«… no pensaban vivir lo suficiente para que les llegara el momento de rendir cuentas».

El viento rizaba los bordes de las cuartillas sobre la mesa. Gil procuraba imaginarse aquellos hombres que padecieron una epidemia de peste, la cual, después de todo, había tenido poca importancia en las crónicas del pasado. Cedía a la mayor tentación del historiador: el deseo de volver a crear, empleando en ello toda la fuerza imaginativa; el gesto de las manos de una mujer ateniense que se lamenta; la expresión que toma el rostro de un padre ante su hijo muerto; la forma única, individual, de unos dedos que levantan una copa de vino… En efecto, cuando se logra dar vida de nuevo a todo eso, puede decirse que el tiempo ha sido abolido. Quedará entonces por captar la gran simultaneidad de las innumerables existencias humanas que fueron y que serán, transmitiéndose una a otra la misma queja. Pero ni el tiempo, ni la historia del género humano, son ilusorios. Negarles existencia sería hundirse en la calma de la derrota y sacar de la propia derrota una ley general. Nada resuelve la voluntad sin la piedad, ni la piedad sin la voluntad. Si una sola persona pudiera bastar para salvar la condición humana, recogería la sangre en una cuba procurando no perder ni una sola gota, pero no para llegar a la conclusión de que todo ha pasado ya y transformar poco a poco su gemido en una sonrisa de indiferencia. No, al contrario: conservaría el don de la cólera y de la fe inquebrantable.

No se trataba de palabras. Los obreros de la ciudad se callaban, pero la huelga de hambre que habían hecho algunos recientemente, seguida de detenciones en masa, tenía su raíz en una obstinada certidumbre, expresada sólo en parte, la fórmula con que protesta desde siempre el pueblo: «No es justo».

Gil temía recibir cualquier día, como muchos otros considerados improductivos, la orden de abandonar la ciudad, lo cual le privaría de la biblioteca universitaria, llevándole a alguna aldea olvidada entre los cenagosos caminos. Pero aún más temía perder (una vez fuera de esta ciudad fría que se repoblaba de fábricas y donde el aislamiento del profesor era total) ese último fondo común que constituye la vida de una masa humana. Sí, mejor o peor, era en esta masa que había aprendido a callarse… y no sólo a callarse, sino a repetir los slogans ordenados, donde se mantenía el conocimiento de lo que es justo y lo que es injusto. Estos hombres, los polacos hoy esclavizados, se habrán convertido algún día en los verdaderos amos de las minas, las fundiciones y de toda la industria sin creerse dueños de la verdad absoluta. Aunque Gil no fuera propiamente uno de éstos, en Varsovia por lo menos estaba junto a ellos.

Fue a la cocina y se hizo un poco de té. Lo bebió mientras leía el periódico. Últimamente había aprendido a descifrar la manera soviética de dar las noticias e incluso adivinaba, a través de los largos discursos rebosantes de optimismo oficial, qué peligros amenazaban. Las noticias más importantes (como, por ejemplo, la detención del secretario general del Partido, víctima de su programa: «Un camino nacional hacia el socialismo») no las daba la Prensa. Sin embargo, con un poco de práctica y según el orden y el tono de los comunicados y las breves alusiones a ciertas «dificultades», se podía reconstruir con bastante claridad la situación; sobre todo basándose en los procesos.

La primera página estaba ocupada por un gran proceso de «traidores a la Patria e innobles lacayos del imperialismo». Gil admiraba siempre la minuciosidad con que eran preparados estos procesos. Creía que las fechas, incidentes, y encuentros de unas personas con otras eran por lo general exactos. El arte soviético consistía en elaborar de tal forma estos datos, que, una vez realizados, los hechos más inocentes y casuales acabaran formando la imagen de un crimen. Como dijo un poeta malicioso: «Haz crecer una mentira de un granito de verdad. No seas de los que mienten olvidando la realidad».

Gil conocía un nombre de aquéllos. Levantó las cejas, extrañado: ¿Cisowski? ¿No era éste el amigo de Joanna? ¡Pero si hacía mucho tiempo que lo habían detenido!; por lo menos cuatro o cinco años. Como es natural, Cisowski había confesado cuanto le pidieron: que en la ocupación hitleriana pertenecía a un grupo clandestino al servicio de los anglosajones; que después empezó a recibir de su jefe, Darewicz, dinero procedente de Londres; que ayudó a huir a Darewicz y le enviaba al extranjero sus informes de espionaje… Por otra parte, el papel de Foca en el proceso era secundario. Había recibido una de las condenas más leves. Unos ocho años, lo cual quería decir —según calculó Gil— que saldría a los tres o cuatro años, si se le contaba lo que había durado su detención preventiva y si no le fallaba la salud.

Volviendo al periódico, encontró en tercera página un artículo sobre el desarrollo de la Prensa. Inclinaba la cabeza relacionando los hechos. Unos cuantos días antes había leído el profesor en esta misma página una breve nota anunciando que el camarada Baruga había muerto de cáncer. Entonces no se había extrañado. No sabía que aquel dirigente había caído en desgracia, como lo probaba el pequeño formato de la nota necrológica. Ahora la cosa estaba confirmada, porque entre los que se habían distinguido en el trabajo de organizar la Prensa polaca comunista no se citaba el nombre de Baruga.

El cielo de verano estaba azul, con una nube blanca y la flecha de una golondrina. A lo lejos oyó música de trompetas en un desfile mezclada con los chirridos del tranvía. Gil ordenó sobre la mesa las cuartillas que había escrito. Las puso en pila y fue igualando los bordes con la mano. A pesar de todo, al hombre le quedan medios de lograr la calma. Se fija una tarea y mientras la realiza comprende que es una tarea insignificante perdida en la multitud de preocupaciones y esfuerzos humanos. Pero cuando su pluma queda parada en el aire esperando resolver un problema de interpretación o de sintaxis, todos los que alguna vez se han servido del pensamiento y del lenguaje a través de los siglos, se hallan junto a este hombre, el cual nota inconscientemente esa estimulante presencia. Y esta fusión con ellos le proporciona la calma. ¿Quién podría ser tan arrogante como para saber cuáles son los actos que se unen y sostienen mutuamente y cuáles los que caerán en el ridículo y en el olvido fuera de lo que merece llamarse un patrimonio? En vez de insistir en esto, más vale que nos impongamos la única norma importante: mantenernos libres de tristeza y de indiferencia.