Fecha: Agosto de 1942-febrero de 1943.
Fuerzas en liza: Alemanes (con ayuda de tropas italianas, rumanas, húngaras) contra soviéticos.
Personajes protagonistas: Por el lado alemán: Adolf Hitler, Friedrich von Paulus, Hermann Hoth, los mariscales Erich von Manstein y Wolfram von Richthofen. En el bando ruso: Stalin, los generales Vasili Chuikov y Gueorgui Zhúkov, el comandante Alexander Rodimtsev y el sargento Yákov Pávlov.
Momentos clave: La lucha a orillas del Volga; toma de la colina de Mamáyev Kurgán; el ataque a la zona industrial de la ciudad.
Nuevas tácticas militares: La Rattenkrieg o «guerra de ratas».
Durante la Segunda Guerra Mundial, la pugna en el frente oriental se libró con una brutalidad jamás vista hasta el momento en ninguna otra confrontación europea del siglo XX. El Estado Mayor alemán había previsto la rápida derrota del Ejército Rojo, sobre todo confiados en los dos millones de hombres con que inició la invasión, sus divisiones Panzer y en la inferioridad técnica de los soviéticos. En Stalingrado la batalla duró siete meses, durante los que se combatió casa por casa entre las ruinas de la ciudad. Los soldados rusos no vacilaron en pelear hasta morir. El VI Ejército alemán, 250 000 hombres al mando de Friedrich von Paulus, fue aniquilado tras 162 días de lucha. Se habla de que murieron 1 800 000 soldados y civiles entre ambos bandos, lo que otorga a la batalla de Stalingrado el triste título de ser la más sangrienta en la historia de la humanidad.
El pacto de amistad y cooperación vigente desde agosto de 1939 no había anulado las ansias expansionistas del Reich sobre los extensos territorios del este. Para Adolf Hitler conquistar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) siempre había sido un sueño. En primavera de 1940, Hitler había invadido Noruega y Dinamarca. Después se lanzó sobre Francia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Y lo intentó con Gran Bretaña, pero los británicos no se rindieron. Había llegado el momento de marchar hacia el este.
A primera vista, el plan de Hitler podía parecer suicida. La población de la URSS duplicaba a los germanos y su territorio continental era notablemente superior al del resto de toda Europa unida. El ejército, las fuerzas acorazadas y la fuerza aérea soviética eran los más numerosos del mundo. Pero tenían un punto débil: la fuerza aérea de combate, notablemente inferior a la alemana.
Adolf Hitler estaba convencido de que los mandos del ejército de Stalin eran bastante mediocres tras la purga de 1937-1938, en la que mandó ejecutar a la mayoría de los mejores militares de la guerra civil rusa (1918-1920). Además, la participación soviética en la Guerra Civil española no fue muy brillante. Así que no le faltó optimismo a la hora de plantearse conseguir lo que ni siquiera Napoleón pudo: vencer en las nevadas llanuras rusas.
Sin embargo, la ofensiva de 1941, pese a su éxito inicial, no fue resolutiva. El ejército alemán se quedó a las puertas de Moscú, pero sin llegar a entrar en la capital, cuando llegó el crudo invierno que le impedía continuar las operaciones. Sería por tanto 1942 el año decisivo en los sueños de Hitler.
La captura de Stalingrado era la primera fase de su plan maestro para sacar a la Unión Soviética de la guerra. El código del plan era Operación Azul. Al VI Ejército de Von Paulus se le encargó la tarea de dirigir la ofensiva sobre Voronezh, en la parte suroccidental de Rusia, cerca de la frontera de Ucrania, y luego marchar a Stalingrado acompañado del IV Ejército Panzer de Hermann Hoth. Una vez allí, su misión era destruir las fábricas y zonas industriales, y proteger el Cáucaso, cuyos yacimientos petrolíferos necesitaba Alemania, desde el norte.
El 23 de agosto de 1942, una de las formaciones militares más poderosas del mundo esperaba a orillas del río Don, a sólo sesenta y cinco kilómetros de la ciudad de Stalingrado. Había 250 000 soldados alemanes del VI Ejército, la vanguardia del plan maestro de Adolf Hitler para cortar en dos partes a la Unión Soviética y extender el III Reich hasta las fronteras de Asia. Pero las cosas no fueron tan fáciles; cuatro semanas después, los soldados alemanes se vieron atrapados en un sangriento combate cuerpo a cuerpo, en un escenario de pesadilla repleto de ruinas de hormigón y aceros retorcidos al que llamaron «la guerra de ratas». Los hombres y las mujeres del Ejército Rojo juraron defender Stalingrado hasta la muerte, convencidos de que, si aguantaban lo suficiente, el enemigo se enfrentaría a las terribles condiciones del invierno ruso.
LOS TANQUES ALEMANES PREPARADOS
En la ciudad de Kalach, junto al río Don, el 23 de agosto de 1942, los efectivos de la 16.a División Acorazada (Panzer) preparaban sus vehículos para un ataque relámpago a través de los campos que se abrían ante ellos. Sus tanques eran la punta de lanza de la formación alemana más potente jamás enviada al frente oriental: los 250 000 hombres del VI Ejército. Durante los dos meses anteriores de ofensiva estival, el VI Ejército alemán había luchado por las vastas estepas del sur de la Unión Soviética y campó a sus anchas mientras avanzaba hacia su fatal destino en Stalingrado destruyendo a toda unidad soviética que se le opuso. Ese día su objetivo final se encontraba a sólo sesenta y cinco kilómetros.
El alto mando soviético había intentado por todos los medios detener el avance alemán sobre la ciudad pero, una vez tras otra, sus líneas de defensa se habían visto desbordadas. Para el Ejército Rojo la situación se había vuelto desesperada.
Según el plan de Hitler, dos potentes fuerzas iban a asestar un golpe contundente a los ejércitos soviéticos y aniquilarlos en la gran hoz del río Don. Entonces, mientras una fuerza guardaba el flanco norte marchando hacia Stalingrado, la otra viraría al sur para capturar los vitales campos petrolíferos soviéticos del Cáucaso; el control de estos campos paralizaría la máquina de guerra soviética y potenciaría la expansión del III Reich.
Los tanques de la 16.a División Acorazada corrieron hacia Stalingrado pero, a treinta kilómetros de la ciudad, los cañones soviéticos frenaron su avance. La resistencia fue feroz. A base de cañonazos, los panzers arrasaron las posiciones soviéticas. Según los testimonios de soldados alemanes supervivientes, en ese momento ya intuyeron que esta batalla iba a ser como ninguna otra. «Vimos que la mayoría de los combatientes rusos eran mujeres. Aunque llevábamos dos años y medio peleando y ya estábamos muy curtidos, pensamos: “Dios mío, ¿qué clase de guerra es ésta?”. No, Dios mío, no queremos luchar contra mujeres», cuenta Manfred Gusovius de la 16.a División Acorazada.
La avanzadilla del VI Ejército estaba a sólo diez kilómetros al norte de Stalingrado. La ciudad se extendía a lo largo de treinta kilómetros a lo largo de la ribera del Volga, en su margen occidental, y era el emblema de la Unión Soviética. La ciudad era el nudo ferroviario más importante de la línea que unía Moscú, el mar Negro y el Cáucaso y contaba con un puerto fluvial para la navegación por el Volga. Con sus 600 000 habitantes, Stalingrado era además el motor de la máquina de guerra soviética, con inmensas fábricas que producían tanques, cañones y municiones. Pero no fue ésa la principal razón por la que Adolf Hitler la eligió como blanco de sus ataques en opinión de Aryeh Nusbacher, experto de la Real Academia Militar de Sandhurst (Gran Bretaña), centro de formación de los militares británicos. Según él, «Hitler era plenamente consciente de Stalingrado como símbolo del propio Stalin, del nuevo hombre soviético y de la industria soviética. Hitler sólo quería Stalingrado porque se llamaba así». Sin duda, el Führer comprendía que la calda de esa ciudad tendría enorme significado propagandístico.
Por su parte, Stalin también decidió defender la ciudad, costara lo que costara. Emitió el decreto número 227, conocido como «¡Ni un solo paso atrás!». A los combatientes que sin orden abandonaran sus posiciones les esperaba la pena de muerte. Se prohibió a sus habitantes dejar la ciudad. Toda la población se movilizó. Jóvenes y viejos cavaron durante días fortificaciones mientras los tanques alemanes se acercaban a la ciudad. «A pesar de las cosas terribles que ocurrían, confiábamos en poder resistir. Y así surgió el espíritu de Stalingrado de “Ni un solo paso atrás”», recuerda Anatoli Merezhko del regimiento Ordzonikidze (llamado así en honor del dirigente comunista georgiano que defendió precisamente Stalingrado, llamada entonces Tsaritsin, durante la guerra civil).
Había más de mil aviones apoyando el ataque alemán. Mientras los panzers se acercaban a los barrios del norte, oleadas de bombarderos los sobrevolaban; lanzaban millares de bombas y proyectiles. «Habla miles de civiles en Stalingrado —explica Merezhko— y me sentí impotente porque no podríamos repeler el ataque. Carecíamos de armas antiaéreas». El 23 de agosto, Stalingrado se convirtió en un infierno al ser bombardeada por los Heinkel 111 y Junkers 88 del mariscal Wolfram von Richthofen. Se lanzaron mil toneladas de bombas y los alemanes sólo perdieron tres aeroplanos. La ciudad se convirtió en una gigantesca fogata, se derretía el asfalto, se desmoronaban los edificios… Miles de civiles murieron o fueron heridos y los supervivientes se refugiaron en sótanos y cuevas a orillas del río.
A LAS PUERTAS DE LA CIUDAD
Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la 16.a División Acorazada llegó al suburbio septentrional de Rynok. Habían tardado menos de doce horas en llegar desde la cabeza de puente del Don. La moral estaba alta y confiaban en una caída rápida de Stalingrado. Ante ellos, se extendía el impresionante Volga. «Vimos un río majestuoso, como de un kilómetro y medio o dos kilómetros de ancho y, más allá, las estepas. Casi se podía oler Asia. Y pensamos: “¿Hasta dónde llega esto?”. Era impresionante», señala Manfred Gusovius.
En Stalingrado se declaró el estado de sitio. A sus ciudadanos se les encomendó no rendirse al invasor alemán, costara lo que costara. La ciudad se llenó de barricadas, se transformó cada distrito, cada manzana, cada casa en una fortaleza inexpugnable. En las paredes de las casas aún intactas, los defensores de la ciudad escribían: «¡Resistir a muerte!», «¡Al otro lado del Volga no hay tierra para nosotros!», «No ceder un palmo»…
El resto del VI Ejército avanzaba desde Kalach al encuentro de los tanques nazis. Había menos de 40 000 soldados del Ejército Rojo frenando su camino. «Para la fuerza alemana invasora, era un terreno muy fácil y cómodo de bombardear. Desde el aire se veían los objetivos, se veían las fortificaciones. Nuestra infantería no tenía dónde esconderse», indica Sergei Zakharov, de la 284.a División de Fusileros.
Al vigésimo primer día de batalla, el 13 de septiembre de 1942, tras un avance de ochocientos kilómetros a través de la Unión Soviética, el cuarto de millón de hombres del VI Ejército alemán llegaba a las puertas de Stalingrado. Defendiendo la ciudad sólo quedaban veinte mil hombres del LXII Ejército. Stalingrado estaba condenada. Defender una ciudad de treinta kilómetros de longitud con sólo veinte mil hombres y menos de sesenta tanques era una misión imposible.
Los soviéticos lograron contener el avance alemán, pero una nueva ofensiva con medios acorazados hizo saltar las posiciones soviéticas en el exterior de la ciudad. Los alemanes estaban prestos a iniciar la ocupación de Stalingrado. El Ejército Rojo parecía acorralado. Entonces Stalin recurrió a un nuevo general para hacerse cargo de la defensa, un hombre con voluntad de hierro que personificó el grito de guerra de Stalingrado: «¡Ni un solo paso atrás!». El nuevo comandante del LXII Ejército, el general Vasili Chuikov —que hasta entonces estaba a cargo del LXIV Ejército, desplegado al sur de la ciudad—, había sido elegido especialmente para que Stalingrado no cayera en poder de los alemanes. «Era un hombre de voluntad inquebrantable. Hacía gala de una gran valentía. Habría sido difícil encontrar a otro comandante más capaz de defender Stalingrado», señala Anatoli Merezhko del regimiento Ordzonikidze.
Los aviones de reconocimiento aéreo alemanes identificaron las posiciones soviéticas en la ciudad. Los primeros objetivos fueron un gigantesco silo de grano en el sur, el principal cruce por ferry del Volga y una colina situada al norte llamada Mamáyev Kurgán, el punto más alto de la ciudad desde donde se divisa todo Stalingrado, cuyo control, por tanto, fue un objetivo decisivo.
Tras romper la delgada línea de defensa soviética, el ataque alemán llegó a la principal estación ferroviaria, junto al ferry. Sus defensores eran soldados muy motivados, del temido Ministerio del Interior, la NKVD, y hacerse con el control no iba a ser fácil para los atacantes. En la cruel carnicería que siguió, la estación cambió de manos tres veces en dos horas. Los alemanes capturaron finalmente la estación el 14 de septiembre.
Al norte de la estación, la lucha se centró en la colina de Mamáyev Kurgán. Pocas semanas antes, era el típico lugar para excursiones, por sus excepcionales vistas sobre la ciudad. Las colinas se llenaron de minas y de trincheras que bajaban en zigzag por las laderas. Los hombres de la NKVD, armados con fusiles, se aferraron desesperadamente a sus posiciones. «La lucha proseguía de día y de noche, no paraba nunca. Se peleaba a la izquierda, a la derecha y por detrás. Mamáyev Kurgán es una gigantesca tumba colectiva», mantiene Sergei Zakharov de la 284.a División de Fusileros. Los alemanes sufrieron gran cantidad de bajas, pero finalmente capturaron la colina el 16 de septiembre y desde ella empezaron a bombardear el centro de la ciudad. En los siguientes días, la colina cambió de manos varias veces.
Los hombres del general Chuikov sentían la presión en toda la línea, pero aguantaron y la destrucción en masa de la ciudad se volvió contra los invasores. Según el experto Aryeh Nusbacher, de la Real Academia Militar de Sandhurst, los alemanes no ganaban nada al bombardear Stalingrado, al contrario. «Al destruir las infraestructuras y el trazado de las calles, Stalingrado se convirtió en un paisaje lunar impenetrable», afirma.
Ante la situación, el general Vasili Chuikov empleó sus últimas reservas: unos cientos de hombres y diecinueve tanques. Debían ganar tiempo hasta la llegada de los refuerzos: diez mil hombres de la 13.a División de Fusileros de la Guardia. En la terminología del Ejército Rojo, las divisiones de infantería eran llamadas «de tiradores» (fusileros) —Streltzi en ruso—, una ficción para elevar su moral, puesto que tradicionalmente los Streltzi habían sido considerados una rama distinguida dentro de la infantería. Cuando empezó la invasión nazi, a las divisiones con un comportamiento ejemplar se les agregó el título «de Guardias». Las unidades de Guardias recibían mejores suministros de material y personal, con lo que se convirtieron efectivamente en una élite. La 13.a División, comandada por Alexander Rodimtsev se dirigió veloz hacia Stalingrado. Al caer la noche, preparó el cruce del Volga, algo que sólo podía hacerse en embarcaciones. Georgi Zabortsev, que luchó en la 13.a División de Guardias, recuerda aquella noche: «A orillas del río —cuenta— había enormes depósitos de petróleo ardiendo. El crudo en llamas se vertía al Volga. El fuego lamía la superficie del río. La ciudad era un infierno y el humo cubría completamente el cielo».
También los testimonios de aquella jornada de su compañero de división Georgi Potanski hablan de la atrocidad de los ataques de los cañones alemanes a la flota de barcazas en las que se trasladaban los Guardias. «Un obús cayó en nuestro barco; explotó en la sala de máquinas y el barco empezó a hundirse. Luché como pude por quitarme el abrigo, el macuto y las botas y salté al Volga. A mi alrededor oía los gritos de los hombres que se ahogaban, pero los alemanes estaban tan cerca que también los oían y abrieron fuego sobre nosotros», recuerda Potanski. Cuando los supervivientes alcanzaron la orilla izquierda, se vieron lanzados a la batalla para socorrer a los defensores de la ciudad. En veinticuatro horas de duro combate mano a mano, la división fue diezmada, pero gracias a ella el ataque alemán quedó detenido. Y la orilla del río quedó a salvo. Sólo 320 hombres de los 10 000 con que contaba esta división sobrevivieron hasta el final de la batalla de Stalingrado.
A poca distancia, al sur de la estación, tuvo lugar otra batalla terrible: los alemanes trataron de apoderarse de un gigantesco silo repleto de grano. Las fotografías aéreas de la época muestran un enorme edificio de hormigón, como una fortaleza, defendido por sólo cincuenta hombres que, sin embargo, repelieron durante seis días un ataque tras otro. Finalmente, sin agua ni municiones, los pocos supervivientes fueron desbordados por los alemanes.
La rapidez del ataque alemán fue tan sorprendente que los soviéticos perdieron casi el 75 por ciento de la ciudad en menos de dos semanas. Hitler, que no había deseado la guerra de guerrillas en Moscú ni en Leningrado, ahora estaba obsesionado por la conquista de Stalingrado. La captura de la ciudad se convirtió en un duelo de voluntades entre el Führer y Stalin.
LAS COSAS SE COMPLICAN
El 22 de septiembre, tras haber cambiado quince veces de manos, la estación principal quedó de nuevo en poder nazi. Los defensores soviéticos se vieron forzados a retroceder. Dos tercios de la ciudad ya estaban en manos alemanas.
Cinco días después empezó una de las epopeyas épicas más recordadas de Stalingrado: treinta hombres de la 13.a División de Guardias, encabezados por el sargento Yákov Pávlov, ocuparon un edificio que dominaba las posiciones alemanas del centro de la ciudad. Era un pequeño inmueble de cuatro pisos, pero de gran importancia estratégica. El observador de artillería de la división, Georgi Potanski, iba con ellos. «Después de que liberamos la casa —recuerda—, los alemanes trataron de recuperarla varias veces cada día porque era una posición muy importante para ellos, pero todos los ataques fueron repelidos. No sólo tuve que pedir apoyo de artillería, sino que varias veces agarraré una metralleta y una granada para enfrentarme yo mismo a los alemanes».
La visión del otro bando la ofrece Erich Klein, de la 60.a División Motorizada: «Era increíble. Estábamos acostumbrados a batallas en movimiento en campo abierto. Y nos enviaron a luchar por un par de casas. Fue un golpe terrible, no le encontrábamos sentido. No entendíamos qué hacíamos allí». Cada ataque alemán era repelido, de modo que durante el resto de la batalla la casa fue un enclave soviético en pleno corazón de las posiciones alemanas. En cincuenta y ocho largos días los alemanes no lograron tomar el edificio que defendía esta pequeña unidad que dirigía el sargento Yákov Pávlov. La Casa de Pávlov ha sido conservada como símbolo del valor de los combatientes soviéticos.
Siempre que los alemanes lograban ganar terreno, el general Chuikov ordenaba un contraataque inmediato. «Todos gritábamos: “¡Por la Madre Patria! ¡Adelante, por Stalin!”», rememora Alexei Voloshin, que luchó en la 10.a División de Fusileros de la NKVD. A los hombres del VI Ejército, la pesadilla de Stalingrado no les daba cuartel. Chuikov reforzó las defensas antiaéreas de la ciudad y asimismo fortificó aquellos lugares donde pudiera contener al enemigo, en especial la colina de Mamáyev Kurgán, retiró la mayor parte de su artillería a la ribera oriental del Volga y fomentó el despliegue de francotiradores. Siguiendo órdenes de Chuikov, la artillería del LXII Ejército permaneció en la margen izquierda del río Volga, fuera del alcance de los cañones alemanes. Su enorme potencia de fuego era vital para la defensa.
Tras más de un mes de agrios combates, los alemanes empezaron a cuestionar las tácticas del que los había conducido hasta aquel infierno de escombros, el coronel general Friedrich von Paulus. En opinión de Manfred Gusovius, que luchó en la 16.a División Acorazada, «Von Paulus era un hombre de valía, pero no era el adecuado para el puesto que ocupaba. Era un táctico excepcional, más que un auténtico estratega, pero sólo era un teórico. No era un soldado de choque».
El 30 de septiembre, Hitler lanzó un discurso en Berlín anunciando que Stalingrado caería pronto. Von Paulus ordenó que continuasen los ataques. El 4 de octubre, la batalla de Stalingrado duraba ya cuarenta y dos días. En los límites orientales del Tercer Reich, una de las formaciones más poderosas del ejército alemán estaba atrapada en una sangrienta trampa. Se combatía calle por calle. Los soldados soviéticos transformaron los edificios bombardeados de la ciudad en un laberinto impenetrable de búnkeres y fortines, donde los dos ejércitos se enfrentaban en una forma de pelear que los alemanes llamaron Rattenkrieg, «guerra de ratas». Ya no era una batalla de veloces columnas de tanques.
Desde el cielo, los aviones alemanes de reconocimiento recogieron el curso de esta lucha titánica en fotografías que durante más de sesenta años han estado enterradas en los archivos. Ahora, estas imágenes olvidadas nos brindan una visión asombrosa de la batalla más cruel de la Segunda Guerra Mundial. Imágenes que nos muestran con todo detalle la ciudad pulverizada que se convirtió en la tumba del VI Ejército alemán. Recientemente, por primera vez, sus fotos aéreas se han combinado con lo último en imagen virtual en 3D para contemplar a vista de pájaro la lucha de la ciudad en ruinas.
En la Rattenkrieg, día tras día, las tropas de asalto alemanas y soviéticas se cazaban mutuamente entre las ruinas. El general Chuikov ordenó a sus hombres que confiaran en su arma más efectiva, la granada. Según explica el veterano Anatoli Merezhko del regimiento Ordzonikidze, lo primero que los soldados lanzaban eran sus granadas, que explotaban, asustando a los alemanes apostados a pocos metros. «Entonces aparecíamos y los rematábamos con la metralleta, con un cuchillo o con la pala». En pisos, sótanos y despachos en ruinas, los hombres peleaban cuerpo a cuerpo en un duro combate sin cuartel. «A veces —señala Merezhko— nos separaban sólo veinte centímetros, el grosor de la pared. A un lado estaba nuestro soldado, al otro lado el alemán. El más rápido en lanzar la granada era el ganador».
Según se recoge en los archivos de La voz de Rusia, en octubre de 1942, el soldado Otto Kreppel, del VI Ejército, cuando estaba en la orilla del Volga creía estar muy cerca de la victoria. Sin embargo, en una carta a sus padres escribió poco después: «Stalingrado se nos atragantó. En la compañía quedan siete personas. Por doquier hay cementerios de soldados. Ahora ya sólo la palabra “Stalingrado” nos causa espanto».
A las dos de la tarde del 10 de octubre, los alemanes atacaron la zona industrial de Stalingrado. Eran cuatro enormes polígonos a lo largo de nueve kilómetros de orilla del Volga: la fábrica de tractores Dzerzhinski, la fábrica de armamentos Barricada, la metalurgia Octubre Rojo y la planta química Lazur. La zona industrial se convirtió en el centro de la resistencia soviética. El comité urbano de defensa movilizó a todos los obreros, a todos los pobladores de la ciudad capaces de combatir. Ese mismo día, los trabajadores de la fábrica de tractores entraron en combate contra los tanques alemanes que se abrían camino por ella y los obligaron a retroceder.
Las tropas alemanas descubrieron que hasta el último almacén y despacho se había convertido en una fortaleza. El Ejército Rojo lanzó feroces contraataques. «Nos preparamos para el ataque. Cuando empezó, yo tenía una ametralladora, una pistola y dos granadas. Cuando volví en mi, estaba cubierto de sangre. No estaba herido, pero sí cubierto de sangre. Entonces tenía cuatro granadas y un fusil ruso con una bayoneta llena de sangre. Pero no sé decir a cuántas personas atravesé con ella. Tuve la mente en blanco. No sé qué ocurrió esos minutos», explica Sergei Zakharov, que combatió en la 284.a División de Fusileros.
Las unidades de la guarnición y los batallones de las milicias populares detuvieron el avance del enemigo. Pero la lucha continuaba. Von Paulus envió a sus aviadores a romper el punto muerto alcanzado en las fábricas. Los Stuka empezaron a arrojar bombas por delante de la infantería alemana, y el fuego de artillería se sumó al infierno. «Algunos días —narra Anatoli Merezhko del regimiento Ordzonikidze— los alemanes enviaban dos mil aviones. La fábrica de tractores abarcaba unos cinco kilómetros cuadrados. Fue increíble el número de bombas que se lanzaron sobre un área tan pequeña».
Se envió a los panzers a aplastar la resistencia en las fábricas. Poco a poco, empujaban a los defensores soviéticos, pero éstos se servían de las alcantarillas para infiltrarse en posiciones alemanas y atacarlas por la retaguardia. En esos días, ya sólo la décima parte de Stalingrado permanecía bajo control soviético. Parecía que nada iba a impedir que Adolf Hitler ganara esta titánica prueba de fuerza.
EL RÍO EMPIEZA A HELARSE
A principios del mes de noviembre de 1942, las tropas alemanas ya ocupaban el 90 por ciento de la ciudad. Pero la llegada de tropas siberianas, transferidas desde Moscú, aplazó los proyectos de los invasores. El 11 de noviembre iniciaron su último ataque. Se produjo a lo largo de la vía ferroviaria de la planta química Lazur. Los pilotos de bombarderos que lo apoyaban llamaban al terraplén curvo de la planta «la raqueta de tenis», por su forma. Tras veinticuatro horas de feroz combate, el ataque alemán casi había llegado al Volga, pero la artillería soviética y el fuego de los cohetes lo contuvo.
«La guerra fluida y veloz de 1941 y principios de 1942 había desaparecido. El ejército alemán se vio obligado a enfrentarse a una guerra de muy distinta índole: la guerra en la que veías a un compañero recibir un bayonetazo en las tripas, un culatazo de fusil en la cara o una granada a corta distancia; los hombres encontraron muy difícil desenvolverse en esta forma de hacer la guerra», explica Aryeh Nusbacher, experto de la Real Academia Militar de Sandhurst. El ejército alemán había sido diseñado para luchar en Europa central y occidental, en terrenos con una densa red de buenos caminos, repleta de ciudades y pequeñas granjas, con ríos no excesivamente grandes. En lugar de eso se encontró con las estepas rusas, una vasta llanura cubierta de pastizales y con una extenuante guerra de guerrillas en cada calle de la destruida ciudad.
Tras meses de combate incesante, la ciudad de Stalingrado estaba reducida a un erial de escombros pulverizados y humeantes. Entre ruinas, los hombres del VI Ejército alemán y el LXII Ejército soviético estaban en una situación de tablas. «En los últimos días, en octubre y noviembre, luchábamos, pero no por metros, sino por cada ladrillo, literalmente por cada centímetro de la ciudad», evoca Anatoli Merezhko.
En el día 81 de confrontación, los hombres del LXII Ejército soviético únicamente mantenían pequeñas cabezas de puente en la orilla oeste del Volga. Y detrás de ellos, el río empezaba a congelarse. Si no llegaban los barcos con los vitales suministros sólo un milagro salvaría a Stalingrado de caer en manos enemigas.
La temperatura empezó a descender. El frío mortal del invierno ruso descendió sobre Stalingrado. Con témpanos de hielo en el Volga, el LXII Ejército tenía cada vez más difícil la recepción de suministros. Stalingrado se había convertido en un paisaje lunar congelado y cubierto de nieve, pero la lucha continuaba. Los cadáveres se apilaban en las calles. «Era una mezcla de cuerpos alemanes y rusos, todos congelados. Todavía hoy recuerdo el terrible sonido que hacían las balas contra los cuerpos congelados. Aquellos cadáveres me salvaron la vida cuando los alemanes comenzaron a atacar», dice Georgi Potanski de la 13.a División de Guardias.
Concluidos los ataques a gran escala, los francotiradores dominaban las ruinas. Moverse a plena luz era un suicidio. La partida debería jugarse en otro lugar. Ocho divisiones del VI Ejército luchaban en Stalingrado, pero otras once estaban desplegadas en el norte y el sur de la ciudad en un radio de unos 240 kilómetros. En los flancos estaban las tropas de uno de los aliados de Alemania, Rumania. «Los alemanes estaban obligados a ocupar amplios territorios y para ello se vieron forzados a traer soldados húngaros, rumanos o italianos; pero no podían equiparlos a todos. Así, armaron dos ejércitos rumanos con piezas de artillería francesa para las que no había repuestos. Los rumanos tenían seis balas por cada viejo cañón francés. ¿Y eso iba a detener a las tropas de la Unión Soviética?», se pregunta el experto británico Aryeh Nusbacher. Pero Hitler no veía riesgo en confiar en estas formaciones tan mal equipadas. Por entonces, los vuelos de reconocimiento alemanes mostraron fotografías alarmantes, según explica Max Lafoda, miembro de Reconocimiento Aéreo de la Luftwaffe. «Vimos que, más allá del frente, convergían cantidades enormes de suministros, gran número de tanques y miles de vehículos, todos ellos ocultos en los bosques», cuenta. A las siete y media de la mañana del 19 de noviembre, 3500 cañones soviéticos lanzaron una cortina de fuego sobre el III Ejército rumano al noroeste de Stalingrado. Stalin iniciaba su brillante contraataque, la Operación Urano, bajo el mando del mejor general del Ejército Rojo, el mariscal Gueorgui Zhúkov.
En medio de una niebla helada, doce divisiones de infantería soviéticas, tres cuerpos de tanques y dos de caballería rompieron la línea rumana al norte de Stalingrado. Las tropas húngaras y rumanas, pobremente equipadas y no entrenadas para enfrentarse a divisiones blindadas, cedieron. Las tropas de asalto se dirigieron entonces al sureste cortando la retaguardia del VI Ejército y capturando unos vitales almacenes de suministros y combustible. El ataque lo llevó a cabo un millón de hombres de todo el frente oriental, apostados al norte y al sur de la ciudad. Ahora, después de haber extenuado al enemigo en combates callejeros, el Ejército Rojo, de forma imprevista para los alemanes, pasaba a la contraofensiva. El momento fue oportunísimo, con los alemanes debilitados en la ciudad en minas y el invierno ruso paralizando las líneas de suministro.
Los alemanes se encontraron con que, a pesar de las pérdidas que había sufrido, el alto mando soviético había encontrado reservas para lanzar un poderoso contraataque. Era como si las reservas enemigas fueran inagotables.
La segunda parte del plan de Zhúkov entró en acción. Al sur de Stalingrado, 160 000 soldados soviéticos aniquilaron al IV Ejército rumano en otro ataque en masa. Después se dirigieron al noroeste en una maniobra de tenaza. El objetivo era cercar al VI Ejército. El general Friedrich von Paulus tardó cuarenta y ocho horas en darse cuenta del peligro.
«En la mañana del 22 recibí la orden de abandonar mi posición de inmediato con todo mi batallón y, por supuesto, nos ordenaron destruir todo lo que no nos pudiéramos llevar. Existía el peligro de que el avance ruso en el sector rumano llegara a encerrarnos en un círculo», explica Horst Zank, de la 376.a División de Infantería. Las divisiones de infantería de vanguardia movían sus suministros y armas pesadas con caballos. Lo que no podían transportar debía destruirse. Para el experto Aryeh Nusbacher, no fue una decisión acertada. Ahora los alemanes sólo contaban con los caballos y carros frente al aparato acorazado ruso.
A las cuatro de la tarde del 23 de noviembre, los brazos de la pinza soviética se cerraron. Los 250 000 soldados alemanes quedaron completamente rodeados y aislados. Los soldados soviéticos recuerdan así el momento en que se cerró la trampa: «Sentimos alegría, una alegría inmensa. Ahora estábamos seguros de haberlo conseguido. La victoria era nuestra. Hasta entonces, los alemanes tuvieron la iniciativa, pero se la habíamos arrebatado», cuenta Georgi Potanski de la 13.a División de Guardias.
Von Paulus y el alto mando alemán anunciaron a Hitler que el VI Ejército tendría que iniciar la retirada, pero el Führer se negó a dar la orden: «Me quedo en el Volga». Hitler ordenó a Von Paulus resistir «a cualquier precio». Cada vez con menos opciones, el general alemán retiró a sus hombres a un perímetro menor. La vanguardia del ejército de Hitler estaba atrapada tras las líneas soviéticas, pero los mejores generales del ejército alemán estaban decididos a no sacrificar a un cuarto de millón de hombres. El rescate del VI Ejército iba a ser una carrera contra el tiempo y el mortal invierno ruso.
EL VI EJERCITO ALEMÁN CERCADO
24 de noviembre de 1942. En lo más profundo de la Unión Soviética, entre los ríos Don y Volga, el VI Ejército estaba aislado y rodeado. Tras meses de duros combates, tan sólo controlaban las minas pulverizadas de Stalingrado. Hitler había declarado que la ciudad debía llamarse ahora «Fortaleza Stalingrado», pero para los desilusionados hombres del VI Ejército era el Kessel: «el Caldero».
Según recuerda Max Lafoda, piloto de reconocimiento de la Luftwaffe, «el círculo se hacía cada vez más pequeño. Sobrevolando la zona se veía un terreno plano en su mayor parte, donde no había protección del viento ni de la nieve. Fue terrible para aquellos pobres soldados atrapados a esas temperaturas gélidas». Con sus líneas de suministros hacia el oeste cortadas, el VI Ejército no podría aguantar mucho.
El jefe de la Luftwaffe, Hermann Goering, aseguró a Hitler que sus aviones de transporte podían mantener los suministros aéreos a los sitiados. Sin embargo, la verdad era que no era posible. Para Aryeh Nusbacher, «los 250 000 soldados exigían quinientas toneladas diarias de suministros, y la Luftwaffe no tenía ni aviones ni combustible para esa operación». Empeñado en levantar la moral a sus hombres, el general Von Paulus aseguró que el Führer los sacaría de allí. Pero una meteorología terrible y los ataques de la aviación soviética redujeron los vuelos de la Luftwaffe. En las primeras dos semanas, sólo se entregaron veinticuatro toneladas de alimentos para el cuarto de millón de hombres atrapados en el Caldero.
Cuando el general más brillante del ejército alemán, el mariscal de campo Erich von Manstein, tomó el mando en el sur de Rusia, se puso a planear de inmediato una salida para el VI Ejército.
El 12 de diciembre entró en acción su plan de rescate. El IV Ejército Acorazado se abrió paso a través de las líneas soviéticas, 120 kilómetros al suroeste de Stalingrado. Al acabar el día estaban 50 kilómetros más cerca de sus camaradas cercados. Pero el 16 de diciembre, 160 kilómetros al noroeste, el Ejército Rojo lanzó otro ataque en masa a través del río Don y derrotó al VIII Ejército italiano. Todo el ejército alemán destacado en el sur corría el riesgo de quedar aislado.
La fuerza de rescate estaba a sólo 50 kilómetros de Stalingrado, pero fue enviada al norte para detener la nueva ofensiva soviética. Y Hitler volvió a negarse a que se retirara el VI Ejército. Debían resistir a veinticinco grados bajo cero. El día de Año Nuevo, los alemanes seguían luchando, mientras los aviones de transporte sólo lograron arrojar un puñado de suministros. El 9 de enero de 1943, el Ejército Rojo envió a una delegación para exigir la rendición. El oficial alemán Manfred Gusovius recuerda el momento: «Eran blancos como la nieve y apestaban a perfume. Tras recibir nuestra negativa a capitular, según las órdenes que habíamos recibido, se fueron sin podérselo creer. Parecían dos médicos alejándose de la cama de un paciente moribundo pensando: “No hay esperanza”».
El 10 de enero, los soviéticos lanzaron su último ataque para aplastar al VI Ejército. Bajo el nombre Operación Anillo empezó el bombardeo con siete mil cañones y morteros. Los ataques incesantes redujeron el Caldero a un área de veinticuatro kilómetros de largo por catorce de ancho. El 16 de enero los intentos de pertrechar a los sitiados por aire fracasaron estrepitosamente, y más de 500 aviones de transporte fueron destruidos. Seis días después, las tropas soviéticas, empujando desde el oeste, se unieron a los supervivientes del ejército de Chuikov. El Caldero quedaba cortado por la mitad.
Con el fin a la vista, Von Paulus pidió a Hitler permiso para rendirse. Hitler volvió a negarse, pero el tiempo se había agotado para el VI Ejército. Con miles de hombres muriendo de hambre y enfermedad, no pudieron hacer más. Al comienzo de la batalla, el mando Wehrmacht se proponía llevar a las tropas soviéticas a una «nueva Cannas» venciéndolos como lo había hecho, en el 216 a. C., Aníbal sobre los romanos. Sin embargo, fue el Ejército Rojo el que causó a los alemanes en las afueras de Stalingrado el «Cannas» más grande del siglo XX.
LA RENDICIÓN Y EL GIRO DECISIVO DE LA GUERRA MUNDIAL
A las ocho menos veinticinco de la mañana del 31 de enero de 1943 se recibió un último mensaje por radio desde el cuartel general de Von Paulus: «Rusos a las puertas. Vamos a destruir el equipo de radio». Von Paulus y todos los hombres de la sección sur del Caldero arrojaron las armas y se rindieron. Hitler había ascendido a Von Paulus al grado de mariscal de campo para estimular su espíritu de resistencia, pues nunca en la historia se había rendido un mariscal alemán… pero Von Paulus rompería con la costumbre. Dos días después, el grupo norte también cedió. Tras 162 días, la batalla de Stalingrado concluía.
Era el 2 de febrero y el último grupo de soldados alemanes se había rendido en los escombros de la fábrica de tractores.
«Los alemanes tenían un aspecto lamentable. Carecían de uniformes de invierno, llevaban ropa de todo tipo y algunos llevaban un calzado ridículo. Estaban envueltos en mantas raídas e iban sin afeitar, sucios y llenos de piojos», recuerda Georgi Zabortsev de la 13.a División de Guardias. Lo cierto es que las tropas alemanas habían invadido la Unión Soviética sin llevar ropas adecuadas para el invierno ruso, pues ello podría arrojar dudas sobre la predicción del Estado Mayor, según las cuales la URSS se derrumbaría antes de las primeras nevadas.
Cien mil hombres del VI Ejército murieron y ciento treinta mil fueron capturados en el Caldero. Miles de prisioneros murieron de enfermedad en los meses siguientes. Sólo seis mil soldados alemanes volvieron a casa tras varios años de cautiverio en tierras soviéticas.
«Tomamos fotografías tras la caída de Stalingrado y recuerdo con claridad que en las afueras vimos filas interminables de prisioneros marchando hacia el norte», cuenta Max Lafoda, piloto de reconocimiento aéreo de la Luftwaffe. Para los hombres que iniciaron la Operación Azul tan intrépidamente siete meses antes, Stalingrado fue una experiencia devastadora. «Fue la primera vez que nos aplastaron por completo. Aplastados gracias a nuestros métodos y nuestra propia ayuda, porque éramos tan estúpidos que no nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. Y, pobres de nosotros, descubrimos con temor que aquél era un giro decisivo de la guerra», reconoce Manfred Gusovius de la 16.a División Acorazada.
En Stalingrado, el sueño de Hitler de extender su Reich se convirtió en pesadilla. Todo un ejército alemán quedó destruido y, con él, el mito de la imbatibilidad alemana. «Desde 1933 hasta 1943, durante diez años, los alemanes pudieron creerse mejores que nadie, no sólo como concepto abstracto, sino que podían aplastar efectivamente a sus enemigos y construir un superestado paneuropeo para la raza aria. Después de Stalingrado, ¿dónde estaba esa raza aria?», dice Aryeh Nusbacher, experto de la Real Academia Militar de Sandhurst.
Para los historiadores, muchos fueron los errores alemanes en Stalingrado: el exceso de confianza y prepotencia; el mando de Von Paulus, un general dócil y fiel a Hitler por encima de las obligaciones que tenía para con sus hombres; la falta de preparación logística previa del VI Ejército; la inexperiencia en el combate urbano entre escombros como el que se desarrolló en Stalingrado; confiar en que serían sostenidos por la logística aérea de Goering… y, sobre todo, la no valoración del espíritu de perseverancia y lucha soviético.
La guerra en el frente oriental seguiría durante dos terribles años más con pérdidas casi inimaginables en uno y otro bando, pero Stalingrado fue el giro decisivo. «Sentimos que habíamos ganado la guerra. No lo sabíamos entonces, pero lo percibíamos. Sentimos que habíamos parado una avalancha y ahora la avalancha iría en sentido contrario. No sabíamos cuánto tardaría en ocurrir, pero así lo sentíamos», asegura Sergei Zakharov de la 284.a División de Fusileros.
El mariscal soviético Andréi Yeriómenko dijo sobre la batalla de Stalingrado: «Las tropas que defendían la ciudad obtuvieron una victoria moral sobre el enemigo. Quebraron su espíritu combativo, le ocasionaron pérdidas colosales y dieron al país y al ejército la posibilidad de ganar cuatros meses de tiempo muy preciado». Así, la victoria en Stalingrado consiguió cambiar la moral e impulsó a millones de hombres en el Ejército Rojo a la preparación de las siguientes batallas, en especial la de Kursk (la mayor batalla de tanques de la Segunda Guerra Mundial), para muchos autores más decisiva que Stalingrado, ya que supuso la pérdida definitiva de la iniciativa en el este por parte de Alemania.
Después de la guerra, las autoridades soviéticas transformaron la colina de Mamáyev Kurgán en un monumento conmemorativo. Construido entre 1959 y 1967, y coronado por una gran estatua de cemento alegórica de la «Madre Patria» en su cima. En sus pies se encuentra enterrado el victorioso general de la defensa de la ciudad, el mariscal Vasili Chuikov, el único de ellos enterrado fuera de Moscú.