Fecha: Diciembre de 1805.
Fuerzas en liza: La Grande Armée de Francia contra los ejércitos de Austria y Rusia.
Personajes protagonistas: Los tres emperadores: Napoleón I, el zar Alejando I y Francisco II. Los mariscales Lannes, Bernadotte y Soult y el general Legrand. El general ruso Kutúzov. El comandante en jefe del ejército austríaco Karl Mack von Lieberich.
Momentos clave: La victoria napoleónica en Ulm y la toma de Viena. La ruptura del centro aliado por Napoleón. La retirada aliada por el hielo del estanque de Satschau.
Nuevas tácticas militares: La proeza estratégica que suponía trasladar un ejército de gran tamaño a través de Europa, a una velocidad insólita y bajo cobertura informativa. La organización de la Grande Armée en cuerpos autosuficientes. El reconocimiento a fondo del terreno para su utilización táctica en la batalla.
El 2 de diciembre de 1805, Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, y su Grande Armée estaban a punto de enfrentarse a las fuerzas aliadas de Austria y Rusia, cerca de la pequeña ciudad de Austerlitz. Casi doscientos mil soldados lucharían en la más notable y épica batalla de Napoleón. Aquí organizaría una gran trampa y conseguiría su mayor victoria, su momento de mayor gloria. Para conseguirlo, Napoleón engañó a los ejércitos de los emperadores austríaco y ruso mostrando una falsa debilidad y disponiendo los movimientos de sus enemigos y las fases de la batalla a su antojo.
¿Por qué la fascinación con Napoleón doscientos años después de su tiempo? ¿Por qué centrarse en este complejo período de la historia a través de su persona? «Si alguien me preguntara qué batalla en la historia hay que estudiar para aprender estrategia militar, Austerlitz sería la elegida. Es realmente imposible comprender los perfiles gigantescos que tomó la figura de Napoleón entre los generales que le siguieron, sin estudiar este momento. Ejerció, por ejemplo, una enorme influencia en la guerra de Secesión estadounidense. Todos los generales estadounidenses querían ser el próximo Napoleón, trataron de emularle»; tanta trascendencia otorga Matt Delamater, editor del periódico internacional Napoleón Journal, a la figura de Napoleón, en especial a su papel en esta confrontación. Y son muchos los expertos que valoran el talento del más famoso self made man de la historia, hasta el punto que con frecuencia Napoleón Bonaparte, después Napoleón I, emperador de los franceses, es comparado con Alejandro Magno y Julio César.
«En 1805, las tácticas de la velocidad y la sorpresa de Napoleón Bonaparte permitieron a su gran ejército cruzar más de mil cien kilómetros y aplastar a los dos mayores ejércitos de Europa. La principal arma en su arsenal era el cañón Gribeauval de ocho libras, así llamado porque disparaba balas esféricas de ese peso (unos tres kilos y medio). Era superior a los austríacos y rusos, de seis libras, y tenía una potencia de choque mucho mayor. Y lo más importante: era más manejable. Sin embargo, el arma mejor de la época era, sin duda, la cabeza de Napoleón. Sus tácticas y audacia en la batalla de Austerlitz establecieron su reputación como uno de los mejores comandantes de la historia», explica el capitán de Marines de Estados Unidos, Dale Dye.
EL RÁPIDO ASCENSO DE NAPOLEÓN
El ascenso de Napoleón Bonaparte en el escalafón y sus increíbles victorias le convirtieron en una leyenda equiparable a la de sus héroes, Alejandro y César. Sin embargo, a diferencia de éstos, que comenzaron sus carreras con enormes ventajas (Alejandro fue rey de Macedonia y César nació en una familia aristocrática), Napoleón nació en Córcega, una isla de soberanía francesa donde se hablaba otra lengua, cuyos naturales raramente alcanzaban una posición alta en Francia, y sólo gracias a los esfuerzos de su padre, abogado de profesión, pudo asistir a las escuelas militares. En cualquier otro momento, podría simplemente haber llegado a servir como un oficial de carrera en el ejército del rey, tal vez con algunas distinciones. Sin embargo, el caos y la violencia de la Revolución francesa ofreció oportunidades para los hombres ambiciosos. Y Napoleón lo era en grandes dosis.
A través de una combinación de talento, capacidad, buenas relaciones, energía desbordante y suerte, Napoleón escaló rápidamente en la pirámide del poder. A los veintisiete años de edad, había derrotado a realistas, ingleses y españoles en el sitio de Tolón, así como de forma repetida a los austríacos durante la campaña de Italia; en menos de un año desde su primer mando en campaña había alcanzado el pináculo del éxito.
En noviembre de 1799, apoyándose en su fama de general victorioso, dio el golpe de Estado del 18 Brumario, que estableció un triunvirato, aunque en realidad le dio el poder a Bonaparte como primer cónsul de la República, convertido en cargo vitalicio dos años más tarde. Sólo tenía treinta años y ya había conquistado Egipto, la mayor parte de Italia, además de haber aplicado diversas e importantes reformas, incluyendo la centralización de la administración de los departamentos, la educación superior, un nuevo código civil e, incluso, un nuevo sistema de impuestos y un sistema de carreteras y cloacas.
Un año más tarde, en 1800, Francia derrotó al ejército austríaco en Italia y Alemania, lo que le convirtió en el hombre más poderoso y temido de Europa. «Napoleón era la figura más controvertida en Europa en ese momento. Las opiniones acerca de él varían enormemente. Algunos de sus enemigos acérrimos no pueden evitar admirarle. Ideológicamente, era considerado hijo de la Revolución francesa, por lo que en todas las esferas conservadoras europeas es despreciado y muchos creen que es el anticristo», cuenta Matt Delamater.
El 18 de mayo de 1804, Bonaparte se coronó a sí mismo emperador de los franceses, en una ceremonia realizada en la catedral de Notre Dame de París en presencia del papa Pío VII Esto tuvo repercusiones en toda Europa. El cónsul vitalicio de la Revolución estaba creando su propia monarquía, algo que no podían soportar las tradicionales coronas europeas. ¿Qué sería lo siguiente que haría? ¿Intentaría la conquista de sus reinos?
«En aquella época para muchos era una persona increíble. Venían en masa a París para verle. Era un hombre que había surgido de las tinieblas para convertirse en el dirigente de uno de los países más importantes de Europa. En 1805, tras esta batalla, aprendieron que Napoleón no sólo era un meteorito que había ascendido a la cumbre del poder en Francia, sino un gran comandante al que no podían dejar de lado si algún día decidían hacerle frente», indica el historiador J. David Markham, presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional (SNI).
LA TERCERA COALICIÓN
Gran Bretaña reanudó la guerra naval con Francia en abril de 1803. Al comienzo de 1805, Napoleón estaba con su ejército de 210 000 hombres en el puerto de Boulogne, en el noroeste de Francia, en espera de las condiciones óptimas para invadir Inglaterra. Su odio a los británicos, la única nación a la que no había conseguido doblegar, se convirtió en una obsesión.
Según J. David Markham, «Inglaterra estaba decidida a deshacerse de Napoleón. Había habido una serie de intentos de asesinato que fueron financiados y organizados por ellos. Esto hizo que Napoleón, finalmente, se diera cuenta de que o firmaba un tratado de paz con los británicos o tendría que conquistar la isla. En 1802 se firmó la Paz de Amiens. Sin embargo, al final fue Inglaterra la que se negó a retirar las fuerzas de Malta, según establecía el tratado. Así que Napoleón decidió conquistar Inglaterra». Por su parte, los británicos protestaron contra la anexión del Piamonte y el Acto de Mediación de Suiza, si bien ninguna de estas áreas estaba estipulada en el tratado de Amiens.
Las tropas francesas se preparaban para una guerra con Inglaterra, que creían inminente. «Cada día, los batallones realizaban simulacros. Cada dos días, por la mañana, se realizaban prácticas de tiro… Una intensa instrucción con soldados veteranos de la Revolución francesa. Así, a finales de agosto de 1805, Napoleón formó lo que él denominó la Grande Armée, el mejor y más grande ejército que él dirigió», cuenta el especialista Scott Bowden, autor de Los años gloriosos de Napoleón. Austerlitz 1805. Aquel año la Grande Armée había crecido hasta convertirse en una fuerza de 350 000 hombres, bien equipados y entrenados, dirigidos por competentes oficiales.
No obstante, Napoleón Bonaparte y su gran ejército nunca cruzaron el canal de la Mancha. El 25 de agosto de 1805 centraron su atención en hacer frente a Gran Bretaña en un campo de batalla completamente diferente.
William Pitt, primer ministro británico, acababa de perder las colonias norteamericanas. Ahora Francia amenazaba su estatus en Europa, por lo que Pitt decidió formar una coalición con sus aliados para frustrar tales ambiciones. «Antes ya ha habido dos coaliciones y esta Tercera Coalición iba a ser la más grande, la mejor. Rusia se implicó porque el zar Alejandro I poco menos que se creía un mesías que iba a reorganizar y restaurar el viejo orden en Europa después de la Revolución francesa. El zar tenía sólo veintisiete años y era muy susceptible a las alabanzas de los aduladores que le rodeaban. Estaba convencido de que iba a ser un gran general, pero no tenía experiencia ni había estudiado las guerras, como lo había hecho Napoleón», sostiene Dana Lombardy, director de la editorial Military History Press.
Desde 1792 Europa estaba envuelta en las guerras revolucionarias francesas. Después de cinco años de guerra, la Primera República francesa venció a la Primera Coalición en 1797. Un año después se creó la Segunda, pero también fue derrotada por los galos en 1801. Gran Bretaña permaneció como único oponente del nuevo régimen del Consulado.
El jefe de la Tercera Coalición era el emperador. Francisco II de Habsburgo no era emperador de Alemania (título que crearía para sí mismo Guillermo I de Prusia en 1871) y mucho menos emperador de Austria, sino simplemente el Emperador por antonomasia como titular del Sacro Imperio Romano Germánico, creado por Carlomagno en el año 800 y pretendido sucesor del Imperio romano, que se extendía por territorios de lo que modernamente sería Alemania, Francia, Austria, Suiza e Italia, aunque el poder efectivo sólo lo ejercía en los estados patrimoniales de los Habsburgo desde hacía siglos. Puede decirse que hasta Austerlitz no había otro emperador en Europa, aunque la batalla fuese llamada «de los tres emperadores». El soberano ruso se titulaba tradicionalmente zar, una corrupción de la palabra latina «cesar», y Pedro el Grande, en su proceso de europeización, adoptó el título de «emperador de todas las Rusias» (1621), pero desde el punto de vista europeo no podía compararse ni de lejos con la dignidad imperial romanogermánica.
En cuanto a Napoleón, era generalmente mirado como un advenedizo; significativamente habla tomado el título de «emperador de los franceses» y no «de Francia». Todo esto, sin embargo, iba a cambiar radicalmente a partir de Austerlitz. Con la derrota, Francisco II perdería su título e incluso su número: se convirtió, por el tratado de Presburgo (hoy Bratislava), en «Francisco I, emperador de Austria». En cambio, el general Bonaparte se transformó en «el Emperador» para toda la opinión pública. Siendo el dirigente más conservador de Europa, Francisco II era el más amenazado por los ideales radicales de la Revolución francesa. Había sufrido ya una gran derrota a mano de los franceses en 1800 y ahora creía que había llegado el momento de la revancha. Junto a Austria, Gran Bretaña y Rusia estaban Suecia, Hannover y Nápoles. Francia, por su parte, tenía como aliados a España, Baviera, Badén y Württemberg.
William Pitt pagó con oro a los austríacos y rusos para que acabaran en tierra firme con el recién coronado emperador francés, mientras 175 buques de guerra británicos continuaban acosando a Napoleón por mar. Austria y Rusia, con una fuerza de más de doscientos mil hombres, se dirigieron a dos regiones aliadas a Francia: el reino de Italia y Baviera.
Inevitablemente, ante un plan de esa magnitud, la red de espías de Napoleón pronto hicieron llegar esta información a sus oídos: el emperador siempre iba un paso por delante de todos, lo que le permitió utilizar Europa como su tablero de ajedrez.
EL FALLO DEL PLAN ALIADO
El 8 de septiembre de 1805, el general Karl Mack von Lieberich, comandante en jefe del ejército austríaco, dirigió a 72 000 soldados a Baviera. Al mismo tiempo, las fuerzas de la coalición, tras sumar a Hannover, invadieron Italia. La Tercera Coalición había hecho su movimiento para atacar a los franceses desde todos los ángulos. Con el doble de hombres, caballos y cañones que Napoleón, parecían invencibles.
Pero Napoleón vio el fallo en el plan aliado. Sus fuerzas se encontraban dispersas por todo el continente. La comunicación y coordinación entre estos ejércitos multilingües era casi imposible. Si salía en secreto del campo de Boulogne, en la costa del canal de la Mancha, y atravesaba Europa rápidamente, podía atacar a los austríacos antes de que el ejército ruso pudiera incluso llegar.
«Entonces —explica el historiador J. David Markham— dio la vuelta con su ejército y marchó hacia el este. De forma incomprensible, en total secreto, logró sellar las fronteras, acallar a los periódicos y enviar informes acerca de lo maravillosa que es la costa. Dejó allí a algunos soldados para dar la impresión de que no se movía. Necesitó sólo cuarenta días para cubrir el camino hasta los puntos de concentración aliados, donde los austríacos y los rusos estaban empezando a organizar sus fuerzas. Era increíble. Nadie había hecho nada igual antes».
En una de las maniobras militares más impresionantes que se conocen, Napoleón movilizó a doscientos mil soldados y los trasladó en tiempo récord a las orillas del Rin, en Alemania, pillando por sorpresa a sus enemigos. Esta velocidad fue posible debido al aumento del paso de marcha reglamentario, pero también a la organización de su ejército: en lugar de una única fuerza había creado siete cuerpos de ejército. Cada uno, dirigido por un mariscal, era autosuficiente y tenía capacidad de tomar decisiones independientes. Cada cuerpo tenía su propio personal, su propia infantería, caballería, artillería, suministro de líneas e, incluso, equipo médico. Este sistema de cuerpos de ejército fue la clave de sus victorias.
«Sin embargo, la idea era que nunca estuvieran a más de veinticuatro horas de marcha los unos de los otros. Así, si algún cuerpo tenía algún problema, el otro podría llegar ese mismo día. Este sistema era mucho mejor para maniobrar que los sistemas rusos y austríacos, muy antiguos y basados en un mando central, y que requerían unas líneas de comunicación muy complicadas. Pero lo más importante que tenían los franceses, y no los demás, era por supuesto el propio Napoleón. Se dice que el duque de Wellington comentó una vez que el sombrero de Bonaparte en un campo de batalla valía cincuenta mil hombres», dice el presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional, J. David Markham.
En agosto de 1805 Napoleón estaba dispuesto a asestar un golpe definitivo a la Tercera Coalición. El cuerpo que dirigía había viajado día y noche con muchas penurias y dificultades para interceptar al ejército austríaco dirigido por el general Karl Mack von Lieberich. En menos de seis semanas, las tropas francesas alcanzaron el río Danubio y atacaron al ejército austríaco por sorpresa. El general Mack había concentrado la mayor parte del ejército austríaco en la fortaleza de Ulm, en Baviera. Las acciones de Napoleón contra Mack se convertirían en legendarias y fueron el prólogo de una campaña que, finalmente, le reportarla la mayor de sus victorias militares.
«La principal ventaja de la coalición frente a Napoleón era el gran número de soldados. Tenían una flota más grande, más dinero. Pero Mack habla tomado la desafortunada decisión de avanzar por Baviera convencido de que ésta se iba a aliar con Austria contra Napoleón. Pero resultó ser completamente falso», señala Dana Lombardy.
EL PODER DEL ARMAMENTO FRANCÉS
Napoleón, como un antiguo oficial de artillería, tendía a considerar los cañones como la espina dorsal táctica. Según afirma Dale Dye, «la artillería francesa se solía utilizar en baterías en masa para debilitar las formaciones enemigas antes de hacerlas objeto de cargas de infantería o caballería. Napoleón la empleaba para desbaratar una formación enemiga antes de cargar con las bayonetas o con la caballería. La intensa instrucción militar del ejército napoleónico permitió que las baterías dirigidas por Napoleón maniobrasen a gran velocidad, es decir, que podían ser utilizadas para reforzar un punto débil en una línea defensiva o para ahondar en el hueco de una formación enemiga».
La artillería francesa en general se clasificaba por el peso de los proyectiles que disparaba. La de cuatro libras era la ligera que, organizada en regimientos de artillería a caballo, acompañaba a la caballería. La de ocho libras era la de campaña, utilizada en las divisiones, mientras que la de doce formaba la reserva de artillería del ejército en campaña para su empleo masivo, como le gustaba a Napoleón. También existía artillería de sitio, con morteros de seis y de ocho pulgadas de calibre. La máxima efectividad estaba entre seiscientos y ochocientos metros.
Por su parte, la principal arma de la infantería era el fusil modelo Charleville 1777 corregido en el Año IX, y sobre todo el Año XIII (en referencia al nuevo calendario revolucionario, que había empezado a contar el Año I en el equinoccio de 1792). «Pesaba 4,5 kilos y medía 150 centímetros de largo. Utilizaba balines relativamente ligeros, de 18 milímetros. Para cada tiro, había que cargar el arma de pólvora y balas y atacarla con la baqueta; el disparo se efectuaba gracias a su mecanismo de llave de chispa. Un soldado bien entrenado y disciplinado podría realizar alrededor de cinco disparos en un minuto. La utilización de pólvora negra por parte de las unidades francesas hacía que se ensuciase y obstruyera el cañón. Por lo tanto, cada cincuenta disparos, había que lavar el arma o existía el peligro de que estallara el cañón. Cuando no había agua, los soldados simplemente orinaban en el agujero y utilizaban el ácido de la orina para limpiarla. Tener que hacer esto en medio del combate, sin duda, era algo que debía producir bastante presión en los soldados», explica el capitán de Marines de Estados Unidos, Dale Dye.
Como cualquier mosquete de ánima lisa, su alcance era pequeño, menos de cien metros para que su fuego pudiera ser algo efectivo. Los fusiles de ánima rayada eran más efectivos pero mucho más lentos de carga, por lo que estaban reservados principalmente a unidades de tiradores. En aquella época, los fusiles carecían de mira y, aunque algunos expertos indican que se apuntaba a bulto, existían unas referencias para hacer fuego efectivo, según la distancia a la que se encontrase el enemigo.
De todas las fuerzas que formaban la Grande Armée de Napoleón, destacó su caballería. Distintos cuerpos formaban las ramas de caballería pesada, media y ligera. La pesada estaba compuesta fundamentalmente por regimientos de coraceros, que empleaban en el combate el pesado sable recto modelo Año IX, pistolas de arzón y el mosquetón de caballería Año IX, y se protegían con una coraza y un casco de hierro. El principal componente de la caballería media eran los dragones, un cuerpo que en siglos anteriores podía combatir a pie o a caballo, aunque raramente se utilizaba ya en el primer cometido. Habían conservado sin embargo el residuo de llevar un fusil semejante al de infantería, con bayoneta incluso, pero sus armas principales eran el sable recto —modelo Año IV—, la pistola de arzón y un casco de cobre parecido al de los coraceros. Debido a la admiración que sentía por los lanceros polacos, Napoleón reconvirtió algunos regimientos de dragones en lanceros en 1811, dotándoles de lanza, una innovación, puesto que los ejércitos europeos no empleaban esa arma fuera del área eslava. La caballería ligera estaba formada por regimientos de húsares —de origen húngaro— y de cazadores a caballo, que actuaban como exploradores, merodeadores y como pantalla del ejército, obteniendo información del enemigo e impidiendo que éste la lograra. Sin embargo, la división de funciones entre caballería pesada, media y ligera no era rígida y todos actuaban en el cometido que exigieran las circunstancias.
UN GRAVE ERROR DE PLANIFICACIÓN
Durante septiembre de 1805, el general Mack y su ejército habían ocupado la ciudad de Ulm, en Baviera. Se trataba de un enclave defensivo para el ejército austríaco. Los antiguos generales siempre habían atacado la ciudad directamente. Sin embargo, Napoleón cambiaría las reglas para tender una trampa a Mack.
«Napoleón tenía cierta experiencia en luchar contra las coaliciones. Diseñó su estrategia en base a la idea de “divide y vencerás”. Separó las partes y la Tercera Coalición no iba a ser una excepción. Sabía que los austríacos eran vulnerables, que a los rusos les llevaría tiempo llegar. Napoleón vio la oportunidad para atacar por su retaguardia y su flanco; rodearlos y aislarlos del resto de Austria. Fue el predecesor de la guerra relámpago», afirma el historiador militar Matthew Delamater. El emperador francés comprendió que su fortuna estaba en atacar de modo fulminante, antes de que las fuerzas enemigas se reunieran.
El 7 de octubre, Mack tuvo noticias de que Napoleón pensaba marchar rodeando su flanco derecho para cortar sus líneas de los rusos, que se acercaban vía Viena. Así decidió cambiar el frente, situando su ala izquierda en Ulm y la derecha en Rain, pero los franceses cruzaron el Danubio en Neuburg.
El 14 de octubre, tratando de evadir el cerco, Mack intentó cruzar el Danubio en Günzburg, pero tropezó con el VI Cuerpo del ejército francés con el que se trabó en la batalla de Elchingen, en la que perdió dos mil hombres y se vio forzado a regresar a Ulm. Dos días después, el ejército austríaco estaba rodeado y atrapado en Ulm. Corrió el rumor de que Napoleón podría retirarse, pero se desvaneció con el bombardeo de artillería contra las murallas de la ciudad.
El general Mack no perdía las esperanzas de que sus soldados pudieran mantener a raya a los franceses hasta que llegasen los cuarenta mil rusos. Incomprensiblemente la Tercera Coalición había cometido un error de planificación. A principios del siglo XIX, Rusia continuaba utilizando el calendario juliano, en el que las fechas son doce días posteriores al calendario gregoriano occidental. Con tanta prisa y exceso de confianza, nadie en el bando aliado se había percatado de esta diferencia.
«El general Mack estaba convencido de que los rusos llegarían en cualquier momento. Pero, de hecho, estaban a trescientos veinte kilómetros. Fue un gran desastre», precisa Markham. El 16 de octubre, Napoleón había sitiado al ejército austríaco en Ulm y cuatro días después, el 20 de octubre de 1805, el general Mack se rindió. Venció al ejército de Mack con una brillante maniobra envolvente, forzando su rendición sin sustanciales pérdidas. Veintisiete mil hombres y sesenta y siete cañones caían en manos de Napoleón. Mack había perdido la mitad de todo el ejército austríaco.
«Un soldado francés afirmó que el emperador había derrotado a sus enemigos con sus piernas en lugar de con sus armas. Sólo con rodear por completo a Mack provocó su derrota. Fue un hecho insólito, sin precedentes. Algo que no se había visto en Europa hasta ese momento. Este desastre de Ulm le valió a Mack el mote de “el desafortunado general”. De hecho, se le formó consejo de guerra y fue condenado por este desastre», señala Dana Lombardy. Por los sucesos de la campaña de Ulm fue condenado a la degradación, pérdida de su rango, su regimiento, de la Orden de Mana Teresa y a ser encarcelado por dos años. Fue liberado en 1808, pero Mack tuvo que esperar a 1819 para ser reinstaurado en su grado de teniente general.
NADA SE INTERPONE EN EL CAMINO A VIENA
El 14 de noviembre de 1805, Napoleón condujo a sus soldados hacia la capital del Imperio austríaco. Vencido el principal ejército de Austria al norte de los Alpes, Napoleón ocupó Viena. El emperador Francisco II había huido dejando sus palacios y jardines al enemigo. Bonaparte desfiló triunfalmente por sus calles. Dos meses antes, estaba acampado en espera de cruzar el canal de la Mancha. Ahora, los grandes señores de Viena le entregaban las llaves de su ciudad. Sin embargo, su triunfo fue eclipsado por la noticia de un nuevo desastre, la derrota de Trafalgar, frente a Nelson, en la que se perdieron gran parte de las flotas de Francia y España (véase el capítulo 13).
«Ya no podía pasar fácilmente al norte de África. Tampoco a Oriente Próximo o a América del Norte sin encontrarse con la flota británica. Todos los proyectos de invasión de Inglaterra quedaban descartados. Ahora debería mirar hacia el este de Europa, de la misma forma que hizo después Hitler», opina Victor Daniel Hanson, autor de Matanza y cultura. Batallas decisivas en el auge de la civilización occidental.
Entonces Napoleón ordenó a sus tropas que se adentrasen aún más en Europa, hacia donde estaban acampadas las fuerzas de la coalición, a las afueras de la ciudad de Austerlitz, en Moravia. Era un movimiento peligroso, y la Grande Armée estaba empezando a preguntarse si no estaba cayendo en una trampa. El invierno se acercaba rápidamente. Quizá la conquista de Austria podría convertirse en la perdición de Napoleón. «El último mes había sido terrible. El ejército había sufrido horriblemente durante el avance. Los hombres estaban hambrientos y las bajas aumentaban día a día», indica Scott Bowden.
El ejército francés estaba rodeado por una población hostil. Las fuerzas de la coalición estaban estacionadas en el norte, y desde marzo se esperaba la llegada de los refuerzos austríacos provenientes de los campos de batalla de Italia. «A pesar de la victoria de Ulm, la situación de Napoleón no era la mejor. Necesitaba una batalla. Necesitaba derrotar a los rusos y a los austríacos que quedaban y necesitaba concluir esta campaña», cuenta Dana Lombardy.
Según el presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional, David Markham, «también había una cuestión de imagen. Si se marchaba sin otra gran victoria, la gente podría decir: “Sorprendió al general Karl Mack en Ulm, pero Mack era un tonto por permitir que eso ocurriera. Sin embargo, cuando se dio de frente con los ejércitos principales de Austria y Rusia, tuvo que darse la vuelta y salir corriendo”. Algunos expertos creen que Napoleón se la estaba jugando al quedarse y luchar contra las fuerzas aliadas. Yo no lo creo. Para Napoleón la mejor opción fue luchar y buscar una victoria que llevaría a una paz duradera», dice Markham.
DISPARIDAD DE OPINIONES
Napoleón siguió al frente de sus hombres dirigiéndose más hacia el este, adentrándose en territorio enemigo. El 20 de noviembre en Rausnitz, dos divisiones de caballería francesa fueron atacadas por seis mil jinetes rusos que pretendían sorprender a las fuerzas de Napoleón.
«Los jinetes rusos llevaban unos sables rectos de 81 centímetros, conocidos como pallasen. Tenían un pequeño canal a lo largo de la hoja que los hacía más ligeros y por donde corría la sangre. También iban armados con pistolas de chispa. Los rusos inicialmente rompieron la línea francesa y capturaron un estandarte, que fue inmediatamente entregado a un eufórico zar», describe el capitán Dale Dye.
Sin embargo, después del éxito inicial, los franceses detuvieron el avance de la caballería rasa por su superior manejo del sable. Los franceses eran muy inferiores en número, pero sus disciplinadas cargas forzaron a los rasos a retroceder a su campamento; una victoria menor, pero importante para Napoleón. «Fue un ejemplo de lo alejado que estaba el zar Alejandro de la realidad. Él sólo vio una gran victoria por capturar el estandarte francés. Estaba ansioso de volver a enfrentarse a Napoleón, convencido de que lo derrotarían, cuando la realidad era que en Rausnitz habían perdido», indica Dana Lombardy.
El 22 de noviembre de 1805, los ejércitos rusos y austríacos finalmente terminaron unidos en una sola fuerza de lucha de noventa mil soldados bajo el mando del general Mijaíl Kutúzov. «Kutúzov era un personaje legendario en el ejército ruso. Había sobrevivido a dos heridas en la cabeza; un médico alemán incluso le había dado por muerto. Sabía cómo presentarse a sí mismo para ser apreciado por el soldado raso. Sin embargo, al mismo tiempo, llevaba el estilo de vida de la decadente aristocracia. En sus campañas solía viajar con una gran cantidad de champán francés… y con muchas mujeres de vida licenciosa. El zar lo describió “como un nido de intrigas y un inmoral; un personaje peligroso”», cuenta el editor del Napoleón Journal, Matthew Delamater.
Cualquier general experimentado se habría retirado frente a una fuerza de noventa mil soldados. Sin embargo, Napoleón no lo hizo y decidió atraer a los aliados a su campo. Utilizaría el engaño para causar su destrucción. Los dos emperadores, Francisco II y el zar Alejandro I de Rusia, creyeron que tenían de nuevo posibilidades de pasar a la ofensiva y sorprender al ejército de Napoleón, expulsándolo definitivamente de tierras centroeuropeas. Pero subestimaron la habilidad estratégica y táctica de Bonaparte.
«Napoleón —indica el capitán Dale Dye— había perseguido a los aliados todo lo posible pero cuidándose de no ser rodeado y aislado de sus líneas de suministro. Por eso dio la orden de detenerse al este de Brno y prepararse para la batalla. Los habitantes de esta pequeña ciudad temieron perder todo lo que poseían en un choque masivo de los dos ejércitos. Así que enviaron a un contingente de mujeres a solicitar una audiencia con Napoleón para rogarle piedad. Le llevaron regalos, leche y alimentos, pero Napoleón sólo tenía hambre de batalla».
El 24 de noviembre de 1805, el zar Alejandro convocó un consejo de guerra con el emperador Francisco y el general Kutúzov. Se propusieron tres planes. El primero consistía en mantener su posición en Olmutz y esperar a que llegaran los refuerzos austríacos procedentes de Italia. El segundo, retirarse hacia el este y que los franceses saliesen a seguirles. La opción final era atacar a un aparentemente débil Napoleón.
El general Kutúzov informó de que los suministros se estaban terminando y que, si se quedaban, se morirían de hambre. Retirarse significaría encontrar nuevos suministros. Los franceses, al perseguirles, se encontrarían con una campiña totalmente vacía y se quedarían clavados, víctimas del frío mortífero de la Europa oriental en pleno invierno. Ésa era la mejor opción, pero Kutúzov no estaba al mando.
«El problema de Kutúzov era que tenía que dar respuestas al zar de Rusia y él se consideraba un gran dirigente. Alejandro y Kutúzov no estaban de acuerdo, pero no cabía duda de quién ganaría ante criterios dispares», sostiene Markham. El zar Alejandro quería atacar. Quería la gloria. Ellos eran superiores en número a Napoleón. Era su oportunidad de alcanzar la fama. El emperador Francisco era más cauteloso y, en esta misma línea, estaba el general Kutúzov. Finalmente se impuso el criterio del zar apoyado por gran parte de los estados mayores de ambos ejércitos.
El plan aliado era desviar a las tropas francesas hacia la derecha y dirigirlas hacia el río Danubio. Los aliados desplegarían la mayoría de sus tropas en cuatro columnas que atacarían el flanco derecho de los franceses, con una reserva al mando del general Piotr Bagratión. Sin embargo, esta desorganizada coalición no pudo ejecutar su estrategia hasta cuatro días después de la reunión de sus jefes. Esto dio a Napoleón tiempo suficiente para reunir sus refuerzos y llevar a cabo su propio plan. «Se dedicó a poner en marcha una serie de lo que llamaríamos operaciones psicológicas para incitar a los aliados a que le atacaran, que era lo que Napoleón necesitaba», explica Matthew Delamater.
Lo cierto era que las líneas de comunicación de Napoleón eran extremadamente largas y exigían fuerte protección para mantenerlas. Napoleón sabía que era necesario forzar a los aliados a luchar. Buscaba un enfrentamiento rápido y concluyente que acabara definitivamente con la amenaza austrorusa, antes de que su situación empeorase. Afortunadamente para él, el zar ruso estaba ansioso por entrar en batalla.
Días antes de la contienda, Napoleón simuló hábilmente que su ejército no estaba preparado para la batalla, que se encontraba en un estado de debilidad y que deseaba la paz. Además, debilitó expresamente su ala derecha. Según recuerda Dana Lombardy, «una de las cosas que nunca debe hacerse en la ciencia militar es renunciar voluntariamente a una posición de fuerza. Sin embargo, eso era exactamente lo que iba a hacer Napoleón. Abandonó la posición de la zona de Austerlitz dominada por la meseta de Pratzen para demostrar que era vulnerable». Los aliados picaron el anzuelo y avanzaron hasta los altos de Pratzen, tal y como Napoleón había inducido.
Secretamente, Napoleón había llamado al Cuerpo de Ejército del mariscal Davout, que estaba en Viena. Él estaba decidido a plantear esta batalla en sus términos. Había calculado la distancia y la velocidad de sus refuerzos y éstos llegarían exactamente cuando los necesitase para cambiar la situación a su voluntad en el transcurso de la hipotética batalla. «Sin duda conocía los puntos fuertes de su ejército y los del enemigo. Se tomó tiempo para reconocer el terreno en el que se iba a luchar. Y llegó a penetrar la estructura psicológica de sus adversarios», asegura el escritor Scott Bowden.
Los rusos, llegado el momento, enviaron un emisario a Napoleón. «Este embajador, un joven muy seguro de sí mismo, le habló a Bonaparte sobre la política de Europa, de lo terrible que era y de la Revolución francesa. Napoleón no podía creérselo, pero mantuvo la calma. El joven regresó e informó que Napoleón estaba abatido, que no tenía fe en su ejército y que estaba fuera de sí. “Podemos aplastar a Napoleón con tan sólo proponérnoslo”, aseguró», cuenta J. David Markham. Y es que la batalla de Austerlitz no sólo sería un choque de ejércitos, sino que sería un choque de culturas.
LOS DIFERENTES EJÉRCITOS
Matthew Delamater es concluyente en este sentido: «Estos ejércitos realmente representaban a las sociedades de donde provenían. La sociedad rusa era una de las más crueles y jerarquizadas del planeta. Los oficiales eran reclutados en los círculos aristocráticos, mientras los soldados eran siervos, prácticamente esclavos. Además, muchos oficiales de bajo nivel estaban pobremente entrenados y tenían dificultad en dirigir a sus hombres, especialmente en maniobras complejas. Los rusos eran famosos por su férrea defensa, tremendamente impasibles. De ellos decía Napoleón que no era suficiente matar a un soldado ruso, que también había que rematarlo». Su punto fuerte era la artillería de primera calidad, manejada por hombres que por lo regular luchaban con valentía y ahínco para evitar que estas armas cayeran en manos enemigas.
«El ejército austríaco —según Markham— estaba organizado de tal manera que dependía enormemente de la comunicación entre distintas unidades y de un comandante central, que podría estar demasiado lejos en la retaguardia o en un flanco. Era muy difícil hacer maniobrar a aquel ejército, y para ganar a Napoleón era imprescindible ser capaz de hacerlo y, además, con rapidez». Disponía de una considerable fuerza de caballería, sobre el papel la más poderosa de Europa, pero la falta de calidad en los niveles superiores de mando y la imposibilidad de agrupar los regimientos en grandes masas operativas, como las que mandaba Murat en el ejército napoleónico, impedían su aprovechamiento.
Una ventaja táctica para el ejército galo era que podía confiar en sus voltigeurs, tiradores capaces de combatir individualmente, que se desplegaban más o menos dispersos formando una pantalla de francotiradores por delante de las formaciones cerradas de la línea de batalla. «Si dispones de soldados que son patriotas, en los que puedes confiar, posiblemente van a hacer muy bien su trabajo porque tienen mucha iniciativa. Pero si por el contrario, tienes un ejército aristocrático, los oficiales no confían en los hombres para que salgan solos y luchen. En eso los franceses los aventajaban claramente», sostiene Matthew Delamater.
El ejército revolucionario francés se convirtió, según Víctor Hanson, en un modelo para la sociedad. Era un ejército meritocrático, incluyente e igualitario. «Por eso, al menos en su fase inicial, fue tan innovador y eficaz».
El 1 de diciembre, ambos bandos ocuparon sus posiciones. La fría noche antes de la batalla era la víspera del primer aniversario de la coronación de Napoleón como emperador de Francia. Entonces, según explica Scott Bowden, «uno de los granaderos tomó una antorcha, para ser su escolta, para mostrarle el camino. Después otro hizo lo mismo, y otro más… y varios grupos, hasta que hubo miles de estas antorchas iluminadas. Entonces, el emperador se abrió paso entre las líneas, a los gritos de “¡Viva el emperador!”. Todo el ejército rodeó a su adorado general. Lo increíble de esta escena es lo mal que los aliados la interpretaron. Vieron las antorchas y oyeron los gritos, pero creyeron que significaba que el ejército francés estaba de retirada». Parece ser que el ayudante de campo del zar, el príncipe Dolgorouki, pensó que los franceses quemaban su campamento antes de abandonar su posición y retirarse de la batalla del día siguiente.
Napoleón se sintió realmente conmovido por esta espontánea sorpresa y no dudó en clasificarla «La gran noche de mi vida». En veinticuatro horas, la «batalla de los tres emperadores» habría terminado y un imperio sería destruido. «En el primer aniversario de su coronación, Napoleón lanzó su más atrevido plan para atacar a dos de los imperios más antiguos de Europa y darles una lección de lo que sería la guerra moderna», afirma el capitán Dale Dye.
UNA OBRA MAESTRA DEL ENGAÑO
El 2 de diciembre de 1805, ambos ejércitos se despertaron en medio de una intensa niebla que cubría el campo de batalla. Napoleón había previsto que podría cubrir sus tropas y favorecer su táctica, basada en la sorpresa. Tenía buen ojo para el terreno y, tras un estudio meticuloso de las condiciones, eligió personalmente el lugar donde iba a poner en práctica su plan de batalla más atrevido y arriesgado. No sólo intentaría controlar las acciones de sus propios hombres, sino también las de sus oponentes.
La batalla de Austerlitz se extendió a lo largo de doce kilómetros, a través de varios pueblos, arroyos, colinas… Napoleón desplegó su ejército en tres zonas. En el norte, la colina de Santón, de 210 metros de altura, la defendería el V Cuerpo de Ejército dirigido por el mariscal Lannes, con el Primer Cuerpo del mariscal Bernadotte a su retaguardia, en reserva. En el centro del dispositivo francés se había situado el Cuerpo de Ejército de Soult, compuesto por las divisiones Vandamme y Saint-Hilaire, listo para lanzarse al asalto de la meseta de Pratzen, ocupada por el grueso del ejército aliado. Pratzen era una pequeña elevación de unos cuarenta metros de altura, pero constituía la posición dominante de todo el campo de batalla según había comprobado Napoleón en su estudio del terreno. Al sur, la derecha de la línea francesa estaba compuesta por una sola división, la del general Legrand, y la caballería de Margaron, menos de diez mil hombres en total, aunque el III Cuerpo de Davout acudía en su refuerzo a marchas forzadas. Detrás de Soult, lista para intervenir donde fuera necesario, estaba el Cuerpo de Caballería de Reserva de Murat, con más de seis mil caballos. Y detrás, como la acostumbrada reserva general, se encontraban la infantería y la caballería de la Guardia Imperial al mando del mariscal Bessiéres, reforzada con una división de granaderos mandada por Oudinot, formada con las compañías de élite de distintos regimientos de infantería. En total, unos sesenta mil infantes y casi doce mil a caballo. Hay que destacar que la «débil» ala derecha del dispositivo, que aparte de su exiguo número estaba desplegada en un amplio terreno entre los pueblos de Kobelnitz, Sokolnitz y Telnitz, era en realidad un señuelo para atraer a los aliados a la trampa de Napoleón.
La confusión y la desorganización continuaron creando problemas a los aliados. La densa niebla de esa mañana se unió al caos cuando las tropas trataban de llegar a sus posiciones. Frente a los franceses, el zar Alejandro contaba con la Guardia Imperial rusa como reserva y, en primera línea, unidades de caballería e infantería. Contabilizaba cerca de noventa mil hombres. Su intención era destruir el ala derecha de la formación del ejército napoleónico con un potente ataque y así cortar las comunicaciones francesas con Viena. Desde su puesto de mando en la meseta de Pratzen, el zar Alejandro, ansioso de la victoria, ordenó al grueso del ejército avanzar hacia el sur, descendiendo de las alturas para rematar al ala derecha francesa y efectuar su corte del resto del ejército napoleónico. Habían picado el anzuelo.
A las seis de la mañana, un contingente austríaco de cinco mil hombres atacó la aldea de Telnitz. Mientras avanzaban a través de la niebla, los franceses abrieron fuego con sus fusiles. «Tenían algunos edificios sólidos donde pudieron poner en práctica su elaborado esquema de defensa localizada. Así, colocaron las mejores unidades en una iglesia. Cubrieron las entradas a los pueblos con soldados expertos en escaramuzas. Permitieron a fuerzas enemigas entrar en Telnitz y, a continuación, contraatacaron y los atraparon infligiéndoles numerosas víctimas», explica Scott Bowden.
Después de una hora, los franceses habían forzado la salida de los austríacos. Aunque eran inferiores en número, los galos mantuvieron el terreno eliminando a los austríacos con gran precisión. Entonces, catorce escuadrones de la caballería aliada atravesaron el pueblo. Los soldados napoleónicos retrocedieron. De nuevo los aliados enviaron la noticia del triunfo a los emperadores: el plan contra Napoleón había funcionado.
«Algunos habitantes de Telnitz y Sokolnitz no pudieron escapar antes de la batalla y de repente se vieron en medio de una confrontación donde podían morir por una bala de cañón. Los soldados cargaban contra sus casas y sus hogares se llenaron de muertos y heridos. Fue una situación espantosa, horrible», describe Dana Lombardy.
La confusión reinaba en las filas aliadas. Todo se había precipitado, todavía se estaban elaborando los mapas y traduciendo las instrucciones. Las divisiones austríacas llegaron lentamente a Sokolnitz. Pero hubo un momento en el que parecía que los aliados se estaban imponiendo.
Desde su puesto de mando, en la colina Zuran, a unos 260 metros de altura, Napoleón observaba atentamente los movimientos aliados y sus avances. Les tenía reservada una sorpresa. «El ala derecha de Napoleón se reforzó gracias a la heroica marcha de los miembros del III Cuerpo. Lo que ocurrió fue que, para reforzar su ala derecha, Napoleón ordenó al III Cuerpo del general Davout forzar la marcha desde Viena para unirse al general Legrand, que mantenía en el extremo sur de la línea francesa una encarnizada defensa. La fuerza de Davout ejecutó una de las más duras y asombrosas marchas forzadas en la historia militar: recorrió unos ciento veinte kilómetros en menos de cuarenta y ocho horas. Llegaron al campo de batalla totalmente agotados; habían perdido a más de la mitad de los hombres que todavía trataban de llegar allí», cuenta Matthew Delamater. La llegada de los soldados de Davout seria crucial a la hora de determinar el triunfo del plan francés.
Hasta ese momento, el enemigo de Napoleón estaba comportándose como si estuviera realizando maniobras siguiendo sus órdenes: él había querido que el enemigo atacase su débil ala derecha y lo hicieron. Gracias a la marcha forzada, ahora tenía suficientes tropas para la defensa y para llevar a cabo su propio plan de ataque en Pratzen.
En opinión de Scott Bowden, «él sabía que los hombres querían algo más que una simple victoria. Así, su plan de batalla era darles un triunfo extraordinario. Iba a dejar que el enemigo se echara encima y, cuando lo hiciera, se abriría y contraatacaría. Provocaría que el ejército aliado se dividiera en dos y, entonces, lo destruiría por completo».
Napoleón observaba desde su puesto de mando a la espera de poner en marcha su trampa en el momento exacto. El contingente de Soult, con las divisiones Saint-Hilaire y Vandamme, unos 17 000 hombres en total, se encontraba oculto por la niebla en la parte baja del valle que bordeaba la meseta de Pratzen, fuera de la vista de los rusos y listo para atacar.
Hasta ese momento la batalla había sido una obra maestra del engaño. Entonces Napoleón ordenó a sus tropas que avanzasen entre la niebla matinal y que fueran directos hacia los dos emperadores enemigos, a la meseta de Pratzen. «Esperó el momento justo para lanzar un violento ataque al núcleo del ejército enemigo. Era un plan brillante, magníficamente ejecutado», dice Matthew Delamater. «Un ataque rápido y la guerra habrá terminado», fueron las palabras del propio Napoleón.
LO QUE SE RECORDARÁ SIEMPRE
Los soldados napoleónicos empezaron a avanzar por el valle y a subir la meseta de Pratzen; justo en ese momento, «el famoso sol de Austerlitz empezó a despejar la niebla. Los aliados vieron con asombro un gigantesco contingente francés que se abalanzaba sobre ellos», indica Markham. El brillante sol de Austerlitz calentaría a Napoleón con sus favores en los siguientes diez años.
Mientras tanto, el zar Alejandro, el general Kutúzov y el emperador Francisco II observaban con horror cómo las divisiones francesas aparecían como fantasmas surgidos de la niebla. Napoleón declaró:
«Esperan todavía derrotarme. Pongamos fin a esta campaña con un trueno que ensordecerá al enemigo». A las nueve y media, los franceses ascendieron la colina. El fuego de cañón a 180 metros de los aliados había destrozado el núcleo del despliegue enemigo. A las diez, los galos habían vuelto a ocupar todos los puntos fuertes de los aliados.
La última esperanza de la victoria de la Tercera Coalición era enviar a sus tropas de élite: la reserva de la Guardia Imperial rusa. A la una, tres mil veteranos rusos de infantería de la Guardia se lanzaron en una enorme carga y arrasaron la línea frontal francesa con un ataque violento a la bayoneta.
La típica bayoneta de la época de Napoleón, llamada bayoneta de cubo, consistía en un cilindro hueco que se acoplaba al extremo del cañón del mosquete, y que llevaba soldada una hoja triangular de acero de unos 38 centímetros de largo. «Si bien la carga de bayoneta era una orgullosa tradición, hacía falta ser un soldado muy disciplinado y con mucha preparación militar para enfrentarse a una línea de mosquetones armados con bayoneta. De hecho, la carga de bayoneta era más eficaz cuando se utilizaba contra un enemigo que ya se había abatido. Sin duda, cuando dos soldados se enfrentaban con sus bayonetas en el campo de batalla, todos los movimientos teóricos aprendidos y el movimiento de pies se esfumaba. Se trataba de apuñalar, clavar, pinchar, aplastar, abrir, destripar… de cualquier cosa que te mantuviera vivo durante los siguientes treinta segundos», cuenta el capitán Dale Dye.
Una carga de la caballería rusa explotó este avance, mientras los franceses retrocedían en Pratzen. Napoleón inmediatamente envió a sus enfurtís chéris (niños mimados), al regimiento de Chasseurs á Cheval de la Garde (cazadores a caballo de la Guardia) que constituía su escolta personal e incluía una compañía de sesenta y cinco mamelucos, así como al aún más potente regimiento de granaderos a caballo de la Guardia. «Los mamelucos eran casi un recuerdo de la famosa expedición de Napoleón a Egipto. Eran conocidos, sobre todo, por su famosa arma, una espada curva conocida como cimitarra», indica Matt Delamater. «Eran los guerreros más despiadados y eficaces combatientes a caballo que uno podría imaginar», afirma Scott Bowden.
En realidad, el valor y destreza que demostraron enfrentándose a los franceses en Egipto había admirado a Napoleón y le había llevado a reclutar unos cuantos para su escolta, pero los mamelucos no pasaban de ser un adorno exótico de la suite del emperador. Su exiguo número y sus características de jinetes ligeros les impedía ser un factor de peso en la batalla, aunque batieron a un escuadrón de la Guardia rusa.
Los desesperados contraataques rusos no lograron hacer mella entre los franceses. Los cañones franceses sobre Pratzen y la infantería dispararon a placer sobre las masas desordenadas del ejército aliado. Durante quince minutos, el humo cubrió los ojos de los tres jefes de la coalición ocultando las imágenes de la contienda. Cuando finalmente se despejó, la caballería de la Guardia había deshecho a los rusos. Napoleón recibió banderas, estandartes y miles de prisioneros, incluido el príncipe Repnin, jefe de escuadrón de los Chevaliers-gardes, el regimiento más distinguido de la caballería de la Guardia rusa. El núcleo del ejército aliado estaba materialmente destruido. Ahora los soldados del mariscal Soult se dirigieron al sur para intentar atraer el ala izquierda de los aliados.
«De repente los aliados se encontraron con que los franceses ocupaban el centro del campo de batalla, las alturas de Pratzen, mientras que el ala derecha francesa había avanzado, y entre los dos había cogido en medio a los austríacos. Se trataba de la técnica de martillo que golpea al yunque. El ejército austríaco estaba claramente desconcertado», dice J. David Markham.
A medida que los franceses se acercaban, el combate cuerpo a cuerpo y la lucha con bayonetas comenzaron de nuevo. Los soldados napoleónicos dejaron de tomar prisioneros y aniquilaron a unidades enteras de rusos, a los que después despojaban de su ropa y botas. Los galos siguieron avanzando y bloquearon el camino principal de retirada para los agotados aliados. La salida más rápida del peligro fue a través del estanque Satschau, cuyas aguas estaban cubiertas de una capa de hielo. Napoleón observaba todo desde la capilla de Saint-Antonin; era el principio del caos.
«La retirada de las tropas de Rusia y de Austria sobre el lago congelado es uno de los momentos míticos de propaganda de la batalla. Cuando lees historias francesas de la época, hablan de cinco, seis, siete mil hombres hundiéndose en el hielo. Fue un momento estremecedor», apunta Matt Delamater.
Sobre este punto Scott Bowden asegura que una fuente austríaca contó que, poco después de la batalla, el lago fue drenado y sólo se encontraron dos cuerpos. «Así que, por un lado, tenemos la leyenda del lago donde en las gélidas aguas miles de soldados encuentran la muerte en plena huida. Por otro lado, está el hecho de que sólo se encontraron dos cuerpos. Sin duda, la verdad de lo que sucedió debe estar en un punto intermedio».
A las cinco de la tarde la batalla de Austerlitz había terminado. Quince mil soldados aliados habían caído muertos o heridos. Doce mil fueron hechos prisioneros. Sólo mil trescientos franceses perdieron la vida, con unas bajas totales de siete mil. El zar ruso se retiró del campo de batalla. Alejandro I había presionado para librar esta batalla. Si hubiese seguido el consejo de Kutúzov, el destino de la Tercera Coalición y de Napoleón podría haber sido muy diferente.
Según Matthew Delamater, «la gran disparidad en el número de bajas es, sin duda, un argumento de peso que demuestra lo brillante del plan de Napoleón. Pero uno de los aspectos que más afectaron al enemigo fue el número de banderas y de cañones que les capturaron». En estos ejércitos aristocráticos, el honor lo era todo. Y para un regimiento su enseña era un símbolo fundamental. Perderla era una auténtica vergüenza. «Lo primero que Napoleón quería saber después de una batalla —añade Delamater— no era el número de bajas, sino el número de banderas y cañones conseguido. Así era como él sabía lo golpeado que había quedado el enemigo».
En Austerlitz, Napoleón capturó 183 piezas de artillería y 45 banderas y estandartes. Aquella tarde, un agotado Bonaparte se retiró a la oficina de correos y esperó allí la rendición aliada. Mientras tanto, en las bodegas, sus soldados celebraban la victoria empapándose de vino. El 4 de diciembre de 1805, el emperador Francisco II pidió la paz. «Hoy se ha celebrado una batalla que no ha salido muy bien», le escribió a su esposa. El armisticio se firmó en el castillo de Austerlitz, base de los emperadores aliados antes de la batalla.
«Austria se vio humillada por su derrota. Tuvieron que renunciar a prácticamente todo el territorio que controlaban en el norte de Italia, y la totalidad del territorio que controlaban en el sur de Alemania. El antiguo Sacro Imperio Romano se abolió. Los rusos no tenían mucho que entregar pero sufrieron la humillación de verse obligados a retirarse», concluye Markham. Además de las concesiones territoriales, los austríacos fueron obligados a pagar una indemnización de guerra de cuarenta millones de francos. El tratado de Presburgo, firmado el 26 de diciembre de 1805 en esa ciudad, actualmente Bratislava, puso fin definitivamente a la confrontación.
Para el capitán Dale Dye no hay duda: la causa de que Francia ganara la batalla fue Napoleón. «Hay un viejo refrán que dice que ningún plan sobrevive en contacto con el enemigo. Esto es exactamente lo contrario. No sólo su plan le dio resultado, sino que, para la coalición, le salió a la perfección».
Napoleón luchó y ganó más batallas bajo condiciones climatológicas adversas que cualquier otro comandante de la historia. «Desde la nieve de la Europa central, a las arenas de Egipto, se lidiaron muchas batallas políticamente mucho más importantes que la de Austerlitz, pero, sin duda, ninguna militarmente mejor que ésta», defiende Bowden Scott.
Napoleón había conquistado Austria y recuperó Italia. Su plan de batalla de Austerlitz elevó su leyenda a nuevas alturas. Nunca fue más admirado o más temido. «Napoleón había arriesgado todo y, sin embargo, logró su mayor victoria. Éste sería el punto de inflexión decisivo de una carrera militar desigual», asegura Dale Dye.
Después de Austerlitz, la preocupación de Prusia ante la creciente influencia francesa en Europa central en 1806 desencadenó la guerra de la Cuarta Coalición. Napoleón conquistó el reino de Nápoles y nombró rey a su hermano mayor, José. Después, devolvió el régimen de las antiguas Provincias Unidas y fundó en su lugar el reino de Holanda, al frente del cual situó a su hermano Luis. Además, estableció la Confederación del Rin, que agrupaba a la mayoría de los estados alemanes y quedó bajo su protección.
En 1807, catorce años después de su primer éxito en Toulon en 1793, Napoleón había creado el mayor imperio que Europa había visto desde la antigua Roma. Sólo tenía treinta y ocho años de edad. Desde el sitio de Toulon a la batalla de Waterloo, veintidós años más tarde, luchó en más batallas que Alejandro Magno y Julio César juntos.
Hoy, el campo de batalla se encuentra situado en la República Checa; Austerlitz es conocido con el nombre de Slavkov. En las colinas de Prazten, se erige un campanario de doscientos metros que indica el lugar donde miles de valientes perdieron la vida: el Monumento a la Paz. Fue realizado entre 1910 y 1912 y en su cima hay un globo terrestre con una cruz, como símbolo de la redención. La localidad de Slavkov se engalana cada año para celebrar el aniversario de Austerlitz y miles de aficionados y curiosos se reúnen para ver recreaciones de la batalla.