En el transcurso de los últimos meses, mientras que la unidad de Piotr —el núcleo central de la nueva Administración en el primer país conquistado— avanzaba hacia el Oeste, él observaba la cabeza de Winter. Se sabía de memoria todos los detalles de aquella cara. Un gran cráneo afeitado al que el crecimiento raquítico de algunos cabellos daba un aspecto de calvicie; una mandíbula cuadrada y saliente, labios delgados, una nariz más bien pequeña y un poco abultada por en medio y unos ojos como dos puntitos negros —de expresión algo simiesca— que miraban con agudeza por entre los pliegues de la piel. Y ahora, en esta mañana de domingo, se hallaba Winter ante él. Las mandíbulas de Winter trabajaban royendo grandes bocados de pan que procuraba ablandar en la boca con extraordinarios buches de café. Las moscas se paseaban por la mesa entre ellos dos, reuniéndose en torno a los diminutos estanques del líquido vertido de las tazas, en los cuales sumergían los insectos sus vibrantes trompas. Pensar en que pronto no estaría ya obligado a ver diariamente a Winter, equivalía para Piotr al final de la guerra. Aunque esta presencia no difería gran cosa de muchas otras circunstancias que él aceptaba, lo mismo que se resigna uno a ciertos fenómenos naturales desagradables, sin embargo, era indudable que Winter pesaba excesivamente sobre su recuerdo y le evocaba todo lo que él deseaba olvidar; tiraba de sus recuerdos y los hacía revivir desde el principio.
Al fin y al cabo, había sido Winter, en aquella época ya lejana, el causante directo de la detención de Piotr y de su salida para los Urales. Se hallaba Winter entre los «bien vistos» y le habían encargado redactar informes. Conocía a Piotr desde hacía mucho tiempo y ambos habían pasado muchos ratos juntos en los cafés literarios de Varsovia. Encontrándose en la zona oriental, en 1939, Piotr no sabía qué hacer: pensaba atravesar la frontera rumana; pero al menos observador de la realidad política no podía escapársele que tal solución era casi impracticable, ya que los autos, las pieles, las joyas y los perritos pequineses que acompañaban al antiguo Gobierno en su huida, cuando el ejército alemán aplastó al polaco, tenían sólo un valor simbólico, es decir, que la vuelta al poder de esa capa social era imposible. Hay cosas que no ocurren nunca en la historia. Una semana de éxodo por las carreteras ametralladas por los Messerschmitt sirvió a Piotr para hacerse su composición de lugar casi sin proponérselo. Por fuera no sentía más que amargura y furor, pero en el fondo lo que sentía era vergüenza. Sí, vergüenza; pues, ¿quién era él para escribir su tesis doctoral sobre la poesía francesa y para permitirse el lujo de contemplar con ironía a este mundo que se precipitaba hacia su perdición, y para lograr siempre alguna beca que le permitiese vivir cómodamente en Varsovia o en la calle Monsieur-le-Prince? ¿Escaparse? ¿Escapar con aquella gente de los autos, las joyas y los perritos? Sin embargo, no soportaba la atmósfera de la ocupación soviética. Por fin, se decidió a cruzar la frontera de las dos zonas y a someterse al dominio nazi. Por entonces no quería confesarse lo que le impulsaba a ello. Era en realidad un deseo de purificación, de expiación, de compartir el sino de un pueblo humillado y desgraciado. Y, al mismo tiempo, la irracional esperanza de que surgiera algún día de aquel caos algún orden nuevo, algo que permitiera vivir mejor y cuyos perfiles no se divisaban todavía. Estos motivos auténticos permanecían ocultos bajo aspiraciones poderosas y —según creía el propio Piotr— egoístas: o sea, ordenar un poco el caos interior, tener tiempo de hacer algo fuera de la vida pública, hallarse en esa zona en que puede uno comenzar de nuevo, el campo de la clandestinidad donde el pensamiento es libre por la sencilla razón de estar absolutamente prohibido. Pero apenas había tomado esta decisión cuando lo detuvieron; y precisamente al amanecer, según las buenas normas. Después de varias semanas llegó la sentencia: cinco años, por actividades contrarrevolucionarias. Winter, que lo había denunciado, tenía sus razones para ello. Y ya entonces no merecía este asunto sino encogerse de hombros. Antes de la guerra, había pasado Winter varios años en la cárcel por comunista. Era fanático y le obsesionaba la injusticia padecida; además, tenía miedo de los rusos. Desde luego, Piotr era el autor del artículo sobre el que se fundaba la acusación. En ese artículo se burlaba de los poetas comunistas y les reprochaba su carencia de honradez intelectual. Si no hubiera habido amnistía, ¿habría sido Winter el culpable de su muerte? Indudablemente. Cuando Piotr regresó de Asia, movilizado en la división polaca, se encontró en ella con Winter. Todo debía ser olvidado. Y se estrecharon la mano. Los ojillos de Winter miraban a Piotr tranquilos y vigilantes; en el fondo, con dureza.
Ahora, en las mesas vecinas terminaban de almorzar unos hombres con uniformes rígidos. Todos charlaban y la atmósfera se cargaba con el humo de los cigarrillos. Fuera hacía una mañana espléndida. El aire se llevaba a lo lejos los chillidos de las golondrinas, los silbidos y las risas de los soldados. Winter se limpió la boca, miró su reloj, se levantó y se estiró la guerrera.
—¿Vamos? —le preguntó a Piotr.
—El cura no empezará sin nosotros.
—Eso no importa. Tenemos que demostrarle nuestra puntualidad.
El batallón salía por la puerta del parque, cuyas grandes hojas de hierro forjado, arrancadas, yacían entre las ortigas. La carretera se extendía polvorienta y blanqueaba las botas. Piotr miraba las casitas con techos de paja, los altos tornasoles y las malvas. «Mi patria. Todo es en ella pequeño, anejo a un pedacito de tierra, a estrechos rectángulos cultivados —jardincitos, breves surcos, un campesino a caballo, una viejecita con su vaca, la tienda, unos vecinos apoyados en la verja, las jóvenes guardesas de ocas, chicas con sus pies descalzos enrojecidos—, todo ello fuera de este tiempo que ha producido las máquinas de guerra y los libros de doctrina política».
El batallón cantaba, con ritmo vivo, una canción popular. Las gentes, vestidas de domingo, se paraban en la calle principal del pueblo y abrían los ojos y la boca, asombradas: el ejército polaco, los mismos uniformes de antes, la misma canción. Los soldados soviéticos, adosados a los tanques parados, seguían con la mirada maliciosa y burlona el paso de aquellos uniformes flamantes. ¿Qué pensaban los campesinos? Sus campos habían sido arrasados por los tanques llegados del lejano Ruhr, habían conocido el terror, la caza del hombre, los niños —ojos azules, cabellos cenicientos— arrancados a sus madres para acrecentar el potencial nórdico en la sangre del Reich; y veían luego los tanques de más allá de los Urales, y todo venía siempre de lejos para caer sobre ellos como una sentencia, como la cólera de Dios, el ala de un ciclón cuyo origen está siempre más allá, en algún lugar de los espacios inexplorados o en el espíritu de hombres desconocidos.
En la explanada, delante de la iglesia, los multicolores atavíos de las mujeres y las gorras de los hombres. La iglesia, de madera. Unos festones de hojas y flores marchitas colgaban por encima de las puertas abiertas. Las primeras filas de soldados penetraron en el interior del templo. Piotr miró en torno suyo: vio a los que se habían quedado a la entrada, la masa de cabezas afeitadas militarmente y los rostros bigotudos y arrugados de los campesinos. Los soldados… Como a él, los habían llevado un día a los desérticos espacios del Asia soviética, a los terrenos de castigo a orillas del océano Ártico, y se morían a racimos de hambre o de escorbuto. Éstos que habían vuelto sabían tantas cosas… ¿Hasta qué punto sentían que participaban en una mascarada y que su presencia aquí, en la iglesia campesina, por orden del mando ruso, era una broma de mal gusto que les había infligido el destino? Lo cierto es que estaban contentos. Después de todo aquello, después de la desesperación, después de las inmensas distancias recorridas, estaban de regreso en su patria, y otra vez, como en su infancia, respiraban el olor a madera vieja, a flores e incienso y tomaban parte en ese rito común que existe más allá de todo razonamiento y que era la confirmación más honda de su país natal.
Unos niños, vestidos de monaguillos, tocaban las campanillas. La música del órgano, la casulla del sacerdote, las viejas campesinas siguiendo con el dedo las grandes letras del misal… Piotr pensaba en las tumbas de los soldados soviéticos. Había miles de millares de ellas desde el Volga hasta aquí, y seguían en dirección al Vístula. Estaban marcadas con unas pequeñas pirámides de madera coronadas por una estrella roja de cinco puntas. No sabía por qué, pero este signo le producía una gran tristeza. Quizá fuera sólo una mala costumbre de la imaginación; o quizá fuese la Cruz, después de todo, la figura más sencilla que se encuentra en la Naturaleza: la forma de un hombre, la forma de un árbol. Las tumbas de los soldados soviéticos, en cambio, imitaban los mausoleos de mármol y las pobres planchas que las componían simulaban toscamente la piedra. ¿Podía atraerle a ningún hombre la idea de reposar eternamente bajo el símbolo de esta nueva religión que no concibe más monumento para la muerte individual que una copia ridícula y diminuta de las inmensas pirámides erigidas en memoria y para gloria de imperios y reyes? El corazón se le encogía a Piotr a la vista de estas tumbas. No le perdonaba al Estado que no dejara en paz a esos muertos o que no les pusiera otros signos, no importaba cuáles, con tal de que no fuese el símbolo de su dominio.
El pequeño sol del Cáliz… «Lo que yo pienso, seguramente lo piensan todos —se dijo Piotr—. Doy gracias por haber sobrevivido. Por haber conocido la desgracia. Por haber dejado de ser el que fui. No quiero olvidar el común destino de los hombres ni reclamar para mí una suerte especial. Quiero encontrar el camino de la justicia y librarme de lo superfluo y no conservar sino lo que merezca ser conservado. Quiero utilizar mi cólera y tener esa fuerza que sólo da el silencio». Winter estaba a su lado, con la cabeza inclinada. Era hijo de un encuadernador judío del ghetto de Varsovia para quien el hecho de estar allí, en la iglesia, era una cosa útil, y por tanto necesaria; o sea, racional. Descendía espiritualmente de esos ateos apasionados para quienes la religión no era todavía un medio político como cualquier otro. Piotr, a pesar suyo, sentía amistad por Winter, pues sabía cuánto sufría secretamente. Winter no encontraría a sus padres. Aunque, probablemente, tampoco viviría ya la madre de Piotr. Pero Winter sólo tenía ante sí ruinas de ciudades y ceniza de los hornos crematorios. Ninguna esperanza. Y, detrás de él, la muerte de su hijo. Por algunas palabras sueltas que se le habían escapado a Winter en el transcurso de aquellos meses, Piotr adivinó que el año pasado por aquél en Ashabad le había resultado tan duro y dramático como el que pasó Piotr enterrado en cárceles y campos de concentración. El hijo de Winter se moría sobre la tierra removida de una choza turkmena y él no podía hacer nada para salvarlo, ni siquiera maldecir al Estado; solamente le quedaba el recurso de aceptar el absurdo aunque sin llamarlo absurdo. Como los viejos turkmenos de amarillentos y arrugados rostros, tenía que resignarse a mirar el sol que lo abrasaba todo despiadadamente y consentir que la malaria, la miseria y otras plagas inevitables, realizaran su nefasta labor. Piotr también había aprendido a resignarse, pero la suya, creía él, era una resignación diferente a la de Winter. Más bien una prudencia, un instinto. Era como una oleada que había de retirarse algún día. Se le habían relajado los músculos, como los de un animal arrojado desde una gran altura. Sin embargo, le parecía ser más feliz que Winter. Quizá fuera sólo una ilusión, pero, por lo menos, le permitía dominar su repugnancia mientras estuviese obligado a seguirlo viendo. En aquel momento estaba casi dispuesto a tenderle la mano como prueba de fraternidad.
Salieron hacia la cruda luz del día. Los soldados soviéticos, sentados sobre el poyete del atrio, contemplaban absortos el espectáculo, que para ellos resultaba de lo más exótico. Los soldados polacos se mezclaban con la población; bromas y risas de las muchachas. De pronto, Piotr oyó un grito. Antes de haberse dado cuenta de dónde procedía aquel alarido penetrante, una cosa informe, cálida, un revoltijo de movimientos y lamentos se arrojó a sus pies e, incorporándose de rodillas, lo agarró por la cintura. El pañolón resbaló hacia atrás de la cabeza de la campesina: una cabellera desgreñada, unos ojos suplicantes cercados de ojeras, una boca retorcida por la angustiosa petición: «¡Oh, Jesús; me lo han cogido, señor; mi hijo…; socórrame, señor; me lo han cogido!». Se aferraba al uniforme. «Señor, usted es polaco y debe comprenderme. ¿Cómo es posible que hagan nada contra él si es inocente y ha luchado contra los alemanes?». Piotr rechazó a la mujer. «¡Ayudadnos, salvadnos, hermanos polacos; los NKVD se han llevado a mi hijo! ¿Por qué? ¿Por qué?». Piotr veía formarse en torno suyo un círculo de soldados a sus órdenes. Estaban allí, con los ojos bajos y una expresión muy seria. «No puedo hacer nada, mujer —dijo Piotr—, eso no depende de nosotros». Winter se acercó al grupo: «No llores, mujer; es la guerra. Estamos en el frente. Todo se comprobará y soltarán a tu hijo». Ordenó la marcha.
—Es un fastidio tener que aguantar todas estas historias —le dijo Winter a Piotr—. Pero es inevitable. Están «barriendo» el terreno. Ha sido mala suerte que en esta región no haya habido más guerrilleros que los partidarios de los fascistas de Londres. La verdad es que todos los jóvenes de aquí pertenecieron al Ejército del País.