«Los corcirenses renunciaron entonces a forzar las puertas y, subiendo al tejado, abrieron en él un boquete por el que lanzaron al interior piedras y flechas. Los desgraciados se protegían lo mejor que podían. Muchos se suicidaban con las propias flechas que les habían disparado o se colgaban con tiras de sus ropas, anudadas. Durante la mayor parte de esa noche murieron de los modos más diversos, unos suicidándose y otros por los proyectiles que les arrojaban desde arriba. Al amanecer, los corcirenses amontonaron en carros sus cadáveres y los transportaron fuera de la ciudad. Todas las mujeres que habían sido apresadas en el fortín fueron hechas esclavas.
»Éste fue el fin que les reservó el partido popular a los corcirenses que se habían refugiado en la montaña. Esta revolución considerable terminó, por lo menos en lo que se refiere a la guerra de que ahora nos ocupamos».
El profesor Gil dejó la pluma sobre la mesa. Recordó a la joven. Su blusa blanca, su corbata roja entre los millares de muchachos y muchachas cuya infancia había transcurrido durante los años de guerra en los que se decidía la forma de su pensamiento y de su vida. Había ido a preguntarle al profesor el significado exacto de la palabra «estoico» para un trabajo que le habían encargado. Vivía con una compañera en el mismo piso que Gil, pero él no la veía casi nunca. Pensaba en todo aquello: el trabajo, la disciplina, las asambleas, los desfiles con banderas y retratos de los jefes. En el mecanismo social hay que pagarlo todo: para ella, hija de una portera, y para otras muchas como ella, se abría el camino de las Universidades y de un porvenir brillante. Pero no conocería jamás lo que el profesor había conocido en su juventud: la inquietud de la verdad huidiza, ese contacto que las palabras no pueden traducir.
Joanna había luchado contra los nazis, pero la verdad es que murió en su empeño de impedirle a esta joven que entrase en la Universidad: sin el nuevo sistema, a la hija de la portera le sería tan difícil subir como le había sido a él. Y es inútil decir que Joanna no quería defender a los malos; objetivamente, los defendía. Él, por su parte, le había dado cuanto podía. Habían pasado muchos años, pero no olvidaba el recuerdo de su brazo rodeándole el cuello cuando la pequeña se sentaba muy seria en sus rodillas para escuchar las historias que él le contaba sobre los héroes y semidioses griegos.
Gil le había comunicado un sentido del misterio del mundo y el misterio de la historia, le había enseñado el carácter efímero y mudable de las normas humanas, frente a las cuales lo único que importa es el acto, su intención, que habrá de juzgar la posteridad. La había inducido a interesarse incansablemente por los problemas de los hombres y por ese porvenir desconocido que sólo puede conquistarse gracias a la decisión de cada instante. Gil había tenido su recompensa: la dicha del amor entre padre e hija, la intimidad cotidiana del trabajo y la esperanza. Si la hubiera enviado a Suiza antes de la guerra, como había deseado, todo esto no habría ocurrido. Pero estaban demasiado unidos por muchos vínculos: los estudios que ella cursaba, la ayuda que suponía para él en sus dificultades. Y ahora muchas noches antes de dormirse veía descomponerse en el suelo el cuerpo de Joanna, un pequeño esqueleto frágil que se alejaba en los siglos vividos por la Humanidad. Tucídides. «Esta revolución considerable terminó».
Las normas. Mientras que la joven de blusa blanca y corbata roja estaba de pie ante él, Gil sabía muy bien cómo lo veía ella: un profesor un poco raro, retirado por reaccionario, pero inofensivo; alguien a quien se permite vivir —mejor dicho, vegetar—, pero que no comprende la grandeza de los nuevos tiempos. La sensatez burguesa debe ser también utilizada, aunque en muy pequeñas dosis. Los conceptos mueren y quedan inertes durante mucho tiempo, como ocurrió, por ejemplo, en el ocaso de Grecia; y cuando se vuelve a ellos y se les resucita, cuando se les trae otra vez a la memoria, ya no son los mismos, porque el río de Heráclito los ha transformado. Lo que había habido en él y también en su hija, en Joanna, volverá algún día, pero ya será distinto. De todos modos, a esta muchachita no podrá explicarle nada. No podría comprender si él le dijera que el mundo nuevo en el cual ella cree es cruel porque no respeta la compleja naturaleza humana y que este respeto debía quizá llamarse piedad. Tampoco entendería si le oyera poner en duda lo que ya constituía la base de la nueva educación: la fe en la ciencia como reveladora de la verdad absoluta de la historia. ¿Acaso Marx (este barbudo iconoclasta destructor de verdades absolutas y admirador de Esquilo) habría podido suponer que unas generaciones, en su nombre y llamándose marxistas, iban a marchar en cohortes disciplinadas, convencidas por los que se habían apoderado de la fuerza, de que el género humano ha logrado a la eterno sabiduría? Creían poseer una sabiduría absoluta, solamente por el hecho de apoyarse en la fuerza y porque, en un círculo vicioso, este saber considera a la fuerza como la confirmación suprema de toda sabiduría; o sea, el círculo vicioso del genial Hegel. Dentro de cuatrocientos o quinientos años, los que pronuncien la palabra Weltgeist (espíritu del mundo) lo harán con una sonrisa compasiva. Sí, pero hasta llegar a eso, no habrá piedad; el único camino será la creencia ciega en el poder revestida de oropeles científicos. El profesor pensó en la posible necesidad del fanatismo. ¿Y si todos los jóvenes de hoy, parecidos a esta joven, son dichosos? ¿Qué derecho hay a privarlos de su certidumbre y despertar las tempestades dormidas en sus corazones?
Era difícil soportar el desprecio. Las personas como él eran despreciadas; no le quedaba más remedio que resignarse. La etiqueta «mentalidad pequeño-burguesa» se aplicaba a todos los que no se adherían de un modo ciego, es decir, al profesor Gil y a muchos que él consideraba como amigos suyos. En los primeros años de la guerra, cuando aún no se había acostumbrado a soportar la soledad, solía visitar a personas que, como él, se habían instalado en esta ciudad ruinosa de la que habían expulsado a la minoría alemana. Se charlaba en torno a los pasteles y a las tazas de té y se comentaban con excitación las últimas noticias de las radios extranjeras haciendo comentarios despectivos sobre el Gobierno bolchevique. La lamentable idiotez de aquellas gentes —que pertenecían a una capa social destinada a desaparecer— le producía remordimientos. Éstos eran los responsables del orden de anteguerra, de todo lo que él detestaba. Eran personas como éstas las que habían humillado en tiempos a Gil con esa humillación que no se olvida porque él era sólo el hijo de un campesino de Galitzia que se abría paso en la Universidad a fuerza de salud y obstinación, un muchacho mal educado que no sabía conducirse en sociedad. Luego se había convertido en uno de ellos, en un profesor, un miembro de la clase dirigente. Y ahora, para colmo, pertenecía a la oposición. Seguir viéndolos y tratándolos sería sostener la ficción de su pertenencia a ese medio social. Dejó, pues, de tratar a sus conocidos y terminó por no ir a ninguna parte. Sin embargo, estaba unido a ellos por imposición de los que gobernaban. Solamente se podía estar a favor o en contra. Los matices no contaban.
Sus colegas de la Universidad, uno tras otro, proclamaron su adhesión a los principios del marxismo-leninismo-stalinismo. Y lo que les impulsaba a ello no era sólo el deseo de conservar la cátedra, sino que, incapaces de soportar el desprecio, acababan haciendo lo que les obligaría a despreciarse a sí mismos. Para evitar la caída —que ellos consideraban infamante— en los limbos en que los desheredados de hoy se acordaban de los buenos tiempos de antaño mientras esperaban la llegada, supuestamente salvadora, de los norteamericanos, no les quedaba más que un camino: aceptar totalmente la ortodoxia comunista. Además, los representantes del orden nuevo los ayudaban a mudar facilitándoles una adaptación progresiva e indolora.
La muchacha de la blusa blanca y corbata roja estaba más cerca del espíritu del profesor Gil que todos aquéllos a quienes, antes de la guerra, les estrechaba la mano y les decía cosas agradables. Su ilusión se había convertido en una realidad: las Universidades estaban llenas de juventud campesina y obrera. Y, sin embargo, este resultado era engañoso y no merecía que por él se pagara el precio supremo.
Fuera, el reloj del mutilado campanario gótico daba una hora. A Gil no le gustaba esta ciudad. No le tenía cariño. Todo el Centro, que había sido incendiado en 1945 por el Ejército Rojo al asediar a los alemanes, era todavía un montón de ruinas. El profesor se paseaba por la orilla de los canales andando con grandes zancadas por esta desértica extensión que tanto en primavera como en otoño tenía los mismos matices: los de la hierba enfermiza, de las barras de hierro cubiertas de moho y cuyas extremidades retorcidas salían del suelo, de los ladrillos que se convertían lentamente en polvo… No lejos de esta ciudad había muerto su esposa apenas salió del campo de concentración donde los habían metido al sacarlos de Varsovia. Aquella desgracia la resistió casi con indiferencia porque entonces estaba muy débil y creía que también para él la muerte sólo sería cuestión de días. Pero se salvó del tifus. Empezó entonces a buscar a Joanna y regresó a esta calle sin saber por qué, sencillamente porque había que meterse en alguna parte.
¿Decisiones? No. Todo había sucedido automáticamente. Cuando daba sus clases, hablaba de lo que estaba convencido: de que la perspectiva desde la cual abarcamos los acontecimientos históricos cambia continuamente y que el pasado, como las pobres sombras del Hades, sólo revive cuando se alimenta con sangre del presente. El pasado de Grecia había sido resucitado varias veces y de un modo siempre nuevo y cada vez había servido de apoyo a las tesis dictadas a los historiadores por sus propias pasiones. Gil se esforzaba en transmitir a los estudiantes la conciencia de los peligros que amenazan siempre la búsqueda de la verdad; quería hacerles comprender lo fugitiva —y a la vez valiosísima— que es la luz de la única verdad, llamita de una lámpara que el viento apaga continuamente.
Cuando le quitaron su cátedra, lo hicieron con miramientos, no adujeron su avanzada edad —ya que cincuenta y ocho años es la madurez para un intelectual—, sino su estancia en un campo de concentración y la necesidad de que reposara. Y ahora, una vez más, como tantas veces desde entonces, se planteaba la cuestión: ¿había intervenido en esto su propia voluntad poniendo deliberadamente en peligro su cátedra, o bien no había pensado en absoluto que pudiera perderla, confiándose ingenuamente en ese liberalismo que la propaganda soviética decía defender? La respuesta importaba mucho, pero no la encontraba.
«Falta de confianza en la capacidad de conocer la razón humana; difusión del agnosticismo y del objetivismo burgués», tal era, y él lo sabía muy bien, el diagnóstico de su enfermedad. El límite entre los partidarios de la relatividad de los valores, a quienes Gil consideraba como la infamia del siglo XX, y los que como él trataban de destruir la mayor parte posible de esa falsedad que impide al hombre avanzar hacia el verdadero conocimiento, era una frontera que los dueños del poder borraban intencionadamente. Pero el profesor dudaba de su propia magnanimidad. Verse apartado de estos muchachos y de estas chicas de corbatas rojas suponía desterrarse de la vida; no importaba de qué vida, puesto que era el exilio de la vida. El aislamiento le iba ya señalando con sus taras: no recordaba muchas palabras y se producía en él un repetido aborto mental que le iba envenenando espiritualmente. Y ellos, los del poder, a fuerza de crear las condiciones necesarias para tener razón, acababan teniéndola: el que estaba contra ellos retrocedía sin cesar, y si uno deseaba avanzar, tenía forzosamente que adoptar el nuevo culto.
Se preguntaba el profesor si con su actitud le era fiel a Joanna. La muerte de ésta había sido una muerte física. Se había detenido en un punto determinado del tiempo. Pero él, en cambio, al intentar seguir siendo lo que era, acababa convirtiéndose en otro distinto. No se va impunemente contra la corriente ni se puede alterar por un esfuerzo de voluntad el ritmo del ambiente que se respira. Cuando, hacía ya muchos años, salió de su pueblo para instalarse en la ciudad resuelto a luchar por el progreso, no podía suponer que había de llegar un día en que sufriría semejante derrota.
Sintió frío; las primaveras de estos años eran casi invernales. Se arropó en su chaquetón y vio que había vuelto a olvidársele pedir hilo para coserse el botón. Cogió de nuevo la pluma.
«El Partido aristocrático había sido casi eliminado. Los atenienses zarparon rumbo a Sicilia, primer objetivo de su expedición».