Fecha: Del 16 de diciembre de 1944 al 28 de enero de 1945.

Fuerzas en liza: El V Ejército Acorazado, el VI Ejército Acorazado y el VII Ejército alemanes contra el I Ejército y el III Ejército de Estados Unidos.

Personajes protagonistas: Por el lado alemán, Adolf Hitler; coronel general de las SS Josef «Sepp» Dietrich; los generales Hasso Manteuffel y Brandenberger; y el comandante de las SS Jochen Peiper. En el bando aliado: el comandante supremo aliado Dwight Eisenhower, el general Patton y el general de brigada McAuliffe.

Momentos clave: Los ataques a Saint-Vith y Trois-Ponts y el asedio de Bastogne. La matanza de Malmedy.

Nuevas tácticas militares: Los alemanes pusieron en servicio el primer avión de combate a reacción: el jet Messerschmitt Me 262 (Jet Me 262).

El 16 de diciembre de 1944 los alemanes lanzaron la que sería su última contraofensiva de la Segunda Guerra Mundial. Esa madrugada comenzó una lucha épica de cuarenta y cuatro días en la que los ejércitos de Hitler se abalanzaron con furia desesperada sobre el punto más débil de las líneas norteamericanas. Los aliados tuvieron que esforzarse más que nunca para repeler el ataque nazi. Hubo que enviar urgentemente tropas de élite para frenar su avance. En inferioridad numérica, los soldados del VIII Ejército de Estados Unidos defendieron con su sangre los bosques y pequeños pueblos de las Ardenas, como Lanzerath, Saint-Vith, Trois-Ponts o Bastogne, que pasarían a la historia y que todavía se mantienen en la memoria de los veteranos supervivientes de aquella brutal batalla. Hombres que en la actualidad superan los ochenta años de edad y que todavía se emocionan y lloran al recordar esos terribles días de sangre, nieve, sufrimiento y coraje. Sobrevolando la carnicería, las misiones de reconocimiento aéreo captaron con sus cámaras imágenes de la brutal batalla. Recientemente han salido a la luz muchas de esas fotos que se perdieron u olvidaron al final de la guerra; nos ofrecen una visión sin precedentes de una batalla en la que hombres normales se convirtieron en héroes, un combate que se convirtió en una leyenda: la batalla de las Ardenas.

El 16 de diciembre de 1944, a las cinco y media de la mañana, las tropas norteamericanas se hacinaban en madrigueras heladas muy cerca de la frontera belga. Martin Wente, excombatiente de la 106.a División de Infantería de Estados Unidos estuvo allí y lo recuerda con estas palabras: «Estábamos aterrorizados. Te bombardeaban con artillería y las bombas llegaban silbando muy fuerte. Caían en medio de los árboles y las ramas salían volando como metralla. Alcanzaron a algunos compañeros. Lo único que pensábamos era cómo íbamos a salir vivos de allí».

Aquello no fue más que una funesta advertencia de la ola de terror que iba a azotar al ejército norteamericano durante cuarenta y cuatro infernales días: los alemanes habían preparado un ataque sorpresa que pensaron que daría un giro al resultado de la guerra en Europa. Otro veterano, pero del bando alemán, Walter Heinlein, de la 2.a División Acorazada, no ha olvidado lo que sucedió en el lado en el que él luchó: «Todo estuvo muy bien organizado. Se hizo en completo silenció, no nos permitían comunicarnos por radio ni encender los motores para no alertar de nuestro ataque». Y también Fritz Englebert, de la división Panzer-Lehr (una unidad modelo que servía de escuela de blindados), recuerda la precaución por parte alemana para no descubrir sus planes. «Todos los pueblos estaban llenos de soldados —cuenta— y todos los graneros estaban hasta el techo de tanques y equipo. Todo oculto. Y hasta el último momento no se reveló nada del ataque inminente».

Los ejércitos alemanes estaban casi vencidos en el frente del este y también en el frente del oeste, después de la invasión aliada de Normandía. Aquisgrán había caído el 21 de octubre en manos aliadas, aunque aún existían bolsas de resistencia en Francia y Bélgica. Debía suponerse que las fuerzas de Estados Unidos explotarían su éxito para reorganizar sus líneas, porque aquel otoño de 1944 las tropas comandadas por Eisenhower tenían que cubrir un frente de más de seiscientos kilómetros, desde el mar del Norte a la frontera suiza. No cabía esperar grandes ataques por parte de los alemanes. Pero no fue así. Según asegura Aryeh Nusbacher, experto de la Real Academia Militar de Sandhurst, «Hitler pensó que si abría una grieta entre los norteamericanos y los británicos en el oeste, podría acabar con los aliados y centrarse en la lucha contra la Unión Soviética, que era su prioridad».

El ataque alemán se produjo en las Ardenas, una región muy boscosa de la frontera entre Alemania, el este de Bélgica y el norte de Luxemburgo, a lo largo de un frente de 140 kilómetros. La región se consideraba un bosque impracticable en invierno. Las condiciones meteorológicas iban, pues, a tener un papel determinante en la batalla. La niebla resultó fundamental para los ataques y para que los aliados no pudieran servirse de su abrumadora superioridad aérea.

Aunque parezca mentira, los expertos en reconocimiento aéreo aliados no lograron ver que el enemigo estaba reuniendo en secreto más de veinte divisiones de hombres y máquinas. Fue un gran fallo de la inteligencia aliada que sus soldados en tierra pronto pagarían con sangre. Durante semanas, la Luftwaffe envió aviones en todas las direcciones de las líneas del frente para ocultar la mayoría de los ruidos de maquinaria pesada que atacaría a las tropas aliadas. Se emitieron órdenes falsas, realizaron varias operaciones para sembrar la confusión con soldados que hablaban inglés y vestían los uniformes norteamericanos, a los que enviaban tras las líneas enemigas, cambiaron señales de tráfico e indicaciones en los caminos… todo con el objetivo de que no fueran descubiertos los preparativos de la ofensiva. La «ofensiva decisiva» sería desencadenada contra los aliados desde el sector del Grupo de Ejércitos B.

Ya en 1940, las fuerzas armadas alemanas arrasaron a los franceses y a la Fuerza Expedicionaria británica por sorpresa, con un veloz ataque a través de las Ardenas. En esta ocasión, aprovechando que el mal tiempo impedía a la aviación aliada apoyar a sus tropas de tierra, más de veinte divisiones alemanas —diez de ellas acorazadas—, integradas en tres ejércitos, se abalanzaron sobre las escasas tropas norteamericanas que guarnecían las Ardenas, zona especialmente débil por ser donde enlazaba el extremo derecho del I Ejército con el extremo izquierdo del III Ejército. En un ataque sorpresa crearon un saliente o bolsa en el frente, por lo que los norteamericanos la llamaron The Battle of The Bulge, literalmente «batalla de la protuberancia».

EL GRUPO DE COMBATE DE PEIPER

El objetivo de Hitler era empujar a los aliados hacia el mar por Amberes, atrapar cuatro ejércitos completos y separar en dos la alianza angloamericana y llegar al gran puerto belga de Amberes, vital para el abastecimiento de los aliados. Así, en el norte, el VI Ejército Acorazado —compuesto por cuatro divisiones Panzer-SS y cinco divisiones de infantería, al mando del coronel general de las SS Josef «Sepp» Dietrich— tenía que avanzar hacia el río Mosa, a ambos lados de Lieja, y cruzarlo para que la apuesta de Hitler tuviera éxito. En el centro, el V Ejército Acorazado —conformado por cuatro divisiones acorazadas y tres de infantería, al mando del general Hasso Manteuffel— tenía que capturar las vitales encrucijadas de los pueblos de Saint-Vith y Bastogne, antes de avanzar hacia Bruselas. Y el V Ejército alemán —con seis divisiones de infantería y una división acorazada, al mando del general Brandenberger— tenía que bloquear los refuerzos que pudiesen llegar por el sur. Además, contaban con unidades de reserva a disposición del alto mando alemán, integradas por tres o cuatro divisiones acorazadas y otras tantas de infantería.

El ataque debería llevarse a cabo con gran velocidad, con el fin de que las fuerzas acorazadas pudieran entrar en fuego rápidamente. La infantería abriría brechas, aprovechándose del efecto sorpresa, y los carros de combate debían penetrar por ella, dirigiéndose a lo profundo de la retaguardia enemiga. El poderoso panzer PzKw VI Tiger II, con su cañón de 88 mm, y el JgPz VI Jagdtiger, un cazador de tanques con cañón 128 mm, eran la base de las divisiones acorazadas. Para mantener sus tanques en movimiento, Hitler tenía que capturar los depósitos de combustible norteamericanos o se quedaría sin gasolina.

En la vanguardia del ataque se encontraba un grupo famoso por su implacable valor. Estaba dirigido por el comandante de las SS Jochen Peiper, que no se detenía ante nada, como había demostrado enfrentándose al enemigo en Francia, Italia y Rusia. Protegido de Himmler, con sólo veintinueve años era considerado un líder carismático. Mandaba el Kampfgruppe Peiper, Grupo de Combate Peiper, una unidad integrada en la 1.a División con el potencial de una brigada, rápida, bien entrenada y especializada en combate nocturno, hombres que eran completamente leales a él. El credo de su unidad era: «El sudor salva sangre».

Heinrich Heinermann, antiguo subordinado de Peiper en la Leibstandarte, le define de la siguiente manera: «Incluso su apariencia exterior era admirable. Peiper irradiaba ciertamente “algo”. Era bien parecido, y lo sabía, pero era un buen muchacho con los pies en el suelo. No solamente era un superior, sino también un ejemplo y un camarada». También sus superiores tenían una excelente opinión de él. Fritz Witt, antiguo comandante de Peiper en el frente oriental, escribió en su informe que tenía un carácter recto y directo. Le define como reservado, fino observador, duro, líder de combate de pensamiento claro y tranquilo, además de meticuloso e innovador en el entrenamiento.

No tan buena opinión tiene el historiador militar Tim Saunders. «El Grupo de Combate de Peiper formaba parte de la 1.a División Acorazada de las SS, la Leibstandarte Adolf Hitler, la guardia personal del Führer, que tenía su origen en los matones nazis y que habían librado una guerra extremadamente dura y sucia en el frente oriental. Y hablan trasladado esa actitud al oeste. Eran muy duros y unos asesinos».

La misión del Kampfgruppe Peiper era cortar a los aliados por la mitad. Una vez que la infantería rompiera las líneas americanas, Peiper debía avanzar hacia Ligneuville, Stavelot, Trois-Ponts y Werbomont y capturar y asegurar los puentes del Mosa alrededor de Huy. El éxito de la operación de Peiper requería de un rápido avance por posiciones estadounidenses que habría que evitar siempre que fuese posible. Sin embargo, en mitad de la ruta de las fanáticas fuerzas del comandante Peiper se encontraba un pequeño pueblo belga llamado Lanzerath. Y al norte de la localidad, las tropas de la 99.a División de Infantería de Estados Unidos aguardaban en sus puestos. Un único pelotón norteamericano debía detener la punta de lanza alemana.

A las diez y media de la mañana, el Grupo de Combate de Peiper se dirigió directamente hacia ellos. Cerca de quinientos soldados alemanes comenzaron a atacar a los veintidós hombres, que tuvieron que luchar por sus vidas. Un fuego de mortero letal llovía sobre la posición del pelotón norteamericano. La infantería estadounidense permanecía en sus posiciones a la espera de órdenes. «Teníamos órdenes de resistir a toda costa y no teníamos ninguna posibilidad. No podíamos escapar. Estábamos rodeados. No paraban de llegar a la línea de fuego; vi las caras de los que vinieron en las primeras oleadas y eran niños de catorce y quince años. Era una lucha continua, si te parabas a descansar, te mataban», cuenta uno de los supervivientes de aquel día, Risto Milosevich, de la 99.a División de Infantería.

Los soldados alemanes utilizaban tácticas que sólo podían conducir a su aniquilamiento, lanzándose sin parar contra los soldados aliados. «Fue un suicidio. Alguien detrás de ellos gritaba y se levantaban y corrían gritando hacia ti. Era como disparar a los patos de las ferias», recuerda Milosevich. A media tarde, los cadáveres alemanes se apilaban frente a la posición norteamericana. Pero seguían llegando atacantes. Los soldados norteamericanos seguían peleando a muerte, «no se rendían y no paraban de luchar. Y una pequeña subunidad fue capaz de poner en entredicho el plan nazi», mantiene el experto de la Real Academia Militar de Sandhurst, Aryeh Nusbacher.

UN FRENTE ESCASAMENTE DEFENDIDO

Lo sucedido en esos primeros momentos de acción, según la narración de Risto Milosevich, fue una cruenta lucha en ambos bandos. «Nunca cesaban de llegar atacantes. El sargento de la 99.a División, Bill Slape, no dejó de tirar con la ametralladora, aunque el cañón se estaba poniendo al rojo vivo. Se supone que tienes que disparar tres ráfagas y esperar un segundo. Luego otras tres y volver a esperar. Pero no paraban de atacarnos alemanes y él no podía parar de disparar, hasta que se quemó la ametralladora y fue como perder el brazo derecho», recuerda. Con su principal arma fuera de combate y los alemanes atacando desde todas partes, finalmente fueron barridos.

Los alemanes perdieron cerca de cuatrocientos hombres. Y el pelotón temía que se vengasen por sus camaradas caídos. Según cuenta Milosevich, «cogieron a algunos de nuestros hombres y les colocaron frente a ellos. Recorrieron todos los agujeros gritándonos que saliésemos con los brazos en alto. Pensé que seguro que nos mataban y esperé a que me disparasen por la espalda. Nos pusieron en fila y creí que nos fusilarían. Pensé que nunca sobreviviría. De repente llegó un oficial alemán corriendo por el campo y blandiendo su pistola que les detuvo. Le debemos la vida a él».

Había sido un combate increíble. Un pequeño grupo de norteamericanos había bloqueado con éxito el camino a Lanzerath a un batallón alemán. Como dijo el historiador militar Tim Saunders, «el pelotón de reconocimiento resistió y luchó hasta que se quedó sin munición. Fueron como las piedrecitas que se meten en una máquina bien engrasada, que la averían y entorpecen su rendimiento».

A pesar de la feroz resistencia de las pequeñas unidades estadounidenses, los tres ejércitos alemanes practicaron brechas de hasta casi veinte kilómetros de profundidad en el escasamente defendido frente. La primera línea aliada fue desbordada. El asalto inicial del día 16 de diciembre tuvo sorprendente éxito para la Wehrmacht. Sin embargo, la extensión del avance territorial, particularmente en el ala derecha, no fue tan grande como esperaban sus altos mandos.

En su cuartel general, Hitler se mantenía al corriente de los avances del día. Más tarde diría: «Todo ha cambiado en el oeste. El éxito total está ahora a nuestro alcance». Lo cierto es que, según indica el historiador Tim Saunders, en el Tercer Reich, los comandantes eran reacios a transmitir malas noticias, «así que Hitler tenía una imagen de color de rosa de los avances del día, cuando en realidad las puntas de esa primera jornada iban doce horas retrasadas».

EL ESPÍRITU INDOMABLE DE LOS NORTEAMERICANOS

La contraofensiva tomó desprevenido al mando aliado. Las unidades norteamericanas, aisladas y dispersas, privadas del contacto con su Estado Mayor y confundidas por los comandos alemanes camuflados con uniformes del ejército estadounidense, ofrecieron en muchos lugares una resistencia feroz que, combinada con lo agreste de la región, logró retardar el avance de los alemanes, pero no impedirlo.

El segundo día de combate, los tanques alemanes conquistaron un depósito de combustible norteamericano y continuaron su avance con esa gasolina. Los estadounidenses tuvieron que destruir sus propios suministros para impedir que cayeran en manos nazis. En el norte, el avance del comandante de las SS Jochen Peiper se había visto ralentizado por la desesperada defensa norteamericana.

En un cruce cerca de la ciudad de Malmedy, el Kampfgruppe Peiper pasó a la historia por una cruel matanza. A la una de la tarde los hombres de Peiper atacaron una columna del 285.º Batallón de Observación de Artillería. Casi 150 hombres fueron capturados. Les ordenaron formar en un campo. Por motivos que todavía permanecen confusos hoy, las veteranas tropas de las SS hicieron honor a su terrible reputación ejecutando a los desarmados prisioneros norteamericanos. Las fuentes discrepan, pero se habla de que mataron hasta 70 soldados; otros testimonios hablan de 120 hombres.

Los cuerpos tardaron un mes en recuperarse. La desagradable labor de reconocimiento está grabada por una unidad de cine del ejército norteamericano. Las imágenes que captaron son tremendas. Había hombres en fila sobre la nieve cubierta de sangre. La mayoría mostraba heridas de bala en la cabeza, pruebas más consecuentes con la ejecución en masa que con un acto de defensa propia o una tentativa de prevenir la fuga, como algunos alemanes más tarde justificaron como motivo de la matanza. Sólo 43 norteamericanos lograron encontrar refugio en las líneas aliadas, muchos gracias a la ayuda de civiles belgas.

El acontecimiento tuvo grandes consecuencias en los combatientes norteamericanos en Europa. A partir de ese momento, los soldados de las SS se convirtieron en hombres marcados y los soldados norteamericanos cambiaron su actitud. «Tras la matanza de Malmedy, la batalla se libró de la forma más brutal. Nosotros, como tropas de tanques, también llevábamos la insignia de la calavera en el cuello, distintivo de las SS, pero yo me la arranqué para que no me confundiesen con ellas», explica Fritz Englebert, de la división Panzer-Lehr.

El general Eisenhower reaccionó rápidamente al ataque alemán. En una semana envió al frente 250 000 hombres y 50 000 vehículos, incluyendo dos divisiones de paracaidistas, la 82.a y la 101.a. «Nadie esperaba más acción porque los alemanes se estaban retirando. Todo estaba tranquilo y creíamos que iba a ser una Navidad pacífica. De pronto todo cambió. Nuestras órdenes al salir de Francia eran encontrar la vanguardia del avance alemán y detenerla. Ésa era nuestra misión en Bélgica», recuerda el veterano James Megellas, de la 82.a División Aerotransportada.

Durante el tercer y cuarto día de la operación se hizo perceptible la intervención de las reservas aliadas, particularmente contra el flanco izquierdo de las fuerzas atacantes. A la zona acudieron la 82.a y la 101.a divisiones de paracaidistas que descansaban cerca de Reims tras la batalla de Arnhem. Los «águilas aulladoras» de la 101.a División Aerotransportada fueron enviados a defender un pueblo clave en el desenlace de la batalla: Bastogne, donde escribirían una de las páginas más brillantes de su historia militar. La 82.a División Aerotransportada fue despachada al norte, a Werbomont. El Grupo de Combate de Peiper se acercaba al pueblo de Trois-Ponts. Los paracaidistas tenían que detener el avance alemán y revertir el curso de la batalla. En esos momentos, la suerte de los aliados dependía en gran medida de la fortaleza con que hicieran frente al empuje enemigo.

El 19 de diciembre, el cuarto día de la batalla, la última gran ofensiva de Hitler en Europa había arrasado el frente aliado. Ese día hubo intensos combates en Neffe, Wardin y Noville. Entre el caos y la carnicería, a los soldados de las dos divisiones paracaidistas enviadas al frente les impresionó encontrarse con parte del ejército norteamericano en plena huida. «Se batían en retirada, abandonando sus fusiles y todo su equipo. Ellos se retiraban y nosotros queríamos avanzar. Fue un completo caos», recuerda Jack Trovato, de la 101.a División Aerotransportada.

A lo largo del frente, el ejército estadounidense se había visto superado por el gigante blindado alemán. «Nunca nos imaginamos que Alemania pudiera no ganar la guerra. Ahora volvíamos a avanzar hacia el oeste tras habernos retirado dolorosamente. Y nos subió muchísimo la moral», cuenta el alemán Fritz Englebert, de la división Panzer-Lehr.

Del 18 al 22 de diciembre, la resistencia norteamericana en Saint-Vith obstaculizó el esfuerzo del ala derecha del V Ejército Acorazado alemán por llegar al río Mosa, pero al final tuvieron que replegarse. Al este del pueblo, en una colina llamada Schnee Eiffel, la inexperta 106.a División de Infantería fue rodeada. Sin la ropa adecuada para el frío y sin munición, esas tropas novatas impidieron el avance alemán durante tres días, pero no pudieron resistir más. «No teníamos forma de defendernos —recuerda Martin Wente— y el coronel de mi regimiento dijo que era el final y que nos teníamos que rendir». En Saint-Vith, convergían muchas carreteras y por ello era un punto muy importante en ese sector, como lo era Bastogne en el flanco izquierdo del ejército, ciudad que un día más tarde fue rodeada por los alemanes.

LA RENDICIÓN EN MASA

Más de siete mil soldados norteamericanos se rindieron al enemigo. Fue la mayor rendición en masa del ejército norteamericano en Europa. «No eran tropas experimentadas y no estaban concentradas en el enemigo. Si el comandante de la 106.a no se hubiese rendido, habría desperdiciado las vidas de sus soldados y eso era inaceptable», precisa Aryeh Nusbacher, de la Real Academia Militar de Sandhurst.

En el sector norte de las Ardenas, más allá del pueblo de Trois-Ponts, la 82.a División Aerotransportada descabezó el avance alemán hacia el río Mosa. «No había un frente bien definido. Nuestra línea de defensa tenía muchos huecos y no teníamos suficientes tropas para cubrirlos», explica Moffatt Burriss, superviviente de esta división.

Mientras la 82.a División luchaba por salvar la vida, a casi cincuenta kilómetros al sur, en la ciudad de Bastogne, la 101.a División Aerotransportada reforzó a los defensores de la vital encrucijada. Para el general alemán Von Manteuffel llegar al río Mosa era fundamental, pero en su avance tropezó con aquella improvisada bolsa de resistencia en Bastogne. El lugar era clave para la victoria alemana en la batalla de las Ardenas porque allí convergían siete importantes carreteras. Si los alemanes tomaban el pueblo, controlarían la red de carreteras y acelerarían su avance.

El cuartel general de la 101.a, al mando de su segundo jefe, el general de brigada McAuliffe, y parte de la 10.a División Acorazada, se estableció en el centro del pueblo. Con un total de 18 000 hombres acuartelados, los norteamericanos dispusieron las defensas en forma de «caravanas», en circulo al estilo del viejo Oeste. Los «águilas aulladoras» estaban allí para quedarse, contra todo pronóstico.

Las bajas eran elevadas y los enfermeros se veían obligados a trabajar las veinticuatro horas. El quinto día de batalla, a una intensa nevada le siguió una lluvia de bombas alemanas sobre las posiciones estadounidenses en el pueblo. «Apuntaban muy bien y nos dispararon todas las bombas que quedaban en Alemania. Me metí en un agujero y me puse el casco de forma que me tapase lo más posible. Oía cómo herían a mis hombres, que llamaban entre lamentos a sus madres. Vi morir a muchos compañeros», cuenta Jack Trovato, paracaidista de la 101.a División Aerotransportada. «Pasaba todo tan deprisa que no te dabas cuenta de que estabas en el infierno y al minuto siguiente todo había terminado», narra Frank E. Denison Junior, quien con sólo diecinueve años formaba parte de la misma unidad.

El quinto día de batalla los alemanes cortaron la última línea de suministro de Bastogne. Los defensores norteamericanos quedaron completamente rodeados, sin suministros ni apoyo aéreo. Las posibilidades de sobrevivir al asedio eran muy escasas. Pero no se trataba de hombres ordinarios. «Los paracaidistas —explica Frank E. Denison Junior— estábamos entrenados para estar siempre rodeados, por eso no temíamos los asedios». Los alemanes lanzaron ocho divisiones contra Bastogne.

El 21 de diciembre, sexto día de la batalla, al norte del avance alemán, la punta de lanza del Grupo de Combate de Peiper se acercaba al río Mosa; habían llegado al pueblo de Cheneux y se enfrentaban en una feroz batalla a la 82.a División Aerotransportada. James Megellas, miembro de esa división, y su pelotón atacaron Cheneux desde el norte para aliviar la presión sobre los compañeros que lo defendían. «Los alemanes —recuerda— abrieron fuego sobre nosotros. Lo más devastador era el fusil Flak de 20 mm cuyas balas estallaban en fragmentos. Tuvimos muchos heridos». Las tropas norteamericanas sólo tenían una opción: neutralizar el fuego enemigo.

Los paracaidistas se cerraron en torno a las posiciones enemigas esperando el momento adecuado para atacar. «Empecé a correr colina abajo —cuenta Megellas— cargando en la dirección del fuego. Miré alrededor y sólo me seguían cinco hombres. De repente un equipo de artillería de ocho hombres salió de la carretera y se puso al alcance de nuestras pequeñas armas. Ahí delante estaba el enemigo, nuestra presa, y di la orden de dispararles simultáneamente. Después de todo, era la guerra y ése era nuestro trabajo. Descargamos sobre esos ocho artilleros, que tenían el cañón bien enterrado y cayeron todos dentro del agujero. Como si hubieran excavado su propia tumba».

Alertados por el ataque estadounidense, los alemanes se abrieron. Y los paracaidistas tuvieron que escapar a toda prisa. Megellas y su pelotón se retiraron, cargando con varios heridos, y consiguieron reunirse con la 82.a que seguía luchando por Cheneux. Al anochecer, tomaron el pueblo. Fue la primera victoria de la 82.a División Aerotransportada sobre el Grupo de Combate de Peiper.

LAS TEMIDAS CONDICIONES METEOROLÓGICAS

Pero un nuevo enemigo comenzaba a golpear duramente a los hombres: las temperaturas bajo cero del peor invierno belga de la historia reciente. «Nunca podías entrar en calor. Te pasabas en la nieve las veinticuatro horas los siete días de la semana. Fue brutal», dice Moffatt Burriss, de la 82.a. En esas condiciones tan horribles la congelación, las infecciones de los pies y la neumonía se cobraban muchas víctimas entre las filas. El mal tiempo también perjudicó a la cadena de suministro porque los aviones no podían despegar. Los defensores norteamericanos estaban desesperados. Los soldados esperaban comida y municiones que no llegaban. «Pensé que se habían olvidado de nosotros. No nos afeitábamos, estábamos sucios y las condiciones eran tan malas que parecíamos animales», describe Jack Trovato.

Los bosques y campos que rodeaban Bastogne se convirtieron en un sangriento campo de batalla, un infierno para los soldados. «Había un brazo por allí, una pierna por allá y las tripas por otro lado. Y la muerte se podía oler también. A veces lo atravesabas corriendo y caías justo entre cadáveres. Así fue Bastogne», dice Clancy Lyall, de la 101.a División Aerotransportada. «El suelo estaba lleno de metralla y restos humanos. Lo único que me gustaba de la nieve era que cuando caía como una manta lo cubría todo, incluso los cadáveres. La nieve era pura y daba una visión refrescante», cuenta Jack Trovato.

El 22 de diciembre, una semana después del inicio de la batalla, los alemanes estaban seguros de que Bastogne pronto caería en sus manos. Dos de sus oficiales cruzaron las líneas con una bandera blanca para ofrecer un ultimátum: «Rendíos o seréis aniquilados en dos horas», amenazaban. La invitación alemana a rendirse no fue escuchada por el general McAuliffe, quien no desperdició tiempo ni palabras y respondió a la capitulación con un especial «no» en una nota que decía: Nuts [la primera acepción de esta palabra inglesa es nueces, pero en Estados Unidos también significa testículos; evidentemente era esta segunda acepción la utilizada por McAuliffe, equivalente a la negativa coloquial en español «¡Un huevo!»]. «Todos recibimos una nota en la que simplemente decía “Nuts”. Nos pareció genial y nos animó mucho, nos dio nuevas energías y tuvimos la sensación de que éramos invencibles y les derrotaríamos», indica Frank E. Denison Junior, de la 101.a División Aerotransportada. «Nunca se nos ocurrió rendirnos, moriríamos antes que rendirnos», añade su compañero Clancy Lyall. Mientras tanto, el general Patton emprendía una maniobra de rescate, pero el avance sobre la nieve era penoso y lento.

El 23 de diciembre, el octavo día de la batalla, el cielo se despejó justo a tiempo para los hombres en tierra. La aviación aliada pudo entrar en acción. Durante toda la campaña europea los aviones de reconocimiento sacaron miles de fotos aéreas de los campos de batalla. En esas fechas, a pesar del tiempo invernal, los aliados se las arreglaron para reunir miles de imágenes. Por primera vez, estas fotos originales de reconocimiento aéreo de alta resolución se han trasladado a un mapa en 3-D para ofrecer una perspectiva única de la batalla de las Ardenas. Algunas de estas fotos aéreas muestran unos C-47 volando bajo y enviando suministros en paracaídas. Las fuerzas aéreas lograron llegar y mandar comida y munición. «Gran parte de los suministros era material médico, pero también calcetines, que era lo que más necesitábamos. Suena ridículo, un par de calcetines secos. Pero en esa situación fueron fundamentales», recuerda Clancy Lyall.

Cuando se despejó la niebla, la aviación aliada se cebó en la retaguardia del enemigo y en sus líneas de comunicaciones, lo que hizo imposible el envío de combustible a los panzers situados en el frente. Los aviones de reconocimiento volvieron a surcar los cielos sacando fotos del estado de la batalla. Más allá del Bastogne cercado, los alemanes habían efectuado grandes avances. La 2.a División Acorazada estaba a sólo ocho kilómetros del río Mosa. Fue lo más lejos que llegaron los alemanes. Desde allí podían ver el río, pero no alcanzaron su objetivo. Según recuerda Walter Heinlein, de dicha división, «se rumoreaba entre nosotros que estábamos sin gasolina y que se había acabado todo. Sin combustible, teníamos que destruir nuestros tanques nuevos».

La Navidad del año 1944 quedó grabada para siempre en la memoria de aquellos soldados. La lucha continuó como los días previos. «Sabíamos que era Navidad, pero no lo celebramos. Sabíamos que el resto de la división estaba haciendo lo mismo. Sabíamos que les estaban disparando igual que a nosotros», cuenta el excombatiente de la 101.a División Aerotransportada Clancy Lyall. La batalla era una lucha constante codo con codo. Se formó un vínculo inquebrantable entre los hombres que defendían el frente. «¿Qué me empujaba a seguir? Mis amigos, mis compañeros», dice Lyall. «Estábamos unidos como un solo hombre, eso era lo más importante, formábamos un grupo», añade su compañero Frank E. Denison Junior. Ese espíritu indomable cambiaría el curso del asedio de Bastogne y afectaría al resultado de la batalla de las Ardenas.

LLEGAN LOS REFUERZOS Y SUMINISTROS

26 de diciembre de 1944, la batalla ya duraba once días. En Bastogne el sacrificio de los defensores del pequeño pueblo belga por fin daba resultado. A las cinco y cuarto de la tarde la 4.a División Acorazada estadounidense aplastó las posiciones alemanas y las tropas del general Patton rompieron el cerco después de terribles combates. Los agotados soldados que defendían el frente recibieron por fin los esperados refuerzos y suministros. En la memoria de Frank E. Denison Junior fue un día inolvidable: «Era mi cumpleaños y nunca me había alegrado tanto en mi vida. Agradecimos a Dios el final del asedio al día siguiente de Navidad».

El final del asedio y la entrada del ejército de Patton en Bastogne, lamentablemente, no hizo que terminara la batalla, que continuó durante semanas; pero evitó que las tropas alemanas siguiesen avanzando. En Año Nuevo de 1945 los contrincantes llevaban luchando diecisiete días, Hitler había ordenado un gran ataque aéreo, llamado en clave Operación Bodenplatte, en un intento de insuflar nueva vida a su fracasada ofensiva. La Luftwaffe atacó los aeródromos aliados en Francia y los Países Bajos y destruyó más de 450 aviones, mermando la capacidad aérea de los aliados.

A pesar de esta exhibición, el avance nazi se había detenido y, como poco, necesitarían la red de carreteras de Bastogne si querían retirarse. Entonces, Eisenhower ordenó que el III Ejército atacara desde el sur, mientras que el general británico Bernard Montgomery lo haría desde el norte, formando una pinza donde atraparían a los alemanes. Sin embargo, las tropas de asalto de Montgomery no llegaron hasta el 3 de enero a Bastogne; el mariscal británico alegó que sus hombres no estaban equipados para luchar a temperaturas tan bajas. Para entonces ya era demasiado tarde para rodear la mayoría de las tropas alemanas.

El renovado entusiasmo por defender el pueblo empujó a sus adalides estadounidenses hasta el límite. Se produjeron momentos en los que los soldados se vinieron abajo por la fatiga del combate y muchos sintieron que no podían seguir. «Una vez pensé que me iba a volver loco y empecé a temblar en el agujero. No lloré pero sentí que me hundía. Pero mi compañero me agarró, me dio un abrazo, y lo superé», cuenta Clancy Lyall. Para algunos hombres la noticia de que Estados Unidos volvía a la normalidad fue la gota que colmó el vaso. «En las revistas que llegaban al frente leíamos que costaba encontrar habitación en Miami porque la gente estaba divirtiéndose en la playa. Y que se cobraban salarios muy altos en las fábricas de guerra. Pensamos que nos habíamos quedado solos contra el resto del mundo», explica Jack Trovato.

Llevaban diecinueve días sufriendo el grueso del ataque alemán. Lo habían parado, habían resistido y ahora iban a contraatacar. Los defensores reaprovisionados de Bastogne expulsaron lentamente a los alemanes de las aldeas vecinas. Los tanques norteamericanos reanudaron la ofensiva. «Los alemanes empezaron a huir, y entonces no eran ellos los que nos perseguían a nosotros, sino al revés», apunta Frank E. Denison Junior. El ejército alemán registró elevadas bajas, como confirma Werner Smoydzin, de la 16.a División Acorazada: «Estábamos diezmados y desmoralizados y sólo queríamos salir de allí. La retirada fue un infierno, cruzamos bosques congelados a veinte grados bajo cero y no sabíamos a dónde ir, estábamos aterrados».

Hitler insistió en no retirarse de las Ardenas. Y ordenó al ejército defender todo el terreno conquistado. Tras más de tres semanas de combate la protuberancia que habían formado los nazis en el frente había remitido casi a su estado inicial.

Pero en la pequeña aldea de Herresbach, un contingente alemán de 500 soldados se negaba a ceder terreno. De hecho, cuando las fuerzas alemanas empezaron a declinar, los nazis se vieron obligados a tomar medidas extremas. «Llegaban corriendo, gritando y aullando como fanáticos, yo veía sus siluetas recortadas y les disparaba. La lucha fue tremenda», confirma James Megellas, de la 82.a División Aerotransportada. El 29 de enero de 1945, tras una noche de combate feroz, los estadounidenses ganaron la batalla de Herresbach. Las pérdidas alemanas fueron escalofriantes. «Esa noche maté a 28 alemanes. En total matamos 180 y cogimos 200 prisioneros. Y no perdimos ni un solo hombre», indica. Las líneas alemanas en las Ardenas estaban siendo aplastadas a lo largo de todo el frente.

EL RECUENTO DE BAJAS

Al concluir la primera semana de enero de 1945, las fuerzas alemanas no habían alcanzado sus objetivos y sus comandantes sabían que el impulso inicial ya estaba perdido. El 8 de enero se ordenó al VI Ejército Acorazado SS regresar a Alemania a recomponerse para futuras misiones en el frente ruso, lo que significó el final de la ofensiva alemana.

El 16 de enero, las fuerzas aliadas recuperaban la mayor parte del territorio que dominaban antes de la ofensiva alemana. El 23 de enero Saint-Vith fue ocupada. El 28 de enero de 1945 se dio fin a la batalla de las Ardenas, 44 días de muerte y destrucción. El sueño de Hitler de avanzar por el oeste de Europa había culminado en una derrota catastrófica. Según mantiene el experto de la Real Academia Militar de Sandhurst, Aryeh Nusbacher, en la batalla de las Ardenas Hitler gastó una cantidad de recursos que luego no pudo reemplazar. «Lo que implicó que, poco después, cuando los soviéticos se lanzaron sobre Berlín, los alemanes no tenían con qué hacerles frente».

De los 600 000 soldados norteamericanos que intervinieron en la batalla de las Ardenas, 20 000 murieron, 20 000 fueron capturados y 40 000 resultaron heridos. Las bajas alemanas superaron a las estadounidenses. El cuartel general del mariscal Von Rundstedt calculó que la Wehrmacht perdió unos 120 000 hombres, 600 tanques, 1600 aviones y 6000 vehículos. Hombres y equipos casi imposibles de reemplazar para Alemania en esta etapa de la guerra.

La defensa de Bastogne personificó el espíritu de resistencia aliado. El general Eisenhower condecoró a la unidad que la defendió, la 101.a División Aerotransportada, desde entonces conocida en el ejército americano como The Battered Bastard of Bastogne («los vapuleados hijoputas de Bastogne»), y destacó el magnífico coraje, la riqueza de recursos y «la determinación implacable de esta fuerza gallarda que mantiene la más alta tradición de nuestro ejército». Según James Megellas, de la 82.a División Aerotransportada, «sacó lo mejor de nosotros, la devoción al deber, la lealtad a la causa, la resistencia del espíritu humano, el arriesgar la vida por tu compañero y luchar juntos. Sacó a relucir las mejores cualidades de la humanidad en las condiciones más difíciles». Los hombres corrientes que defendieron el frente en las Ardenas cumplieron su papel con extraordinario valor.

Tras la guerra fueron encarcelados alrededor de quinientos soldados del VI Ejército Acorazado SS, incluidos el general Josef «Sepp» Dietrich y el comandante de las SS Jochen Peiper. Se les acusó de dar la orden de ejecutar a los prisioneros norteamericanos en la matanza de Malmedy. El resultado de todo aquello fue que 42 soldados fueron condenados a muerte y 28 a cadena perpetua. Peiper debía morir en la horca, a lo que él se negó, y pidió ser fusilado. Sin embargo, más tarde se descubrió que los investigadores del ejército norteamericano habían usado torturas físicas y psicológicas para conseguir los testimonios que acusaban a los oficiales. Las confesiones habían sido falsas e ilegales y se creó una comisión especial para investigar los juicios. El resultado fue que tuvieron que conmutarse las sentencias de muerte. Dietrich fue liberado en 1955 y Jochen Peiper en 1956, tras pasar diez años en la cárcel. En 1976, Peiper fue asesinado en Francia en un atentado con bomba, reivindicado por un desconocido grupo que se autotitulaba «los vengadores».

Bastogne no ha olvidado nunca aquella trágica batalla, y varios monumentos en la ciudad recuerdan a todos aquéllos que dieron su vida por la libertad del pueblo belga y la paz en el mundo.