Fecha: 18 de junio de 1815.
Fuerzas en liza: El ejército francés frente a las tropas británicas, holandesas, belgas, prusianas y de pequeños estados alemanes.
Personajes protagonistas: El emperador Napoleón Bonaparte y los mariscales Michel Ney y Emmanuel de Grouchy, contra los mariscales de campo Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, y Gebhard Leberecht von Blücher.
Momentos clave: Los enfrentamientos previos en Quatre-Bras y Ligny. El combate por La-Haye-Sainte. Las cargas de caballería de Ney. El ataque final de la Guardia Imperial.
Nuevas tácticas militares: El ortodoxo orden de batalla francés: concebido para que todas las unidades atacasen sucesivamente, sin frente central, sino con dos flancos frontales de ataque, con una gran retaguardia y una reserva central.
Los pueblos hoy belgas de Ligny, Quatre-Bras, Wavre y el Mont-Saint-Jean se convirtieron durante tres días en el escenario de una batalla que supuso el final de veintidós años de guerras y el cierre de un proceso que abrió la Revolución del año 1792 y el imperio de Napoleón I. Waterloo significó el canto del cisne de Bonaparte, su última oportunidad. Allí se lo jugó todo a una carta… y perdió. A partir de entonces, Europa, sin conflictos de alcance continental, pudo vivir un siglo de relativa paz, rota por la Primera Guerra Mundial. Aunque la historia ha resaltado el papel decisivo del duque de Wellington, no debe olvidarse que la tenaz actuación del viejo mariscal de campo prusiano Blücher fue decisiva en la victoria de las fuerzas aliadas en aquella jornada de la primavera de 1815.
Napoleón había regresado de su confinamiento en la pequeña isla italiana de Elba. La noticia conmocionó a los gobiernos europeos. Tras la derrota en Leipzig a finales de 1813 y su campaña en retirada por Francia de 1814, había sido obligado a abdicar por el tratado de Fontainebleau. A partir de entonces, los días de Napoleón transcurrieron en un destierro en Elba, junto a seiscientos hombres elegidos por él; su Guardia Imperial. Pero allí sólo permaneció once meses, al cabo de los cuales, el 25 de febrero de 1815, escapó para tomar de nuevo el poder ante la impopularidad de Luis XVIII y la inestabilidad económica y social de Francia.
Una semana después, Bonaparte desembarcó en Francia. Había dominado Europa durante más de veinte años y regresaba dispuesto a recuperar su trono y restablecer su imperio. El 13 de marzo, al enterarse de la noticia, se reunió el Congreso de Viena, que le declaró proscrito y se decidió establecer nuevamente una alianza para capturarle. Se organizó la Séptima Coalición, con Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia, dispuestos a terminar definitivamente con Napoleón. «Su regreso produjo el pánico en las capitales de Europa. Había que detenerle de una vez por todas», señala Duncan Anderson, jefe del Departamento de Estudios sobre la Guerra de la Real Academia Militar de Sandhurst (Gran Bretaña).
En su avance desde Niza se le fueron uniendo cada vez más tropas. Napoleón entró triunfante en París, aclamado por el pueblo. El 20 de marzo, el rey Luis XVIII, tras sus infructuosos intentos de frenar el avance del Corso, huyó de Francia. Bonaparte logró coronarse emperador a sí mismo por segunda vez. Inauguró un período denominado los Cien Días y preparó de nuevo a sus tropas para la acción.
Sólo era una cuestión de tiempo que se pusiera a la cabeza de su ejército contra sus enemigos y se lanzase a la conquista de los Países Bajos, Alemania e Italia. «Creía que todavía podía ser el emperador y tratará de hacer valer su voluntad sobre el resto de Europa. Las potencias europeas no podían consentirlo. Arthur Wellesley, el duque de Wellington, el mejor general británico, iba a intentar detenerlo antes de que conquistara toda Europa», explica el experto militar Bill McQuade, exmiembro del regimiento británico Royal Scots Dragoon Guards.
El 25 de marzo sus enemigos europeos decidieron acabar con él y le declararon la guerra. Se crearon cinco ejércitos que consiguieron movilizar ochocientos mil soldados para derrotar a Francia. Napoleón tuvo que movilizar a su ejército en pocos días, consiguiendo reclutar a unos doscientos ochenta mil hombres entre nuevos reclutas, veteranos y su invencible Guardia Imperial. Hasta ese momento, más de dos millones de franceses ya habían muerto en las campañas napoleónicas.
LA CONFRONTACIÓN ENTRE VIEJOS CONOCIDOS
Al mando de ciento veintiocho mil hombres Napoleón partió rumbo a Bruselas, con el fin de recuperar territorios que él consideraba perdidos pues, según el tratado de París, Francia había vuelto a las fronteras existentes antes de 1792. Como era habitual en él, durante la marcha permaneció en la retaguardia, pero en el momento en que se iniciase la acción se situaría delante. «Un general —decía— que tiene que ver las cosas a través de los ojos de otra persona no podrá mandar un ejército como es preciso».
El llamado Ejército del Norte (Armée du Nord) se desplazó durante una semana por caminos franceses hasta alcanzar las posiciones asignadas a lo largo de treinta kilómetros de la frontera belga. En los antiguos Países Bajos austríacos, unidos a Holanda bajo la soberanía del príncipe Guillermo de Orange, le esperaban, para impedir su paso, el mariscal de campo británico Arthur Wellesley, duque de Wellington, y el experimentado general prusiano Gebhard Leberecht von Blücher, que entonces tenía setenta y dos años. En conjunto, las tropas aliadas superaban los doscientos mil soldados entre ingleses, prusianos, belgas, holandeses y alemanes de los pequeños estados de Hannover, Brunswick y Nassau. Otro medio millón de soldados de Austria y Rusia estaban en camino.
«Los aliados europeos se dieron cuenta de que, si había que ganar a Napoleón, era preciso que los ejércitos se unieran. Además, moverá las tropas desde lugares como Rusia y Austria tomaría, como poco, varios meses», indica Bill Mcquade. El plan de Napoleón era sorprenderlos de forma aislada para impedir la conexión entre las fuerzas aliadas. Sabía que no podía vencerlos a todos unidos. Primero derrotaría a prusianos e ingleses y, después, atacaría a los austríacos y rusos. Esta estrategia de la posición central ya le había dado muchas victorias previas.
El 15 de junio, Wellington recibió la noticia de que Napoleón había cruzado la frontera sur de los Países Bajos con su ejército y que estaba en posición para el ataque. El duque, que tenía a sus tropas acampadas muy cerca de Bruselas, sabía que Bonaparte intentaría dividir a los aliados y derrotarlos uno a uno. «A lo largo de las guerras napoleónicas, su estrategia fue dividir las fuerzas enemigas y habitualmente hizo frente a más de un ejército. Utilizaba un Cuerpo de Ejército para bloquear al más fuerte de sus adversarios —cuenta Duncan Anderson—, mientras concentraba el grueso de sus fuerzas contra el más débil de sus enemigos. Una vez derrotados los más débiles, se volvía a desplegar rápidamente hacia el más fuerte».
Ni el ejército prusiano ni el británico por separado serian capaces de dominar a la poderosa Armée du Nord, el nuevo ejército creado por Napoleón: una fuerza rápida, poderosa, con unas tropas experimentadas, con sed de venganza y dirigidas por él mismo.
Al día siguiente, Napoleón atacó mientras Wellington organizaba su ejército, y cuando aún se encontraba separado de las tropas del general Blücher, quien odiaba ferozmente a Napoleón y no olvidaba la humillación que propinó a los prusianos en la batalla de Jena, de 1806, donde él mismo fue hecho prisionero, que significó el apartamiento de los prusianos de las guerras napoleónicas hasta 1813.
Según cuentan, el maltrato y humillaciones que recibió Blücher durante su cautiverio le hicieron jurar que se vengaría contra los franceses en general, y contra los oficiales de Napoleón en particular. Comenzó a hacerlo con sus numerosos éxitos en la campaña de Silesia (1813). Ahora tendría otra oportunidad. Con un intenso sentido del patriotismo, Blücher se impuso la «tarea sagrada» de capturar vivo y hacer ahorcar a Napoleón. Este objetivo guiaría toda su actuación durante estas jornadas.
Wellington también llevaba años batallando contra Bonaparte pero, a diferencia de Blücher, que había sido golpeado por Napoleón en varias ocasiones, hasta ese momento no había sido derrotado por el Corso. Había luchado en Dinamarca, en la península Ibérica, donde expulsó definitivamente a los franceses de Portugal en 1811 y de España en 1813, y había pasado a Francia en persecución del rey José. Su retrato más famoso, el de Francisco de Goya, muestra al general en la batalla de Talavera, del 27 de julio de 1809, en la que derrotó a uno de los ejércitos de José Bonaparte.
CÓMO SE GESTA LA TRAGEDIA
Ese 16 de junio, Napoleón optó por llevar a cabo dos batallas: una de contención en la aldea de Quatre-Bras y la otra en Ligny, donde la mayor parte de su ejército se enfrentaría a los prusianos. El éxito dependería de que todas las divisiones francesas estuvieran bien comunicadas para enviar los refuerzos a donde fueran necesarios.
El ala derecha, a cargo del mariscal Emmanuel de Grouchy, atacó a los prusianos al nordeste de Charleroi, en la ciudad de Gilly, obligando a su jefe, el general Von Blücher, a dirigirse hacia Ligny. El ala izquierda francesa, a cargo del impetuoso mariscal Michel Ney, debía deshacerse primero de la avanzadilla de Wellington que le cerraba el paso en Quatre-Bras para después dar batalla a los prusianos envolviendo el ala derecha de Blücher y dar el golpe en su retaguardia. El ejército de Wellington sería obligado a retirarse a la costa al oeste y los prusianos hacia el interior, al este. Después de aniquilar a ambos frentes, la idea de Napoleón era que las fuerzas francesas unidas proseguirían para entrar juntas en Bruselas. Pero las cosas no salieron como el emperador planeó y el 16 de junio fue el comienzo del desastre de Waterloo.
En la aldea de Quatre-Bras —punto de importancia estratégica, ya que controlaba un cruce de carreteras fundamentales en la línea de avituallamiento— comenzaron las primeras refriegas entre las tropas de los Países Bajos, al mando del príncipe Guillermo de Orange, y las de Ney, segundo en el mando de Napoleón. La fuerte resistencia de los aliados impidió que el mariscal francés tomase el lugar, gracias a la llegada de refuerzos británicos y de Brunswick (cuyo soberano murió en ese encuentro). Ney había fracasado.
A pocos kilómetros estaba el pueblo de Ligny con los prusianos y Blücher a la cabeza. Tras varias horas de lucha, las bajas prusianas eran enormes, estaban a punto de desfallecer. Sin embargo, los franceses también estaban agotados y precisaban refuerzos para el remate final. Napoleón envió un mensajero solicitando a Ney que le mandara rápidamente tropas de reserva. Tras dudar, el mariscal mandó los refuerzos pero tomaron el camino equivocado y llegaron tarde. Con todo, Napoleón logró una victoria táctica; una victoria pírrica, pues sus hombres estaban agotados.
Al terminar la jornada, los prusianos tenían treinta y cuatro mil bajas, habían cedido terreno y se habían visto obligados a replegarse hacia Wavre, unos dieciocho kilómetros al este de Waterloo. Incluso, el general Blücher estuvo a punto de fallecer en una carga de caballería. Sus hombres le creyeron muerto y, cuando estaban a punto de retirarse, apareció el viejo general tambaleándose recordándoles el pacto de ayuda y la fidelidad debida a las fuerzas aliadas contra Napoleón.
Napoleón estaba convencido de que los prusianos iban a abandonar. Decidió entonces erróneamente destacar treinta mil hombres en su persecución, una orden que su subordinado el mariscal Grouchy no entendió muy bien pero que, en todo caso, debilitó a las fuerzas francesas. Al mismo tiempo, el propio Napoleón se puso a la cabeza de la formación de reserva contra los ingleses, que estaban retirándose y que se salvaron gracias a la persistente lluvia, que convirtió los campos en un infranqueable mar de lodo.
En esa primera jornada, Napoleón había conseguido interponerse entre los ejércitos británico y aliado, y el prusiano, sorprendiéndoles y cortando sus posibles caminos de reunión y rutas de comunicación. El encuentro entre las fuerzas aliadas era imposible. Una vez divididas las fuerzas aliadas, su superioridad numérica quedó anulada. Los franceses, situados en cuña entre los coaligados, podían atacar según la coyuntura, lo que aumentaba sus probabilidades de derrotarles. Además, a favor de Napoleón estaba su gran maniobrabilidad. Ante la situación, Wellington había pensado que la retirada a un área más pequeña de su elección le daría una ventaja táctica.
Así que el mariscal Wellesley esperó a Napoleón atrincherado en Mont-Saint-Jean, una zona del municipio de Waterloo, a tres kilómetros del casco urbano, al norte de Quatre-Bras y a unos veinte kilómetros de Bruselas. Sus crestas, laderas y maizales hacían de él el lugar perfecto para enfrentarse al Corso. «Wellington conocía la geografía de estas pequeñas elevaciones. Sabía que era un campo de batalla favorable para la defensiva y que sus tácticas podrían sacar a Napoleón de su posición y traerlo a la batalla bajo sus condiciones». Colocó a sus tropas —divididas en dos cuerpos a las órdenes del príncipe Guillermo de Orange y del general lord Hill, más una reserva— a lo largo del borde del monte Saint-Jean, bloqueando la carretera a Bruselas a la espera de que los soldados napoleónicos llegaran.
Para preparar la defensa y debilitar el avance francés, los aliados angloholandeses fortificaron algunos puntos estratégicos, como la granja-castillo de Hougoumont y la granja de La-Haye-Sainte.
EL ARMA MÁS TEMIDA, LA ARTILLERÍA FRANCESA
El ejército francés y el ejército aliado se encontraban en posición de ataque en la mañana del 18 de junio. El sol brillaba, pero el campo de batalla estaba completamente empapado. Durante toda la noche, las tropas de ambos bandos tuvieron que dormir a la intemperie bajo una incesante lluvia que, ese día, no sólo afectaría al terreno sino a las fuerzas y el ánimo de los soldados.
Aunque es muy difícil establecer los efectivos reales que se enfrentaron en Waterloo, después de varios días de combates y marchas, y las distintas fuentes dan cifras dispares, una aproximación a las fuerzas en presencia daría las siguientes cifras:
En el ejército angloholandés había unos sesenta y ocho mil soldados, que se distribuían de la siguiente forma: cincuenta mil soldados de infantería, doce mil de caballería y cinco mil quinientos de artillería, con doscientos veinte cañones. Además, en las fuerzas de Blücher había unos noventa mil prusianos, con el compromiso de unirse a Wellington.
Por el lado contrario, Napoleón disponía de unos setenta y dos mil hombres: cuarenta y nueve mil infantes, dieciséis mil de caballería y siete mil doscientos artilleros, con unos trescientos cañones. Separados de ellos, persiguiendo a los prusianos, Emmanuel de Grouchy contaba con unos treinta y cuatro mil soldados.
El plan de Napoleón era tomar Mont-Saint-Jean y cortar la ruta de retirada hacia Bruselas a la fuerza angloholandesa. De este modo, podría destruir el ejército de Wellington sin ninguna dificultad.
Bonaparte deseaba atacar al alba, hacia las seis de la mañana, pero después de comprobar que el estado del terreno impedía maniobrar, lo retrasó hasta la una a la espera de que el barro y el agua que cubrían los caminos de la artillería se secaran con el sol de mediodía, aunque el comienzo de la batalla se adelantó a las once o las doce, según los distintos testigos.
Los mayores combates de la jornada tuvieron lugar en las zonas donde ambos ejércitos concentraron la mayoría de sus tropas, entre el pequeño castillo-granja de Hougoumont, la granja de La-Haye-Sainte y el camino Charleroi-Mont-Saint-Jean.
A las once y media, Wellington se enteró de que Hougoumont, en su flanco derecho, estaba bajo el fuego artillero francés. La estrategia de Napoleón se basaba siempre en una perfecta composición de artillería, centrada en un punto para desmantelar, arrasar y diezmar, además de asustar a las tropas enemigas para dividirlas. Pero en este caso, Napoleón atacaba el extremo de la línea aliada con la división de infantería del príncipe Jerónimo Bonaparte. El duque sospechó que era una maniobra de distracción. Napoleón intentaba distraerle atacando un ala, en la esperanza de que Wellington sacara tropas del centro y las mandara en su apoyo.
Sin embargo, Wellington, conocedor de la táctica del emperador, adivinó sus intenciones y apenas reforzó el sitio de Hougoumont, manteniendo el orden de sus posiciones. Había decidido que lo mejor era permanecer firme hasta que los prusianos pudieran llegar en su ayuda. La mayor parte del ejército estaba colocado en ese flanco derecho —el más próximo al francés—, mientras que el lado de Papelotte, a la izquierda, fue ligeramente vigilado, con la esperanza de que los refuerzos prusianos llegaran rápidamente.
Mientras tanto, Napoleón ordenó el bombardeo de la izquierda de la línea aliada (desde la carretera de Bruselas hacia el este) a su gran batería, compuesta por una línea con más de ochenta cañones que amenazaban, lanzando más de 3600 proyectiles, con diezmar el centro de Wellington. Este bombardeo debía preparar el ataque de la infantería del Cuerpo de Ejército de D’Erlon. El arma más temida de la época era la artillería de campaña gala, «y ésta fue una de las más impresionantes concentraciones de artillería que realizó Napoleón en todos sus años de combates. Tuvo un enorme poder mortífero», señala Duncan Anderson, aunque otras fuentes creen que el bombardeo tuvo poca efectividad.
Entonces todavía no existían bombas de fragmentación. Eran balas muy pesadas, entre 18 y 58 kilos de peso, con un efecto devastador cuando pasaban entre las filas de hombres, destrozando y amputando horriblemente sus cuerpos; incluso cuando rebotaban en el suelo eran aún más mortíferas. Napoleón sabía de su superioridad artillera. Un artillero podía hacer uno o dos disparos por minuto, y, aunque el cañón tenía poca precisión, él sabía sacarle el jugo utilizando la artillería en masa.
Al comienzo del día se había enterado de que los prusianos no se retiraron el día anterior, como había pensado, sino que avanzaban para ayudar a Wellington y sus avanzadas ya estaban a la vista. En ese momento, estaba convencido de que podría alejar al duque inglés del campo de batalla antes de la llegada de Blücher. Debía impedir que ambas fuerzas se unieran. Confiaba plenamente en la victoria…
Para protegerse de la artillería francesa, Wellington ordenó a sus hombres echarse cuerpo a tierra y resguardarse tras las lomas del terreno, ocultándose a vista del enemigo, lo que hizo creer a los franceses que se trataba de un repliegue. En realidad, las balas de los cañones galos pasaban por encima de las cabezas inglesas. Tras el bombardeo, Napoleón ordenó avanzar al Cuerpo de Ejército de D’Erlon, cuatro divisiones de infantería, dieciséis mil hombres que avanzaban en formaciones compactas de columna de batallón, muy impresionantes pero poco maniobreras. Cuando las tropas de Napoleón estaban a unos cien metros, Wellington dio la orden de disparar.
La línea de infantería se puso en pie y empezó a hacer descargas de fusilería, mientras que los cañones disparaban metralla, llamada por los ingleses canister —unos botes llenos de cientos de pequeñas bolas de hierro, que podían cubrir una mayor área con un solo tiro—. «Eran unas armas impresionantes. A medida que el bote salía del cañón, las municiones separadas se expandían y llegaban a grandes franjas de la infantería del enemigo, destrozándola», explica Bill Mcquade. Los franceses fueron cayendo, pero no dejaban de llegar más y más, desbordando la primera línea de infantería. Para resolver la apurada situación lord Uxbridge, jefe de la caballería aliada, ordenó a la 2.a brigada pesada británica realizar una carga.
Nueve escuadrones de caballería salieron para hacer retroceder a los aturdidos galos. El asalto francés fue finalmente rechazado por la caballería. «Empujaron a la infantería francesa, que se retiró en gran desorden, literalmente corriendo por el campo de batalla», señala Mcquade. Sin embargo, uno de los regimientos de la brigada, el de los Scots Greys, se cegó con el éxito, y siguió avanzando para atacar a la artillería francesa. Fueron cogidos de flanco por una carga de los lanceros de la Guardia Imperial, que casi los aniquilaron.
BARRICADAS CON CADÁVERES
Al mismo tiempo, la lucha continuaba, aunque sin influir en el desarrollo de la batalla principal, en el viejo castillo de Hougoumont, donde se encontraban unos dos mil quinientos guardias británicos y unos cientos de alemanes y holandeses. El príncipe Jerónimo, hermano de Napoleón, tenía la misión de acabar con ellos. Lo que en principio se suponía que no iba a ser muy complicado se convirtió en un gran ataque. Trece mil franceses rodearon el castillo y durante varias horas los ingleses, bien armados, resistieron.
Más importante era el combate parcial que se desarrollaba en la granja de La-Haye-Sainte, punto estratégico pues estaba justo en el centro del campo de batalla, sobre la carretera de Bruselas, delante de Mont-Saint-Jean, algo adelantado a la línea aliada, que Wellington había guarnecido con un batallón de cuatrocientos hombres de la King’s Germán Legión (antiguos miembros del ejército de Hannover, ocupado por Napoleón, que estaban al servicio de Inglaterra) con la orden de fortificarse y resistir allí. Los franceses atacaron con determinación la granja y obligaron a los soldados alemanes a esconderse en el granero. Pero había un grave problema. «La noche anterior habían quemado toda la madera para hacer fuego donde calentarse, para poder preparar algo de alimento, secar sus ropas y equipos. Habían quemado incluso las barricadas que les podrían haber protegido contra el ataque francés que se avecinaba», cuenta Mcquade.
Para frenar a los franceses, los alemanes levantaron barricadas en la puerta del granero apilando los cuerpos de los soldados franceses muertos, situándose tras ellos y protegiéndose del ataque de bayonetas y mosquetes. Pero pagaron muy cara su resistencia. Al final, sólo cuarenta y seis legionarios sobrevivieron.
Al ver que sus tropas ocupaban La-Haye-Sainte, Napoleón consideró que había ganado la batalla, puesto que había roto el centro del dispositivo defensivo de Wellington, pero estaba equivocado.
A media tarde, el mariscal Ney observó un movimiento de tropas en el frente contrario, que interpretó como una retirada y «ordenó una de las mayores cargas de caballería de la historia, uno de los más grandes espectáculos militares de todos los tiempos. Una primera tanda de cinco mil jinetes, seguida por otra de cinco mil más, llegaban como algo imparable y tremendo a la meseta de Mont-Saint-Jean», señala Duncan Anderson.
Wellington debía actuar rápidamente o su ejército sería aplastado. Mientras los efectivos de caballería atronaban subiendo la pendiente, la infantería inglesa formó en cuadro, esos cuadros inexpugnables que tanta fama le había dado; formaron tres filas de fusileros: una de rodillas; otra, a media altura y la tercera, por encima, un cuadrilátero compacto erizado de bayonetas por los cuatro lados. Estas formaciones eran muy vulnerables a la artillería o a la infantería pero mortales para la caballería. Constituyeron veinte cuadros dispuestos a resistir con sus bayonetas caladas. Debían rechazar el ataque francés y obligar a los coraceros a huir. La mejor infantería del momento se enfrentaba a la mejor caballería de su época.
Cuando los jinetes franceses estaban a unos sesenta metros, los oficiales británicos dieron la orden de fuego a discreción. Los jinetes franceses caían alcanzados por los cañones británicos. Los caballos enloquecían, el humo lo cubría todo y los hombres morían, pero los jinetes —sin apoyo ninguno de la artillería ni de la infantería— continuaban intentando llegar a los cuadros de infantería inglesa, a su centro de defensa. Cabalgaban contra el infierno. En la meseta todo era confusión… Ambos ejércitos luchaban sin parar, encarnizadamente.
Los ataques fueron repelidos hasta doce veces por los sólidos cuadros de infantería aliados. «Su actuación fue muy eficaz frente a la caballería francesa. Los caballos no son estúpidos y su naturaleza es no chocar contra filas de soldados con bayonetas, ni contra los obstáculos del terreno», explica Duncan Anderson. Las doce cargas de caballería no sirvieron de nada. El campo se llenó de caballos y soldados muertos. La formación de Wellington se mantuvo firme y la caballería francesa hizo poco impacto, sobre todo porque Ney no disponía de reservas frescas de infantería. Tampoco tuvo apoyo artillero, que hubiera causado víctimas en el bando enemigo pero también en el propio.
Después, el rápido fuego de la artillería británica obligó a la caballería francesa a retroceder para reagruparse. Al final, los contraataques de los regimientos de la caballería ligera británica y la brigada de caballería pesada holandesa acabaron por desbaratar la desordenada ofensiva de la caballería napoleónica.
LA GUARDIA IMPERIAL RETROCEDE
Al caer la tarde, Wellington vio llegar a los treinta mil soldados prusianos. Según cuenta Duncan Anderson, «la reacción de Wellington cuando vio a los prusianos próximos fue una mezcla de alivio y ansiedad. Estaban todavía demasiado lejos y temía no ser capaz de frenar más a los franceses». Además, ¿cuál seria la mejor forma de utilizar a los prusianos para inclinar la balanza de la batalla a su favor? Aún estaban a mucha distancia para ser de utilidad en la línea central apoyando esa posición clave. Otra opción era un ataque por la retaguardia de Napoleón, pero no eran suficientes para realizar con éxito esta maniobra. Sin embargo, si los prusianos iniciaban una nueva batalla obligarían a Napoleón a distraer fuerzas.
A las seis de la tarde comenzó el ataque prusiano al ejército francés que ocupaba la aldea de Plancenoit. «En el momento decisivo en la batalla —indica Duncan Anderson—, cuando todos los esfuerzos de Napoleón estaban dedicados a romper la línea de Wellington, su atención tuvo que desviarse de repente a la batalla en Plancenoit, una posición clave sobre su flanco derecho».
Napoleón seguía a la espera de sus reservas, pero Emmanuel de Grouchy con unos treinta y cuatro mil soldados no llegaría a tiempo. Había que tomar decisiones. Ante la amenaza de los prusianos por el flanco derecho y de Wellington en el centro, estaba al borde del colapso. Pero el ambicioso emperador siguió adelante. «Una actitud más prudente podría haber reducido sus pérdidas. Sin embargo, Napoleón había conquistado Europa a base de no ser prudente. Era un jugador por excelencia. Seguía creyendo que tenía que jugárselo todo», afirma Anderson.
Además, en esos momentos estaba convencido de que tenía ventaja y que había ganado. «Habla sido una larga y muy difícil lucha, pero él creía que era el mejor general», señala Bill Mcquade. A las siete y media decidió dar la orden a la Guardia Imperial de lanzar un ataque sobre el grueso de las fuerzas enemigas. Sus soldados más fieros, el orgullo de Francia, se encargarían de dar el golpe final. «Era la creme de la creme de su ejército. A lo largo de su carrera militar su utilización generalmente significaba que la batalla habla terminado y que el emperador era el ganador», explica Mcquade.
Bonaparte abandonó su cuartel general y avanzó hacia el frente con nueve batallones de infantería de la Guardia Imperial, tres de ellos de granaderos y cazadores de la Vieja Guardia, formados por veteranos de veinte a veinticinco años de servicio. Los otros seis batallones eran de granaderos y cazadores de la Guardia Media, con veteranos de entre ocho y cuatro años de experiencia. Unos cuatro mil quinientos hombres fanáticamente leales al emperador.
Otros tres batallones de la Vieja Guardia quedaron protegiendo la vía de retirada, la carretera de Charleroi, por si los prusianos rebasaban Plancenoit. Detrás de la Guardia seguían las unidades de infantería que había podido reunir a esas alturas del enfrentamiento. A poco más de quinientos metros de las líneas aliadas, Bonaparte cedió el mando del resto al mariscal Ney.
Wellington esperaba pacientemente tras haber reforzado su centro con fuerzas de su ala izquierda, que ya no estaba amenazada porque los prusianos estaban acercándose por allí. En total, casi 50 000 hombres esperaban el ataque de 16 000. Cuando se aproximaba la Guardia Imperial francesa optó por un ataque frontal de la infantería, que tras unas descargas de fusilería cargaría a la bayoneta.
Según explica Bill Mcquade, «cuando llegaron a unos veinte metros de su línea, Wellington, que había mandado ocultarse a sus mejores hombres, los guardias británicos, les ordenó ponerse en pie y abrir un fuego que derribó a los primeros elementos de la Guardia Imperial. El efecto de choque fue enorme. Toda la unidad agotada tras varias horas de batalla comenzó a retroceder». Cerca de trescientos guardias murieron en el primer minuto. Abriéndose paso entre la humareda de la última descarga de la artillería aliada subió la ladera otro batallón de granaderos de la Vieja Guardia y la lucha continuó… Entonces pasó lo impensable: la Guardia Imperial de Napoleón se replegó. Era la primera y última vez que se veía forzada a retirarse: el grito de «¡Adelante!», se cambió por el de «¡Sálvese quién pueda!», mientras se oía algo insólito: «¡La Guardia retrocede!».
La tenacidad de las tropas prusianas permitió que Blücher doblegara la feroz resistencia francesa en Plancenoit, atravesara el pueblo y pudiera reunirse con Wellington en la posada de La Belle Alliance, donde Napoleón había instalado su puesto de mando durante la batalla. El mariscal de campo británico aprovechó la oportunidad y ordenó el avance general. A medida que su ejército avanzaba, las fuerzas francesas tuvieron que retroceder. Ney los alentaba a resistir aún, pero la batalla había terminado con la victoria de las fuerzas aliadas en una lucha que de otro modo podía haber derivado en un empate técnico. Si no hubiesen llegado los refuerzos de Blücher posiblemente hubiese vencido Napoleón con grandes pérdidas, en una batalla tremenda. Si hubiesen aparecido ambos refuerzos, tal vez también hubiera ganado el emperador. Pero apareció Blücher y no Grouchy.
Tres batallones de la Guardia Imperial protegieron la retirada de Napoleón. Fueron conminados a rendirse, pero la respuesta del general Cambronne, que los mandaba, fue concisa y célebre: «Merde! La Guardia muere, no se rinde». Y, efectivamente, todos acabaron por morir. Napoleón huyó con una pequeña escolta a París. Podría haber seguido luchando, porque le quedaban miles de soldados, pero el desánimo le invadió. Abdicó por segunda vez.
Napoleón jamás reconoció que fue Wellington quien lo derrotó y cuando hablaba sobre la batalla solía culpar por su incompetencia a todos: al general Grouchy por no haber conseguido interceptar a los prusianos tras su retirada de Ligny; a Ney porque no logró vencer a Wellington el 17 de junio y abrirse paso rápidamente en Quatre-Bras; a los regimientos de D’Erlon por flaquear en Ligny el 16 de junio…
Según los expertos, los errores en la comunicación y en el liderazgo y la estrategia y órdenes equivocadas dieron lugar, en última instancia, a la derrota francesa. También el clima jugó en contra: Napoleón tuvo que retrasar el ataque hasta que el suelo se secó. Hombres, caballos y artillería se hundieron en el lodo y avanzaron lenta y cansadamente por el barro, retrasando su marcha varias horas. Si hubiera atacado antes posiblemente el resultado hubiera sido diferente. Pero no fue así y para Napoleón supuso su segunda y última derrota.
Más de cincuenta mil hombres dejaron sus vidas sobre el campo de Waterloo.
EL FINAL DE UNA ÉPOCA
La noticia de la victoria de Wellington en Waterloo se propagó rápidamente y Francia se entregó incondicionalmente a los aliados. Los cien días de Napoleón como emperador hablan terminado. Fue confinado nuevamente, esta vez a la isla de Santa Elena, posesión británica en medio del Atlántico Sur y, para garantizar que no volviera a escapar, patrullas de la armada británica le vigilarían constantemente desde el mar, hasta su muerte, tras una larga enfermedad, seis años después.
La consecuencia inmediata de la victoria de Waterloo fue la desaparición de Napoleón y su imperio y el predominio de las potencias aliadas reunidas en el Congreso de Viena, deseosas de restaurar el antiguo régimen del absolutismo monárquico. Luis XVIII volvió al trono francés y Gran Bretaña se convirtió en la única superpotencia mundial, posición que mantuvo durante más de un siglo. Rusia se quedó con Finlandia y gran parte de Polonia.
También, a partir de lo resuelto en el Congreso de Viena, surgió la Confederación Alemana, formada por treinta y nueve estados, entre ellos Prusia, Baviera, Sajonia, Hannover y Württemberg que, bajo la hegemonía del primero, acabarían constituyendo en 1871 el II Reich alemán.
El general Gebhard Leberecht von Blücher murió cuatro años después de Waterloo. Wellington no volvió a batallar, se convirtió en un héroe nacional y se dedicó a la política. Según sostiene Duncan Anderson, «después de Waterloo, hay muchas pruebas que sugieren que Wellington sistemáticamente se apropió de parte de la leyenda napoleónica. Incluso comenzó a coleccionar amantes de Napoleón».
En cualquier caso, fue el último general que gozó de verdadero poder político en Reino Unido. Se convirtió en una de las estrellas del Partido Conservador británico y en 1828 llegó a ser primer ministro. Después fue ministro de Asuntos Exteriores y jefe de la Cámara de los Lores, durante el gobierno de Robert Peel, líder del partido Tory. Se retiró de la vida política en 1846.
En opinión de muchos historiadores, si Napoleón hubiera ganado en Waterloo Europa occidental seria completamente diferente. Tal vez hubiera continuado ganando batallas, conquistando país tras país. En palabras de Anderson: «Europa a principios del siglo XIX podría haberse unificado en una forma mucho más nítida de como lo está hoy».