Fecha: Del 25 de julio al 16 de noviembre de 1938.
Fuerzas en liza: Ejército Popular de la República y fuerzas sublevadas.
Personajes protagonistas: Juan Modesto, Enrique Líster, Manuel Tagüeña, Juan Yagüe y Rafael García Valiño.
Momentos clave: Toma de Gandesa, ocupación de la sierra de Pándols, toma de Camposines y Coll del Coso y voladura del puente de hierro de Flix (señala el final de la batalla).
Nuevas tácticas militares: Primera vez que en España se realiza una operación «anfibia» terrestre de gran envergadura como fue el paso del río Ebro por miles de hombres a través de puentes prefabricados.
La batalla del Ebro supuso el último y desesperado intento republicano para recuperar las posiciones perdidas en dos años de Guerra Civil. El bando republicano y el faccioso mantuvieron durante más de tres meses una intensa y sangrienta pugna con un acentuado desequilibrio de fuerzas. Los sublevados nacionales, con muchos más efectivos, pretendían seguir controlando una zona que dividía en dos los territorios ocupados por el ejército de la República. Y lo consiguieron. A partir de entonces, la guerra se convirtió en un constante repliegue de los diezmados ejércitos republicanos, ante el avance de los nacionales hacia Barcelona y Madrid.
La Guerra Civil española (1936-1939) ha sido considerada en muchas ocasiones la antesala de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Las diversas ideologías imperantes en el país y, como consecuencia, la revolución social española, eran reflejo de lo que ocurría en la Europa que más tarde entraría en conflicto. En ese momento, Europa era un auténtico mosaico de diferentes ideas políticas (fascismo, socialismo, constitucionalismo liberal burgués…) y, por eso, el enfrentamiento español ha sido calificado como un ensayo para la gran guerra que se desató entre las potencias del Eje, las democracias y la Unión Soviética.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
En la España del año 36, los grupos revolucionarios socialistas, comunistas, anarquistas… defendían un modelo de Estado libertario o la dictadura del proletariado. Por su parte, los partidos republicanos eran partidarios de la Constitución de la República Española de 1931, vigente, mientras los falangistas y mandos militares querían establecer un Estado totalitario. Al mismo tiempo, los nacionalistas catalanes y vascos deseaban imponer sus propios modelos.
En este marco, los generales Sanjurjo y Mola planificaron un golpe de Estado. El día 17 de julio de 1936 los militares de la guarnición de Melilla se sublevaron contra la Segunda República, presidida por Manuel Azaña, y su gobierno de Frente Popular, presidido por el miembro de Izquierda Republicana Casares Quiroga, declarando el estado de guerra en el Marruecos español. Un día después mientras Mola toma el control de Navarra y Álava, apoyado por las milicias carlistas (extrema derecha monárquica), los generales Goded en las islas Baleares y Francisco Franco en las Canarias se sumaban al golpe, tomando este último militar el mando del ejército en Marruecos. Simultáneamente, militares afines ideológicamente al levantamiento impusieron su control en importantes ciudades, como Sevilla, Granada, Cádiz, Oviedo o Zaragoza.
El 6 de agosto las tropas de Marruecos al mando de Franco cruzaron el estrecho de Gibraltar con ayuda de aviones alemanes e italianos. El 1 de octubre de 1936, Franco fue nombrado jefe del Estado por la Junta de Defensa Nacional y formó gobierno en Burgos.
Tras las muertes de Sanjurjo y Mola, ambos en accidente de aviación, él concentró todo el poder militar al frente de los sublevados. Fracasado el golpe que se había planeado en un principio, quedaba por delante una larga guerra.
Los regímenes fascistas (Alemania e Italia), así como de forma menos efectiva Portugal apoyaron a las fuerzas nacionales. La Unión Soviética y México prestaron su apoyo al Gobierno republicano. Francia y el Reino Unido se mantuvieron al margen.
El avance de los nacionales por la Península se concretaba día a día. Las fuerzas que dirigía Franco tomaron Extremadura. En el norte se hicieron también con Irún y San Sebastián y, un mes más tarde, con Oviedo. Entretanto, la capital resistía durante la llamada «batalla de Madrid». Con la caída en 1937 de Bilbao, Santander y Gijón, todo el norte quedaba en manos de los nacionales. En el mismo año fue tomada Málaga. Para entonces, los sublevados ya dominaban la mitad occidental del país.
Los republicanos veían impotentes cómo iban perdiendo sus posiciones estratégicas, ante lo cual decidieron reaccionar atacando Teruel el 8 de enero de 1938, según los planes del general Vicente Rojo. Pero tan sólo doce días después las fuerzas sublevadas recuperaban esta ciudad. Con este último avance, el ejército de Franco acometió la ofensiva de Aragón con el fin de dividir la zona republicana en dos: Cataluña por un lado y Valencia y el centro por el otro, lo que se logró definitivamente con la toma de Vinaroz (Castellón). Entonces, la República contraatacó con la más larga y cruenta de las batallas de la Guerra Civil, la batalla del Ebro.
DOS BANDOS MUY DESIGUALES
Tras dos años de guerra, el ejército republicano estaba diezmado. Contaban con un número inferior de combatientes, menos armamento y escaso avituallamiento, y contenían a duras penas el avance de las tropas nacionales. En ese marco, en un intento desesperado por impedir la toma de Valencia, capital a la que se había trasladado el gobierno de la Segunda República, fue planificada la batalla del Ebro. Era su última oportunidad. Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central de las Fuerzas Armadas, diseñó el plan. Él mismo había sido el cerebro de las batallas de Brunete, Belchite y Teruel.
El escritor y periodista José Andrés Rojo, nieto del general Rojo y autor de Vicente Rojo: retrato de un general republicano, recuerda a su abuelo como «un militar moderno, que reconocía y defendía la subordinación del ejército al poder civil. Fue un brillante estratega, cuyos méritos fueron incluso reconocidos por sus enemigos. Era muy poco amigo de evocaciones sentimentales y procuraba escrupulosamente evitar el menor triunfalismo». En opinión del historiador militar coronel Carlos Blanco Escola, «realmente, el general Vicente Rojo humilló a Franco porque en el planteamiento de las grandes estrategias le sacó ventaja siempre y fue la falta de medios del ejército republicano la que decantó el resultado».
Pues bien, este hombre entregado a la defensa de la República, que vivió el momento más terrible «durante la caída de Cataluña —explica José Andrés Rojo—, cuando vio que las instituciones republicanas se desmoronaban y nadie hacia nada y cuando observó que ya no había moral de guerra: que la gente estaba esperando el triunfo de Franco», mantenía aún las esperanzas ante la batalla del Ebro. Rojo puso al mando del Ejército del Ebro al coronel de Milicias Juan Modesto, muy animado con los recursos armamentísticos que llegaron de Francia en la breve y temporal apertura de la frontera del 17 de marzo al 12 de junio. Modesto ya se había distinguido durante el asalto al Cuartel de la Montaña en Madrid y en la ofensiva de Toledo, intentando contener el avance franquista hacia la capital, además de en las batallas de Guadalajara, Jarama y Brunete.
Hay que señalar que cuando se constituyó el Ejército Popular republicano, en octubre del 36, los mandos no profesionales recibieron grados que llegaban hasta «mayor de Milicias», aunque excepcionalmente algunos fueron promovidos a teniente coronel o coronel de Milicias, mientras que el grado de general quedó reservado para los militares de carrera que habían permanecido fieles a la República. La designación de los oficiales superiores milicianos no tenía que ver, sin embargo, con su mando efectivo, pues podían mandar brigadas, divisiones, cuerpos de ejército o ejércitos; de hecho existía un sistema de insignias que, a la correspondiente a mayor, teniente coronel, etc… añadía de una a cuatro estrellas doradas de tres puntas, según la gran unidad que mandasen.
El ejército de la República, que había mantenido la disciplina incluso durante la desastrosa retirada hasta el Mediterráneo, reaccionó con fuerza ante el nuevo plan de ataque gracias al vigoroso liderazgo del presidente Negrín y de su jefe de Estado Mayor, Vicente Rojo. Se trataba, utópicamente, de intentar volver a unir las dos grandes zonas aún fieles a la República, recuperando la salida al mar por Castellón de los nacionales, volviendo a tomar Gandesa y Alcañiz, llegando otra vez al Cinca y tratando de conseguir Zaragoza para el bando republicano.
El plan del general Rojo era cruzar el río por diferentes puntos entre Mequinenza (Zaragoza) y Amposta (Tarragona). Para iniciarlo se requería un campo de batalla donde fuera posible atacar al enemigo, pero protegido por montañas para compensar la acentuada desventaja del ejército republicano. Se trataba de pillar a los nacionales por sorpresa desde posiciones estratégicas. Las fuerzas del otro bando estaban situadas en la margen derecha del río Ebro, en un terreno que ocupaba unos sesenta kilómetros, entre aquellas dos poblaciones.
El lugar estratégico más importante elegido por los republicanos fue la curva del río Ebro entre Fayón y Benifallet, que defendía el general Juan Yagüe, jefe del I Cuerpo de Ejército marroquí, compuesto por algo más de cuarenta mil hombres y cuyo despliegue total cubría desde el Segre hasta el mar, siguiendo el curso del Ebro.
El general Yagüe —que mandó las tropas africanas desde Ceuta y se encontraba al mando de la Legión— estaba al frente de tres divisiones: la 13.a, una de las más curtidas; la 50.a, con soldados de reemplazo más inexpertos, al mando del coronel Luis Campos Guereta, y que ocupaba el centro con doce batallones de infantería y un batallón de ametralladoras; y la 105.a, con soldados más veteranos, mandados por el coronel Natalio López Bravo. Esta última división contaba entre sus unidades con nueve batallones de infantería —casi todos africanos, con predomino de los Tiradores de Ifni-Sáhara y Legión—, una considerable agrupación artillera y apoyo de ingenieros. Se trataba de una unidad de primera línea que cubría la parte sur del río, desde Xerta hasta el mar. De esta forma, al norte de la curva del río se posicionaron un centenar de cañones pesados e innumerables piezas de artillería antiaérea, así como un gran contingente de hombres, apoyados por cien aviones.
Las tropas republicanas prepararon esta difícil operación a lo largo de cincuenta días, a escasos metros de las posiciones del adversario. Desde el mes de mayo los preparativos de la operación estaban en marcha, usando pequeñas embarcaciones para tender puentes y pasarelas que les permitieran cruzar el río sin ser detectados. Se ensayaron maniobras, tiempos de acción y la manera más rápida de instalar y desmontar pasarelas y puentes. Expertos ingenieros fueron enviados a la zona con el fin de estudiar los terrenos, la cuenca del río, el estado del suelo, las crecidas y corrientes, etc. Nadadores especializados cruzaban cada noche a la orilla ocupada por los nacionales para recabar datos y conocer al milímetro el emplazamiento de la artillería enemiga. Una ardua tarea, ya que el Ebro contaba en aquel lugar con entre cien y ciento cincuenta metros de anchura y cinco de profundidad.
Los nacionales temían un ataque a partir de indicios, que confirmaron cuando sus aviones de reconocimiento recibieron fuego antiaéreo desde tierra mientras sobrevolaban el río. Pero esperaban que dicha ofensiva fuera de poca envergadura y prefirieron no desviar efectivos de la ofensiva que se estaba llevando a cabo contra Valencia.
EL COMBATE SE RETRASA
El 22 de julio el jefe del Estado Mayor del Ejército del Ebro, teniente coronel José Sánchez Rodríguez, firmó una orden de ataque con el fin de establecer una cabeza de puente en Gandesa que abriese paso hacia Caspe y Vinaroz, en poder de los nacionales. El ataque lo realizaría el V Cuerpo de Ejército, al mando del mayor de Milicias Enrique Líster, y por el XV Cuerpo de Ejército, dirigido por el teniente coronel de Milicias Manuel Tagüeña, quien con sólo veinticinco años de edad, estaba al frente de tres divisiones.
Los hombres de Tagüeña debían atacar en la mitad norte contra la 13.a División del coronel Fernando Barrón, a su vez a las órdenes de Yagüe. Esta división contaba con dos banderas de la Legión, tres Labores de Regulares, uno de Tiradores de Ifni, una bandera de Falange (todas estas unidades equivalían a batallones), cuatro batallones y cuatro baterías de artillería de campaña y de montaña, además de servicios de ingenieros, transmisiones y zapadores.
Por su parte, los soldados de Líster atacarían la mitad sur contra la 105.a División, la más veterana, al mando de Natalio López Bravo. Tanto el V como el XV Cuerpo republicanos guarnecían el río desde Mequinenza hasta Tortosa. En sus divisiones, a los reclutas de las quintas de 1926 a 1929 (de treinta a cuarenta años) se unieron los de la quinta de 1941, la llamada Quinta del Biberón (chicos de diecisiete a diecinueve años), sin experiencia militar ni preparación psicológica. En su mayoría eran jóvenes catalanes que acudían para cubrir las bajas de las ya castigadisimas tropas republicanas.
El teniente coronel Juan Modesto había dado orden a los jefes de las divisiones republicanas de que la ofensiva del Ebro se iniciara a las 0.00 horas del día 24 de julio. Para ello se deberían mover las unidades hasta las bases de partida. Dicha maniobra, que se inició la noche anterior, era complicada debido al mal estado de las carreteras y caminos, los desniveles de las montañas y la oscuridad. A pesar de ello, se realizó con éxito, pero el inicio de la batalla se tuvo que postergar veinticuatro horas más debido al retraso de parte de la artillería.
Además, y puesto que la hora oficial en la zona republicana estaba adelantada ciento veinte minutos respecto a la hora astronómica, el paso del río se iba a realizar ya de noche, y el día 24 quedaron por ultimar muchas tareas. Al final, el comienzo de la batalla del Ebro fue pospuesto a las 0,15 del día 25 de julio; una noche de luna nueva, de total oscuridad. Utilizando doce puntos de paso, comenzaron a cruzar el río las seis divisiones de los cuerpos V y XV del Ejército del Ebro.
Las tropas republicanas sorprendieron a los nacionales a su llegada a Fayón y Aseó, así como al atacar Miravet y Vinebre. Sólo encontró resistencia la 45.a División de Líster, ya que al llegar a Campedró y Tortosa fueron atacados con ametralladoras y morteros para hundir sus barcas. Muchos de los combatientes de la XIV Brigada Internacional (compuesta por voluntarios franceses y belgas), que actuaban junto a Líster, tuvieron que cruzar el río a nado, muriendo muchos de ellos en el intento.
Las noticias para el ejército republicano eran buenas en esta primera etapa. Al final del primer día, cinco divisiones habían cruzado a la orilla enemiga y habían capturado a cuatro mil cuatrocientos prisioneros, acercándose a su objetivo: Gandesa. Pero los nacionales reaccionaron y movilizaron refuerzos, que llegaron un día después, a cambio de aplazar el cerco de Valencia. Los efectivos de Yagüe montaron una línea ofensiva que se extendía desde Villalba de Arcos, Gandesa, Bot y Prat de Comte, a la vez que la 105.a División, al mando de López Bravo —los más veteranos—, luchaba contra Líster en Cherta. Los nacionales también resistían en Fayón y Mequinenza y frenaban a Tagüeña en Gandesa.
CAMBIO DE ESTRATEGIA
El objetivo de los republicanos era impedir que sus puentes fueran bombardeados, para lo que usaban los aviones Polikarpov 1-16, más conocidos como Moscas, para defenderlos durante el día. Los nacionales querían evitar a toda costa que las tropas republicanas continuaran cruzando el río, así que abrieron las presas de Tremp y Camarasa, en la provincia de Lérida, cuyo desbordamiento acabó con numerosos puentes y pasarelas. Los republicanos, desesperados, no pudieron continuar el avance.
Los soldados de Líster combatían en Prat de Comte contra la 4.a División de Navarra que acababa de acudir junto a las tropas de Yagüe. Las tropas republicanas sólo consiguieron moverse entre Prat de Comte y Bot los días 26 y 27. Por su parte, en Gandesa, a los republicanos les era imposible avanzar. En cuarenta y ocho horas estos últimos habían conquistado un terreno que ahora sólo podían defender. Y cambió la estrategia. Además, cruzado el río, sólo podían moverse a pie, pues sus tanques y camiones esperaban a que se tendieran puentes más resistentes, pero más lentos de construir.
Poco a poco, los nacionales empezaron a recibir refuerzos y a los republicanos se les hacía cada vez más difícil tomar Gandesa; habían perdido artillería y munición, además de que se encontraban cada vez más agotados y hambrientos.
En contra de la postura de muchos de sus generales, Franco decidió un ataque frontal. La oposición a esta maniobra era tal que el general Antonio Aranda (quien había participado en la batalla de Teruel) reaccionó con violencia ante la decisión, porque lo más lógico para él y para otros altos mandos era aguantar en el cerco a Valencia y atacar Cataluña. Un ataque frontal en esta zona podría causar demasiados muertos. El general Franco, ante esta oposición, realizó la siguiente exclamación: «No me comprenden, no me comprenden; tengo a lo mejor del ejército rojo y no quieren dejarme destruirle».
Franco se sentía el gran militar, y más cuando le había costado un relativo esfuerzo ir avanzando sobre los territorios republicanos casi sin problemas. Si acababa con el Frente del Ebro superaba un reto personal, a la vez que lanzaba un órdago al Estado Mayor republicano. Sin embargo, el historiador Blanco Escola no tiene dudas sobre la superioridad militar del general Vicente Rojo sobre Franco. «Mientras que Franco mostraba su supina ignorancia de todo lo relacionado con la estrategia (no había tenido ocasión de estudiarla ni practicarla en ningún momento cuando realizaba su fulgurante carrera), Rojo procuraba desenvolverse en el marco de la más pura ortodoxia tratando de compensar con su acertada conducción de la guerra la aplastante superioridad de medios del adversario. En definitiva, Rojo parecía asumir resueltamente esta máxima del mariscal Montgomery: “Hay que obligar al enemigo a bailar al son que se le toque”. Franco, ciertamente, se pasó la guerra bailando al son que tocaba Vicente Rojo», afirma.
El caso es que Franco en ningún momento pensó que los cansados soldados del bando contrario iban a provocar el desgaste de sus mejores hombres en este último intento. De hecho, la defensa del ejército republicano fue tan encarnizada que dio al traste con su tan ansiada ofensiva sobre Valencia, que se vio obligado a posponer. Lo mismo ocurría con el ataque a Cataluña. En este caso, no convenía tener conflictos con la vecina Francia, la puerta de España a Europa.
Los intentos desesperados por parte de los republicanos de romper las líneas defensivas de los nacionales se vieron agravados por la llegada de constantes refuerzos aéreos al ejército sublevado, especialmente, cuando Franco mandó a la batalla a la Legión Cóndor alemana, lo que les permitió enseguida recuperar el terreno perdido.
ATAQUE CONTRA LA ZONA MÁS DÉBIL DE LA DEFENSA REPUBLICANA
Del día 25 de julio al 6 de agosto se concretaron las tentativas de romper las líneas republicanas. A partir del día 5 de agosto, los nacionales, mejor armados, atacaron la zona más débil del lado republicano, que era la que defendía la 42.a División del XV Cuerpo de Ejército al mando de Tagüeña: la zona norte, concretamente entre Fayón y Mequinenza. Cincuenta carros de combate, junto con la 82.a División al mando del coronel Francisco Delgado Serrano, hicieron replegarse a las tres divisiones de Tagüeña. Esta operación causó innumerables bajas en ambos bandos. Los hombres de Tagüeña que cruzaron el Ebro por esta zona eran nueve mil quinientos el día 25 de julio; el 6 de agosto sólo tres mil quinientos volvieron a atravesar el río.
Los nacionales habían logrado el sector norte del saliente del río y, tras esta victoria, decidieron atacar ahora el sector sur, lugar en el que precisamente los republicanos se proponían resistir con todas sus fuerzas, puesto que les beneficiaba el hecho de que estaban amparados por las sierras.
El 10 de agosto, uno de los días más calurosos de la contienda, la 4.a División de Navarra —una de las unidades de élite del ejército de Franco, al mando del general Camilo Alonso Vega— intentó ocupar la sierra de Pándols, pero la 11.a División de Líster no se lo permitió.
La 4.a División de Navarra estaba compuesta por batallones de reserva de otras unidades y una artillería de más de cien cañones. Su maniobra consistía en bombardeos de varias horas que desgastasen al enemigo para, inmediatamente después, realizar un acercamiento por el noroeste de la infantería, con el fin de acabar con las líneas de defensa. Todo con el apoyo de la aviación, bombardeando y ametrallando continuamente en cadena.
Se libraron durísimos combates, entre los que destacan el que tuvo lugar en la ermita de Santa Magdalena. Fueron las batallas más crueles: el agua era escasa, por lo que ambos bandos tenían un nuevo objetivo: dominar el único punto de abastecimiento de agua, situado en la ermita. Los hombres de Tagüeña tuvieron que relevar al Cuerpo de Líster, que estaba compuesto por soldados veteranos experimentados y que estaban espléndidamente situados en posiciones privilegiadas para acabar con el enemigo. Al final, la 4.a de Navarra acabó deshecha y agotada y perdió ocho mil hombres, y los republicanos casi cinco mil. Franco se dio cuenta de que no resultaría fácil acabar con el ejército republicano del Ebro.
Entonces el ejército nacional planeó una gran ofensiva, la tercera, a la zona centro del río para el día 17 de agosto, mientras Barcelona era bombardeada de nuevo por la aviación franquista. Cuarenta y tres baterías de artillería y un batallón de carros abrían camino para el ataque. Al mismo tiempo, los republicanos intentaban romper el frente de Gandesa, pero la acentuada superioridad armamentística y de combatientes de los nacionales abortó el intento al final del día.
Así, en un frente que abarca doce kilómetros, se volvieron a enfrentar ambos bandos. A pesar del gran despliegue de artillería puesto en marcha por el general Carlos Martínez Campos, jefe de la artillería nacional, las bajas fueron tantas y el terreno conquistado tan irrelevante que Yagüe y Dávila decidieron dar por concluido el ataque. Justo en ese momento la mayoría del ejército nacional se encontraba concentrado en esta zona (diez divisiones a las que después se unieron dos más). Esto anulaba las ofensivas en otros frentes.
Ante el desgaste sufrido, la cuarta ofensiva no se pudo poner en marcha hasta el día 3 de septiembre y fue posible gracias a los refuerzos del Cuerpo de Ejército marroquí, a las órdenes de Yagüe, y de la 1.a División del Cuerpo de García Valiño. Estos cuerpos sufrieron más de cinco mil bajas antes de tomar el cerro de los Gironeses y Corbera, mientras que la 27.a División republicana, que combatió con fiereza cada elevación del terreno, fue aniquilada.
Los nacionales comenzaron el ataque con trescientas piezas de artillería y entre ochenta y cien aviones. Este despliegue artillero era todo un lujo para el general Martínez Campos puesto que la aviación republicana era muy escasa. La artillería tardó hasta seis horas en prepararse y en el ataque participaron las baterías antiaéreas de la Legión Cóndor. En algo más de cuatro horas las posiciones de los defensores fueron destrozadas.
LA QUINTA OFENSIVA Y EL MOMENTO DEL REPLIEGUE
El comandante en jefe republicano Juan Modesto, en un último intento ofensivo, decidió el empleo de la 15.a Brigada Internacional (norteamericanos, ingleses y canadienses) para alcanzar otra cota. La artillería abrió fuego para facilitar el paso de un batallón de tanques, pero no consiguió romper el frente de los nacionales, por lo que el ejército republicano empezó su propio repliegue.
El día 16 de septiembre los nacionales intentaron ocupar la sierra de Cavalls, pero a falta de reservas no lo consiguieron. Por su parte, a los republicanos sólo les quedaba resistir.
Dos días después comenzó la quinta ofensiva. Desde primeras horas de la mañana, una nueva agrupación de divisiones, elaborada por Franco, al mando de García Valiño, inició la enorme preparación artillera, que siempre antecedía a las ofensivas nacionales.
Frente a las fuerzas de los asaltantes, el coronel Juan Modesto se encargaba, con el V Cuerpo de Ejército, de aprovechar una corta tregua que se había producido en los últimos días para reposicionar sus tropas, en un intento desesperado de rentabilizarla al máximo.
Por si fuera poco, la situación de los republicanos se agravó el 23 de septiembre con la retirada de las Brigadas Internacionales debido a la postura tomada por el Comité de No Intervención. En su último día de combate murieron muchos internacionales. En el batallón inglés, al pasar lista, se comprobó con asombro que había más de cuarenta muertos. En el otro bando, en la 4.a División de Navarra tampoco cesó el goteo de muertos y heridos. En dos días se contaron quinientas bajas en ella.
A pesar de su superior infraestructura, el ejército nacional también flaqueaba, pero por presiones políticas de otros países europeos, Franco decidió seguir en el frente, por lo que el día 27 se utilizó la artillería y la aviación, más cincuenta carros de combate al cien por cien de sus posibilidades. Se trataba de un intento desesperado. Aunque consiguieron pequeños éxitos, no pudieron con la 42.a División republicana.
Entretanto, Franco celebraba el segundo aniversario de su nombramiento como jefe del alzamiento militar contra la República e hizo un discurso encendido. Sus más próximos le halagaron y se pusieron a sus pies en una ceremonia celebrada en la sede de la Jefatura del Estado en Burgos. Allí estaban presentes jefes militares, autoridades civiles, los representantes del Vaticano y de los países amigos, como Italia y Alemania. Todo le estaba saliendo al Caudillo a su medida, salvo el combate del Ebro, porque, uno tras otro, sus avances chocaban con una resistencia incombustible que producía muchísimas bajas entre sus fuerzas, sin que se produjeran incorporaciones territoriales significativas. Además de que sus mejores divisiones se desgastaban días tras día, mientras los representantes italianos y alemanes mostraban cierta desconfianza en las posibilidades del ejército franquista para ganar la guerra, que estaba acabando con miles de hombres y gran cantidad de material. El general García Valiño seguía viéndose obligado a cumplir las órdenes que le hacían mandar a sus divisiones de choque a una auténtica ratonera en la que caían acribillados desde las posiciones de la sierra de Cavalls.
EL FINAL TRAS 116 DÍAS DE CONFRONTACIÓN
El día 1 de octubre, y ya en la sexta ofensiva, la 1.a División de Navarra esperaba como siempre a que terminase la preparación de la artillería. Pero la jornada no acabó como había deseado al despuntar el día: en los enfrentamientos de la jornada sufrieron catorce bajas de oficiales, trece de suboficiales y trescientas de tropa.
Mejor suerte tuvieron entre el 3 y el 10 de octubre, cuando cayeron Camposines y la zona de Coll del Coso (en la carretera de Gandesa-Camposines y que se extiende hasta la sierra de Lavall de la Torre) en manos nacionales. Aunque el día 4 la 1.a División hizo su última operación de esta ofensiva, con 89 bajas, emprendió camino hacia Bot para convertirse en reserva del Cuerpo de Ejército de García Valiño. Por su parte, la otra división más castigada, la 13.a, tuvo que retirarse del Ebro de forma definitiva, ya que sus bajas sumaron más de tres mil combatientes.
Ese día el coronel Modesto envió a la 44.a División para cubrir Coll del Coso y Camposines. En los alrededores de Coll del Coso estaba acampado el 37.º Batallón de ametralladoras que había ido a reforzar a los legionarios. Llovía torrencialmente y los republicanos, a las tres de la madrugada, iniciaron un fuerte ataque. Este tipo de combate nocturno era su preferido. Llevaban practicándolo desde el comienzo de la batalla y con él habían logrado recuperar muchas posiciones, lo que resultaba imposible hacer a plena luz del día cuando las tropas de Franco tenían la posibilidad de hacer uso de su gran superioridad artillera y aérea.
El 20 de octubre, el jefe del Ejército del Norte y ministro de Defensa Nacional, general Dávila, convocó un consejo para dar a conocer las instrucciones del Caudillo: había que hacer el máximo esfuerzo porque el enemigo estaba ya muy gastado.
A partir de ese momento, se produjeron duras discusiones, sobre todo entre dos generales que se disputaban la operación: Yagüe, jefe del Cuerpo marroquí, y García Valiño, del Cuerpo del Maestrazgo. Este último criticó duramente las técnicas de Yagüe, que se ceñían a la aplicación automática de lo que quería el Caudillo. García Valiño, cuyo ejército había corrido con el peso fundamental de las últimas ofensivas, apoyado por Martínez Campos, defendía que ya habían ganado el espacio suficiente al enemigo como para estar en disposición de situar la artillería de forma que su eficiencia aumentase.
Durante las siguientes jornadas los frentes estuvieron casi dormidos; se dedicaron a ocupar posiciones, se plantaron minas y alambradas, se cavaron zanjas… El comandante en jefe republicano Juan Modesto diseñó una táctica de defensa profunda, que aplicaría rigurosamente el Cuerpo de Ejército de Manuel Tagüeña.
El 30 de este mismo mes los soldados de Franco acometieron la última ofensiva con cinco divisiones, ciento setenta aviones, noventa y una baterías… Prácticamente fue la batalla que decidió el triunfo de los nacionales y en la que más fuego cruzado se produjo. El Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, dirigido por García Valiño, conquistó el día 31 de octubre la sierra de Cavalls. El parte republicano de ese día especificó que en este durísimo combate las fuerzas contrarias habían logrado ocupar seis alturas de las sierras a costa de muchísimas bajas, apoyadas por la artillería italiana y trescientos aviones italogermanos.
El 4 de noviembre se tomó la sierra de Pándols y, tres días más tarde, Mora de Ebro. En vista de estos avances, Juan Modesto decidió la retirada de sus unidades. El pueblo de Fatarella, en el sector centro del río, cayó el 14 y dos jornadas después el republicano Tagüeña puso fin a la batalla ordenando demoler el puente de Flix esa misma madrugada.
El general Vicente Rojo y sus coroneles, los jefes del Ejército del Ebro, se apresuraron a defender Cataluña en la que ahora era ya inevitable la ofensiva franquista, porque ya no existían problemas para las tropas de Franco en la frontera francesa. El avance nacional comenzó la víspera de Nochebuena y ya sería imparable, hasta la ocupación de todo el territorio catalán, que provocó un éxodo masivo hacia Francia.
Tras 116 días de batalla ambos bandos sumaron más de cien mil muertos —algunos hablan hasta del doble— en la más larga y dura batalla de la Guerra Civil. Los combates utilizaron un aparato artillero incesante, que supuso una lluvia continua de metralla sobre las trincheras enemigas, hasta el punto que algunos la califican como «Verdún español» al referirse a las operaciones militares de rechazo de este avance-respuesta de los republicanos. Y, al igual que había sucedido en las batallas de Belchite y Teruel, se trató de un constante ataque y contraataque, con alternancia de posiciones y con un derroche de valor de miles de españoles de ambos bandos.
Según José Andrés Rojo, «la batalla del Ebro ha sido una de las más cuestionadas de todas las que puso en marcha Rojo. La crítica fundamental se dirige sobre todo a la cantidad de combatientes que cayeron en lo que resultó finalmente una ofensiva fallida. También se la discute porque supuso la práctica destrucción del Ejército del Ebro, el de Maniobra, las mejores divisiones del Ejército Popular. Sería muy largo discutir si esas críticas son justas o no. Casi más importante resulta indagar por qué se proyectó y qué se esperaba de ella».
Para el escritor, el general Rojo defendía la batalla sobre todo como maniobra de distracción. «Las fuerzas franquistas avanzaban sobre Valencia con un empuje espectacular y había que evitar que la ciudad cayera porque eso suponía el final de la guerra. La estrategia de resistir de Juan Negrín, que Rojo compartía entonces con entusiasmo, se basaba en la idea de prolongar cuanto fuera la guerra hasta que enlazara con el cada vez más previsible conflicto europeo. Cuando éste estallara, Francia e Inglaterra no tendrían más remedio que apoyar a la República. Para conseguir que la resistencia se prolongara el mayor tiempo posible, con un ejército manifiestamente más débil, no era mala idea meter al rival en una ratonera. Los militares rebeldes picaron. Y de hecho, dada la superioridad de la que disponían, la batalla del Ebro fue muy larga. Los republicanos aguantaron admirablemente, aunque —como solía ocurrirles— desperdiciaron el empuje inicial y no consiguieron, como era bastante previsible, el objetivo más ambicioso: romper hacia el oeste y precipitarse hacia Sevilla».
De hecho durante los cuatro meses que duró la ofensiva, se consiguió, sobre todo, distraer y diferir la ofensiva de los nacionales contra Valencia y se difirió casi un año la prevista victoria de Franco. Además, aunque el gobierno de Negrín esperó siempre la internacionalización del conflicto español, ésta no llegó a producirse por los acuerdos de septiembre en Munich entre las grandes potencias europeas: ni Hitler ni Mussolini deseaban una guerra mundial hasta ver finalizada, evidentemente en su favor, la guerra española.
Diezmado el ejército republicano y con la frontera francesa cenada desde el mes de junio, la derrota total se produciría en poco más de cuatro meses después de la batalla del Ebro.