Fecha: 490 a. C.

Fuerzas en liza: Persas y atenienses.

Personajes protagonistas: Darío I, Artafernes, Datis, Hipias, Milcíades, Calimaco y Filípides.

Momentos clave: La conquista de las islas Cicladas y de la isla de Eubea, con la caída en seis días de Eretria. El emplazamiento de todo el ejército ateniense en la llanura de Maratón.

Nuevas tácticas militares: La carga a la carrera constituyó una completa novedad en la táctica militar de la infantería ateniense.

La estrategia del envolvimiento doble del ejército enemigo, que se ha usado desde entonces en muchas otras batallas, como Aníbal en Cannas (216 a. C.) o el ejército alemán en la batalla de Tannenberg (1914).

En el año 490 a. C., en los campos que rodeaban la población de Maratón, a pocos kilómetros de Atenas, tuvo lugar el enfrentamiento armado entre treinta mil soldados persas y once mil atenienses, batalla que definió el desenlace de la primera de las guerras médicas, el nombre con que se conoce la sucesión de enfrentamientos entre el Imperio persa y algunas de las ciudades-estado griegas, durante el siglo V a. C., y que seña/a el comienzo del periodo clásico en Grecia. El rey persa Darío I deseaba invadir y conquistar Atenas como castigo por su participación, años antes, en la revuelta jónica. La desproporción de fuerzas entre ambos ejércitos hizo que la victoria griega se convirtiese en uno de los hitos militares de la Antigüedad. Es recordada en nuestros días por la proeza de Tersipo, quien recorrió a la carrera el camino desde Maratón hasta Atenas para anunciar su victoria, esfuerzo que le costó la vida. Los 42 kilómetros que separaban ambas ciudades hoy en día continúan siendo la distancia del maratón olímpico, aunque desde los Juegos Olímpicos de Londres se le añadieron arbitrariamente 192 metros. La leyenda continúa viva en la memoria de Occidente desde hace dos mil quinientos años.

ANTECEDENTES: LA SUBLEVACIÓN DE JONIA

La oposición entre griegos y persas se remontaba al año 511 a. C., cuando los atenienses expulsaron a Hipias, tirano de Atenas, quien huyó a Sardes y se puso bajo la protección de Artafernes, hermano del Gran Rey Darío y sátrapa de Lidia. Años después, Atenas exigió a Persia que entregara a Hipias para ser juzgado, pero los persas se negaron, lo que provocó que Atenas, en vísperas de la revuelta jónica (499-494 a. C.), enviara veinte naves en ayuda de los jonios.

En el siglo V a. C. el Imperio persa había conquistado la mayor parte del mundo conocido, lo que hoy llamamos Turquía, Oriente Próximo, Asia central, Irán, Afganistán y Pakistán. El Imperio persa, en menos de cincuenta años, se había extendido desde el río Indo hasta las costas del Mediterráneo, donde había ciudades griegas desde comienzos del siglo I a. C. en Jonia, región situada en la costa occidental de la actual Turquía. Así, en aquella época, en el mundo antiguo destacaban el inmenso Imperio persa, gobernado por Darío, y las ciudades-estado (polis) griegas, independientes entre sí y con un notable desarrollo cultural y económico. Entre ambos, se encontraban las colonias griegas emplazadas de Asia Menor, empeñadas en conservar su tradición helena bajo la dominación persa.

Ante el aumento del descontento político y económico, en el año 499 a. C. estalló una sublevación en la frontera occidental del Imperio persa. La colonia griega de Mileto, situada en Jonia, fue la primera en rebelarse. Aristágoras, tirano de Mileto, promovió la rebelión, animando a los griegos de Jonia a luchar por su libertad frente al dominio persa. La revuelta se extendió rápidamente. Durante poco más de cinco años Mileto y Éfeso se enfrentaron a los persas, con la ayuda de Eretria (tradicional aliada de Mileto) y Atenas. Esparta prefirió no colaborar con los sublevados ya que el ejército lacedemonio era exclusivamente terrestre y los problemas internos de esta ciudad-estado impedían entonces el desplazamiento de tropas más allá de sus fronteras.

Los persas se vieron sorprendidos al comienzo de las hostilidades pero pronto reaccionaron. Aprovechando la desunión de los sublevados, fueron imponiendo de nuevo su autoridad sobre ellos. En 497 a. C. reconquistaron Chipre y recobraron el control del Dardanelos y el Bósforo. En el otoño de 494 a. C. tomaron Mileto, cuyos habitantes fueron deportados a la orilla del Tigris. Con la victoria naval de Lades y la destrucción de Mileto, los persas recuperaron sus posiciones y vencieron a los jonios.

En el 493 a. C., la rebelión había quedado sofocada. Todas las ciudades griegas, con excepción de Esparta y Atenas, se sometieron al rey persa. Esta actitud de espartanos y atenienses significó el comienzo de las guerras médicas, denominadas así porque los griegos llamaban medos a los persas. Las fuerzas navales y terrestres persas a las órdenes de Mardonio, yerno de Darío I, en el año 492 a. C. se dirigieron hacia la Grecia continental, establecieron su dominio en Tracia y Macedonia y decidieron asegurar la frontera occidental del imperio instaurando gobiernos leales en las islas Cicladas.

Por aquel entonces, Atenas no era más que una próspera ciudad-estado democrática que había osado apoyar una revuelta griega contra el Imperio persa. En 490 a. C., el rey Darío quiso vengarse de la insurrección y envió un ejército a Grecia, dispuesto a castigar a los atenienses y colocar a un tirano favorable a ellos al frente de su gobierno. La participación de Eretria y Atenas en la sublevación del año 499 a. C. les había proporcionado el casus belli para atacar la Grecia continental.

Darío, como habían hecho sus antecesores, siguió la estrategia de dividir y vencer: quería conquistar Atenas y aislar a Esparta y, sobre todo, quería vengarse de aquéllos que habían ayudado a los rebeldes. Después se encargaría del resto de los griegos en el Egeo y consolidaría su control sobre Jonia. Las revueltas habían convencido al rey persa de que, para asegurar su dominio en Asia Menor, debía controlar todo el Egeo, incluyendo las polis de Europa. Con Grecia bajo su control nada podría detener la expansión imperial. «Sólo tenía una vía hacia Europa occidental y era a través de Grecia. Y las ciudades-estado, como Atenas y Esparta, eran las únicas que podían detenerlo», indica Bill Mcquade, historiador de la Universidad de Berkeley (California).

LA VENGANZA DEL REY DARÍO

Una flota de doscientos barcos persas se hizo a la mar desde Cilicia, en el verano de 490 a. C., al mando del sobrino de Darío, Artafernes —hijo del que acogió a Hipias—, y con un ejército de veinticinco mil soldados comandado por Datis, encargado de tomar por sorpresa la ciudad de Atenas. De ellos, cinco mil eran de caballería, la principal arma persa, soldados acostumbrados a recorrer las enormes distancias del imperio donde la rapidez era fundamental. Les acompañaba el traidor Hipias, quien esperaba recuperar el trono de la ciudad que lo había rechazado.

Tras cruzar el mar Egeo, Artafernes conquistó las islas Cicladas y posteriormente atacó la isla de Eubea, también como represalia por la intervención de cinco de sus naves en la revuelta jónica; tras un asedio de seis días conquistó Eretria. «La ciudad fue tomada, saqueada e incendiada. Los supervivientes de la matanza fueron esclavizados y deportados a Persia», explica Ian Morris, profesor de la Universidad de Stanford (California).

Los invasores se dirigieron al Ática. El ejército imperial desembarcó en la costa oriental, a poco más de cuarenta kilómetros al noroeste de Atenas, en la llanura de Maratón. El lugar fue recomendado a Datis para ofrecer batalla por el tirano Hipias, ya que estaba protegido por un pantano y era una zona propicia para la caballería persa. «Esperaban una victoria fácil —afirma Ian Morris—, convencidos de que los griegos huirían o, si llegaban a luchar, los superarían por su número y los vencerían sin dificultades. Los persas estaban plenamente confiados».

El gran ejército persa amenazaba Atenas y sus habitantes corrían un enorme peligro. «Sabían que si los persas tomaban su ciudad, la arrasarían. Ningún ejército había vencido antes a los persas. El panorama no era muy halagüeño», explica Morris. Atenas movilizó a unos diez mil hombres según el esquema tradicional de un millar por cada una de las diez tribus áticas. La ciudad de Platea aportó seiscientos más.

Sin amilanarse por la superioridad numérica del ejército de Darío, los atenienses sabían que sólo podían hacer frente a los persas en tierra firme, ya que no disponían de flota. Mientras que el ejército persa estaba formado en gran parte por mercenarios, las fuerzas griegas estaban básicamente constituidas por ciudadanos hoplitas, combatientes de infantería pesada. El arma principal de los hoplitas era el dory o doru, una lanza que medía entre 1,8 y 2,7 metros de largo y unos cinco centímetros de diámetro y pesaba entre uno y dos kilos. Estaba rematada con una punta letal de hierro y tenía en su parte inferior un regatón puntiagudo de hierro que proporcionaba a los hoplitas un mayor equilibrio y una segunda arma con la que matar. El arma secundaria era la xiphos, una espada de hierro, recta y de doble filo, de 60 a 90 centímetros de largo, destinada específicamente para atacar y herir al enemigo. Pero los griegos sólo la utilizaban si perdían su lanza o la falange se descomponía, algo que no ocurría con frecuencia. Como equipo defensivo llevaban un gran escudo circular (hoplon) de madera recubierta de bronce, de unos ocho kilos de peso; la empuñadura, ideada en el siglo VI a. C., se llamaba «empuñadura argiva» y revolucionó las técnicas de combate. Y es que los escudos más antiguos se agarraban con una sola asa situada en el centro. El escudo argivo contaba además con una abrazadera de cuero por la que el soldado pasaba su brazo para aferrar una empuñadura situada cerca del borde, algo que facilitaba el movimiento de palanca. «El soldado agarraba el borde del escudo y el brazo se sostenía en el centro. Con un escudo así se podía aplicar una fuerza mucho mayor», explica el historiador militar Richard A. Gabriel; los hoplitas llevaban un casco de bronce, normalmente de tipo corintio, que cubría no sólo la cabeza sino toda la cara; una coraza que podía ser de bronce imitando la forma de los músculos del torso (thoracata), aunque normalmente estaba fabricada con varias capas de tela fuerte unidas con un pegamento y reforzadas con placas o escamas metálicas (linothorax); y grebas de bronce que les cubrían de los tobillos a las rodillas. El casco corintio de los hoplitas comenzó a utilizarse en Grecia alrededor del siglo VII antes de Cristo. Construido de una sola pieza de bronce, era muy eficaz para proteger la cabeza de los hoplitas. El problema estaba en que eran pesados, alrededor de cuatro kilos y medio, y restringían la vista y el oído de los soldados.

Esta panoplia era bastante cara (el equivalente actual a un buen automóvil) y se la costeaba el propio usuario, por lo que únicamente podían ser hoplitas los ciudadanos de clase media y alta. El comandante en jefe del ejército que fue a Maratón era el polemarca Calimaco, bajo el cual había diez estrategos, pero la dirección efectiva de las operaciones fue encomendada a uno de éstos, Milcíades (550-489 a. C.), miembro de una noble familia ateniense huida de las costas del Asia Menor y con gran experiencia bélica, ya que había servido de joven en el ejército persa.

Como los persas no habían ocupado los pasos montañosos del monte Pentélico, que conducían a la capital, Milcíades estaba convencido de que no se proponían dirigirse desde Maratón a Atenas. Pero no estaba seguro de la estrategia de sus enemigos y dudó entre enviar a sus tropas a la costa para obligar a los persas a luchar antes de que avanzasen sobre Atenas, esperarlos en la ciudad para proteger a los ciudadanos atenienses mientras luchaban desde el interior, táctica común de batalla de los griegos, o alejar el peligro de la ciudad enfrentándose a los persas en las afueras de Atenas.

El general ateniense optó por hacer un movimiento audaz que sorprendió a Datis: Milcíades llevó a sus tropas hasta los altos que dominaban la llanura de Maratón, dejando a la ciudad desguarnecida. Según explica el historiador Bill Mcquade, «los persas se sorprendieron al ver a todo el ejército ateniense en el campo de batalla. Ellos esperaban observadores, pero no creían que los atenienses, en contra de sus costumbres bélicas, iban a salir fuera de la ciudad».

LA GRECIA CIVILIZADA, EN PELIGRO

Mientras el ejército ateniense salía para Maratón, Atenas envió a su mejor corredor profesional, Filípides, a solicitar la ayuda de Esparta, la mayor potencia militar de Grecia, situada a unos 246 kilómetros. Según cuenta Heródoto, Filípides, animado por una visión mística del dios Pan, llegó a Esparta «el día después de salir de Atenas», es decir, que recorrió 246 kilómetros en menos de dos días (durante siglos se pensó que era una exageración de Heródoto, hasta que en 1982 tres militares ingleses hicieron esa carrera en treinta y seis horas).

Aunque los espartanos eran rivales de los atenienses, Milcíades esperaba que les ayudaran. Atenas y Esparta hablan tenido problemas con el Imperio persa en los últimos cincuenta años, por lo que los espartanos podrían unírseles en la lucha contra un enemigo común. Cuando llegó Filípides, los espartanos estaban en plena celebración religiosa. Decidieron que les ayudarían, pero que antes tenían que realizar los actos rituales, así que no marcharían hasta la luna llena, una semana después de la llegada del mensajero.

Por su parte, una vez llegados a Maratón, los atenienses tomaron posiciones al oeste de la llanura, desde donde dominaban la ruta de montaña que unía Maratón con Atenas. Se alinearon unos once mil hoplitas frente a los veinticinco mil hombres de caballería e infantería armada con arcos, situados al este. Los atenienses no tenían prisa por atacar, a la espera de los refuerzos espartanos. Además de que los persas casi los triplicaban en número, carecían de caballería y los caballos enemigos atemorizaban a los hoplitas. A esto se unía que podrían ser rodeados por los flancos o por la retaguardia. «Cuando vieron las fuerzas de los persas, quedaron aterrorizados. La mitad de los generales no querían luchar», afirma el profesor Ian Morris. Esperaron seis días, dudando cuál debía ser su primer movimiento.

El ejército ateniense estaba dirigido por diez generales, estrategos, elegidos cada año en representación de cada una de las diez tribus en que Clístenes había dividido a la población del Ática. Parece ser que cinco estrategos —entre ellos, Milcíades— eran partidarios de atacar de inmediato, mientras que los otros cinco pensaban que era mejor mantenerse a la defensiva. La decisión definitiva dependía del polemarco Calimaco, máximo magistrado militar de Atenas, a cuyas órdenes estaban los diez estrategos, quien decidió esperar la llegada de los espartanos.

Por su parte, Datis aguardaba a que en Atenas estallara un levantamiento favorable a la reinstauración de la tiranía. Pero como los días transcurrían sin que hubiese novedad, al anochecer del 11 de septiembre el general persa cometió un error fatal. Probablemente urgido por la escasez de provisiones, ordenó que embarcase la caballería y se dirigiera a la bahía de Falero (puerto de Atenas) para provocar con su presencia la sublevación en la ciudad.

Si los rebeldes no les abrían las puertas de la ciudad, todavía le quedaría a los persas el estupendo recurso de enviar la veloz caballería a Maratón, para sorprender por la espalda a los griegos.

Además, Datis confiaba en que los atenienses bajaran de las colinas y lucharan en campo abierto. Así, los persas tampoco tenían prisa por trabar batalla, pues esperaban que los partidarios con los que todavía contaba en Atenas Hipias, al conocer la proximidad de su líder, les ayudaran y entregaran la ciudad, desprotegida de sus principales defensores.

El tiempo corría en contra de los griegos, que habían dejado Atenas desprotegida y podía caer presa de los traidores, como esperaba Datis. Con el destino de la ciudad en juego, Milcíades no quiso enviar un destacamento para protegerla y así debilitar sus fuerzas, ya que su experiencia le aconsejaba quedarse con el máximo de guerreros vitales en el enfrentamiento contra unas tropas que les triplicaban en número.

La suerte se puso de parte de Milcíades por la decisión de Datis de dividir sus fuerzas. En palabras del historiador Bill Mcquade: «Al sacar a la caballería del campo de batalla, los persas dieron ventaja a los atenienses». Según algunos investigadores, Milcíades descubrió el plan de Datis porque varios soldados dorios, que militaban en el ejército persa, se pasaron al bando heleno dando a conocer que los persas se habían quedado sin su caballería. Los desertores contaron que las intenciones de Datis y Artafernes no eran trabar combate en Maratón, sino que esto era una táctica para atraer a las tropas griegas, de forma que la ciudad quedase desguarnecida y así poder invadirla. Ante estas noticias, Milcíades no podía perder tiempo y decidió atacar a la infantería persa de inmediato, acabar la batalla y regresar cuanto antes a Atenas para protegerla antes de que los persas la sitiasen. Y convenció al polemarco de la conveniencia de seguir esta estrategia.

Sin embargo, la infantería persa había adoptado la formación de ataque y su despliegue cubría una línea de más de kilómetro y medio de frente. Superado en número, Milcíades debía dejar sus flancos expuestos a ser envueltos o estirar sus líneas para igualarlas a la longitud de las persas, lo cual suponía debilitar alguna zona del frente. Los persas solían colocar sus mejores tropas en el centro del frente. Milcíades pensó que atacar los flancos, donde estaban las alas enemigas más débiles, les podría dar una ventaja.

En el ala derecha del ejército griego se situó Calimaco, al ostentar el puesto de mayor responsabilidad en las maniobras de los hoplitas. En el centro, se alinearon los demás contingentes atenienses. El ala izquierda la ocuparon sus aliados plateos.

Los hoplitas combatían en formación cerrada, una línea de ocho filas de hombres, de una longitud que dependía del número de efectivos, en la que cada cual servía de apoyo al hombre que estaba a su lado, y cada fila a la de delante. Era la llamada falange hoplita, muy distinta de la falange macedónica que hizo famosa Alejandro Magno, la cual se dividía en batallones (sintagmas) con un número fijo de combatientes, 256, formando un cuadro de dieciséis por dieciséis.

Para igualar en longitud a la línea persa, a Calimaco y Milcíades no les quedaba más remedio que hacer más débil parte de la propia. Decidieron, por tanto, colocar solamente cuatro filas de hoplitas en el centro de su dispositivo, manteniendo las ocho filas habituales de las formaciones hoplitas en batalla en los flancos de la formación. Por su parte, Artafernes y Datis situaron las mejores tropas en el centro y las menos preparadas en las alas.

EL ATAQUE A PASO LIGERO

Milcíades no estaba seguro de que esta táctica fuera a funcionar porque nunca antes se había intentado. Los atenienses bajaron de sus posiciones en las colinas en formación cerrada como se ha indicado, con un centro de cuatro filas y unas alas de ocho. Antes de que se produjera el choque con el enemigo, sin embargo, tendrían que arrostrar el riesgo de todo aquél que se enfrentaba a un ejército persa, es decir, una lluvia de flechas. Tradicionalmente los persas eran grandes arqueros, y todo su ejército estaba armado con arcos, pero al reunir grandes contingentes para las campañas imperiales, inevitablemente la calidad media de sus arqueros disminuyó. Era la cantidad y no la calidad, la masa de flechas que se arrojaba sobre el adversario, lo que importaba.

Frente a eso había varias tácticas. Una era la de avanzar haciendo quiebros en zigzag, el clásico recurso para burlar la puntería del tirador, pero eso lo podía hacer un combatiente individual, no una formación cerrada. Normalmente, el equipo de los hoplitas —casco, coraza, escudo y grebas— les defendía bien de las flechas lanzadas al buen tuntún, pero a Milcíades se le ocurrió reducir aún más el riesgo cubriendo a la carrera la zona en que las flechas eran efectivas. Aparte de reducir las inevitables bajas que se producían pese a la armadura de los hoplitas, eso desconcertaría sin duda a la infantería persa.

Los dos bandos estaban situados a unos mil quinientos metros de distancia. Los griegos avanzaron hacia los persas y cuando se hallaban a unos doscientos metros del enemigo, «Milcíades ordenó a sus soldados acelerar la marcha y lanzarse a la carrera para recorrer los metros que les separaban de los persas lo más rápidamente posible. De ahí viene la expresión “paso ligero”: los soldados avanzaron más rápido de lo normal para dar a los arqueros persas sólo la mitad de tiempo para dispararles», precisa Ian Morris. El ejército griego avanzaba a la carrera evitando la mortífera eficacia de los arqueros persas, lanzando su grito de guerra, ¡eleleu!, sobrecogiendo a un enemigo que veía, atónito, cómo se le echaba encima una masa de casi once mil hombres capaces de correr al unísono sin desorganizarse.

Esta carga a la carrera constituyó una completa novedad en la táctica militar de la infantería, pues la eficacia de los hoplitas dependía de que la formación se mantuviera a toda costa.

Hacer algo así en esa época sólo estaba al alcance de los griegos. Hay que tener en cuenta que, como ya se ha dicho, los hoplitas eran ciudadanos de buena posición económica. Habían recibido por tanto una buena educación, que para los griegos incluía la práctica del deporte. Todos los atenienses de clase media, incluidos los intelectuales —en aquella masa iban individuos tan fundamentales en la cultura humana como Sócrates o Esquilo, que no quiso que figurase en su epitafio ningún mérito más que haber combatido en Maratón—, eran excelentes deportistas, y entre las disciplinas deportivas que practicaban estaba la «carrera de hoplitas», que consistía precisamente en correr con el equipo militar completo.

Ambos ejércitos chocaron en un violento cuerpo a cuerpo. «Con las espadas desenvainadas, golpeaban al enemigo con el escudo de metal, al mismo tiempo que esquivaban el escudo del contrario y le clavaban la espada y seguían adelante golpeando y clavando», explica Morris. El escudo formaba parte principal del arma de los hoplitas hasta el punto que perderlo en la batalla era considerado un delito, penado con la muerte. No tenía la misma gravedad perder la lanza o la espada.

Sin disponer de su caballería, los persas no pudieron hostigar los flancos del ejército griego. Además, a distancia corta, las cortas espadas y débiles armaduras de los persas no estuvieron a la altura de las fuertes armaduras y largas lanzas de los atenienses. El campo de batalla se llenó de cuerpos de soldados persas caídos.

Hasta ese momento, la estrategia de Milcíades había funcionado exactamente como la había planeado. En el centro, los persas hicieron retroceder la endeble línea ateniense, pero en las alas se impusieron los griegos. Las tropas persas de las alas retrocedieron ante el empuje de los hoplitas, mientras que su grueso avanzó. Se produjo un efecto de succión y antes de que se dieran cuenta los persas se encontraban rodeados, con los hoplitas atacándoles por ambos flancos, donde su formación no tenía posibilidad de defensa eficaz. Además el ala derecha persa no tenía más vía de retirada que el pantano, donde fueron fácil presa de sus perseguidores. «Era una zona peligrosa y letal. Los persas no conocían el lugar y cientos de ellos se ahogaron en sus turbias aguas», mantiene Ian Morris.

Mientras, los griegos se iban debilitando en la zona central y perdían terreno. Milcíades debía actuar rápido para que el frente no se viniese abajo y los persas rompieran el centro griego, lo que podría provocar el pánico entre los atenienses al verse divididos, y permitir la reorganización de los persas. Milcíades optó por dejar de perseguir a los persas que se batían en retirada, volviéndose hacia los que aún luchaban en la llanura de Maratón, donde tenía la posibilidad de rodearlos. «Cuando los flancos atenienses superaron a los persas —explica Morris—, Milcíades reunió a sus hombres, detuvo la persecución y cargó por su retaguardia contra los que luchaban en el centro». Iniciaron un movimiento envolvente y volvieron entonces sus armas contra el centro persa, que estaba destruyendo la escueta zona central griega. Con esta maniobra envolvente, los persas se vieron atacados por cuatro lados y llegó el desastre, la huida general para intentar salvarse.

EL HEROICO TERSIPO

Consciente de su derrota, Datis ordenó a sus hombres la retirada a la seguridad de sus barcos. Tras ellos, los atenienses les persiguieron hasta la orilla, atacándoles mientras huían. «Los persas luchaban para salvar sus vidas y el combate en la orilla fue tremendamente cruel», señala Bill Mcquade. A pesar del gran número de bajas, muchos soldados persas consiguieron abordar las naves. Pero Milcíades no podía permitirles zarpar. Si tomaban sus barcos rumbo a Atenas podrían conquistar la ciudad.

Sin muchas posibilidades de ganarles en un posible abordaje —ya que los soldados griegos continuaban en desventaja en número—, para evitar que los barcos zarparan, Milcíades ordenó que los incendiaran en un intento de eliminar cualquier posibilidad de huida. Sin embargo, sólo consiguieron destruir siete de las doscientas naves. El resto partió hacia Falero, la bahía contigua a Atenas que le servía de puerto. El peligro continuaba, con los persas encaminados hacia aquel punto.

«Si los persas llegaban a Atenas antes de que sus ciudadanos supieran que habían perdido la batalla, Milcíades temía que se aterraran al ver llegar a la flota y se rindieran a pesar de la gran victoria de su ejército», indica Ian Morris. Así que Milcíades debía hacer llegar cuanto antes a Atenas la noticia de su victoria y avisarlos para que, en su espera, resistieran ante los persas. El tiempo era vital. Él no podía dejar al ejército, sino que debía conducirlo hasta la ciudad, así que envió a su hombre más veloz, el mensajero más rápido, llamado Tersipo según Plutarco, que narró su proeza cinco siglos después de los acontecimientos. Sin embargo, Luciano, que escribió todavía un siglo más tarde, le llamó Filípides, confundiéndolo con el que había corrido a Esparta y creando la confusión que todavía hoy se mantiene. Los correos a pie, como Tersipo y Filípides, recibían el nombre de hemerodromos y eran profesionales.

La distancia de Maratón a Atenas era de 42 kilómetros. Tersipo necesitó unas dos horas para alcanzar la ciudad. A su llegada, casi sin aliento anunció: «Hemos ganado» y cayó muerto de cansancio nada más dar el mensaje. El historiador y geógrafo griego Heródoto, contemporáneo de Maratón (484-425 a. C.) recoge el viaje de dos días de Filípides a Esparta en sus precisas narraciones de las guerras médicas, sin embargo nada habla de este segundo viaje. La leyenda de Tersipo o Filípides y su muerte es recogida por varios autores casi seis siglos después del hecho, por lo que muchos historiadores dudan de la veracidad. En cualquier caso, esta proeza inspiró la carrera conocida como maratón, que se instauró como disciplina deportiva en 1896, durante los primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna, y se mantiene hasta la actualidad (el pico de 192 metros suplementarios del actual maratón deportivo es debido a una decisión arbitraria de los ingleses en los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 para que la carrera acabara frente a la tribuna real).

De lo que no hay duda es de que Milcíades se encaminó con todo el ejército el mismo día de la batalla hacia Atenas para defenderla. No deseaban abandonar la ciudad en manos de sus enemigos, así que ante el más que seguro ataque persa, optaron por hacer creer al enemigo que la ciudad estaba bien defendida. «Cada hombre, mujer y niño de la ciudad se colocó visiblemente en las ventanas y murallas para aparentar que la ciudad estaba protegida y, desde lejos, hicieron creer al enemigo que eran soldados. Datis llegó a la bahía de Falero dispuesto a asediar Atenas, pero le pareció muy bien defendida», explica el historiador Bill Mcquade. Milcíades llegaría pronto, así que sin llegar a poner un pie en tierra, los persas decidieron regresar a casa. La suerte de la llamada Primera Guerra Médica estaba echada. La reparación de la derrota tuvo lugar diez años después, en el 480 a. C. cuando Jerjes, hijo de Darío, arrasó Atenas.

Los espartanos llegaron dos días después de terminada la contienda, por lo que la gloria de Maratón correspondió por entero a los atenienses. La batalla resultó ser un éxito enorme para Milcíades y sus hombres, que supieron aprovechar el error estratégico de los persas. Gracias a Heródoto y su Historia, obra escrita aproximadamente en el año 440 a. C., conocemos este glorioso episodio. A pesar de ser muy inferiores en número, Heródoto nos cuenta que los griegos mataron a 6400 persas y sólo perdieron a 192 de sus hombres, entre ellos, a Calimaco.

Aunque los textos antiguos siempre exageran los éxitos propios y las derrotas enemigas, esta brutal desproporción en las bajas es posible dadas las características de la guerra antigua. Cuando en un choque entre dos ejércitos uno de ellos se desorganizaba, es decir, perdía la formación porque era atacado por el flanco o porque se rompían sus líneas, normalmente entraba en pánico y se lanzaba a la huida. En la fuga desorganizada solamente morían unos, los que escapaban, y la cantidad de muertos que les infligía entonces el perseguidor dependía sobre todo de lo cansado que estaba éste, o lo persistente que era en la persecución, o de que hubiese algo que le distrajera, como la posibilidad de saquear el campamento enemigo, o de que los derrotados tuvieran cerca un refugio.

«Nadie esperaba que los atenienses ganaran al poderoso ejército persa, salvando su ciudad de la destrucción. Cuando lo consiguieron la noticia se expandió por todo el mundo griego», indica el profesor Ian Morris. La fama de invencibles que tenían los persas entre los griegos se desvaneció.

Para muchos historiadores, la importancia decisiva de esta batalla está en el hecho de que por primera vez los griegos derrotaron a los persas en campo abierto, lo cual tuvo un enorme impacto psicológico en toda la Hélade. La victoria dotó a los griegos de una fe con la que resistieron los embates persas durante casi tres siglos, período en el que floreció su cultura y pensamiento, que se convirtió en la base para el posterior desarrollo del mundo occidental. «Se ganaron el respeto que impulsaría a su civilización en las siguientes generaciones. Tras su victoria, en el mundo griego se reconoció a los atenienses como una de las grandes potencias», mantiene Ian Morris. Atenas se convirtió en la polis líder del mundo heleno durante unos decenios.

Narra el historiador Plutarco (46-120), en su ensayo A la gloria de Atenas, que tras la batalla de Maratón los persas consiguieron rehacer sus ejércitos y, tras vencer a los espartanos en las Termópilas, llegaron hasta las puertas de Atenas. Los atenienses tomaron la decisión de abandonar su ciudad —en la cultura griega, lo importante no era el solar físico, sino los habitantes: ellos eran la polis—. Las mujeres y los niños fueron enviados a Trecén, Egina y Salamina, mientras que los hombres decidieron dar la batalla no en tierra, sino en las naves, pues los atenienses ya tenían nota, creada por Temístocles, aprovechando los ingresos extraídos de los nuevos filones de plata de las minas del Laurión. Los generales de las ciudades griegas se reunieron para determinar la estrategia a seguir. El espartano Euribiades era partidario de librar la batalla en el golfo de Corinto, mientras que Temístocles, el general ateniense, proponía la bahía de Salamina. Pero ésa sería otra batalla… Y aún habría más, ya que el conflicto entre griegos y persas continuó hasta la conquista del Imperio persa por Alejandro Magno, en la década del 330 a. C.