellos grupos consistía en depurar al país de sus judíos y sus comunistas; lo que para ellos, como sabes, viene a ser lo mismo. De modo que en aquella batida nos sacaban de los bosques y nos obligaban a salir al campo abierto, donde nos esperaban los alemanes. Los otros cuatro de mi grupo murieron así. Había un pequeño estanque. Me escondí en el agua sacando la boca por entre los juncos sólo el tiempo justo para respirar.
De manera que así era cómo estos intelectuales habían aprendido la vida real. Piotr recordó sus discusiones sobre la fenomenología, a altas horas de la noche, en un cafetucho que había cerca de la Universidad. Sonrió y dijo:
—Te llamaban Julián el Apóstata.
—Todo aquello no era muy útil. No sé cómo he podido arreglármelas, porque después me encontré completamente solo. Tenía miedo a acercarme al pueblo. Caminé de noche mientras me quedaron fuerzas. Al final, me tumbé en el suelo para morirme. Tenía tantísima hambre, y mi debilidad era tan grande, que la idea de morirme poco a poco me parecía lo más natural. Era sencillamente como si estuviese esperando el sueño. Una transición sin tropiezos.
¿Es acaso imprescindible que suceda todo esto? ¿Se purifican las personas que pasan por una experiencia tan dura? ¿O será al contrario? Miraba a Julián como si quisiera verse a sí mismo, por transparencia, a través de aquel rostro. Y Julián prosiguió
—Entonces ocurrió algo parecido a lo que leemos en las novelas. Me salvaron unos judíos de los bosques. Me encontraron allí tendido y me llevaron a su bunker. Estábamos como sardinas en lata. Toda la familia: un viejo que tenía una barba como los profetas, su hijo casado, la mujer de éste y tres niños. Todos nosotros nos apretábamos en el fondo de aquel agujero cavado en la arcilla y cubierto con un techo de planchas de madera disimulado con una capa espesa de tierra y hierba y unos arbustos trasplantados. Era imposible sospechar lo que había allí dentro.
—¿Y ellos no tenían miedo? ¿Comprendes tú que te salvaran?
—¿Que si tenían miedo? Esto sería lo de menos. Piensa que les faltaba sitio incluso para ellos. He oído sus peleas como si yo fuera una cosa inanimada que pudiera oír y entender a unos seres vivos. La mujer escandalizaba continuamente reprochándoles la estupidez que habían hecho. El viejo insistía en que habían cumplido con su deber. El hijo explicaba que les convenía más tenerme con ellos, pues si los alemanes me hubieran encontrado habrían registrado todo el contorno y habrían acabado dando con ellos. Pero tenían mucho miedo y no les daba vergüenza confesarlo.
Piotr sentía clavársele en la espalda las miradas de los hombres y las mujeres que murmuraban en las otras mesas. La hostilidad entre la gente del pueblo y los que llevaban uniformes soviéticos o polacos era casi tangible.
—Eran del pueblo vecino —decía Julián— y antes habían tenido una tienda. Cada dos o tres días, al atardecer, salía el hijo en busca de víveres que le proporcionaban los campesinos amigos suyos. Era un convenio entre ellos. Lo peor era el invierno, por las huellas de la nieve. A mi llegada hacía ya un año que vivían allí. Se esforzaban en acumular provisiones para no verse obligados a salir el invierno siguiente. De modo que una persona más les estropeaba todos los cálculos.
—La nieve es mala cosa. —Piotr revolvía los posos en el fondo de la taza—. Yo lo sé muy bien.
—Me quedé un mes con ellos. Después, el hijo se enteró en el pueblo de que un destacamento de guerrilleros rojos atravesaba el bosque cercano. Eran evadidos soviéticos, judíos, algunos chicos de las ciudades, un poco de todo. Los había reunido la pura casualidad. Yo no sabía si me decían la verdad o si habían inventado una historia para librarse de mí. De todos modos, me marché. Me dieron víveres y me indicaron el camino. Y, en efecto, encontré el destacamento de que me hablaron. Me trataron con mucho respeto por ser un intelectual. Les edité un boletín con multicopista.
Piotr quería decir algo del Julián Halpern de antaño, el adversario de Hegel; pero antes de abrir la boca, comprendió que era un absurdo resucitar aquello. Se limitó, pues, a reconocer los hechos, con el mismo espíritu con que se reconoce el tiempo que hace:
—Así que estamos de este lado. Pronto estaremos en Varsovia.
—Los de allí y los de aquí —dijo Julián trazando un círculo con la mano—, ¿sabes lo que piensan en este pueblo, tan cerca de Maidanek, donde yacen cientos de miles de gafas, cepillos de dientes y juguetes? Cada juguete es un niño que han matado los alemanes. Pues piensan que, bien mirado, esta matanza supone para ellos una ventaja: la eliminación de los judíos.
—Sí. No creas que voy a defenderlos; sin embargo, es preciso que sepas lo que ha sucedido en Ucrania. Sí, allá entre los soviets. Cuando llegaron los alemanes, no se libró ni un solo judío. No podría haberse salvado ni por casualidad, Eran ellos, los rusos, quienes los entregaban a todos. El Estado soviético se libraba de los judíos. ¿Comprendes de verdad cuáles son las fuerzas que están ahora en juego? —preguntó Piotr.
—Lo único que comprendo es que nada puede ser distinto de como es.
Julián añadió con amargura:
—Esos perros charlatanes… Me refiero a los que están en Inglaterra. Pasarán los años y esos polacos serán devorados por sus propias mentiras. Editarán dos revistas que lucharán una contra otra. Por ejemplo: La Abeja de Londres y La Avispa de Escocia. No harán nada más hasta que se mueran.
—¿Y tú, Julián, qué ideas tienes respecto de este mundo nuevo?
—Lo peor es que nadie escoge la época en que ha de nacer. Ni las costumbres que debe aceptar. Incluso los que no soportan el avión no pueden viajar en diligencia.