Era en julio de 1944. Piotr Kwinto, oficial de Educación política de la Primera División polaca, caminaba por la alameda, cuya grava estaba cubierta con una capa amarilla de flores de tilo caídas. Se detuvo en el lugar en que se interrumpía la fila de árboles. Brillaba al sol una abundante hierba. Unos diminutos insectos rojos, con un dibujo negro de totem, unidos unos a otros en rito amoroso, se movían en un hueco entre las raíces. Piotr se inclinó para observarlos un momento. Luego, de nuevo erguido, miró hacia el valle. Hasta el horizonte, todo aquel espacio se hallaba en plena efervescencia. Columnas ininterrumpidas de gentes y vehículos vibraban, se retorcían y llenaban todos los caminos por las onduladas pendientes a una y otra orilla del río. Tanques pesados, cubiertos de ramas verdes, se arrastraban en rebaños, levantando y bajando las bocas de sus cañones en dirección a los promontorios y a las hondonadas del terreno. Sobre los camiones, de pie, sentados, tumbados, muchos soldados grises; el ir y venir rápido de los jeeps por los senderos, las masas de la infantería soviética cruzando los campos y avanzando en filas por entre pardas cabañas y trigales; muchos gritos, ensordecedores ruidos de claxons y gruñidos de motores; y grandes nubes de polvo brotaban de pronto, persistían, se iban estirando, y quedaban suspendidas sobre el atormentado paisaje.
Piotr Kwinto reanudó la marcha siguiendo bajo la sombra de los viejos árboles. Sobre el césped que se extendía ante la casa, unos soldados, remangados, descuartizaban unos cerdos. Otros limpiaban sus armas, o bien, apoyándose en los codos, masticaban unas briznas de hierba mientras, extendidos por grupitos en torno a sus instructores, escuchaban las explicaciones de éstos. Un megáfono que seguramente estarían reparando, emitía unos chirridos insoportables y soltaba trozos de canciones. Piotr Kwinto pasó por entre las columnas blancas de la entrada y dejó a la izquierda las cocinas en plena algarabía, llenas de humo y en las que entraban y salían constantemente los cocineros, que descargaban de los camiones trozos de carne, panes, etc. Entró en el ala izquierda. El suelo del corredor, cubierto de detritos, crujía bajo sus botas. Llamó a la puerta mientras con la otra mano acariciaba inconscientemente un bajo relieve esculpido en la oscura madera de roble. Aquella finca, en tiempos de la ocupación alemana, había estado administrada por la Liegenschaft; los propietarios habían sido expulsados, pero quedaba allí una pariente. Piotr no la había visto aún; aquella mujer no aparecía por ninguna parte. Detrás de la puerta había un silencio absoluto. Volvió a llamar. Oyó por fin unos pasos arrastrados y, luego, otra vez silencio. Tuvo que llamar tres veces más hasta que introdujeron una llave en la cerradura y se abrió la puerta. Allí estaba la mujer. Piotr y ella se observaron un instante. Con los dedos crispados en las solapas de su bata floreada, la desconocida quería taparse instintivamente el cuello. Tenía la boca torcida por una mueca de miedo que duró muy poco, pues logró fingir una sonrisa. La mujer, cuyo rostro avejentado presentaba unas manchas rojas y cuyos ojos se agitaban azogadas, parecía pensar: «¡Un bolchevique! Por fin tengo uno frente a mí, ¿qué exigirá?». Antes de abrir la boca, Kwinto sintió por primera vez la pesada carga de los cinco años transcurridos. Sentía una mezcla de compasión y asco, algo muy desagradable que le irritaba y no sabía si esta cólera contra sí mismo era por el asco que sentía o por la compasión que no podía evitar. Comprendía que ahora, de regreso en su país natal, recaería constantemente en ese estado de irritación íntima y que este encuentro no era sino el primer eslabón de una larga cadena, la brusca toma de contacto con un pasado que él consideraba muerto y que volvía a ponerse en pie.
—Perdón, señora, me han dicho que hay aquí una biblioteca. ¿Tendría usted la amabilidad de indicarme dónde está? Es sólo para mí —añadió en seguida—; querría llevarme prestado un libro.
La señora sonreía con esa sonrisa artificial que se debe a los vencedores.
—¡Claro, naturalmente; pase usted, por favor! Pero, desgraciadamente —y su rostro (por la fuerza de la costumbre, pensó Piotr) tomó una expresión de altiva condescendencia— es una biblioteca francesa. Apenas hay en ella libros polacos, ni… —vaciló— ni rusos.
—Eso no importa; de todos modos, desearía verla si usted me lo permite.
Piotr penetró detrás de ella en un ambiente impregnado de olor a muebles viejos y de otro olor que recordaba al incienso. En los muros había unos retratos ennegrecidos que representaban a unos personajes de uniforme y arcaicas armaduras. La señora abrió una segunda puerta y le enseñó a Piotr unos grandes armarios en la penumbra. Densas telarañas cargadas de polvo cubrían las hojas de cristales. Piotr intentó abrir la primera. Pidió la llave. No la había, pero el armario siguiente se abrió con una especie de silbido cuando tiró de una de las hojas. Tocó complacido los lomos de las encuadernaciones de cuero rojo con letras doradas: estos libros le traían su propia infancia. Iguales que ellos eran los que le habían amenizado tantas horas en casa de sus abuelos y con los que pasaba tanto tiempo tendido en el canapé cubierto de tela encerada. Le gustaban sobre todo los relatos de viajes a África con aquellos dibujos donde los negros, desnudos, remaban en unas pequeñas balsas de junco, o estaban muy tiesos, apoyados en sus lanzas, en torno a sus chozas estriadas que se parecían a las casas de los castores. La envejecida señora miraba a Piotr mientras éste iba cogiendo un volumen tras otro. Y a él, esa mirada que sentía posada sobre su cuello, le estropeaba la alegría de este regreso a su infancia, a las orillas del río donde construía unas pequeñas chozas imitando a las de los negros, a la canoa tallada en un tronco, que su imaginación convertía en una piragua africana.
«Seguramente, se ha creído que me envían para requisar la biblioteca», pensó Piotr. Miró el volumen que tenía en las manos y bajó de un salto de la silla donde se había subido.
—Con su permiso, señora, voy a llevarme esto. Se lo traeré antes de que nos vayamos de aquí.
Vio pasar por el rostro de la mujer una sensación de alivio y disminuirle, hasta desaparecer por completo, la tensión que le había producido su llegada. Pero incluso mientras lo acompañaba hasta la puerta, aquella mujer se preguntaba si el militar no volvería a última hora para exigirle un reloj o dinero.
Se había sentado en la hierba, al borde del parque, apoyado en un tronco. El rojizo sol estaba velado por las nubes de polvo que levantaba el movimiento de las ruedas y de millares de pies. Una ceniza blanquecina se posaba sobre las hojas. En el aire quedaba, persistente, la vibración febril de la marcha. Unos aviones ronroneaban por alguna parte, a gran altura, por encima de las nubes. Piotr, por el rabillo del ojo, observó un momento un tanque que se detenía, torcido e inhábil, en la pendiente que había cerca de las casas del pueblo. Junto a él se agitaban unas figuritas humanas. Los tanques con avería eran la distracción favorita de los soldados. Nunca había podido comprobar Piotr en qué medida contribuían aquellos curiosos a arreglar las averías, o si, por el contrario, no hacían todo lo posible por descomponer los tanques para que su unidad no pudiera proseguir la marcha, con lo cual disfrutaban de unas vacaciones extraordinarias durante las reparaciones. Piotr se desabrochó el uniforme. París, que aparecía en las páginas de aquel libro, le parecía clavado para toda la eternidad con el aspecto que había captado el arte del dibujante: pintores con amplias blusas; modistillas que llamaban a la puerta de un estudiante, el cual, con sus pantalones estrechos y su larga levita, se desperezaba sobre sus libros; dos ángeles vestidos de crinolinas, pensando en el modo de engañar a sus odiosos maridos tenderos… El París donde él había vivido antes de 1939 le parecía a Piotr inexistente; se confundía con este París del libro, el de los ómnibus tirados por caballos, un París más denso y mejor encerrado en el tiempo. He ahí por qué no podía nunca hablarle a Iwan de París como él había querido. Aquello fue en los Urales, donde trabajaban ambos como leñadores. Iwan era un campesino de los Cárpatos, sin cultura alguna. Nunca había visto una gran ciudad y, por las noches, cuando se tendían los dos en sus camastros, hacía muchas preguntas y quería respuestas muy concretas. Pero Piotr, probablemente, quería borrar todo aquel sector de su vida; no podía considerarlo como una parte de su historia personal que pudiera comentar con calma. Creía que de París no le quedaba nada y que había sido una vida irreal que convenía destruir para que la nueva fase de su existencia tuviera algún valor.
Los pinos gigantescos de los Urales caían con gran estruendo; las palmas de los leñadores sangraban de tanto manejar la pesada hacha; los cuerpos estaban acribillados por la terrible plaga de la selva virgen: una mosca microscópica cuyos negros enjambres se metían en los ojos, en la nariz, en la boca; maldiciones del invierno; búsqueda constante de esos harapos que se emplean para envolver los pies y evitar que se hielen; y la certidumbre de la muerte: un año más, nada más que un año y todo habrá acabado. En verdad, no era necesario destruir la vida pasada; ella misma se caía a pedazos; se convertía en polvo. Por eso, cuando pensaba en aquellos años, Piotr se encogía de hombros. Consideraba lo que le había ocurrido como un castigo del destino. Un castigo por haber sido ciudadano de Herculano y Pompeya. En torno suyo se moría la gente de hambre, y por el escorbuto, mientras hablaban del pasado, rezaban o maldecían. Por eso él apretaba los labios y aprendía a callarse. Además, no había nada que decir. Las cosas eran como eran. Se trataba de una justicia vengativa.
Y ahora, la marcha del Ejército Rojo, que avanzaba como un río de lava, como una arrolladora potencia de la Naturaleza. Y él, metido en esa marcha, formando parte de la masa que avanzaba. Quizá comprendiera Piotr esa fuerza terrible, de la cual no eran sino la espuma o quizás una manifestación necesaria la inquietud y el terror de las hormigas. Pero ¿basta comprender las cosas? ¿Y la mujer que le había dejado el libro? ¿Y todos esos millones de personas que se agitan absurdamente, espantadas, con la esperanza de que los ingleses… que los norteamericanos… poder huir… enterrar el oro o esconder dólares detrás de los tapices… procurando sonreír y disimular el odio? Y mientras, la tierra insultada, despedazada por doquier con las alambradas de los campos de concentración, absorbe sin cesar la sangre, los últimos gritos de unos seres humanos y las cenizas. La Europa de las modistillas y de los tenderos gordos con gorros de noche había preparado lentamente, ella misma, el veneno que habría de matarla.
Después de todo, era una dicha estar entre los vivos con el sol dándole a uno en la cara. Las rachas de disparos de las ametralladoras crepitaban en las cercanías del pueblo. Más allá, detrás de la línea del horizonte contestaba la artillería; Piotr levantó la mano y movió los dedos, asombrado de estar allí y hasta de la hora, el día, el mes y el año en que se hallaba.