Fecha: 1096-1100.
Fuerzas en liza: Bando cristiano: cruzados (llamados francos) católicos y bizantinos ortodoxos. Bando musulmán: turcos selyúcidas y árabes fatimíes.
Personajes protagonistas: El papa Urbano II; el emperador de Bizancio Alejo I; Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, y sus hermanos, Eustaquio, conde de Bolonia, y Balduino; Bohemundo de Tarento y su sobrino Tancredo; Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa; Roberto de Flandes y Roberto de Normandía; Kiliy Arslan, Yaghi-Siyan.
Momentos clave: Batalla de Dorilea; cerco y toma de Antioquía; matanza de Ma’arrat al-Numan y conquista y saqueo de Jerusalén.
Nuevas tácticas militares: Primera vez que los europeos tuvieron que enfrentarse a arqueros a caballo.
Los turcos utilizaron por primera vez palomas mensajeras a modo de correo postal.
Durante miles de años el Oriente Próximo ha estado bañado en sangre. Grabadas en la tierra están las cicatrices de las guerras entre tres de las grandes religiones del mundo. Pero la herida más profunda fue la causada por la guerra entre cristianos y musulmanes, iniciada a finales del siglo XI y que duraría doscientos años. En juego estaba una pequeña franja de tierra de unos pocos cientos de kilómetros de longitud, pero con un gran trofeo: Jerusalén. Los grandes cronistas de dos mundos diferentes —el musulmán y el cristiano— vieron esta lucha con ojos distintos, pero todos hablaron de grandes hazañas, de grandes batallas y grandes guerreros; de hombres que dieron su vida por su Dios. El enfrentamiento entre la media luna y la cruz es conocido en la historia con el nombre de las cruzadas. Dos turbulentos siglos que comenzaron con la llegada de los primeros francos a Tierra Santa en 1096.
EL GERMEN DE LA GUERRA SANTA
De todas las ciudades del mundo, Jerusalén, lugar sagrado para las tres grandes religiones monoteístas, es la que ha provocado más conflictos en el pasado y una de las que se enfrenta a un futuro más problemático. Para los judíos es el lugar donde Abraham ofreció el sacrificio de Isaac, el monte Moría, sobre el que se alzó luego el templo de Salomón, donde estaba el sanctasanctórum que guardaba el Arca de la Alianza y, posteriormente, el gran templo de Herodes el Grande. Para los cristianos, donde Jesucristo fue crucificado, resucitó al tercer día y ascendió a los cielos. Para los musulmanes, es el sitio desde donde Mahoma subió al cielo.
Tras la muerte de Jesucristo, su palabra se expandió por todo el Imperio romano, el cual acabó haciendo el cristianismo religión oficial en el siglo IV. Sin embargo, en el siglo VII la Ciudad Santa fue tomada por militantes de una nueva fe: el islam. Cuatrocientos años más tarde los cristianos intentaron recuperar la ciudad. En toda Europa se reunieron miles de guerreros (las cifras varían entre 30 000 y 60 000) preparados para la batalla. El duque Godofredo de Bouillon, el caudillo arquetipo de las cruzadas, dirigió una marcha de casi tres años a través de cinco mil kilómetros para recuperar Jerusalén en nombre de Dios. Fue el origen de un enfrentamiento entre fes que duraría más de doscientos años.
Thomas Asbridge, profesor de la Universidad Queen Mary de Londres, comparte la opinión de la mayoría de los expertos: «Para estos combatientes, esta Cruzada era una guerra espiritual que les serviría para limpiar su alma de pecados. Seguramente tendrían otros objetivos, pero el principal y el compartido por la mayor parte de ellos fue batirse por su religión».
Sin embargo, hay otra visión de estos caballeros de Cristo. Los testimonios de los cronistas e historiadores árabes de la época no hablan de cruzadas, sino de guerras o invasiones francas o, como también eran conocidas, de los frangí, frangié oferenyi. Para el escritor y ensayista paquistaní afincado en Gran Bretaña Tariq Alí, autor de la novela histórica El libro de Saladino, sobre la vida de la figura del sultán de Egipto y Siria Salah ad-Din —protagonista de la Tercera Cruzada y de la recuperación de Jerusalén en 1187—, durante siglos los cruzados han sido considerados como unos bárbaros que vinieron a destruir la civilización islámica cuando estaba en su mejor momento. «Ésta es una idea que se ha transmitido hasta el día de hoy; por eso la palabra cruzada, incluso actualmente, provoca muchas suspicacias».
«En el siglo XI la sociedad era tremendamente violenta. Era un tiempo en el que los gobiernos centrales todavía no estaban organizados. Las grandes monarquías europeas aún no se habían consolidado. Estaban en manos de pequeños y grandes señores feudales, que gobernaban desde sus castillos, hacían pequeñas incursiones y luchaban entre ellos. Fue una época de anarquía endémica», señala Jonathan Phillips, profesor de Historia de la Universidad Royal Holloway de Londres.
El arzobispo y canciller de reyes Guillermo de Tiro (1130-1190), historiador «oficial» cristiano de las cruzadas, dejó su testimonio de aquella guerra: «La fe —narra en Historia rerum in partíbus transmarinas gestarum, su crónica inacabada en 23 libros— había desaparecido en toda la faz de la tierra. El temor al Señor ya no prevalecía entre los hombres. La justicia se había desvanecido del mundo. Las naciones eran dominadas por la violencia. La traición, el fraude, la mentira ensombrecían todas las cosas. Toda la virtud había desaparecido por considerarse inútil y la maldad reinaba en su lugar».
Sólo había una organización con capacidad de detener aquella anarquía: la Iglesia. La fe católica dominaba la Europa occidental del siglo XI. «El mundo de la Edad Media estaba profundamente interesado por la religión. Hoy, desde nuestra sociedad laica, nos resulta casi imposible entender lo preocupados que estaban por la religión», señala el profesor del Alma College Paul Crawford. «La gente de entonces estaba atemorizada constantemente por el pecado; prácticamente todo lo que podían hacer en la vida era un pecado en potencia», añade Thomas Asbridge, profesor de la Universidad Queen Mary de Londres. En este contexto tomó cuerpo la ilusión de que para librarse de los sufrimientos de la vida diaria había que demostrar la fidelidad a Dios con un acto extraordinario y heroico.
La Iglesia podía absolver a un hombre de sus pecados pero le faltaba el poder político para erradicar los males de toda la sociedad. Los feudos de Europa, con sus gobernantes laicos, habían apartado a un lado al papado. Hasta el año 1088, cuando llegó un nuevo papa a Roma, Urbano II, y todo cambió. «Era un hombre astuto, que comprendía las necesidades políticas, sociales y religiosas de su tiempo. Sabía cómo conjugar estos factores y canalizarlos para fines productivos», explica Paul Crawford.
Urbano II trazó un plan para devolver a la Iglesia católica al mapa político; comenzó en 1095, después de la petición de ayuda de un antiguo rival: el emperador bizantino Alejo I, jefe político de la Iglesia griega ortodoxa, una de las figuras más prestigiosas de Oriente de aquellos tiempos, que estaba perdiendo su imperio. Hubo una época que el poder de la Iglesia ortodoxa se habla extendido hasta la Tierra Santa de Oriente Próximo.
Siguiendo las crónicas de Guillermo de Tiro, «la semilla venenosa de Mahoma —escribe—, ese hijo primogénito de Satán», era la fuerza dominante en la región. Su doctrina había logrado establecerse en Oriente durante más de trescientos años. «Sus sucesores —narra— emplearon la espada y la violencia para obligar a sus gentes, muy a su pesar, a abrazar los erróneos principios de este falso profeta. Pero de todos ellos, los peores sin duda fueron los turcos».
Los turcos selyúcidas se acababan de convertir al islam. Miles de jinetes nómadas de largos cabellos trenzados habían surgido de las estepas de Asia central y bajaron hasta Oriente Próximo en busca de tierras. Temibles guerreros, se apoderaron de Persia, Siria y Palestina hasta que, finalmente, capturaron la Ciudad Santa de Jerusalén. Después, se dirigieron al norte y tomaron al asalto todo lo que encontraron en su paso, hasta llegar a la capital del Imperio bizantino: Constantinopla. «El equilibrio de poderes de la región cambió. Los bizantinos perdieron un gran territorio y, con él, la recaudación de tributos y el reclutamiento de tropas, además del prestigio», cuenta Jonathan Phillips.
EL PERSUASIVO SERMÓN DEL PAPA URBANO II
En este contexto, en 1095, el emperador Alejo necesitaba contraatacar, pero no podía hacerlo él solo. Acudió al Papa invocando el espíritu de hermandad cristiana para que enviara una fuerza de élite de caballeros, que le ayudaran a mantener a los turcos a raya. Esto supuso para el papa Urbano II la oportunidad perfecta de ampliar su poder político. «En aquella época los papas tenían un gran papel manipulando, intrigando y politiqueando», recuerda el escritor e historiador Tariq Alí.
El papa Urbano supo aprovecharse de la desgracia del Imperio bizantino y decidió lanzar su propia guerra santa contra el islam, una cruzada que fortalecería su papado y devolvería a Roma el protagonismo en el escenario político mundial. «La idea de la cruzada le permitió reforzar su autoridad sobre los caballeros de Europa occidental a costa de los señores feudales laicos; asimismo, significa alejar a estos caballeros de Occidente y evitar así que emplearan su violencia contra la Iglesia católica. También hacía retroceder al infiel y representaba para los cristianos la oportunidad de hacerse con los Santos Lugares», mantiene Jonathan Phillips.
El resultado fue el gran concilio de Clermont, noviembre de 1095, durante el que, en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta obispos, cuatrocientos abades y un número extraordinario de eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, el Papa lanzó un grandilocuente discurso a las afueras de esta ciudad francesa. Era un llamamiento a príncipes, caballeros, clérigos y hombres del pueblo para emprender una guerra bajo la bandera de la Iglesia católica. «Urbano debió de ser un orador eficaz y enormemente carismático. Su discurso fue una especie de enorme mitin con miles y miles de personas siguiendo sus palabras con entusiasmo. Un sermón religioso astutamente preparado», afirma el profesor Paul Crawford.
Condimentado con relatos exagerados sobre las atrocidades de los musulmanes contra los peregrinos cristianos que vivían o visitaban la Tierra Santa, el Papa demonizó a los turcos y presentó las cruzadas como una guerra apocalíptica entre dos fes. Como cuenta Guillermo de Tiro: «Sus palabras parecían proceder directamente de Dios y fueron acogidas, de igual forma por jóvenes y ancianos, como un mandato de los cielos». Según este cronista, Urbano II, con una elocuencia extraordinaria y el fervor que le comunicaba su espíritu ardiente y entusiasta, dijo: «La cuna de nuestra fe, la tierra de nuestro Señor y de nuestra salvación está en manos de gente sin Dios que la ha tomado por la fuerza… Durante muchos años, la malvada raza de los sarracenos, seguidores de prácticas impuras, han oprimido con su tiránica violencia los lugares sagrados, donde destacan las huellas de nuestro Señor. Los sacerdotes han sido asesinados en sus santuarios, las vírgenes han sido forzadas a elegir entre la prostitución o la muerte». Luego pidió a los cristianos occidentales, pobres y ricos, que acudiesen en auxilio de los griegos de Oriente, pues Deus vult («Dios lo quiere»), exclamación con la que el Papa terminó su discurso y que se convirtió en adelante en el santo y seña de los cruzados.
«La intensidad emocional del momento fue muy alta. Al final del discurso, Urbano hizo un llamamiento y la gente no dudó en abrazar la cruz: tomaron trozos de tela que se colocaron en el pecho, en el corazón, como una especie de señal de que hacían voto de ir a Oriente a salvar a sus hermanos», explica el profesor Crawford.
Sin duda, inspirados por la posibilidad de alcanzar prestigio y honor, decenas de miles de hombres y mujeres —familias y pueblos completos— se unieron a la cruzada del papa Urbano II. Pero había otras cosas que les atraían: la promesa de grandes riquezas. «Se sabía —explica Tariq Alí— que existía una enorme riqueza en esa parte del mundo. Era el centro del comercio. Todas las caravanas comerciales pasaban por ahí y el dinero fue un gran aliciente».
Había una buena razón para que aquellos hombres dejaran todo y viajaran a miles de kilómetros a una tierra de la que posiblemente nunca regresarían. Devastada por el hambre y las pequeñas guerras, Europa era un lugar maldito y muchos anhelaban una vida mejor, no sólo en la eternidad, sino también en este mundo. El historiador francés Dareste de la Chavanne (1820-1882) calculó que durante el siglo XI hubo treinta años de malas cosechas y Europa occidental padeció una terrible hambruna entre 1087 y 1095, período que coincidió con la proclamación de las cruzadas en la ciudad francesa de Clermont.
Además de conseguir dinero y tierras donde se decía que fluían «leche y miel», pronto se extendió la noticia de un incentivo superior. El Papa ofreció un billete directo al cielo a todos los que se entregasen a la cruzada. Anunció que a los que partieran a luchar contra los bárbaros, no por la codicia de bienes materiales, sino por la salvación de sus almas y por la liberación de la Iglesia, «les serán perdonados completamente sus pecados». Una irresistible propuesta que supo vender el Papa. «El trato fue que todos los que fueran a las cruzadas no acabarían en el infierno», precisa Jonathan Phillips.
En la guerra santa los cruzados tenían la bendición de Dios para dejar de lado el quinto mandamiento: «No matarás», siempre y cuando se ejerciera contra los infieles. Para Thomas Asbridge, ésta recompensa espiritual fue como abrir la caja de Pandora. «Creo que el Papa no fue consciente del peligro de esa idea expuesta en Clermont. Esto llevó a un incremento del odio hacia el extranjero en Europa occidental y a una mayor rigidez en contra de los que no eran como exigía la norma, es decir, cristianos occidentales».
Antes de que la cruzada propiamente dicha, la expedición militar, se pusiera en marcha, se formaron masas de peregrinos de toda clase —enfermos, ancianos, mujeres, niños— que adoptando también el signo de la cruz se echaron a los caminos rumbo a Jerusalén. La llamada Cruzada de los Pobres llevaba al frente a unos cuantos líderes carismáticos como Pedro el Ermitaño o el caballero Gualterio Sin Haber, pero no tenía ninguna organización ni disciplina, ni contaba con suministros; avanzaba como una plaga de langosta, destruyendo pero también dejando el camino lleno de bajas propias, a causa del hambre, el frío y las enfermedades y de víctimas inocentes, pues realizaron diversas matanzas de judíos.
Para estos fundamentalistas, los infieles estaban por todas partes y anhelaban el derramamiento de sangre. «Los peregrinos se levantaron cruelmente contra los judíos —cuenta Guillermo de Tiro— realizando una matanza y alegando que los asesinatos contra los enemigos de la cristiandad eran un buen servicio. Atacaron y decapitaron a muchos de ellos; destruyeron sus hogares y sus sinagogas, y se repartieron el botín de los asesinados». En su recorrido por Europa, miles de judíos fueron aniquilados en el nombre de Dios, dándose la paradoja de que algunos obispos de los lugares por donde pasaban los cruzados acogiesen a los judíos en las iglesias para darles protección.
El asesinato y el sacrificio de inocentes se convirtieron en el sello de la Primera Cruzada desde sus comienzos, pero los componentes de la Cruzada de los Pobres pagarían de inmediato sus pecados. Al llegar a Constantinopla no quisieron esperar a la cruzada de verdad, cruzaron el Bósforo y tan pronto se internaron en Anatolia fueron exterminados por los turcos, aunque Pedro el Ermitaño logró salvarse.
LA FIGURA DEL HEROICO Y NOBLE CRUZADO
En el verano y otoño de 1096, casi un año después del sermón del Papa en Clermont, huestes procedentes de lo que hoy es Francia, Benelux, Alemania e Italia, partieron en una marcha épica de casi cinco mil kilómetros para liberar a sus hermanos cristianos y Tierra Santa del dominio musulmán. De los caballeros francos —así llamados tanto porque su lengua más común era el francés, como porque se podían considerar herederos del Imperio franco de Carlomagno— que se alistaron para rescatar el Santo Sepulcro el más rico y capacitado era Raimundo de Saint-Gilles (1042-1105), conde de Tolosa. Pero el más piadoso y desinteresado fue Godofredo de Bouillon (1061-1110), duque de la Baja Lorena, quien fue, además de un reconocido guerrero, un gran benefactor de la Iglesia católica y un gran devoto. Hijo de Eustaquio, conde de Bolonia (Boulogne, en la costa atlántica), y de Ida, hija de Godofredo el Barbudo, duque de la Baja Lorena y de Bouillon, pertenecía a una antigua familia que se enorgullecía de tener a Carlomagno entre sus antepasados. Su feudo, dependiente del Sacro Imperio Romano Germánico, comprendía gran parte de Flandes y el señorío de las Ardenas, aunque el condado se extendía más al sur. Querido, valiente, recto, de fuerza proverbial y elevada estatura y cabellos rubios, representó el perfecto prototipo del caballero cristiano. «Se había ganado su reputación de guerrero antes de las cruzadas por sus hazañas en combates individuales y era un hombre respetado entre todos los jefes de la expedición», señala Jonathan Phillips.
Godofredo fue de los primeros nobles en tomar la cruz respondiendo a la llamada del papa Urbano II. Dos de sus hermanos le acompañaron en la gran aventura: el mayor, Eustaquio III de Bolonia, y el menor, Balduino (1058-1118), tremendamente cruel, que iba a ordenarse sacerdote pero acabó por colgar los hábitos a causa de su afición a las mujeres y a la guerra.
El historiador militar John France ha seguido durante años los pasos del duque Godofredo y su hermano Balduino y ha estudiado en los archivos medievales la vida en las cruzadas. Según sus investigaciones, abrazar la cruz de Dios era muy caro. «La gente debía vender e hipotecar sus tierras para cubrir los gastos durante la cruzada, unos costes que equivalían a seis años de sus ingresos», explica John France. «Los ricos iban con todo su séquito y familia. Muchas esposas acompañaban a sus maridos porque ellas también habían sido seducidas por esa extraordinaria oportunidad de salvarse. Por tanto, las cruzadas significaron que toda una sociedad se trasladó hacia el este, a Jerusalén», asegura France.
Para financiar la campaña, Godofredo vendió o empeñó varios de sus estados, llegando a hipotecar su castillo de Bouillon al obispo de Lieja. Tras reunir lo necesario para formar un ejército, partió rumbo a Constantinopla en el mes de agosto de 1096. Su hueste estaba formada por loreneses, flamencos, brabanzones y alemanes.
Tras el de Godofredo otros contingentes se pusieron en camino. Adelantándose a todos había salido hacia Oriente Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia Felipe I, que llevaba solamente un pequeño séquito, disminuido aún más por un naufragio; se uniría a la cruzada en Constantinopla casi de forma individual. El segundo cuerpo expedicionario fue el de los normandos de Sicilia, mandados por Bohemundo de Tarento y su sobrino Tancredo, que hizo el viaje por mar. El tercero, el más numeroso, era el de los occitanos del conde Raimundo de Tolosa, con quien iban el legado papal, el obispo Ademara del Puy, y una considerable masa de peregrinos; desde el sur de Francia pasaron por el norte de Italia y los Balcanes, provocando no pocos incidentes en el camino. Por fin, una cuarta hueste salió del norte de Francia y los Países Bajos bajo el mando del conde Roberto II de Flandes, a quien acompañaban Roberto de Normandía y Esteban de Blois, hijo y yerno respectivamente de Guillermo el Conquistador (1027-1087), el duque normando que se había convertido en rey de Inglaterra; bajaron hasta el extremo meridional de Italia para embarcar en Brindisi.
Durante seis meses, la hueste de Godofredo se desplazó lentamente por la Europa del Este, recorriendo miles de kilómetros y cruzando ríos y montañas. Finalmente, unieron sus fuerzas con otras tropas cristianas, en el punto acordado: el corazón espiritual de la cristiandad de Oriente, Constantinopla.
A LAS PUERTAS DE CONSTANTINOPLA
Desde hace novecientos años, la ciudad conocida actualmente como Estambul se asienta en el extremo más oriental de Europa; para los cruzados, era la última ciudad cristiana antes de aventurarse, a través del Bósforo, en territorio enemigo. La capital bizantina estaba rodeada por dos murallas que formaban dos anillos concéntricos de más de dieciséis kilómetros de perímetro y más de nueve metros de altura.
Una masa caótica de sesenta mil personas no era lo que Alejo I había pensado cuando pidió al papa Urbano que enviara unos mercenarios de élite. Él había solicitado sólo algunos caballeros occidentales, unos trescientos, bien entrenados para la lucha contra los turcos, la cantidad suficiente para que él personalmente pudiera dirigirlos a donde creyera que había una amenaza. «Pero lo que recibió fue algo completamente diferente. Diez mil hombres fanáticos cayeron sobre él como una peste, y otros fueron llegando, oleada tras oleada, a su ciudad imperial», señala Jonathan Phillips. Entre ellos había unos cuantos centenares de caballeros y muchos infantes armados, pero también miles de mujeres, niños y ancianos harapientos. Todos ellos llevaban cosidas a la espalda tiras de telas en forma de cruz.
El primer contingente cruzado, el de Godofredo, llegó a la ciudad imperial el día 23 de diciembre de 1096; acampó a extramuros a lo largo de la zona llamada Cuerno de Oro, vigilado estrechamente por las tropas imperiales. La multitud acampada a las puertas de la ciudad era lo suficientemente grande como para poder organizar un ataque contra Constantinopla.
Para alivio de los bizantinos, no todos los expedicionarios llegaron a la vez. Bohemundo lo hizo el 9 de abril de 1097; Raimundo de Tolosa, el 27 de ese mes; y Roberto de Flandes, en mayo. Ese escalonamiento permitió al emperador Alejo ir transbordando contingentes cruzados al otro lado del Bósforo, de forma que nunca estuvieran reunidas todas las fuerzas francas; aun así, tomó la precaución de mantener las diez puertas de la ciudad firmemente cerradas para la gran masa de cruzados. No se podía permitir el lujo de ofenderles y pergeñó un plan para manipular los acontecimientos en su propio beneficio.
El emperador quería obtener de Godofredo de Bouillon y los otros jefes cruzados un juramento de fidelidad. Lo intentó varias veces con resultado infructuoso. Una guerra con Occidente era lo que menos deseaba Alejo I, por lo que ocultando su ira, invitó a los mandos cruzados al palacio imperial. Alejo confiaba en poder ganarse al duque Godofredo y a su hermano Balduino. Pero con ellos iba Bohemundo de Tarento, el agresivo hijo de Roberto Guiscardo, el noble normando que había conquistado Sicilia y el sur de Italia.
«Era posiblemente el mejor guerrero de la expedición. Se decía de él que tenía la ferocidad de un león hambriento atacando a un grupo de ovejas», cuenta Phillips. Su experiencia en la batalla era inestimable, ya habla vencido a los musulmanes en Sicilia, pero también llevaba años de enemistad con los bizantinos. Su padre, Roberto Guiscardo (1015-1085), había muerto en Cefalonia, en campaña contra Bizancio.
«La mayor necesidad del ejército cruzado era conseguir alimentos. No habla cadenas de suministro como en los ejércitos modernos ni nada estaba planificado en este sentido. Los cruzados sólo podían vivir de lo que encontraban a su paso. Alejo podía controlarlos mediante sus mercados. Él tenía todo el alimento, así que no les quedó más remedio que negociar con el emperador», indica Jonathan Phillips.
Ante el peligro de que el emperador cortara el suministro a los cruzados, el domingo de Pascua de 1097, Godofredo de Bouillon, su hermano Balduino, al igual que todos los señores que le acompañaban en reunión secreta en el palacio, se vieron forzados a prestar el juramento de fidelidad. Sólo entonces consintieron en rendir homenaje al emperador concediéndole el mando de toda la campaña con la promesa de restituir al Imperio bizantino y a la Iglesia ortodoxa de Oriente todos los territorios que pudieran conquistar a los turcos. Sus nuevos socios, los bizantinos, se encargarían de transportar a todo el ejército a través del Bósforo. Pero en el territorio enemigo se puso a prueba esta frágil alianza.
LA TRAICIÓN GRIEGA EN NICEA
Una vez dejada atrás Constantinopla, el ejército cruzado tuvo que recorrer más de mil seiscientos kilómetros por territorio hostil para llegar a Jerusalén. En mayo de 1097 alcanzaron la primera ciudad en manos enemigas: Nicea, hoy conocida como Iznik, situada a menos de tres días de marcha de Constantinopla y que había sido antes una ciudad bizantina. Sin embargo, veinte años atrás había caído en manos turcas y era la plaza fuerte del sultán Kiliy Arslan, quien según el cronista árabe Ibn al-Qalanisi, no había cumplido aún los diecisiete años cuando llegaron los invasores. El ejército cruzado marchó desde Constantinopla, atravesando las colinas. Desde el norte se extendieron alrededor de la ciudad, sitiándola y haciéndose fuertes. Al fin estaban frente al enemigo impío.
Pero entrar en Nicea no fue fácil. Una gruesa muralla de cinco kilómetros de perímetro, diez metros de alto y coronada por 240 torres cercaba los tres lados de la ciudad. «Las murallas tenían torres separadas a treinta metros de distancia; eso significaba que de cualquier forma que se acercaran a ella habla vigías que observaban, convirtiéndose en un blanco fácil», explica el historiador militar John France.
Los cruzados asediaron la ciudad durante seis semanas. La lucha fue muy intensa pero la moral en el campamento cristiano era alta. Estaban a punto de lograr su primera victoria. Aunque los jefes cruzados habían prometido devolver la ciudad al emperador Alejo, esperaban al menos quedarse con las riquezas del saqueo para ellos. Pero inesperadamente, en el flanco occidental, al suroeste de la ciudad, en el gran lago Ascanios se perpetró la traición de los aliados bizantinos.
Semanas antes, el 18 de junio de 1097, los emisarios del emperador ya habían iniciado un plan secreto para tomar la ciudad y quedarse con sus botines. «Los bizantinos llevaron sus barcos al lago para ayudar a los cruzados a sitiar la ciudad, pero acabaron utilizándolo para otro fin. Se pusieron en contacto en secreto con los turcos de Nicea y éstos prefirieron rendirse pacíficamente a los griegos antes de ser despedazados por los cruzados, que estaban deseosos de sangre. Al amanecer, los pendones azules y dorados imperiales ondeaban en las almenas de la ciudad: Nicea se había rendido», cuenta John France.
El ejército cruzado montó en cólera al ver la bandera imperial bizantina ondeando sobre las defensas de la ciudad. Habían sido engañados por su supuesto hermano cristiano, el emperador Alejo. «El ejercito se sintió traicionado. Estaba furioso; el hombre que se suponía que era su aliado y en el que deberían confiar para las siguientes batallas por Turquía y Tierra Santa los había traicionado. Era una mala señal para el futuro de la alianza entre cruzados y bizantinos», indica el profesor de la Universidad Royal Holloway de Londres Jonathan Phillips.
El derrotado sultán Kiliy Arslan tuvo que replegarse hacia el interior del país pero no depuso las armas. Eligió como nueva capital la ciudad de Konya, mucho más al este, que sus descendientes conservaron hasta principios del siglo XIV. Pero él nunca volvió a ver Nicea.
LA BATALLA DE DORILEA
Despojados del botín de Nicea, los cruzados levantaron su campamento y se adentraron en territorio enemigo, en dirección hacia Jerusalén. Desde las colinas, el sultán turco Kiliy Arslan vigilaba todos sus pasos. Acababa de perder su ciudad fortaleza y buscaba vengarse. El enfrentamiento era inevitable. El jefe turco movilizó todas sus fuerzas de combate: más de cincuenta mil hombres. Justo delante del ejército cruzado encontró un sitio perfecto para realizar un ataque sorpresa. Según apunta el cronista Ibn al-Qalanisi, Arslan «pidió a todos los turcos que acudieran a su auxilio, y fueron muchos los que contestaron a su llamada». El épico enfrentamiento es conocido como batalla de Dorilea.
Aunque muchos lo han intentado, hasta la fecha todavía nadie ha localizado el lugar donde las tropas de Arslan hicieron la emboscada, uno de los campos de batalla más decisivos de toda la era de las cruzadas. El profesor John France, tras años de investigación, cree que está a cincuenta y seis kilómetros de Nicea, en la confluencia de dos valles, en un amplio espacio llano con tamaño suficiente para que se desplegaran los dos ejércitos en la primera gran batalla de los cruzados. Los guerreros turcos sólo tuvieron que buscar el lugar más adecuado para la emboscada. Se concentraron detrás de las colinas por donde inevitablemente transcurriría el paso de los cruzados y esperaron pacientemente.
En la madrugada del 1 de julio de 1097, divisaron a los francos. Al despuntar el día, decenas de miles de turcos lanzaron un ataque frontal contra las avanzadas de Bohemundo, acampadas en el fondo del valle. Los turcos les atacaron bajando desde las colinas, mientras los cruzados estaban apelotonados en el campamento intentando levantar sus defensas.
Las oleadas de guerreros turcos se les vinieron encima utilizando una forma de lucha nueva para ellos: no eran jinetes normales, sino arqueros montados a caballo. «Los turcos eran arqueros de primera categoría, muy valientes, rápidos y ligeros, a diferencia de los caballeros europeos. Iban en caballos más pequeños, con poca armadura y con mucha habilidad para manejar el arco a caballo en carrera a gran velocidad», explica France.
Esta inesperada nueva táctica diezmó la avanzada de Bohemundo, que según algunos autores estaba formada por veinte mil personas, mientras que Godofredo le seguía con treinta mil, aunque no todos eran combatientes, sino que había gran número de mujeres, sirvientes, clérigos y peregrinos. Los francos no tenían mucha agilidad pero dominaban a la perfección el arte de defenderse y el hostigamiento continuó durante horas.
Los turcos lanzaban flechas, jabalinas y dardos desde una distancia asombrosa. Todavía en la actualidad no está muy claro cómo lo hacían. El profesor Taef al-Azhari ha descubierto, oculta en un texto musulmán de la época, una referencia no muy clara escrita en árabe antiguo que podría resolver ese misterio: podría tratarse del naukia, un batallón turco cuyos componentes lanzaban flechas con las piernas. Según parece, el soldado se tumbaba de espaldas en el suelo y tensaba su enorme arco con los músculos de sus piernas, de forma que podía lanzar las flechas a unos doscientos metros de distancia. «Hemos encontrado —señala Taef al-Azhari— textos que hablan que a veces desaparecía la luz del sol un par de segundos debido a la gran cantidad de flechas dirigidas hacia el enemigo».
Cuando Bohemundo ya había perdido a cuatro mil de sus hombres, ordenó a su ejército a la desesperada que mantuvieran sus posiciones. La ayuda estaba a punto de llegar. El grueso del contingente franco se aproximaba al valle al mando de Godofredo y Raimundo de Tolosa. Al llegar, la fuerza de los cruzados aumentó hasta los veinticinco mil combatientes. «Los turcos —indica John France— prefirieron romper filas y huir ante el impresionante número de fuerzas cruzadas combinadas. Pero lucharon con gran brillantez, hasta el punto que han quedado recogidas estas palabras de un cruzado: “Quién hubiera dicho que alabaríamos a los turcos, que eran tan buenos soldados que de haber sido cristianos habrían sido iguales a nosotros”». En la batalla de Dorilea miles de hombres, cristianos y musulmanes, dieron la vida por su Dios. Kiliy Arslan tuvo que esperar cuatro años para vengarse.
BALDUINO SE APODERA DE EDESA
Los cruzados se creyeron invencibles y confiaron en que en poco tiempo estarían a las puertas de Jerusalén. Sin embargo, después de la batalla de Dorilea, necesitaron cien días para atravesar Anatolia, cuando lo normal hubiera sido un mes. Ante el temor de otra emboscada, en lugar de seguir la ruta más directa hacia Tierra Santa optaron por dar un rodeo a través de las montañas del Antitauro. Un peligroso viaje atravesando montañas tan altas y escarpadas que los soldados iban en una sola fila por los senderos, sin atreverse a adelantarse y viendo cómo los caballos se despeñaban y arrastraban a los demás en su caída. Agotados bajaron hasta las áridas llanuras de Pisidia, bajo un calor de más de 30 ºC y sin agua ni alimentos. Según detalla Guillermo de Tiro, más de quinientas personas, entre hombres y mujeres, murieron abatidos por el sufrimiento.
Una de las bajas más lamentables de tan tortuoso viaje fue la de Godefila, la esposa del jefe cruzado Balduino y cuñada de Godofredo. «Era una mujer muy rica —explica Jonathan Phillips—. Tenía propiedades y fondos a los que Balduino, como marido, tenía acceso, pero al morir todas esas riquezas pasaron a la propiedad de la familia de ella. Eso significaba que Balduino ya no seria rico al regresar a casa, y su actitud cambió. Empezó a pensar más en buscar tierras, posesiones y riquezas para él. Tras la muerte de su mujer, se transformó, al dejarse arrastrar por la codicia y la búsqueda de bienes materiales».
Según los cronistas de la época, Balduino tomó unos cientos de caballeros y se separó del grupo principal para realizar una misión particular: compensar la pérdida de riqueza por la muerte de su mujer. El camino más fácil era apoderarse de una ciudad. A ciento cincuenta kilómetros al este estaba el blanco perfecto: Edesa, una ciudad rica que generaba sus propios ingresos, situada a orillas del río Éufrates, en el centro de varias rutas comerciales, con un fructífero intercambio de especias y de ricas telas, provenientes de Oriente que transitaban por allí hacia el Mediterráneo. Un enclave excelente para que Balduino pudiera enriquecerse.
Pero Edesa no estaba en manos musulmanas. Era una ciudad armenia cristiana que había resistido a los turcos. Sus habitantes estaban cansados de los constantes ataques musulmanes. Así que, cuando se corrió la voz de que un príncipe cruzado estaba de camino, los ciudadanos pidieron a su gobernador, Thoros, que invitara a Balduino a acudir en su ayuda. Guillermo de Tiro recoge en su crónica que Thoros era un anciano cristiano armenio, débil y sin hijos, que resultó ser un jefe incapaz de proteger a sus ciudadanos de las «injusticias ni procurarles alivio alguno de los ataques de aquellos malditos infieles».
Sin embargo, la ayuda de Balduino tendría un precio: protegería la ciudad de los turcos a cambio de las llaves de la ciudad. Thoros le prometió ingenuamente convertirle en gobernador, pero tras su muerte. El anciano selló su propio destino al nombrar sucesor a Balduino, quien no pudo esperar el fallecimiento natural de su predecesor y comenzó a conspirar con algunos traidores de la ciudad. Thoros se dio cuenta demasiado tarde del complot de Balduino e intentó huir para poner su vida a salvo. Se descolgó desde una de las torres de la muralla de la ciudad. Uno de sus enemigos le mató y cayó en medio de la calle. Le cortaron la cabeza y la transportaron en una lanza por todos los barrios de Edesa para que la gente se burlara.
Ante los ojos de sus hermanos de Oriente, no era un buen comienzo para Balduino y sus hombres, y pocos creyeron que la cristiandad les salvaría de la amenaza del islam. «La realidad es que Balduino sólo tenía en mente conseguir su propio territorio. Estaba preparado física y políticamente para quitar del poder a un cristiano y conseguir así su objetivo», asegura Thomas Asbridge, profesor de la Universidad Queen Mary de Londres.
Mientras Balduino celebraba su toma de posesión de la ciudad y adoptaba el título de conde de Edesa, a doscientos cincuenta kilómetros al suroeste, el principal ejército cruzado llegaba a las puertas de la ciudad amurallada de Antioquía. Antioquía era una próspera ciudad cristiana, con el prestigio de haber sido el primer lugar donde predicara san Pedro y donde sus seguidores adoptaron el nombre de cristianos, sede de uno de los cuatro patriarcados originales de la Iglesia, pero desde 1085 estaba bajo el control de los turcos. Casi trece años después los caballeros cruzados arribaron dispuestos a sitiarla.
LA TOMA DE ANTIOQUÍA
El 21 de octubre de 1097, en la alcazaba de Antioquía, la mayor ciudad de Siria, habitada por más de cuarenta mil personas, se da la voz de alarma: los francos se aproximaban. Las cinco pesadas puertas de la ciudad se cerraron. Rodeada de montañas, Antioquía era una plaza fuerte prácticamente inexpugnable, con dos murallas sólidamente construidas. Una de ellas estaba edificada con robustas piedras y contaba, en niveles diferentes, con 450 torres interconectadas.
Las razones que llevaron a los cruzados a tomar la ciudad fueron varias. La principal era que Antioquía significaba la puerta hacia Siria y hacia Tierra Santa. Si hubiesen dejado esta ciudad atrás, hubieran cortado su vía de escape y su ruta de avituallamiento. «Además, espiritualmente era casi equivalente a Jerusalén en muchos sentidos. Antioquía era, según la tradición cristiana, el lugar donde san Pedro levantó la primera iglesia cristiana. Esto le dotaba de un prestigio espiritual que influyó mucho en los cruzados», destaca Asbridge. La mayoría de sus habitantes eran armenios y cristianos ortodoxos griegos. Sus gobernantes turcos les permitían libertad de culto a cambio de un fuerte impuesto, según la ley musulmana, pero esto no era suficiente para los cruzados que se hallaban fuera de las murallas de la ciudad. Querían quitarles el poder a los musulmanes y devolver la ciudad al dominio cristiano.
Los célebres relatos árabes de Ibn al-Athir hablan del enérgico gobernador de Antioquía, Yaghi-Siyan, legendario por sus largas orejas y su espesa barba gris: «Demostró —dice— tener un valor y una sabiduría, una fuerza y un juicio sin igual». Según cuentan sus crónicas, Yaghi-Siyan temía que alguno de los nasara, los adeptos del Nazareno, que era como llamaba a los cristianos, que vivían en la ciudad se sintiera persuadido a dejar entrar a los francos a la ciudad. Como no sabía cómo iban a reaccionar los que podían considerarse como aliados naturales de los invasores, el primer día mandó a los musulmanes cavar trincheras y limpiar los fosos que rodeaban la ciudad. Al día siguiente, para el mismo trabajo, mandó sólo a los cristianos. Una vez acabada la tarea, cuando se disponían a volver a casa, él les negó la entrada. «Antioquía es vuestra —les dijo, según cuenta Ibn al-Athir un siglo después del comienzo de la invasión— pero tenéis que dejármela a mi hasta que solucione nuestros problemas con los francos. Los cristianos le preguntaron quién protegería a sus hijos y mujeres y el emir contestó: “Yo me ocuparé de ellos en vuestro lugar”. Y protegió a las familias de los expulsados impidiendo que les pasara algo».
Yaghi-Siyan, convencido de la solidez de las fortificaciones y de que, atajado todo movimiento de sedición por parte de los cristianos de la ciudad, Antioquía era inexpugnable, centró su atención en los francos acampados a las afueras. A los sitiadores les resultaba imposible rodear por completo la ciudad y los defensores podían comunicarse fácilmente con el exterior para avituallarse. Además, no había problemas con las reservas de alimentos aunque el cerco estuviera cerrado, ya que la ciudad contaba con vastos campos cultivados y huertos. «Todas las fuentes alaban a Yaghi-Siyan por su buena organización en la defensa de la ciudad, día y noche, con defensores que arrojaban aceite hirviendo sobre los asaltantes y atacaban los campamentos de los francos durante la noche, para privar a éstos del suministro de comida y agua. Luchó enérgicamente para defender su ciudad y sus esfuerzos tuvieron recompensa», explica el profesor de la Universidad de El Cairo, Taef al-Azhari.
Tras ocho meses de asedio, los cruzados no estaban más cerca de entrar en la ciudad y las condiciones en el campamento eran desesperadas. El alimento siempre había sido escaso y ahora además debían alimentar a los cristianos expulsados. El sitio se hizo interminable. Según Guillermo de Tiro, se vieron obligados a beber la sangre de sus caballos. «Día a día, las provisiones disminuían y el hambre crecía. La peste se extendió por el campamento cruzado y fue tan letal que apenas quedaba sitio donde enterrar a los muertos. Con esas muertes y los que perecieron bajo la espada, el ejército estaba tan mermado que podría haberse reducido a la mitad», describe.
A partir de un texto árabe medieval recientemente descubierto, el profesor Taef al-Azhari asegura que los turcos inventaron una especie de servicio postal con palomas que les sirvió para pedir ayuda al exterior ante las narices de los sitiadores. Las aves volaban con los mensajes atados a sus patas y en cuestión de horas la petición de refuerzos llegaba a su destino. De esta manera, parece ser que Yaghi-Siyan pudo recibir ayuda desde cualquier parte del mundo musulmán.
Fueran o no alertados con palomas mensajeras o por otro sistema de comunicación, lo cierto fue que a mediados de mayo de 1098, los vigías cristianos informaron que un gigantesco ejército turco, con sus pendones negros, emblema de los abasidas y de los selyúcidas, se aproximaba a Antioquía. Se trataba de la hueste de Karbuka y, según Ibn al-Athir, «a los frangí los invadió el pánico, pues estaban muy debilitados y tenían escasez de provisiones».
Los cruzados no tenían tiempo que perder y debían entrar rápidamente a la ciudad. La batalla estaba perdida incluso antes de dar comienzo, ya que Bohemundo descubrió el punto débil de la defensa de la ciudad: un traidor en las filas musulmanas llamado Firuz. «Era un armero, fabricante de corazas. Estaba al mando de tres torres. Llevaba mucho tiempo sirviendo a Yaghi-Siyan pero acabó aceptando el soborno de los francos, que le ofrecieron una fortuna en dinero y tierras y firmó un pacto con ellos», explica al-Athir. Más aún, para demostrar que no les iba a tender una trampa dejó a su propio hijo como rehén. Así que, como solía ocurrir en estos casos, el enemigo acabó entrando, no atacando a la ciudad sino por una traición desde dentro.
Según explica el historiador militar John France, durante la madrugada del 3 de junio los cruzados se acercaron a las torres donde Firuz era el comandante; tras hacer señales con un farol, treparon mediante unas escaleras por el lado sur de la muralla. Pero ocurrió un desastre: la escalera se rompió. «Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Los cruzados subieron como pudieron por el lado de una de las torres de Firuz. En cuestión de minutos entraron a la ciudad a través de una ventana. Abrieron las puertas al resto de los que esperaban fuera y los hombres entraron atropelladamente». Ocho meses de hambre y enfermedad no habían dejado a los cruzados ni un resquicio de piedad. Guiados por cristianos de Antioquía, sacaron a los musulmanes de sus casas y los mataron de forma indiscriminada.
Como el emperador bizantino no había acudido con refuerzos, los jefes cruzados se habían desvinculado del juramento que prestaran en Constantinopla, y decidieron que se convirtiese en señor de Antioquía el primero que entrase en ella, que, naturalmente, fue Bohemundo gracias a su maniobra.
Al mediodía, la bandera de Bohemundo se colocó en lo alto de la muralla, frente a la ciudadela, cuyas calles estaban cubiertas de cadáveres. Fueron aniquilados musulmanes, pero también judíos y cristianos. No perdonaron ni a los niños, ni a las mujeres, ni a los ancianos. «Fue una auténtica venganza, para demostrar que eran los nuevos amos, que eran superiores, los señores del territorio», según señala Taef al-Azhari.
Tras doscientos días de resistencia Yaghi-Siyan se hundió y optó por escapar junto a algunos defensores. Desolado, cabalgó durante horas, sin poder recobrarse de la pérdida de su ciudad. «Se puso a llorar por haber abandonado a su familia, a sus hijos y a los musulmanes y, de dolor, cayó del caballo sin conocimiento. Sus compañeros intentaron volver a subirle a la silla, pero no se tenía en pie. Se estaba muriendo. Le dejaron y se alejaron. Un leñador armenio que pasaba por ahí lo reconoció. Le cortó la cabeza y se la llevó a los frangí a Antioquía», evoca Ibn al-Athir.
Tres días después de la caída de Antioquía, el ejército de Karbuka se divisó en el horizonte. Los cruzados tuvieron que guarecerse tras los muros de la ciudad y de sitiadores se convirtieron en sitiados, con los turcos en el exterior empeñados en contener el avance de los invasores y reconquistar la ciudad. Los caballeros de la Cruz «estaban en una situación desesperada y ya se veían muertos. Lo que les ayudó a seguir fue su creencia de que Dios estaba de su parte», explica John France.
Los cruzados rezaron para que ocurriera un milagro. Entonces, se corrió el rumor de la esperanza. Un humilde sacerdote procedente de Provenza, Pierre Bartolomé, anunció que el apóstol san Andrés se le había aparecido en sueños y le había revelado que en la iglesia de San Pedro de Antioquía, estaba enterrada la lanza que atravesó el costado de Cristo en la cruz. La Sagrada Lanza no se había visto durante siglos.
En medio de la profunda crisis, encontrarla supondría establecer una estrecha relación entre los cruzados y Jesucristo. «Una señal de Dios indiscutible; una sólida prueba de Su voluntad», explica John France. En efecto, junto al altar de la iglesia de San Pedro encontraron una pieza de metal oxidado. Pierre Bartolomé afirmó que era la Sagrada Lanza, algo que los historiadores árabes ridiculizaron. «Era un monje muy astuto. Les dijo a todos: “Si la encontráis quedaréis victoriosos; de lo contrario os enfrentaréis a una muerte segura”. Pero antes de todo, enterró él mismo un trozo de lanza y después borró las huellas», se lee en las crónicas de al-Athir.
Este hecho «sobrenatural» dio nuevo ánimo a los cristianos que, llenos de entusiasmo y exaltación religiosa, y «protegidos por la señal de la cruz», cayeron sobre los musulmanes, a pesar de la desproporción numérica. A los francos sólo les quedaban unos doscientos caballos y aun así hicieron una salida para enfrentarse cara a cara con los turcos, con la Sagrada Lanza en lo alto. Algunos testigos afirmaron haber visto a san Jorge dirigiendo la batalla. Otros, a un ejército de espíritus guiado por Dios, con caballeros cristianos sobre blancos caballos con estandartes blancos a modo de espectros. Los turcos fueron denotados «con ayuda de Dios». Tras la victoria Bohemundo se coronó príncipe de Antioquía, que quedó bajo el poder de los cristianos durante mucho tiempo. Pero no fue devuelta al emperador bizantino. El ejército de Karbuka, humillado y derrotado, regresó a Mosul y en Siria no quedó ninguna fuerza capaz de contener a los cruzados.
LOS CANÍBALES DE MA’ARRAT
Al no devolver Antioquía al emperador Alejo, Bohemundo «acabó con uno de los pilares de la Primera Cruzada: dejó de ser sostenible la idea del papa Urbano de que la Iglesia latina trabajaría con los bizantinos para derrotar a los musulmanes de Oriente Próximo», indica Jonathan Phillips, profesor de la londinense Universidad Royal Holloway. Balduino controlaba las tierras alrededor de Edesa y Bohemundo, las de Antioquía. Los dos se convirtieron en hombres muy ricos.
A finales de 1098, con los jefes cruzados cada vez más ocupados en gobernar sus nuevos principados, empezó a barajarse la idea de continuar la marcha hacia Jerusalén. Hubo muchas discusiones sobre cómo y cuándo dirigirse a la Ciudad Santa, qué ruta tomar, si descansar para recuperar las fuerzas o ponerse de inmediato en marcha… «Posiblemente entonces el ejército comenzó a desintegrarse. Algunos volvieron a sus casas, perdieron el ímpetu por completo», indica el historiador Thomas Asbridge.
Mientras los jefes de las cruzadas se peleaban, las tropas exigieron continuar hacia el sur, a Jerusalén. Según ellos, se había olvidado el verdadero objetivo de la cruzada. Su rabia y frustración acabó por desbordarse en una pequeña ciudad, situada a dos días de marcha a caballo de Antioquía: la ciudad siria de Ma’arrat al-Numan, donde los cruzados cometieron las mayores atrocidades de la guerra.
Hasta la llegada de los francos, a finales de noviembre de 1098, los habitantes cristianos musulmanes de Ma’arrat vivían apaciblemente al abrigo de su muralla circular, bajo el mandato de Ridwan de Alepo. Un pequeño contingente, bajo el mando de Bohemundo, llegó entonces a la ciudad. La noche del 11 de diciembre, el jefe franco prometió a los habitantes perdonarles la vida si se retiraban a un palacio, justo encima de la puerta de la ciudad. Todo fue un engaño. «Durante tres días —cuenta Ibn al-Athir— pasaron a todos a cuchillo o los quemaron vivos. Algunos pudieron sobrevivir al fuego, pero después murieron decapitados. Todo el mundo fue asesinado». «Fueron asesinadas entre veinte y veinticinco mil personas. Los asaltantes no hicieron ninguna discriminación entre credos y religiones a la hora de matar. No fueron sólo diezmados los guerreros, sino también niños, ancianos y mujeres. Fue una especie de limpieza étnica donde murieron cristianos y musulmanes», señala Taef al-Azhari.
Pero una vez terminada la matanza, los francos se quedaron en la ciudad durante un mes y cuatro días y, según los testigos cristianos, ocurrió lo más insólito de esta triste historia. «Nuestras tropas —dejó escrito el cronista Raoul de Caen— cortaban la carne de los cadáveres en trozos y la calentaban para comérsela. Cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados». De Caen no fue el único en narrar estas atrocidades, sino que fueron también difundidas por los poetas locales y transmitidas por la tradición oral. Ya fuera por necesidad, ya fuera por fanatismo de los cruzados, los turcos no olvidaron nunca el canibalismo de los occidentales.
Para el historiador Tariq Alí, el objetivo de aquellos actos fue extender el terror por las filas enemigas. «El hecho de comer carne humana —dice— estaba pensado para infundir el miedo en el corazón del enemigo: “Aquí estamos nosotros, somos fuertes y duros, y si es necesario os comeremos vivos”. Y en cierto sentido esto funcionó porque se produjo una oleada de pánico: los turcos pensaron que si ahora se los estaban comiendo muertos, posiblemente, mañana se los comerían vivos».
Para los jefes de la cruzada, la barbarie de Ma’arrat era la prueba de que sus tropas no permitirían más retrasos. Había llegado el momento de cumplir con sus promesas y capturar la ciudad que les había impulsado a arriesgarlo todo en el nombre de Dios. Los cruzados, dejando tras de sí ruinas y horror, reanudaron su marcha hacia el sur. Daba igual que mientras tanto los turcos hubieran sido expulsados de Jerusalén por unos musulmanes más propicios al acuerdo, los fatimíes de Egipto, con los que se entablaron negociaciones para intentar llegar a un acuerdo haciendo un llamamiento a la paz. Los fatimíes estaban dispuestos a ceder el control de Siria, pero no a entregar Palestina, algo inaceptable para los cruzados, que estaban resueltos a llegar a su objetivo final: la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén.
LA LLEGADA A JERUSALÉN
Después de seis meses de la toma de Antioquia, el 13 de enero de 1099, bajo la dirección de Raimundo de Tolosa, Bohemundo, Tancredo y Roberto de Normandía partieron hacia Jerusalén. En Trípoli se les unieron Godofredo y Roberto de Flandes; desde allí continuaron hacia el sur, excepto Bohemundo, que se volvió a Antioquía. El cansancio, la falta de caballos, las querellas entre los príncipes cristianos, las batallas y la peste devastadora que segó la vida de miles de guerreros, disminuyeron considerablemente el número de cruzados que se dirigió a Jerusalén. Después de tres años, más de cinco mil kilómetros, en junio de 1099, trece mil francos con sólo mil doscientos o mil quinientos caballos, menos de una cuarta parte de los que habían salido de Europa, llegaron a las puertas de la ciudad donde Jesucristo había muerto. La ciudad estaba fortificada y bien defendida por más de cuarenta mil hombres, bajo control del califato fatimí.
El día 7 de junio de 1099 los cruzados iniciaron el cerco. Los musulmanes los observaban desde lo alto de la torre de David, preparados para un largo asedio, ya que habían reunido gran cantidad de provisiones. Incluso, siguiendo el ejemplo de Yaghi-Siyan, habían expulsado a los ciudadanos cristianos ante el temor de que pudieran colaborar con sus correligionarios. La muralla formaba una especie de cuadrilátero irregular con más de quince metros de altura por tres de ancho. Para escalarla eran necesarias escalas y torres de asedio. Pero los defensores musulmanes habían hecho desaparecer todos los árboles de los alrededores. Los cristianos enviaron grupos de búsqueda para reunir toda la madera posible. Ocultas en un agujero encontraron cuatrocientas piezas de madera ya preparada. Era como si Dios volviera a echarles una mano. Habla material suficiente para construir dos torres de asedio de quince metros.
Al atardecer del 14 de julio, lanzaron un asalto por dos flancos. Trasladaron rodando las dos torres hasta su emplazamiento: una al sur de la ciudad, la otra al noroeste. Godofredo de Bouillon cubrió la muralla del ángulo noroeste, junto a donde hoy está la Puerta Nueva. Los defensores musulmanes sabían que si una de las dos torres de asedio conseguía abrir una brecha, Jerusalén acabarla cayendo. Al menor movimiento de las torres, los defensores musulmanes atacaban con una lluvia de flechas. De nuevo todos los sufrimientos de un sitio prolongado, como la sed bajo un sol abrasador de verano, castigaron a los caballeros de la Cruz. «La lucha fue salvaje y sangrienta. En cierto momento los cruzados dieron la orden de atacar con munición viva, que significaba literalmente eso: capturar un musulmán, atarlo a la catapulta y dispararle por encima de la muralla», explica el profesor Phillips.
Los sitiados rechazaron varios ataques a lo largo de la segunda semana de julio. En la parte del monte de Sión, en el sur, los musulmanes se defendieron lanzando una mezcla de petróleo y azufre, que arrojaban encendida sobre los asaltantes, así como telas ardiendo, hasta que finalmente la torre de asedio se incendió. Apenas habían acabado de destruirla cuando Godofredo decidió desplazar su torre hacia el este, a la zona donde estaban Roberto de Normandía y Roberto de Flandes, un terreno llano y elevado cercano a la actual Puerta de Heredes, desde donde era más fácil alcanzar la muralla. Allí estaba el punto débil histórico de Jerusalén, por donde la había asaltado Pompeyo en el año 63 a. C., y luego Tito en el año 70.
Godofredo y su hermano Eustaquio colocaron la torre contra los muros, treparon por ella y fueron los primeros en entrar en la ciudad. Desde lo alto de la muralla el duque Godofredo ordenó a sus capitanes que abriesen las puertas próximas —la de Heredes o las Flores y la de Damasco— por las que irrumpió el grueso del ejército cruzado. Los francos habían penetrado en la ciudad santa de Jerusalén y la muralla había sido desbordada.
Los jefes musulmanes se rindieron ante Tancredo en la Explanada de las Mezquitas (Haram as-Sharif), que los judíos llaman Monte del Templo porque es donde estuvo el Templo de Salomón y el reconstruido de Heredes. Tancredo intentó dar allí protección a los que habían capitulado, pero después de la inmensa victoria, los cruzados se entregaron a la más espantosa e imparable de las venganzas. «A la población la pasaron a cuchillo, y los frangí estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita de al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas», describe el cronista árabe Ibn al-Athir. Pero también asesinaron a judíos, y saquearon la mezquita de Omar, o Cúpula de la Roca, el más importante santuario musulmán, pues cobija la roca desde la que Mahoma subió a los cielos con ayuda del arcángel Gabriel. No se salvaron contra su poder ni los sacerdotes de las iglesias orientales (griegos, armenios, coptos, sirios y georgianos) «que fueron expulsados de la iglesia del Santo Sepulcro, donde oficiaban conjuntamente en virtud de una tradición que habían respetado hasta entonces todos los conquistadores», apoderándose de las más valiosas reliquias del cristianismo, explica el escritor Amin Maalouf en su libro Las cruzadas vistas por los árabes.
Una visión la de Maalouf no muy ajustada a la historia, pues los Santos Lugares cristianos habían sido arrasados por los conquistadores persas en el año 614, que masacraron 33 000 cristianos, y luego, en 1009, el califa al-Hakim había destrozado a conciencia el Santo Sepulcro, lo que no hacía sino repetir el afán destructivo de otros conquistadores anteriores de Jerusalén, como babilonios o romanos.
Raimundo de Aguilers, canónigo del Puy y capellán de los invasores, escribió en sus memorias: «Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus flechas, haciéndoles caer de los tejados de las mezquitas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veía más que montones de cabezas, de pies y manos. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el antiguo templo de Salomón, que los cadáveres de los fanáticos de Mahoma flotaban en ella, arrastrados a uno y otro punto». Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias.
La noticia del éxito extraordinario de la Primera Cruzada no tardó en llegar a Europa. «El hecho de tomar Jerusalén se consideró una indicación muy clara de que la mano de Dios había protegido el trabajo y a los participantes. “Esto es verdadero, Dios realmente quiere una cruzada, Dios realmente está detrás de esta empresa”, pensaron todos tras la conquista de la Ciudad Santa», señala Asbridge.
Los candidatos a rey de Jerusalén eran cuatro: Raimundo IV de Saint-Gilles, conde de Tolosa; Roberto de Flandes, Godofredo de Bouillon y Roberto de Normandía. Finalmente, a los tres años de dejar su patria, la corona fue ofrecida a Godofredo de Bouillon, que creyó su deber aceptar pero con una negativa tajante: «No llevaré corona de oro donde Cristo la llevó de espinas». Y reclamó como título de honor y de autoridad el de Advocatus Sancti Sepulchri, Defensor del Santo Sepulcro.
En julio del mismo año 1099, moría el papa Urbano II, sin conocer todavía la noticia del gran triunfo de la Primera Cruzada, ocurrido quince días antes. Un año después, Godofredo fue atacado por la peste en Cesárea; los cronistas de Damasco afirman que Godofredo sucumbió a las heridas que le habían causado los defensores de Acre. En cualquier caso, retomó a Jerusalén y falleció el 18 de julio de 1100, a los treinta y nueve años de edad; fue enterrado en la iglesia del Santo Sepulcro. Su hermano Balduino, traidor señor de Edesa, se nombró sucesor y tomó sin dudarlo el título de rey de Jerusalén, que posteriormente pasaría a los reyes de España. Poco después, Bohemundo, que intentaba ampliar su reino de Antioquía, cayó en una emboscada del jefe turco Danishamend, en la ciudad armenia de Malatya, y fue conducido preso al norte de Anatolia.
DOS SIGLOS DE LUCHAS
Los cruzados se deleitaron en la victoria y consolidaron su dominio de Tierra Santa, creando una sociedad feudal en cuatro estados, el Reino Latino de Jerusalén, que abarcaba toda Palestina y la mitad sur del Líbano; el principado de Antioquía, donde Tancredo gobernó como regente de su tío, Bohemundo de Tarento; el condado de Edesa, que Balduino le dejó a su primo Balduino del Burgo cuando se convirtió en rey; y el condado de Trípoli, en la mitad norte del Líbano, del que era titular Raimundo de Tolosa.
Los musulmanes, humillados y derrotados, se dispusieron a devolver el golpe y hacer caer la ira del islam sobre el recién nacido reino cristiano de Jerusalén, pero tuvieron que esperar ochenta y ocho años antes de conseguirlo. La mayoría de aquellos primeros cruzados regresaron a sus hogares en Europa tras cumplir con éxito su voto de peregrinación, aunque gradualmente Jerusalén fue reforzada por la llegada de nuevos peregrinos y caballeros inspirados por el éxito de esta Primera Cruzada, que profesaban en las órdenes militares creadas para proteger el nuevo reino y las rutas de peregrinación, o se integraban en el sistema feudal.
Para muchos historiadores, las diferencias entre los musulmanes fatimíes y los selyúcidas contribuyeron decisivamente en la victoria de la Primera Cruzada, desavenencias y desencuentros que fueron casi una constante a partir del siglo XI. La generación posterior contempló el inicio de la reunificación musulmana bajo la dirección de Imad ad-Din Zangi, gobernador de Irak, Mosul y Alepo (actualmente en el norte de Siria). Bajo su mando, las tropas musulmanas obtuvieron su primera gran victoria contra los cruzados al tomar la ciudad de Edesa en 1144.
La respuesta del Papa a estos sucesos fue proclamar la Segunda Cruzada a finales de 1145. El fracaso de esta cruzada permitió la reunificación de las potencias musulmanas, bajo el mando de Saladino (1138-1193), fundador de la dinastía ayubí, quien invadió el reino de Jerusalén en mayo de 1187 y tras su contundente victoria en la batalla de los Cuernos de Hattin arrebató la Ciudad Santa a los cruzados el 2 de octubre. En ese momento, la única gran ciudad que todavía poseían los cruzados era Tiro, en el Líbano.
El 29 de octubre de 1187, el papa Gregorio VIII proclamó la Tercera Cruzada a cuyas filas se apuntaron tres grandes monarcas: el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico I Barbarroja (1123-1190), el rey francés Felipe II Augusto (1165-1223) y el monarca de Inglaterra Ricardo I Corazón de León (1157-1199). Este último, después de la conquista de San Juan de Acre (actualmente Akko), su victoria militar más importante, restableció el Reino Latino, aunque sin Jerusalén, mucho más reducido que el primero y más débil tanto en lo militar como en lo político, que perduró en condiciones precarias un siglo más.
Las posteriores expediciones no obtuvieron los éxitos militares que tuvieron la Primera y la Tercera Cruzada, pero turcos y cristianos siguieron enfrentándose. San Luis, rey de Francia, que ya había dirigido una fracasada cruzada contra Egipto, organizó la Octava Cruzada, en 1270, la última. En esta ocasión la respuesta de la nobleza europea fue poco entusiasta y la expedición se dirigió contra Túnez, donde el monarca falleció a causa de la peste.
Hasta la toma de Acre por el sultán Jalil en 1291, dos agitados siglos dieron forma a las relaciones entre Occidente y el mundo árabe, hasta el punto de que aquellos convulsos años todavía siguen presentes en sus relaciones. Aunque las matanzas indiscriminadas, torturas, violaciones y saqueos eran moneda corriente en las guerras antiguas, la actuación de los cruzados en nombre de la fe cristiana engendró un enorme odio y abrió unas heridas que aún hoy en día no se han cerrado. «La sociedad árabe —explica el historiador Tariq Alí— vivió las cruzadas como una invasión bárbara y todavía se habla de aquellas historias en los cafés y en muchas familias como si hubieran pasado ayer. El golpe fue tan fuerte que siempre que Occidente ha invadido la región, la gente teme que se trate de otra cruzada».