Fecha: 25 de octubre de 1415.
Fuerzas en liza: El ejército feudal del rey de Francia contra el del rey de Inglaterra.
Personajes protagonistas: Enrique V y sir Thomas de Erpingham frente a Carlos VI, Charles d’Albret, el mariscal Boucicault y Guillermo de Sauvase.
Momentos clave: La victoria inglesa en el sitio de Harfleur y su posterior marcha hacia Calais.
Nuevas tácticas militares: Por primera vez se usaron cañones de limitada efectividad y no móviles, pero presentaban un gran avance con respecto a las primitivas «bombardas». De hecho, no tuvieron ninguna influencia en el desarrollo de la batalla.
Durante ciento dieciséis años franceses e ingleses estuvieron luchando por el dominio de territorios, confrontaciones que se conocen en la historia como guerra de los Cien Años, a lo largo de la cual la suerte de ambos bandos fue fluctuante. Entre todas aquellas luchas, en octubre de 1415, en el pequeño pueblo de Azincourt o Agincourt, en inglés, cerca de la ciudad hoy francesa de Calais, un pequeño contingente inglés de soldados cansados y enfermos se enfrentaron con el poderoso ejército feudal francés. Y les ganaron con sus arqueros. Su victoria supuso el dominio de Normandía, zona por la que llevaban siglos peleando, mientras los franceses consumían sus fuerzas en una guerra interna. A partir de este momento, la Corona inglesa dio impulso a su campaña de conquista en Francia. El éxito de tal aspiración les permitió imponer nuevos límites territoriales y modificar los tratados políticos de siglos antes. Y en este pequeño pueblo de Azincourt fue donde se gestó todo…
En aquellos días, el rey inglés Enrique V pretendía recuperar el ducado de Normandía, que había estado en manos inglesas durante más de doscientos años. Como es frecuente en la historia, la rivalidad había comenzado mucho tiempo atrás, desde que el duque francés Guillermo de Normandía (al que unos se refieren como Guillermo el Conquistador y otros como Guillermo el Bastardo) se adueñó de Inglaterra en 1066.
A partir de ese momento, los normandos se convirtieron en reyes de una gran nación, y exigieron al rey francés ser tratados en consecuencia ya que se había producido una situación paradójica: por un lado, como duque de Normandía, Guillermo era súbdito del rey francés, pero también era rey por sí mismo. Y eso porque los monarcas ingleses poseían en Francia grandes extensiones de tierra. Y que hubiera territorios en Francia controlados por los ingleses se convirtió en una gran amenaza para la soberanía francesa. En realidad deberíamos decir «controlados por el rey de Inglaterra» y «la soberanía del rey de Francia», pues en la época feudal no existían las ideas de nación o estado, sino las de lealtad hacia el señor natural, y resultan por tanto irrelevantes los términos de «Francia», «Inglaterra», «ingleses» o «franceses», aunque lo utilicemos de acuerdo con nuestro punto de vista actual para simplificar.
Los problemas sucesorios normandos comenzaron un siglo después de su entronización en Inglaterra. Parecía que las cosas se iban a solucionar cuando el rey inglés Enrique III (1216-1272) renunció en el tratado de París (1259) a todas las posesiones de sus antepasados normandos y a todos los derechos que pudieran corresponderle sobre la corona de Francia. Pero no fue así, porque los matrimonios cruzados habían producido la insólita situación de que, en ocasiones, el rey inglés tenía más derecho al trono de Francia que el mismo rey francés.
La guerra de los Cien Años (1337-1453) fue el resultado de una enrevesada cuestión dinástica entre los reyes franceses de la dinastía Capeto y de la dinastía de Valois y los reyes de Inglaterra de la dinastía Plantagenet, que reivindicaban la Corona francesa desde 1328.
Eduardo III (1312-1377) era rey de Inglaterra cuando comenzó la guerra de los Cien Años. Con él empezaron los problemas dinásticos entre los Capeto, reinantes en Francia en 1328 y que murieron sin descendencia, y los Valois, una rama familiar colateral que subió al trono francés a través de Felipe VI. También se ampliaron las rivalidades por Escocia y el ducado de Guyena, por las que franceses e ingleses reñían desde el siglo XIII.
Tras una lucha por la sucesión en Escocia, en 1337 Francia acudió en ayuda de los escoceses, y entonces Eduardo III aprovechó la oportunidad para reclamar lo que, según él, le correspondía: la corona de Francia, ya que él era descendiente de los Capeto por línea materna. Su madre era la reina Isabel, hermana de Carlos IV de Francia. Sin embargo, los franceses se negaron a coronarlo alegando que la ley Sálica impedía la sucesión real por vía femenina. Así empezó la larga guerra que mantuvieron Francia e Inglaterra, apoyadas por otros Estados, durante ciento dieciséis años.
Casi setenta años antes de Azincourt, ya Eduardo III y Felipe VI de Valois lucharon en un campo de batalla muy próximo, Crécy. En aquellos días el rey inglés reclamaba el ducado de Bretaña y para conseguirlo, en 1346, desembarcó en Normandía e inició una rápida incursión por Francia. Felipe VI salió en su persecución y lo alcanzó en Crécy, donde los ingleses consiguieron una aplastante victoria. Al año siguiente los ingleses tomaron Calais, el punto del continente más próximo a Inglaterra. La Peste Negra obligó a Felipe VI a establecer una tregua, que iba a durar siete años (1347-1354).
En total, los franceses fueron derrotados en tres batallas (la batalla naval de Sluys, en Crécy y en Poitiers) y los ingleses obtuvieron a perpetuidad la Guyena, que comprendía el Limosin, Périgord, Quercy Rouergue, Agenais, parte de Saintonge y de Gascuña, y Calais. Lo único que no recuperó Eduardo III fue Normandía. Pero la verdadera perjudicada en esta primera parte de la larga contienda fue Francia.
En 1380 subió al trono francés el menor de edad Carlos VI. Sus accesos de locura —tenía la obsesión de creer que su cuerpo era de cristal— le incapacitarán para gobernar, pero el matrimonio entre el rey inglés Ricardo II, viudo de Ana de Luxemburgo, con su hija primogénita Isabel, que por aquel entonces sólo tenía siete años de edad, daría como resultado un periodo de paz que duraría veintiocho años.
La paz acabó cuando Enrique IV, primo de Ricardo II, depuso a éste. Ricardo, confinado en el castillo de Pontefract, murió asesinado —dicen que le dejaron morir de hambre—, mientras Enrique IV se enfrentaba de nuevo a los escoceses y galeses, instigados y dirigidos por Francia. A la muerte de Enrique IV el 20 de marzo de 1413, subió al trono su hijo Enrique V y la rivalidad entre ingleses y franceses volvió a subir de intensidad.
LA TERCERA ETAPA DE LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS
Cuando el joven Enrique V —experto en táctica y organización logística, muy frío, racional, inteligente y valeroso— subió al trono de Inglaterra se encontró que su rival francés, Carlos VI, era un rey inestable, enfermo, de escasa personalidad, desorganizado y propenso a frecuentes ataques de demencia, así que pensó que sería fácil reconquistar lo que creía que eran sus posesiones y derechos. Así que comenzó a reivindicar los ducados de Aquitania, Guyena, Gascuña y Normandía, lo que representaba en aquellos días la casi totalidad del reino de Francia.
Por entonces, la nobleza francesa estaba dividida en dos facciones: los Armagnac —que apoyaban al hermano del rey, el duque Luis de Orleans, y defendían los privilegios de la nobleza y las clases dirigentes— y los Borgoñones, encabezados por Juan I, duque de Borgoña, apodado «Sin Miedo», descendiente de la dinastía Valois, que representaban al pueblo llano parisino, los gremios y los artesanos.
El padre de Enrique ya había derrotado a sus enemigos insulares; Escocia y Gales. Era el momento de volver su atención hacia Francia, más ahora que los de Borgoña habían optado por aliarse con los ingleses para acabar con el rey Carlos VI. La inestabilidad política y la incapacidad del rey francés, pensaba el inglés, le facilitaría las cosas.
Enrique estaba acostumbrado a batallar desde muy joven. Había aprendido bajo la supervisión de dos genios de la estrategia: Harry Hotspur y Tomas Percy, maestros que acabarían traicionándole y a los que se tuvo que enfrentar y derrotar en Shrewbury (1403), batalla que permitió al rey inglés perfeccionar su sentido táctico y el concepto militar que lo llevaría, doce años más tarde, a su gran victoria de Azincourt.
Sin embargo, antes de oponerse a Carlos VI, Enrique ofreció casarse con su hija menor y resolver por matrimonio —algo muy común en esos siglos— el problema de las posesiones inglesas en Francia. Mientras negociaban, ambos monarcas armaban grandes ejércitos en previsión de una traición o rotura de las conversaciones, algo que también era frecuente entonces. En la primavera de 1415, las negociaciones se rompieron y Enrique decidió invadir el reino francés.
«Brindando a la nación victorias que celebrar, Enrique quizá podía hacer que los ingleses se olvidaran de que su padre había usurpado el trono. Puesto que Francia estaba sumida en su lamentable guerra civil y la facción borgoñona se mostró más dispuesta a luchar junto con los ingleses que contra ellos, parecía un buen momento para iniciar una nueva invasión y volver a la situación de los días de Eduardo III», explica Isaac Asimov en su libro La formación de Francia.
Así que Enrique V formó una gran flota, modernizó el sistema de reclutamiento y agregó nuevas armas y piezas de artillería para su ejército. Una vez preparados, los ingleses salieron de Southampton y cruzaron el canal de la Mancha con una flota de mil quinientos buques, según algunos autores y trescientos, según otros. Desembarcaron en Normandía el 13 de agosto de 1415, como Eduardo III había hecho setenta años antes.
El desembarco en esa zona en lugar de un poco más al norte, donde Enrique poseía Calais, fue un golpe estratégico porque le permitió sitiar Harfleur, entonces el puerto más importante del canal de la Mancha, en poder de Francia. Al no contar con ayudas, el puerto capituló el 22 de septiembre de ese año. Sin embargo, cinco semanas de sitio fueron demasiadas: le habían costado a Enrique al menos la mitad de sus hombres en combate, por enfermedad y por deserciones.
Dos semanas después, el ejército inglés se retiró a Calais para reponerse y descansar. Tras dejar una guarnición en Harfleur, comenzó un viaje de unos doscientos kilómetros. Durante la marcha no dejó de llover, lo que unido al frío y la humedad, debilitó aún más al ejército afectado también por la disentería.
Por el contrario, durante el sitio del puerto, Charles d’Albret —condestable de Francia, que mandaba las tropas francesas en sustitución del siempre enfermo rey Carlos VI— había logrado reunir un numeroso ejército que desplegó entre Harfleur y Calais. Mientras los ingleses se retiraban, el francés los observó a lo largo del río Somme y estableció un plan de ataque: el mariscal duque de Berry se encargaría de interceptar a Enrique, mientras las tropas de Carlos VI se establecían en Saint-Denis y las del mariscal Boucicault se preparaban en Caudebec, a unos cincuenta kilómetros al este del puerto de Harfleur, obligando a los ingleses a enfrentarse a ellos antes de llegar a Calais.
Enrique había contado con que los franceses no impedirían su marcha, ya que hasta el momento no habían mostrado interés por presentarle batalla. Pero no fue así. En ese momento, el ejército inglés estaba en inferioridad numérica, además de estar sus hombres cansados, enfermos, desanimados y casi sin provisiones. Una confrontación en ese estado supondría la aniquilación de los ingleses. Enrique era consciente de la situación: entre él y Calais había un ejército francés descansado y al menos tres veces mayor. Él sólo deseaba alcanzar seguridad en sus dominios de Calais. Su campaña se había convertido en una retirada desesperada. Así, Enrique solicitó una tregua a los franceses, pero sus términos fueron rechazados. De nuevo, no hubo acuerdo entre los rivales. La batalla era inevitable.
LAS PROBABILIDADES, A FAVOR DE LOS FRANCESES
Ambos contingentes finalmente se encontraron el 25 de octubre en los bosques de Azincourt, cincuenta y cinco kilómetros al sur de Calais y a sólo treinta kilómetros al noreste del lugar de Crécy.
Shakespeare relató la batalla, en 1598, en su obra Enrique V. Según él, el rey dirigió a sus menguadas y agotadas tropas una arenga sabiendo que estaban perdidos ante la superioridad numérica francesa e intentando animarles apelando a la camaradería y a su valor. «Si hemos de morir —dice el rey a sus hombres—, ya somos bastantes para causar una pérdida a nuestro país; y si hemos de vivir, cuantos menos hombres seamos, mayor será nuestra porción de honor», para continuar diciendo que «el que no tenga estómago para esta pelea, que parta; se redactará su pasaporte y se pondrán coronas para el viático en su bolsa: no quisiéramos morir en compañía de un hombre que teme morir en nuestra compañía».
El ejército inglés estaba formado por más de un millar de hombres de armas (así llamados los que llevaban protección de armadura y yelmo y combatían, a pie o a caballo, con lanza, espada o maza), y cerca de ocho mil arqueros equipados con largos arcos (longbow); todos ellos combatirían desmontados y desplegados estratégicamente en una zona angosta e inundada por lluvias caídas la noche anterior. Otras fuentes dicen que eran unos seis mil. Los franceses, bajo las órdenes de D’Albret, contaban con alrededor de veinticinco mil hombres —otras fuentes dicen que no llegaban a dieciocho mil—, principalmente de caballería pesada y de hombres de armas a pie, unos dos mil, elevados por otras fuentes a seis mil ballesteros en la retaguardia.
Sin embargo, los ingleses no se amedrentaron ante su inferioridad. Ya sea por la victoria, o por la gloria de Inglaterra, el caso es que no tenían más alternativa que luchar. Enrique no estaba dispuesto a que la campaña acabase en fracaso. No era el momento de dejarse llevar por el desánimo. Si hacemos caso a Shakespeare, Enrique V les dijo: «Nosotros pocos, nosotros felizmente pocos, nosotros somos una banda de hermanos, porque el que hoy derrame su sangre conmigo será mi hermano; por vil que sea, este día ennoblecerá su condición. Y los gentiles hombres que están ahora en la cama en Inglaterra se considerarán malditos por no haber estado aquí, y tendrán su virilidad en poco cuando hable alguno que luche con nosotros el día de San Crispín».
Los franceses no podían desaprovechar la oportunidad. Había que castigar a Enrique por su arrogancia obligándole a regresar a Inglaterra humillado y vencido. Desde la noche anterior, todos los nobles franceses celebraron por anticipado una victoria cierta.
Sólo el duque de Orleans y, sobre todo, el mariscal Juan Le Maingre, más conocido como Boucicault, veterano de las cruzadas, fueron sensatos y prudentes. Hasta el momento habían preferido la cautela y seguir los pasos del ejército inglés, acosándoles en su marcha pero sin correr el riesgo de una batalla formal. Es más, al mariscal no le gustó el campo de batalla. Pero ninguno de los demás nobles le secundaron, empeñados en enfrentar sus fuerzas con las del rey inglés.
La tradicional formación francesa consistía en situar a la caballería en ambos flancos, arqueros al centro, y los hombres de armas desmontados en la retaguardia. La táctica era usar la caballería para eliminar a los arqueros enemigos y despejar el paso a sus propios arqueros, que eran seguidos por los hombres de armas. Sin embargo, los franceses aquel día confiaban en una victoria rápida por la superioridad numérica, de forma que los hombres de armas urgieron a los arqueros a retirarse a la retaguardia y permitirles a ellos el ataque frontal, no fuera a ser que la batalla terminara antes de que ellos vieran acción. Así que la caballería saldría la primera al ataque contra los arqueros ingleses.
Dada las características del terreno, los franceses no pudieron desplegar ni situar adecuadamente su caballería pesada. De hecho, a pesar de su aparente ventaja numérica, las tropas galas estuvieron desde el comienzo en desventaja a causa de sus pesadas armaduras, lo estrecho del campo de batalla y la dificultad de moverse en el terreno embarrado. En opinión de Asimov, si los franceses hubiesen combatido racionalmente, tendrían que haber ganado. «La única posibilidad de Enrique V era que los caballeros franceses luchasen en su habitual manera indisciplinada, al estilo de los torneos, algo que ya les había costado cuatro grandes derrotas en el siglo XIV. En la suposición de que así lo harían, Enrique aprovechó magistralmente las ventajas del terreno», escribe en su historia La formación de Francia.
Después de observarse varias horas, los ingleses iniciaron las acciones. Enrique, sabiendo que eran menos, había dispuesto su pequeño ejército a lo largo de un frente de no más de novecientos metros, con ambos flancos bloqueados por densos bosques, para obligar a los franceses —aunque fueran muchos más— a crear una línea poco más ancha que la suya. A ambos lados, situó a sus arqueros protegidos con estacas, con afiladas puntas, enterradas a su alrededor para defenderse de las cargas de caballería.
LA BANDA DE HERMANOS DE ENRIQUE V COMIENZA EL ATAQUE
La batalla empezó cuando la caballería francesa, al mando de Guillermo de Sauvase, trató de cargar. Los arqueros ingleses no atacaron enseguida y esperaron a la señal de sir Thomas de Erpingham. Cuando la caballería francesa estuvo al alcance de las flechas dio la señal de inicio y una andanada de flechas lanzadas por los arqueros ingleses llenó el cielo con sus ocho mil precisas saetas, de casi un metro de largo, disparadas con sus longbows.
Atascados en el lodo, los jinetes se desplazaban penosamente hacia delante, todos agolpados en una zona muy corta por lo que sus movimientos estaban muy limitados, y cargaron desordenadamente. Los que llegaron se encontraron con el letal obstáculo de las estacas aguzadas y tuvieron que retroceder, haciéndolo de forma que estorbaban la marcha de su propio ejército. Muchos caballeros, además, no llegaron a tiempo de ocupar sus posiciones debido al barro. Enseguida, las cabalgaduras francesas atascadas en el lodo se desplomaron en el terreno pantanoso, arrastrando a sus jinetes con sus pesadas armaduras metálicas, que los convirtió en un blanco fácil para los arqueros ingleses.
Pero los franceses se resistían y realizaron un segundo ataque de caballería que sufrió el mismo destino, cayendo prisioneros, heridos o muertos muchos de sus señores. El caos aumentaba en las filas francesas. En el tercer y último empuje, la milicia francesa perdió completamente la cohesión y muchos de sus hombres comenzaron a huir del campo de batalla o se rindieron.
Tras poner en fuga a la caballería enemiga, los arqueros ingleses, siguiendo la táctica inglesa usual de formar los lados de una U abierta, haciendo calle, dirigieron al enemigo hacia donde se encontraban las unidades más fuertes, los hombres de armas desmontados y los franceses cayeron en la trampa. Era el momento de luchar cuerpo a cuerpo. Las tropas inglesas, empuñando destrales, podones (un tipo de cuchillo) y espadas, lanzaron sucesivos asaltos contra ellos. A la infantería de Carlos le fue imposible asaltar el centro inglés: sus hombres, totalmente desmoralizados ante el desastre de su caballería y con las mismas dificultades de movilidad por culpa del barro, fueron completamente aplastados.
Pese a la mayor potencia y precisión de las ballestas francesas, tardaban más en cargar en comparación con los veloces arqueros ingleses, lo cual fue crucial para la derrota. Y aunque era difícil enfrentarse a la agilidad de los livianos arqueros, algunos franceses llegaron hasta las líneas inglesas, donde el propio Enrique V recibió un golpe de maza en el casco, cayó y estuvo a punto de ser herido; sus servidores se apresuraron a ponerle a salvo.
En menos de una hora el combate había acabado. Los ingleses habían vencido. Cuentan que, como último recurso, los franceses —comandados por Ysambart d’Azincourt— atacaron al equipaje del rey inglés, y asesinaron a sus pajes, casi todos niños. Enfurecido, el rey Enrique ordenó la matanza de todos los prisioneros franceses. Al día siguiente, Enrique V recorrió el campo y dio orden de matar a los heridos, supuestamente por falta de logística para atenderlos. Los soldados eran poco importantes en aquellas batallas, pero cientos de barones y caballeros fueron asesinados en contra de todas las convenciones de la caballería que ordenaban que las vidas de los prisioneros nobles fueran respetadas. La tercera parte de todos los caballeros de Francia había muerto en la batalla o ejecutados, una acción que le valió al inglés bastante impopularidad entre muchos cronistas.
En cualquier caso, las cualidades de Enrique V como general y gobernante, y su maestría como estratega al saber sacar ventaja al terreno le convirtieron en el gran triunfador en 1415. En opinión de Isaac Asimov, si los franceses hubiesen conservado su sangre fría y mantenido su cauta política de evitar una batalla, continuando con sus pequeñas acciones de acoso a medida que el ejército de Enrique se desintegraba en su marcha hacia Calais, los ingleses habrían sido destruidos. «De las cinco grandes batallas que la caballería medieval de Francia había perdido contra enemigos más disciplinados desde 1300, la batalla de Azincourt fue con mucho la más desastrosa», asegura.
Unos quinientos miembros de la nobleza francesa murieron, incluido el condestable Charles d’Albret, y junto a ellos cayeron unos cinco mil soldados y más de mil fueron tomados prisioneros. El prudente mariscal francés Boucicault murió prisionero y amargado en Londres. Francia no pagó su rescate. Azincourt pesará durante varios años sobre el ánimo de los franceses, que de creerse casi invencibles pasaron al desánimo absoluto.
Las pérdidas inglesas están contabilizadas en menos de doscientos soldados y trece caballeros, entre los que estaban el duque de York y el conde de Suffolk.
LOS HOMBRES DEL LONGBOW
Esta batalla inició la decadencia de las grandes formaciones de caballería. La estrategia militar feudal francesa, tradicionalmente basada en el empleo de infantería y caballería dotada de pesadas armaduras, quedó completamente desacreditada por la victoria de Enrique V. A partir de Azincourt, los ejércitos comenzaron a dar mayor peso a la infantería, reduciendo la caballería y la infantería pesada de los hombres de armas. Sin embargo, los franceses, que estaban muy orgullosos de su caballería, tardaron siglos en reconocer su error estratégico.
Por el contrario, el arco de tipo longbow logró mayor fama debido a que muchas fuentes le atribuyen ser el arma responsable de la victoria inglesa. Ya en 1346, en la batalla de Crécy y en 1356 en Poitiers, los arqueros también fueron decisivos en los triunfos de las armas inglesas. Sin embargo, historiadores modernos no se ponen de acuerdo sobre su trascendencia en estas batallas, que algunos refutan debido a que en esa época las puntas de flecha no se fabricaron con el acero de calidad necesaria para perforar la armadura francesa, realizada con una cota de malla de anillos de hierro entrelazados sobre la que los caballeros se colocaban piezas de acero pulido desde la cabeza hasta los pies.
Lo cierto es que el arco longbow inglés —hecho generalmente de madera de tejo y usado por primera vez por los galeses contra los ingleses en el siglo XII e incorporado en 1252 al ejército inglés— cambió notablemente las tácticas y resultados de grandes batallas de los siglos XIV y XV y convirtió a Inglaterra en una potencia bélica, dotada con las más temidas unidades de élite de la Europa medieval. En este sentido, hay expertos que mantienen que en tiros de larga distancia, hasta doscientos metros, sus flechas eran capaces de atravesar la armadura. Y a medida que las distancias de tiro se acortaban, el lanzamiento era letal ya que no había armadura que se le resistiera. Además, los yeomen o arqueros tenían bastante pericia, ya que comenzaban a prepararse a los siete años de edad y llegaban a ser capaces de disparar hasta quince flechas por minuto y dar en un blanco de las dimensiones de un hombre a doscientos metros de distancia.
Lo que nadie duda es que los franceses se equivocaron subestimándolos, considerando que sus ballesteros eran igualmente eficaces. Los arqueros ingleses hicieron estragos en las batallas medievales ya que podían aterrorizar a un ejército completo, espantar a sus cabalgaduras (muchos caballeros morían entonces aplastados o arrastrados) o, cuando menos, acabar con la moral de cualquier soldado sometido a una lluvia de sus proyectiles.
En general, la utilización del arco inglés fue desapareciendo con la aparición del arma de fuego y de la artillería. Así, en 1450 en la batalla de Formigny, cuatro mil franceses, incluidos algunos artilleros, derrotaron a más de siete mil ingleses, la mayoría de ellos arqueros. A partir de entonces, los yeomen ingleses fueron en cada vez más ocasiones sobrepasados por armas y tácticas más efectivas. En el 1500 con la aparición del mosquete, el arco ya tenía poco que hacer, pero como todavía los artilleros tardaban en cargar sus armas de fuego —tiempo en el que le podían llover miles de flechas—, los arqueros se mantuvieron durante noventa y cinco años más, hasta ser eliminados en 1595.
En Azincourt, los franceses confiaron en las ballestas y esta mala decisión, en opinión de muchos expertos, les costó numerosas vidas. Eran armas largas y pesadas que lanzaban dardos o saetas que medían entre 30 y 45 centímetros. Con un alcance semejante al de los arcos, su mayor problema en la batalla era su lentitud de cargar, con una cadencia de un máximo de cuatro proyectiles por minuto, en el mejor de los casos, poco efectivos frente a las diez a quince cargas de los arqueros ingleses. De hecho, los arqueros ingleses dieron poca tregua a los ballesteros ya que tardaban poco en tensar sus arcos y disparaban con formidable tino, mientras los ballesteros giraban las manivelas de sus aparatosas ballestas.
Además, el ballestero estaba indefenso durante la pesada recarga: debía introducir un pie en el estribo de la ballesta y tirar de la cuerda con ambas manos. A su lado se situaba un pavesero, quien con un gran escudo —llamado pavés— le protegía durante este peligroso procedimiento.
En Azincourt se usaron ballestas en el tiro raso (es decir, horizontal) y también al modo de un mortero, con trayectorias altas y parabólicas para atacar a los lanceros de retaguardia. Además, se utilizaron algunos cañones y bombardas de diferentes calibres, pero no tuvieron una importancia fundamental en la batalla.
LA CONQUISTA DE PARÍS TENDRÁ QUE ESPERAR
Enrique no pudo aprovechar la increíble victoria en Azincourt porque no tenía alimentos ni pertrechos para continuar la campaña, por lo que retrocedió hasta Calais y se embarcó al poco tiempo hacia Inglaterra. Las tropas desembarcaron en Dover el 16 de noviembre, pero de haber tenido los suficientes hombres y avituallamiento podrían haber continuado hasta París y Enrique V coronarse rey. Muchos historiadores mantienen que, de haber ocurrido, probablemente la guerra de los Cien Años hubiese terminado antes de acabar el invierno. Sin embargo, continuaría otros treinta y ocho años. Lo que sí consiguió Enrique V con su triunfo fue allanar el camino a los ingleses para dominar la mayor parte de Francia hasta mediados del siglo XV.
En 1420, el vencido Carlos VI se vio obligado a aceptar el tratado de Troyes, por el cual su hija, Catalina de Valois, finalmente se casaría con Enrique V y proclamaba a este último y a su futura descendencia como sucesores de Carlos VI. Como dote, la princesa francesa aportaba los ducados de Normandía y Anjou, que pasaron a manos inglesas.
Claro que las cosas no sucedieron como estableció el tratado: Carlos tenía su propio hijo, el delfín Carlos, y el rey inglés el suyo, Enrique. Y ocurrió lo que nadie esperaba, que tanto Carlos VI como Enrique V murieron, con dos meses de diferencia, en 1422. Enrique no vivió lo suficiente para entrar en París. La corte francesa incumplió lo pactado en Troyes y mantuvo los derechos de sucesión del delfín Carlos en lugar de reconocer al niño Enrique VI de Inglaterra, como estaba establecido. De nuevo franceses e ingleses volvían a enfrentarse. Carlos era un usurpador y los ingleses invadieron nuevamente Francia y pusieron sitio a Orleans. Así comenzó la última etapa de la guerra más larga de todos los tiempos.
Francia estaba dividida en tres partes y, en este último período de batallas, se hallaba teóricamente bajo la autoridad del débil Carlos VIL Entonces surgió la carismática y famosa Juana de Arco, quien consiguió levantar el sitio de Orleans e impulsó los ánimos de los partidarios de Carlos VII —hablar de espíritu nacionalista es imposible, aunque en la posteridad la Doncella de Orleans se convirtiese en símbolo del nacionalismo francés— aun después de que fuera capturada y ejecutada en 1431. Al final de la guerra en 1453, Inglaterra había perdido todos sus territorios en Francia a excepción de Calais.