Fecha: 216 a. C.
Fuerzas en liza: Cartagineses contra romanos.
Personajes protagonistas: Los dictadores Quinto Fabio Máximo y Marco Minucio Rufo. Los cónsules Publio Cornelio Escipión, Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón frente a Aníbal y sus hermanos Asdrúbal y Magón.
Momentos clave: La toma por asalto por las tropas púnicas de Sagunto y demás batallas por la conquista de Hispania; el recorrido del ejército cartaginés hacia suelo itálico atravesando los Alpes; las victorias de Tesino, Trebia y Trasimeno.
Nuevas tácticas militares: La forma de cercar al enemigo mediante un complejo movimiento envolvente que dejó a las legiones romanas encerradas en una trampa mortal. Aníbal hizo retroceder el centro de su formación sobrepasando sus flancos, conformando una pinza que ha inspirado a los generales hasta la guerra del Golfo.
Como su predecesor Alejandro Magno con el Imperio persa, con una audacia sin limites y casi sin descanso, Aníbal Barca pasó su vida de campaña en campaña desafiando a la todopoderosa Roma. Y fue en el año 216 a. C. cuando el reto al temible adversario dio lugar al conflicto bélico de mayor envergadura visto hasta entonces y cuyo desenlace marcará la pauta de la nueva orientación política del mundo mediterráneo. La victoria de Aníbal en Cannas cambió el rumbo de la historia y sometió a los romanos a una humillación de la que tardaron mucho en recuperarse. Durante los catorce años siguientes, el cartaginés continuó devastando Italia y se desestabilizó la sumamente estable comunidad romana.
Al sur de Italia, limitado al este con el mar Adriático, justo en el tacón de la forma de bota que tiene la península Itálica, se encontraba Cannas. Esta antigua ciudad de Apulia, fundada entre los siglos VI a. C. y IV a. C., en el año 216 a. C. fue teatro de una de las batallas más conocidas de la Antigüedad y, debido a su posición estratégica, de muchos otros actos bélicos posteriores de menor trascendencia. Ahí lucharían durante la guerra gótica (año 547) las tropas ostrogodas; después sería destruida por los sarracenos (año 872); más tarde (año 1018) las hostilidades fueron entre los normandos y los lombardos con los bizantinos…
Pero todo eso sucedió mucho después de Aníbal y su victoria contra el invencible ejército romano; Cannas tiene un lugar de honor en la lista de batallas decisivas. Allí desplegó el cartaginés una brillantísima táctica para desafiar al estado más poderoso del mundo por aquel entonces, una forma de guerrear que hasta Napoleón intentó emular en sus campañas italianas.
A pesar de los siglos pasados, la figura de Aníbal y el episodio del paso de los Alpes con los elefantes en especial sigue despertando una extraordinaria fascinación. Y es que este militar cartaginés es uno de los personajes más carismáticos y controvertidos de la Antigüedad, en opinión de Pedro Barceló, profesor de Historia Antigua de la Universidad de Potsdam (Alemania) y autor de varios libros históricos sobre Cartago. De hecho, «los conocimientos en torno a Aníbal y a su época son más bien escasos. La información disponible, no siempre fiable y muy lejos de ser imparcial, muchas veces se mueve entre lo real y la ficción literaria», afirma Barceló.
Y es que los historiadores romanos, de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, mezclaron en sus narraciones mucho de favorable a Roma y de desfavorable a la hora de hablar de su rival. En los últimos años existe un auge de los estudios púnicos que han proporcionado nuevas percepciones, no siempre desde la visión romana que es la que ha perdurado mayoritariamente hasta nuestros días, además de enfocar algo más el mundo en el que se desenvolvió Aníbal, dentro del cual la península Ibérica desempeña un importante papel.
ENFOQUE HISTÓRICO ADULTERADO
Los historiadores griegos Sósilo de Esparta, Filino de Acragante y Sileno de Kale Akté realizaron crónicas de la guerra de Aníbal, pero de sus escritos se ha conservado muy poco. Así que es a través del historiador romano Polibio de Megalópolis, que cita a estos autores griegos para criticarlos y defender la versión de los vencedores romanos, como Aníbal ha llegado a nuestros días. Las ideas de Polibio se repitieron con Tito Livio, Pompeyo Trogo, Cornelio Nepote, Plutarco… y, en consecuencia, «el retrato que trazan de Cartago y, de manera especial, el enfoque que dan a Aníbal son tendenciosos, negativos o simplemente adulterados», señala Barceló, y sus juicios de valor tienen un fuerte sesgo prorromano, el de los grandes adversarios de Aníbal desde su infancia.
Entonces, ¿qué hay de cierto en la personalidad y carrera política y militar de Aníbal?
Aníbal («amado de Bal») nació en el año 247 a. C., en el punto central del mundo mediterráneo antiguo: Cartago, al norte de la actual Túnez. Los cartagineses, pertenecientes a una civilización milenaria, antiguos colonos fenicios de Tiro, desde cinco siglos antes, se habían asentado en el golfo de Túnez; su Ciudad Nueva, o Cartago, cuando nació Aníbal está fuertemente influida por la cultura helenística procedente de los herederos del legado imperial de Alejandro Magno.
Hijo primogénito de Amílcar, apodado Barca (el Rayo), importante general cartaginés y comandante del ejército en Sicilia durante la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.) entre Cartago y Roma. Tuvo dos hermanos varones y tres hermanas, de las que, al igual que de la madre, los datos son muy escasos. Los historiadores designaron a la familia de Amílcar con el nombre de Bárcidas o Bárquidas, aludiendo a su apodo y dando nombre también a su dinastía.
Un preceptor griego nativo de la colonia sícula de Kale Akté, llamado Sosilo, y el espartano Sileno le instruyeron en las letras griegas, la historia de Alejandro Magno y el arte de la guerra. Pero fue junto a su padre donde aprendió sus grandes lecciones bélicas. Cuando nació, Cartago llevaba ya diecisiete años de guerra con Roma, así que desde su más temprana infancia, Aníbal oyó hablar de la desmesurada ambición de los romanos, de cómo habían conquistado a las demás tribus latinas así como a los etruscos, a las ciudades griegas de Italia y a los galos de la península, y cómo hostigaban a aquéllos que estaban bajo su dominio, además de sufrir de cerca las consecuencias del enorme desgaste que cartagineses y romanos padecían por la larga guerra entre ellos.
Apenas tenía siete años cuando terminó el primer enfrentamiento con los romanos y su padre regresó a casa tras combatir en primera línea. Al poco tiempo, de nuevo le esperaría otra guerra que se desarrolló a pocos metros de su casa (la guerra de los Mercenarios). Cuando todavía no había cumplido diez años, Roma invadió Cerdeña, posesión cartaginesa… «Indignación, ansias de venganza y desconfianza frente a Roma son los sentimientos que asaltaban a los cartagineses, y Aníbal no debió de ser ninguna excepción», afirma el profesor Barceló.
Tras la muerte de su padre en el campo de batalla, en el 229 a. C., y el asesinato de su cuñado Asdrúbal —comandante del ejército—, ocho años después, Aníbal asumió, con veinticinco años, la jefatura del ejército cartaginés, que por aquel entonces controlaba el sur de la península Ibérica. Tras haber tomado el mando, pasó dos años consolidando el poder púnico sobre las tierras hispánicas antes de intentar vencer a su enemigo en su propio terreno.
Pasó su juventud en Hispania y después recorrió la Galia, Italia y el norte de África. Viajó por Grecia, Creta, Anatolia y llegó hasta Armenia, hasta morir en Asia Menor. «Lo espectacular de este impresionante periplo no es el itinerario en sí, sino el hecho de que Aníbal, allá donde se encuentra, consiga tener un claro protagonismo político e imprimir a las situaciones que afronta de su inconfundible personalidad», señala Pedro Barceló.
Aníbal pasó toda su vida militar y política combatiendo a Roma; nunca fue vencido sobre suelo italiano —al menos en una derrota que mereciera ser destacada por los historiadores— y los romanos tardaron catorce años en conseguir la primera gran victoria contra él (batalla de Zama, 202 a. C.), precisamente en tierras africanas.
Sin embargo, esta visión de gran vencedor no la comparte Pedro Barceló: «Creo que Cannas fue el principio del fin de Aníbal. Una tragedia para él y no para Roma. Realmente, en suelo itálico no pudo derrotar a los romanos. El trauma de Aníbal es que éstos no estuvieron dispuestos ni a negociar. No cumplió los objetivos de la expedición a Italia». «La idea de que ataca directamente a Roma —añade— y que él no sufre casi ninguna baja es radicalmente falsa. Tras Cannas pierde capacidad de acción y no se ve capaz de emprender batallas de envergadura. Antes tenía una velocidad increíble. Después, está acorralado y casi sin poder moverse».
Astuto, inteligente y diplomático, Aníbal siempre tuvo el respaldo de su heterogéneo ejército —a pesar de que estuvieron dieciséis años sin interrupción batallando contra los romanos, nunca tuvo bajo su mando ningún motín—, y la admiración de algunos de sus más fervientes enemigos, hasta el punto de que, incluso, le copiaron en sus propias tácticas militares a la hora de enfrentarse a él. Así, Escipión —su gran enemigo romano— sólo fue capaz de derrotarle con sus propias armas.
PRIMERA GUERRA PÚNICA
Desde el siglo IV a. C. Cartago y Roma eran dos potencias, con bastantes puntos en común. En la época de Amílcar Barca, padre de Aníbal, junto a Massilia (Marsella) y Siracusa, eran los motores políticos y económicos de la cuenca mediterránea occidental. Roma consolidaba su dominio en Italia. Cartago se centraba en el norte de África y en las islas del Mediterráneo central, con cada vez más presencia comercial en las islas Baleares (Ibiza), Cerdeña o Sicilia y más proyección hacia el mar. «Hasta el primer tercio del siglo III a. C. Roma y Cartago eran dos entidades pujantes, en pleno ritmo de desarrollo interno y de expansión al exterior», afirma Barceló.
Las relaciones entre Cartago y Roma siempre habían sido buenas, e incluso respetaban sus respectivas zonas de influencia, con alianzas militares cada vez que un enemigo común amenazaba los intereses de ambas. A partir de 264 a. C. las cosas empeoraron. Roma introdujo su ejército en Sicilia (la primera vez que actuaba fuera del suelo itálico), perteneciente a Cartago, lo que provocó la Primera Guerra Púnica (cartaginés y púnico son sinónimos), que duró hasta 241 a. C. y supuso uno de los mayores conflictos bélicos en el mundo antiguo y la primera de las tres grandes guerras entre las dos potencias predominantes del Mediterráneo occidental.
Durante ella Amílcar fue uno de los generales que cosecharon más triunfos: capitaneó la flota destacada en Sicilia y después ejerció el mando de algunas de las regiones montañosas de la isla. Sus tropas de mercenarios eran las mejores del ejército, entrenadas en tácticas de guerrilla, frente a los soldados romanos, que contaban con un alto nivel de patriotismo, pero mucha menos formación bélica.
Tras más de veinte años de lucha, la mayor parte en el mar, incluyendo las batallas más decisivas como la victoria romana en las islas Egadas del año 241 a. C., los cartagineses ofrecieron un acuerdo de paz. Los romanos, como ganadores de la contienda, expulsaron a los cartagineses de Sicilia, además de imponerles una dura sanción. Amílcar fue el encargado de negociar con el cónsul Quinto Lutacio Cátulo las condiciones de la paz. Los dos bandos del conflicto habían tenido que financiar grandes flotas de guerra y las finanzas de ambos quedaron casi agotadas.
Poco después, los soldados que lucharon en Sicilia, en su mayoría mercenarios de Hispania, Galia, Italia, Grecia y Libia, se rebelaron al recibir su paga, lo que dejó la ciudad aún más debilitada. La conmoción en la sociedad púnica fue enorme, porque la lucha contra los mercenarios tuvo lugar a las puertas de Cartago, con un asedio muy violento y sangriento. Los insurrectos enviaron misivas a las ciudades tributarias de Cartago, incitándolas a deshacerse del yugo púnico y unirse a ellos en el conflicto, con lo que la fatídica contienda empeoró.
Amílcar, en el año 239 a. C., puso en pie un nuevo ejército de diez mil hombres, con los que venció, con la ayuda del príncipe númida Narrabas, a una fuerte concentración de mercenarios. Tras varias confrontaciones con los rebeldes y un nuevo asedio a Cartago, los cartagineses pidieron ayuda a Roma y a Siracusa y, finalmente, acabaron con la insurrección en el año 238 a. C. tras una batalla decisiva que tuvo lugar en un puerto desconocido. La extraordinaria crueldad de esta guerra que duró tres años y cuatro meses dejó la hacienda de Cartago totalmente arruinada.
Roma aprovechó la coyuntura para ampliar su dominio a Córcega y Cerdeña, también en la zona de influencia cartaginesa y piezas clave de su navegación y comercio. La animadversión hacia Roma creció. La enemistad ya era irreconciliable. «Este mal disimulado rapto de Cerdeña —explica Pedro Barceló— es el primer acto de abierta hostilidad con el que Roma humillaba a Cartago y se aprovechaba de su manifiesta debilidad». La posesión de ambas islas, aparte de beneficios económicos, produjo ventajas estratégicas para Roma ya que «lograba erigir una barrera defensiva que protegía el suelo itálico de posibles ataques cartagineses», señala Barceló.
EL CLAN BÁRQUIDA LLEGA A CÁDIZ
Cartago envió a Amílcar a la península Ibérica, rica en minas y con prolongadas costas, de la que esperaba extraer los recursos necesarios para restaurar el poder económico y hacer frente a los pagos impuestos por Roma. Allí Amílcar emprendió la conquista de un nuevo imperio. A partir de entonces la suerte de Cartago quedaría ligada a la fortuna de la familia Bárquida, aunque Aníbal no volvería a su ciudad natal hasta pasados más de treinta años desde que la abandonó junto a su familia.
Era finales de la primavera de 237 a. C., cuando Amílcar se puso en marcha con su recién organizado ejército camino al sur de Hispania. Le acompañaba su hijo Aníbal, de tan sólo diez años de edad. El historiador romano Tito Livio cuenta —y Cornelio Nepote repite en su obra Vidas— que cuando Aníbal le rogó que le permitiera acompañarle, su padre aceptó con la condición de que jurara que durante toda su existencia nunca sería amigo de Roma. También el historiador Valerio Máximo, sobre esta misma época, cuenta que observando Amílcar a sus hijos jugando a las peleas, exclamó: «¡He aquí los leones que he creado para la ruina de Roma!».
Sean o no ciertas estas leyendas, la promesa de venganza de Aníbal contra los romanos ha pasado a la historia porque con frecuencia el único testimonio que prospera es el testimonio de los vencedores. Para muchos historiadores modernos, estas narraciones rezuman encono contra el cartaginés y no expresan más que el miedo y el respeto que los romanos tuvieron hacia Aníbal.
Pero volvamos al viaje de la familia Bárquida a la península Ibérica. En el séquito hacia Hispania también iba su yerno Asdrúbal como lugarteniente de Amílcar, y los hermanos pequeños de Aníbal: uno también llamado Asdrúbal y Magón. Todos se instalaron en la ciudad fenicia de Gadir (actual Cádiz), entonces el núcleo urbano más antiguo e importante de la península Ibérica.
El primer ejército púnico comenzaba a operar en el continente europeo e «introdujo un elemento nuevo en una zona que, hasta el momento, no había llamado excesivamente la atención de las grandes potencias mediterráneas», señala Barceló. Hubo que esperar seis años, al 231 a. C., para que Roma mandase una embajada a Hispania para vigilar los avances de Cartago. Era la primera vez que mostraban su interés por la región.
Por aquel entonces, la influencia y actuaciones de Amílcar se centraron en el sur de la península Ibérica, básicamente en las actuales provincias andaluzas y Albacete. Cádiz fue la primera base de operaciones y el punto de partida de las posteriores campañas. Después trasladó su residencia a la que los autores antiguos llaman Akra Leuké y que la investigación moderna sitúa en Alicante, aunque el historiador Pedro Barceló es partidario de ubicarla en Sierra Morena, en las proximidades de Linares (Jaén).
EL AUMENTO DEL PODER CARTAGINÉS
Tras la muerte repentina de Amílcar, le sucedió su yerno Asdrúbal, quien fundó Cartago Nova (Cartagena), sucesora de Akra Leuké, y a partir de entonces nuevo centro del dominio bárquida y cuartel general cartaginés en Hispania. Asdrúbal continuó conquistando territorio en el sureste hispano.
«A partir de los años veinte del siglo III a. C. el sur de la península Ibérica constituyó una unidad territorial bajo la influencia púnica o en parte sometida al dominio directo de la familia de Aníbal, una extensa región que, a pesar de sus diferencias, llegó a configurar un espacio relativamente homogéneo», indica Pedro Barceló. Los cartagineses, marineros y mercaderes, compensaron con creces la pérdida de las colonias sicilianas con la posesión del Imperio bárquida en Hispania.
Además de las relaciones púnico-hispanas, por aquel entonces existían importantes intercambios comerciales entre Roma y la península Ibérica. Así, el mantenimiento de unas relaciones sin trabas con todos los puertos del Mediterráneo era imprescindible para el desarrollo de la economía itálica. La competencia de Cartago era dura y Roma buscaba ansiosa cualquier pretexto para borrarla de la faz de la tierra, o al menos para disminuir su creciente poder.
En opinión de Barceló, «impedir la formación de un poderoso imperio colonial cartaginés que habría podido enturbiar la privilegiada posición en el Mediterráneo occidental era el objetivo primordial de la política exterior romana». Pero, sobre todo, había que poner coto a la expansión púnica y «recordar a los Bárquidas que su actuación política y territorial necesitaba la aprobación romana».
Por el historiador Polibio sabemos que los romanos mandaron una nueva embajada a Hispania para negociar con Asdrúbal los límites de la futura expansión cartaginesa. En el año 226 a. C. llegaron a un acuerdo que establecía una frontera para que ninguno de los estados pudiera penetrar en la zona del otro. Los cartagineses «no atravesarían con fines bélicos el río denominado Iber». La opinión común es que este río era el Ebro, pero para el historiador Pedro Barceló, «el río en cuestión estaba situado en la Hispania meridional, y con toda probabilidad se trata del Segura, ya que todas las alusiones conservadas en las obras de Polibio, Livio y Apiano hacen referencia a un río situado al sur de Sagunto».
En ese momento, las posesiones controladas por la familia de Aníbal eran tan grandes como Cerdeña y Sicilia juntas y más productivas que la provincia norteafricana de Cartago. Un dominio territorial que no tardó en «suscitar sospechas, inquietudes e irritación en Roma», afirma Barceló. El resultado fue la Segunda Guerra Púnica, que convulsionó el orden político y territorial del Mediterráneo occidental. Las fuentes antiguas romanas al menos así lo creen, interpretando el tratado de Roma con Asdrúbal como preámbulo y principal factor del conflicto.
Lo cierto es que la muerte inesperada de Asdrúbal, víctima de una venganza personal de un siervo, y la inmediata toma de poder por Aníbal cambió la situación en el año 221 a. C. Aníbal no estaba obligado por las cláusulas del tratado. Comenzó a realizar expediciones contra algunos pueblos de la meseta castellana, fuera de la tradicional zona de influencia púnica, sometiendo a diversas tribus íberas. El resultado fue que algunas comunidades ibéricas, como Sagunto, aceptaron la alianza con Roma, un acercamiento fundamental para los latinos, que no podían permitirse dejar el litoral oriental hispano en manos cartaginesas.
«Desde el comienzo —afirma Barceló—, las acciones que emprendió Aníbal estaban impregnadas de un notable dinamismo. Para mantener y potenciar la eficacia de su ejército, compuesto mayoritariamente por soldados hispanos, realizó una serie de campañas en zonas colindantes con el área de dominación púnica en esos momentos». Algunos historiadores aseguran que lo hizo porque necesitaba legitimar su derecho al mando del ejército cartaginés, sobre todo frente a la amenaza que suponían sus enemigos en Cartago, capitaneados por Hannón el Grande.
Lo hiciera o no para debilitar a sus enemigos políticos con la captura de un buen botín, el hecho es que, a partir de la primavera de 221 a. C., comenzó a penetrar al frente de sus tropas en territorio enemigo tras cruzar el río Iber.
Por aquel entonces, los saguntinos acosaban a sus vecinos, los turboletas, aliados de Cartago. Las rencillas entre los dos pueblos ibéricos se extendió hasta implicar a las dos grandes potencias mediterráneas. Aníbal se dirigió contra ellos y los amenazó con atacarlos si no deponían su actitud beligerante. Los de Sagunto, convencidos de que Roma acudiría en su ayuda, endurecieron su posición y desafiaron al cartaginés.
En primavera del 219 a. C. Aníbal puso sitio a Sagunto. Sus tropas no contaban con la maquinaria adecuada para asaltar las murallas y optó por el asedio. Tras ocho meses, la tenaz resistencia de los saguntinos acabó y la ciudad fue tomada por las tropas púnicas, que la sometieron a pillaje. Aníbal impuso a los supervivientes un castigo ejemplar para que, a partir de ese momento, nadie se atreviera a oponerse a Cartago. Así comenzó la Segunda Guerra Púnica (219-202 a. C.), aunque la declaración de guerra romana tardaría aún un año en llegar.
«El verdadero motivo del antagonismo romano-cartaginés era, sencillamente, una lucha de poderes. Roma se negaba a aceptar el crecimiento de las posesiones púnicas, y Aníbal aceptó el reto porque no quería estar sujeto a la tutela que de modo tan férreo ejercía su rival», señala Pedro Barceló. Desde la caída de Sagunto en manos de Aníbal, en opinión de este historiador, Roma estaba dispuesta a ir a la guerra con o sin pretexto. Era la primera potencia militar de su época y superaba a Cartago en población y recursos. También dominaba el mar.
Al año siguiente, el 218 a. C., los embajadores romanos fueron a Cartago y reclamaron al Senado la entrega de Aníbal. El Senado no aceptó la petición y, entonces, Roma declaró la guerra. La desmesurada ambición de ambos contrincantes los movía a desequilibrar la balanza de poder en su propio beneficio al precio que fuera.
ANÍBAL VIAJA DE CARTAGENA A ITALIA
Los romanos tenían la intención de atacar Cartago. Los espías de Aníbal le informaron de que un ejército invasor, dirigido por el cónsul Tiberio Sempronio, se estaba reuniendo en Sicilia. Además, planeaban mandar un segundo ejército, comandado por el segundo cónsul Publio Cornelio Escipión a Massilia (la actual Marsella). Su plan era que Escipión marchara por tierra y se enfrentara a Aníbal en la península Ibérica.
La base del poder de Aníbal era su ejército, perfectamente adiestrado y acostumbrado a operar bajo sus órdenes, cuyos cuadros de mando había seleccionado él personalmente. Unas tropas compuestas por cartagineses, libios, númidas e hispanos que le eran totalmente fieles, y entre los que reinaba un clima de respeto y afecto mutuos.
Un ejército flexible, rápido, compenetrado, motivado y muy combativo, virtudes con las que contaba Aníbal para tener plena confianza en su potencia.
Aníbal tenía la obligación de proteger Cartago, pero en lugar de dirigirse hacia África decidió que, para dar el golpe definitivo a la guerra con Roma, tenía que combatir a su enemigo en su propio territorio e invadir la península Itálica con su potente ejército. Como no disponía de una flota equiparable a la romana, no le quedó otra opción que tomar la vía terrestre.
Sabía que era una aventura desesperada, pero su decisión desbarató completamente los planes de Roma de invadir África. «Transportar por vía terrestre un ejército desde Hispania hasta Italia —cuenta el historiador Pedro Barceló— para decidir la guerra allí era un hecho inédito y constituía una temeridad plena de audacia y riesgo». Los romanos en ningún momento imaginaron que Aníbal se aventurase a marchar por tierra desde la península Ibérica hasta Italia.
Para que la iniciativa fuera posible no sólo era imprescindible poner en funcionamiento un complejo aparato logístico capaz de transportar, alimentar y abrir paso al ejército en su marcha por Hispania, Galia e Italia, sino que la pretensión de querer librar la guerra en terreno enemigo precisaba un enorme contingente. Según el último censo, Roma contaba con 77 000 hombres capaces de portar armas. Siguiendo el ejemplo clásico de las polis griegas, se trataba de ciudadanos corrientes obligados a prestar servicio militar. Cartago no podía reclutar ni la décima parte. Ni siquiera tenía esa cantidad de hombres en todos los territorios africanos. Los itálicos, en cambio, superaban los seis millones de habitantes. Sin embargo, un ejército de «paisanos» como el romano, pensó Aníbal, sería técnica y físicamente inferior a un ejército de profesionales como el suyo.
Aníbal sabía que la victoria cartaginesa iba requerir, ante todo, de la concienzuda puesta en marcha de las previsiones estratégicas. Así, según explica Pedro Barceló, «comenzó a enviar mensajeros a concertar tratados de amistad con los pueblos que habitaban a lo largo de la ruta prevista. Unidades especiales de ingenieros se encargaron de preparar todo para facilitar el acceso del ejército a los lugares difíciles. Un cuerpo de intendencia se encargó de establecer vías de suministro y almacenar reservas de víveres, armas, forraje y pertrechos en los puntos neurálgicos del trayecto. Además, los embajadores púnicos se ocuparon de atraer a los pueblos celtas de la cuenca norte del Po, tradicionales enemigos de Roma, a la causa de Aníbal».
En mayo del 218 a. C. el ejército de Aníbal, que por aquel entonces tenía veintiocho años, salió de Cartagena y se encaminó hacia el norte, siguiendo la llamada ruta de Hércules. Las fuentes antiguas, algo exageradas, describen un ejército de cien mil hombres: noventa mil infantes y diez mil jinetes, así como un considerable número de elefantes de guerra.
En agosto, a las doce semanas de su partida, Aníbal se disponía a atravesar el Ródano. Mientras, un cuerpo del ejército al mando de Publio Cornelio Escipión se dirigía por vía marítima a la Galia meridional. Llegaron a las inmediaciones de Massilia (Marsella) con la intención de frenar el avance cartaginés, pero Escipión no disponía de fuerzas suficientes y se vio obligado a dejarle pasar. El cónsul mandó a Hispania a su hermano Gneo, al frente de dos legiones, con la misión de desbaratar las líneas de comunicación y las bases del ejército cartaginés.
La noticia de que Aníbal estaba en la Galia conmocionó profundamente a los romanos. Los soldados, reclutados rápidamente y sin experiencia, no formaban un bloque compacto y con movilidad para ofrecer una contundente resistencia al cartaginés. «Por el contrario, Aníbal lo había previsto todo. Contaba con un dispositivo logístico que funcionó admirablemente; con un ejército bien formado y la amistad de las tribus celtas que habitaban a lo largo de la ruta», indica Pedro Barceló. Así que no le costó enfilar hacia el valle del Po.
Claro que las cosas no fueron tan sencillas, sobre todo porque no todas las tribus celtas colaboraron con Aníbal, sino que las hubo que se enfrentaron a los púnicos. Tampoco el paso de la formidable barrera de los Alpes fue fácil, sino que supuso numerosas pérdidas humanas y materiales. Además, la mayoría de los elefantes perecieron debido a que no podían soportar el frío glacial de la zona con la llegada del otoño ni los traicioneros pasos de montaña. Se calcula que del ejército original, tras pasar los Alpes, sólo quedaron unos veinte mil infantes y seis mil jinetes. A finales de septiembre, agotados y debilitados, alcanzaron la llanura. A los pocos días los cartagineses entraban victoriosos en Turín.
El cónsul Publio Cornelio Escipión, incapaz de cortarle a Aníbal el paso en la Galia meridional, tuvo que regresar lo más rápidamente posible a Italia para obligarle a replegarse. Desembarcó en Pisa y aumentó su ejército hasta unos veinte mil hombres reclutando a gente de la zona.
Ante los descalabros sufridos por las legiones romanas, se impuso un cambio de estrategia y Quinto Fabio Máximo se hizo cargo del ejército. Comenzó por ordenar un programa de entrenamiento: «Acostumbraba a sus legionarios novatos a los avatares de una penosa y dilatada contienda», señala Barceló.
El vástago del glorioso general Amílcar, la pesadilla para los generales romanos durante la Primera Guerra Púnica, tras vencer en Tesino, Trebia y Trasimeno, en el 217 a. C. alcanzó la ciudad de Roma pero no llegó a entrar en ella, prefirió dirigirse al este, a Apulia, donde pasó el invierno, preparando las operaciones de las campañas siguientes y dando un respiro a sus tropas para que recuperasen las fuerzas. Dieciséis meses después de haber partido de Cartagena, había llegado al litoral adriático.
Aníbal había sido capaz de trasladar la Segunda Guerra Púnica a la propia Roma después nada menos que de atravesar los Alpes en pleno invierno. Continuó devastando tierras, conquistando ciudades y acumulando botines. Quería inducir a los romanos a perseguirlo. Sin embargo, Quinto Fabio Máximo no aceptó ninguna de las ocasiones que el cartaginés le brindó por aquellos días para entrar en combate, lo cual le valió el apodo con el que pasaría a la historia: Cunctator (el indeciso, el que retrasa). Hostigaba a las partidas cartaginesas que salían en busca de comida pero desdeñaba las provocaciones de su adversario. Su idea era debilitar a Aníbal y desmoralizar a las tropas enemigas. Sin embargo, esta estrategia se hizo tan impopular, que la asamblea del pueblo decidió nombrar dictador a Marco Minucio Rufo, con los mismos poderes de Quinto Fabio Máximo.
«Cada comandante supremo operaba por su cuenta. Cada uno contaba con altos mandos y sus respectivos cuarteles generales, lo cual debilita la acción común. Dividieron las tropas, ocuparon campamentos diferentes y proyectaron acciones por separado», dice Pedro Barceló. Curiosamente, la institución de la dictadura se había creado para que hubiese un mando único, limitado a seis meses, en circunstancias de crisis, frente al sistema ordinario de la República, en el que, como reacción frente a la abolida monarquía, existía una máxima autoridad doble, la de los cónsules, que se alternaban a diario en el gobierno durante un año. A partir de 216 a. C. sin embargo, se restableció el mando consular, y la dirección recayó en Lucio Emilio Paulo, un aristócrata conservador con considerable experiencia militar, y Cayo Terencio Varrón, el plebeyo hijo de un comerciante de carne, que llegó a burlarse de Fabio por su radical y diferente punto de vista respecto a cómo enfrentarse a Aníbal.
El cónsul Marco Claudio Marcelo, que no estuvo presente en Cannas, llamado por Tito Livio «la espada de Roma», en varias ocasiones se lo puso muy difícil a Aníbal, por no hablar de las veces que se las hizo pasar mal Quinto Fabio Máximo («el escudo de Roma», según el mismo autor), pero se puede decir que Aníbal se movía sin limitaciones por suelo itálico.
Mientras, en Hispania la iniciativa de las operaciones militares la llevaban los romanos. Asdrúbal, el hermano de Aníbal, comandante en jefe de las fuerzas púnicas en Hispania y África, conseguía a duras penas detener el avance romano…
EL CENIT DEL CONFLICTO
Aníbal estableció su campamento en el sureste, en las cercanías del río Aufidus (hoy llamado Ofanto), a finales de julio del año 216. Allí, en el centro de la región de Apulia, concentró todos sus efectivos: unos cuarenta mil infantes y unos diez mil jinetes. Ocupó la fortificación de Cannas, a orillas del río, «importante punto estratégico y gran almacén de avituallamiento, cuya posesión posibilitó el control de una región neurálgica para los intereses romanos en el sur de Italia», explica Pedro Barceló. El terreno, extenso y llano, era perfecto para desplegar la principal arma táctica del ejército púnico: su caballería.
Después de varias escaramuzas y forcejeos preliminares, los dos nuevos cónsules, con la esperanza de acabar con la presencia cartaginesa en suelo itálico, aceptaron el reto. El encuentro entre ambas formaciones tuvo lugar en el amanecer del día 2 de agosto. Ocho legiones, reforzadas por los aliados itálicos, con unos ochenta mil infantes y más de seis mil jinetes, se aproximaron al campamento púnico. «Jamás hasta la fecha —asegura Pedro Barceló— Roma había llegado a movilizar tan impresionante y cuantiosa masa de hombres en armas». En opinión de este experto, frente a la superioridad numérica romana Aníbal contaba a su favor con el terreno, favorable a la acción de su caballería.
Varrón, a quien correspondía el mando el día de la batalla de Cannas, es presentado por las fuentes antiguas como un hombre de naturaleza descuidada y que estaba determinado a vencer a Aníbal. Según Livio era «despiadado y vehemente», además de «arrogante» y «supersticioso». La cuestión era que ese día estaba al mando del ejército romano. Optó por un despliegue táctico tradicional: estableció su ejército con la infantería en el centro, flanqueada a ambos lados por la caballería.
Según la habitual formación de tablero de ajedrez (quincunx) de las legiones, la línea romana alcazaba 3,2 kilómetros de largo. Era casi imposible controlar un ejército así desplegado y transmitir las órdenes de su comandante. Para acortar las filas, Varrón ordenó a las unidades inferiores, manípulos y cohortes, que cerraran sus filas, con lo que el frente quedó reducido a poco más de 1,6 kilómetros de longitud, colocadas de forma lineal frente a las tropas púnicas. Delante de ese largo y ancho rectángulo de combatientes, se instaló una fila de tropas ligeras encargadas de iniciar la batalla.
Los dos cónsules, Varrón, que tenía el supremo mando, y Lucio Emilio Paulo, se pusieron al frente de las dos alas. La izquierda, con la caballería ligera aliada, a las órdenes de Varrón; la derecha, con la caballería pesada, a las de Emilio; el centro, con la infantería, estaba bajo el mando de los anteriores cónsules Marco Atilio y Cneo Servilio Gémino.
Aníbal dio muestras de su visión estratégica: se había situado con el viento a su favor y el sol de espaldas; de ese modo, el sol de la mañana daría de frente a los romanos y, con el viento en contra, las ráfagas de polvo de la batalla les darían en la cara.
En su flanco izquierdo, entre la infantería y el río Aufidus, Aníbal colocó la caballería pesada integrada por hispanos y galos, al mando de Asdrúbal. En el flanco derecho, puso un contingente ligero de jinetes númidas, capitaneados por su sobrino Hannón y por Maharbal. En el bloque central, situó la infantería pesada libia, provista de armaduras romanas capturadas en las batallas anteriores. Seguidas, dos alas de infanterías ibérica y celta compuestas sobre todo por galos, que llevaban dos años de campaña junto a Aníbal y se habían convertido en soldados disciplinados; ya no eran los bárbaros que las legiones romanas habían aplastado en campañas anteriores. En el punto central, el neurálgico, la infantería estaba dispuesta en forma de media luna, con la parte convexa orientada hacia el enemigo, bajo el mando de Aníbal y de su hermano Magón.
«El éxito del plan de Aníbal dependía de la coordinación entre las diferentes armas —caballería, infantería, tropas ligeras— de su heterogéneo ejército y que, con el transcurso de los años, habían conseguido alcanzar un alto grado de profesionalización», sostiene Pedro Barceló.
Enfrente, los cónsules romanos pensaban atacar frontalmente a la infantería púnica, defendiendo al mismo tiempo los flancos de los ataques de la caballería enemiga y proporcionar el golpe mortal en el centro de la formación cartaginesa. Para conseguirlo contaban con la movilidad y una gran masa de legionarios, aunque eran novatos en su gran mayoría y capitaneados por oficiales con poca experiencia.
UNA DE LAS BATALLAS MÁS SANGRIENTAS DE LA HISTORIA
Ante la presión de la infantería romana los cartagineses formaron en media luna, mientras la caballería pesada púnica con sus jabalinas fulminaba a la romana, que trataba de mantenerse sobre sus cabalgaduras y que apenas pudo coordinar un ataque certero con sus lanzas. El grado de desorganización era tal que en determinado momento los jinetes romanos desmontaron y decidieron luchar como soldados de infantería. La caballería celta también desmontó y se lanzó a la lucha con espada, una especialidad que dominaba. Como resultado, la caballería pesada romana fue aniquilada.
El ala izquierda, al mando de Varrón, no resistió mucho más; luchaba con jabalinas, pero los númidas africanos los hostigaban desde todas las direcciones y no pudieron concentrar su ataque. La caballería pesada cartaginesa, que acababa de vencer a sus adversarios en el flanco derecho, rodeó completamente a las legiones y atacó a las tropas de Varrón desde atrás. Presa del pánico, los jinetes romanos huyeron hacia la retaguardia llevándose consigo a Varrón.
En el centro del campo de batalla, la infantería pesada romana, con sus lanzas y escudos, comenzó a avanzar; la línea cartaginesa parecía ceder y los romanos se entusiasmaron: por fin derrotarían al cartaginés. Pero, como estaba previsto, los infantes íberos y celtas retrocedían sin que sus filas se rompieran. Al retirarse las tropas cartaginesas del centro de la formación y avanzar los romanos, éstos se encontraron sin darse cuenta dentro de un largo arco de enemigos que les rodeaban. Era una trampa. Los contingentes de infantería pesada libia, apostados en reserva en los bordes, habían girado hacia los flancos envolviendo a los legionarios.
Las alas cartaginesas se mantuvieron firmes sin ceder un palmo, por lo que la legión debió deformarse también al punto de perder la línea de batalla habitual. De esta forma, a pesar de la diferencia numérica, la legión dejó de avanzar y perdió efectividad. Al no poder avanzar y taponados los laterales por la tenaza que se cerraba poco a poco, los romanos quedaron inmovilizados. Una especie de bolsa hecha por soldados íberos, celtas y libios, no sólo se dedicaron a contener el ataque de los legionarios, sino que comenzaron a producirles enormes bajas. Al atacar la caballería ibérica, celta y númida en los flancos y la retaguardia, se produjo una matanza. Entre los que murieron estaba el cónsul Lucio Emilio Paulo.
Por la tarde había finalizado la batalla con un saldo de bajas romanas cifrado en setenta mil soldados por Polibio, mientras que los prisioneros serían cinco mil. Tito Livio afirma que cuarenta y siete mil guerreros de infantería, dos mil setecientos jinetes con sus cabalgaduras, ochenta senadores, veintinueve tribunos, dos cuestores y uno de los dos cónsules, el patricio Lucio Emilio Paulo, yacían en la llanura de Cannas tras su fracaso bélico. Quintiliano escribe que fueron sesenta mil. Apiano los cifra en cincuenta mil. Según parece, sólo pudieron escapar catorce mil romanos. Aníbal perdió unos seis mil hombres y alcanzó la gloria, aunque al final la victoria en la guerra se decantó del lado romano cuando Escipión derrotó a Aníbal en la batalla de Zama (202 a. C.).
El balance de pérdidas de Cannas «representa —según Pedro Barceló— la mayor catástrofe política, militar y demográfica de la historia de Roma. Nunca habían perdido tantas vidas humanas en un solo día, a raíz de una sola batalla. El mito de la invencibilidad de las legiones romanas se desvanece de golpe». El historiador Polibio escribe que la captura de Cannas «causó una gran conmoción en el ejército romano; pues no sólo se trataba de la pérdida de la posición y los suministros, sino del hecho de que con ello se perdía toda la región». De hecho, las consecuencias de la derrota parecían fatales para la pervivencia de la federación italo-romana y para el prestigio de Roma en el Mediterráneo occidental.
A LAS PUERTAS DE ROMA
Después de la batalla de Cannas, Aníbal convocó al alto mando cartaginés para analizar la situación y deliberar sobre los siguientes movimientos. Tenía la destrucción de Roma en sus manos. Muchos romanos se prepararon para escapar del enemigo, otros se afanaron en disponer la defensa de las murallas y los sacerdotes brindaban sacrificios a las divinidades para aplacar su ira. El clamor popular repetía: «Hannibal ad portas». Sin embargo, el púnico jamás alcanzó las puertas de la ciudad.
«En los planes de Aníbal no entraba la marcha sobre Roma. Desperdició la oportunidad de atacar el centro del poder enemigo en el momento psicológico más apropiado y cometió, posiblemente con ello, su primer y decisivo fallo en el planteamiento de la guerra, hasta ese momento plagado de aciertos», sostiene Pedro Barceló.
Para los historiadores es un enigma por qué no se dirigió inmediatamente a Roma. Con uno de los cónsules fallecido y otro aislado en el sur, en Venusia, miles de rehenes en su poder, y unos aliados itálicos indiferentes a la suerte de los romanos, podría haber tomado la ciudad en poco tiempo. Nunca como en ese momento Cartago estuvo tan próxima a la victoria.
Tito Livio nos presenta a un Aníbal rodeado de sus oficiales y guerreros que le felicitan, optimistas después de la batalla de Cannas, de modo que, en lugar de partir de inmediato hacia Roma, decidió dar descanso a sus hombres. También a través de Livio ha llegado a nuestros días la conversación que mantuvo con el comandante de caballería Maharbal, quien le animó a seguir el combate y «dentro de cinco días celebrarás un banquete en el Capitolio», le dijo. Pero Aníbal no hizo caso de su consejo, por lo que Maharbal le soltó la célebre frase: «La verdad es que los dioses no se lo conceden todo a una misma persona. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria».
Hay autores que defienden la idea de que Aníbal no quiso perder tiempo en un asedio prolongado cuando parecía más sencillo aislar la ciudad del resto de Italia. Sencillamente pensó que le resultaría más beneficioso aprovechar el tiempo durante el que su enemigo permaneciese en shock ante la aplastante derrota para convertirse en el amo de toda Italia y convertir a Roma en una simple provincia de la nueva capital que él mismo ya había ideado en la cercana ciudad de Capua, la más poblada y rica de Italia, después de Roma.
«Las tropas de Aníbal, brillantes en el campo de batalla, no estaban suficientemente preparadas para acometer la guerra de trincheras que habría supuesto el bloqueo de una ciudad-fortaleza de la magnitud de Roma», afirma Pedro Barceló. Ocho meses largos y muchas penalidades le había costado el cerco de Sagunto, sin duda una plaza más fácil de tomar que Roma.
Otros expertos son partidarios de la teoría de que Aníbal no devastó Roma simplemente porque él no era un destructor y lo que buscaba era desmoronar las estructuras del imperio territorial de Roma, para que sus aliados se cambiaran de bando y apoyaran a los cartagineses. Supuso equivocadamente que la derrota de Cannas desencadenaría la rebelión de los pueblos sometidos a Roma.
Según esta teoría, el plan de Aníbal era romper el poder militar de Roma en una serie de batallas abiertas, como ya lo había demostrado en Trebia y en el lago Trasimeno. Su superioridad táctica era indiscutible, así que no le costaría acabar con la cohesión del imperio, dividir la federación itálica, hacer que los celtas, umbros, etruscos, samnitas y las antiguas ciudades griegas de Tarento y Siracusa perdieran el temor hacia Roma ante las posibilidades de que él les devolviera la independencia. Esperó a que aparecieran esos aliados. Algunas ciudades samnitas, apulias y lucanas se pasaron al bando de Cartago. La ciudad de Capua le abrió sus puertas, pero sus habitantes no se unieron a su ejército.
«Aníbal esperaba que Roma se aviniera a entablar conversaciones de paz. Pero nada de eso sucedió. Los romanos no negociaban con el vencedor, incluso, se negaban a pagar el rescate de los prisioneros en su poder. Roma no se dio por vencida. Desafió a Aníbal resistiéndose a ofrecer la más mínima concesión. Estaba decidida a seguir haciendo la guerra», señala Pedro Barceló.
Aníbal tomó un rumbo diferente y decidió cambiar de táctica con la esperanza de poder erosionar la hegemonía romana en Italia. De lo que cuenta Livio se desprende que quería edificar una federación italo-púnica basada en la libre voluntad de los socios, a los que trataría con la máxima liberalidad. Pero la mayoría de las ciudades importantes no hicieron caso de su propuesta y permanecieron fieles a Roma. Las victorias logradas hasta el momento no bastaban para erosionar los cimientos del poderío romano en Italia y la federación se mantuvo intacta, a pesar de algunos cambios.
Sin embargo, la decisión de no dirigirse a Roma pone en cuestión el tan mentado juramento de odio y venganza eterna cuando era niño y, ajuicio de algunos especialistas, ofrece una imagen de hombre templado, sabio en las artes militares y políticas e incapaz de permitirse arrebatos y pasiones subjetivas que comprometiesen una planificación racional y largamente meditada, frente a la figura de Aníbal de los juicios de los historiadores clásicos, impregnados de parcialidad, que destacan su enorme crueldad.
Aníbal no pisó nunca Roma. Quién sabe qué habría sucedido si hubiese decidido tomar la ciudad de las siete colinas. Para algunos historiadores, si Aníbal hubiera ganado aquella guerra, en lugar de la romanización que sufrió todo Occidente, tal vez la cultura actual europea se hubiera desarrollado sobre las bases de su erudición semítica oriental. El propio Tito Livio afirma respecto a la derrota romana en Cannas que «su trascendencia habría sido mayor si el enemigo hubiera seguido adelante». Por el contrario, de ella acabó resultando el renacimiento de Roma.
FINAL DE UN SUEÑO
Aníbal permaneció en Italia los catorce años siguientes. Destruyó otros cuatro ejércitos romanos. Acabó con la vida de otros cinco comandantes. Pero no pudo provocar una rebelión y finalmente se debilitó. En opinión del historiador Pedro Barceló, a la vista de lo que sucedió tras Cannas, parece que hay dos lecturas a la hora de interpretar las fuentes antiguas y las consecuencias de la batalla.
Por un lado, hay quienes hablan de que Cannas se saldó con una aplastante victoria cartaginesa, desperdiciada después por la indecisión de Aníbal al no marchar a Roma para recoger los triunfos de su éxito. Así, nos muestran a un Aníbal con gran capacidad como comandante en el campo de batalla, pero con pocas dotes como estratega y estadista. Esta lectura encajaría con los deseos de la aristocracia romana, interesada en presentar al contrincante como un temible enemigo.
Otra lectura contempla la batalla como menos favorable a Aníbal. El resultado del enfrentamiento dejó malparado a su ejército, que necesitó tiempo y refuerzos para recuperarse. «Las pérdidas del ejército cartaginés mermaron significativamente su capacidad de acción. Roma podía conseguir nuevos soldados con sorprendente rapidez, no así Aníbal», defiende Pedro Barceló. Esta lectura, según Barceló, tiene más verosimilitud y «explicaría convincentemente por qué Aníbal después del triunfo de Cannas desistió en emprender la marcha hacia Roma».
Lo que está claro es que Roma no cedió, ni firmó ningún tratado de paz con Aníbal. Al contrario, la lucha continuó y se extendió. En un tiempo récord consiguieron rehabilitar a más de una docena de legiones y activar su flota en el Mediterráneo central con el objetivo de que los suministros y refuerzos que desde Cartago pudieran enviar a Aníbal vía marítima no llegasen.
A partir del año 215 a. C. los campos de batalla proliferaron en el mundo mediterráneo. En Hispania, los hermanos Escipión disputaban con Asdrúbal la posesión de las zonas mineras, esenciales para la financiación cartaginesa de la guerra. En el centro, Aníbal tenía su cuartel general en Capua, desde donde seguía operando en el sur de Italia, en Campania. Los romanos optaron por intimidarle, cercarle sin combatir y, al mismo tiempo, hostigar a los aliados itálicos de los cartagineses. Se impuso el criterio que ya había desarrollado Quinto Fabio Máximo de minimizar el riesgo romano y hacer una guerra de desgaste contra Aníbal. También las legiones de Tiberio Sempronio Graco se empeñaron en cortarle su radio de acción.
Paralelamente, las notas romanas y púnicas surcaban las aguas del Mediterráneo occidental intentando neutralizarse. Cartago mandó un cuerpo expedicionario a Cerdeña con la intención de recuperar la isla, pero fue rechazado. En Sicilia las tropas de Marco Claudio Marcelo y Apio Claudio Pulcro combatían contra los mercenarios cartagineses preparados para sitiar Siracusa. En el Adriático, una flota al mando de Marco Valerio Levino tenía la misión de disuadir a Filipo V de Macedonia, aliado de Aníbal, de invadir Italia.
A Aníbal no le iba mal en suelo itálico, pero debía empeñar todas sus energías y recursos para que su ejército, acostumbrado a llevar la iniciativa, no fuera hostigado y obligado a reaccionar ante las acciones enemigas. En el año 213 a. C. se apuntó un importante tanto: a Capua y Siracusa se les unía Tarento, la ciudad griega más importante en suelo itálico, que abandonó la alianza de Roma por la de Cartago.
Sin embargo, Aníbal no pudo impedir que Publio Escipión, al mando de la flota, y su hermano Gneo, a la cabeza del ejército de tierra, fueran conquistando la península Ibérica. Los romanos se fueron imponiendo en suelo hispano a medida que el ejército cartaginés se iba debilitando. Al igual que Aníbal intentaba minar los cimientos de la federación italo-romana, los hermanos Escipión empezaron a incitar a los pueblos hispanos para que abandonasen la causa de Cartago. Roma consiguió adhesiones, consolidando su presencia en el norte de Hispania.
Tras una sucesión de victorias y derrotas, decreció la actividad bélica en todos los frentes. Con la conquista de Siracusa por el ejército de Marco Claudio Marcelo, y de Capua (año 211 a. C.) por parte de Quinto Fluvio Flaco y Apio Claudio Pulcro, los romanos ya habían recuperado su fortaleza militar y la fe en sus capacidades. A partir de ahí, comenzaron las derrotas de Aníbal.
La óptica romana nos muestra a los Escipiones neutralizando la base logística de Aníbal en el transcurso de la guerra en suelo hispano. Después, cuentan que bajo los auspicios del joven Publio Cornelio Escipión, hijo del antiguo rival de Aníbal, que pasará a la historia con el apelativo de «el Africano», en referencia a su mayor triunfo, expulsó a los cartagineses de Hispania, tras enfrentarse, en el año 211 a. C., a tres ejércitos púnicos y apoderarse de su cuartel general en Cartagena. Fue el inicio de la dominación romana de Hispania, que se iba a prolongar durante siglos.
Mientras, se multiplican los problemas de Aníbal en Italia. En el año 208 a. C. el enfrentamiento se fue transformando en una guerra de guerrillas y de desgaste que favorecía a los romanos. En el 207 a. C., en Metauro (Liguria) tuvo lugar una batalla decisiva en la que Claudio Nerón venció a un ejército de apoyo comandado por Asdrúbal, que pretendía sitiar Roma, lo que quebró la estrategia italiana del general cartaginés. En los años 206-205 a. C. las tropas cartaginesas se vieron obligadas a abandonar la península Ibérica y la gloriosa época de expansión púnica, ligada a la familia Bárquida, tocó a su fin.
LA VUELTA A CARTAGO
Tras expulsar a los cartagineses de la península Ibérica, el general romano Publio Cornelio Escipión desembarcó en Útica, cerca de Cartago (204 a. C.), a pesar de que el ejército púnico continuaba estacionado al sur de Italia. El romano había demostrado ser un estratega excepcional, tras la conquista de Cartagena, la victoria sobre Asdrúbal en Baecula y otra victoria, tácticamente perfecta, en la batalla de Hipa. De nuevo un miembro de la familia Escipión copiaba una táctica del cartaginés: la victoria tendría que librarse en tierras del enemigo. Así, para sacar a Aníbal de Italia la única opción era llevar la guerra a Cartago.
En el 202 a. C. el joven Escipión —que había perdido a su padre y a su tío en la guerra y estaba ansioso de vengarse— consiguió el apoyo de un rey númida y de importantes contingentes de su magnífica caballería. «Como si copiara la táctica que Aníbal utilizó en Cannas, los jinetes romanos en Zama, en el norte de África, envolvieron a la infantería cartaginesa y le propinaron un golpe mortal», explica Pedro Barceló. El invicto Aníbal fue vencido en la batalla con sus propias armas y los púnicos se vieron obligados a firmar un tratado de paz pésimo y humillante. El cartaginés escapó con el fin de reanudar la lucha más tarde, pero las guerras para Aníbal habían concluido.
La envidiada y poderosa Cartago, siempre orgullosa de su independencia, pasó a ser un estado vasallo de Roma y finalizó la pesadilla que suponía para los romanos la presencia del ejército púnico en suelo itálico. «El resultado decisivo de la guerra fue sin duda la aceleración del proceso de construcción del Imperio romano a costa de las antiguas posesiones cartaginesas: Cerdeña, Sicilia e Hispania. Que los romanos se fijaran, inmediatamente después de la Segunda Guerra Púnica, en Grecia y demás países del Mediterráneo oriental es una consecuencia lógica de su imparable avance», indica Barceló.
Los hermanos Asdrúbal y Magón, los más fieles lugartenientes de Aníbal, murieron en el transcurso de la guerra. Tras la firma del tratado de paz con Roma, Aníbal continuó con el mando del ejército. En el año 197 a. C. fue nombrado Sufeta de Cartago, el más alto cargo público de la república cartaginesa, con un poder similar al que tenían en Roma los cónsules. Se ganó la fama de ser insobornable y tomó una serie de importantes medidas para aumentar la eficacia del sistema fiscal y político de Cartago.
Una conspiración le obligó a huir de la ciudad. Era el año 195 a. C.; había intentado reconstruir el poderío militar cartaginés, pero no lo consiguió y tuvo que refugiarse en la corte de Antíoco III de Siria, a quien indujo a enfrentarse con Roma. «Desde su huida de Cartago en 195 a. C., Aníbal recorrió durante unos doce años casi todos los países del mundo helenístico, obligado a pedir asilo político en Éfeso, en Creta, en Armenia y, al final, en la corte del rey Prusias de Bitinia. Sin embargo, no logró encontrar un hogar permanente ni seguro en ninguna parte», mantiene Pedro Barceló.
Ante un nuevo acoso de Roma, en la persona de Tito Quinctio Flaminino, tras la pérdida de apoyo del rey Prusias, Aníbal no vio otra salida que el suicidio. En el año 183 a. C., según la fecha que aporta Tito Livio, y un año más tarde, según la mención de Polibio, se quitó la vida en Bitinia, ante la posibilidad de que le entregaran a los romanos.
Cartago, la cuna de Aníbal, no le sobrevivió mucho tiempo. Durante la Tercera Guerra Púnica (149-146 a. C.), los romanos espoleados por el famoso discurso del político Catón el Viejo y su «Ceterum, ceseo Carthaginem esse devendam». («Por lo demás, pienso que Cartago debe ser destruida»), acabarían desembocando en una confrontación con sus eternos enemigos que provocaría la completa destrucción de Cartago. Los romanos exterminaron a la población, saquearon sus hogares, destruyeron sus edificios y templos, y sembraron de sal sus tierras para impedir la posterior repoblación y colonización. Volvió a ser un miembro de la familia de los Escipiones, Publio Cornelio Escipión Emiliano, quien capitaneó el ejército que borró a Cartago de forma inexorable del mapa político de la Antigüedad.