Fecha: 21 de octubre de 1805.

Fuerzas en liza: La armada británica contra las escuadras aliadas de Francia y España.

Personajes protagonistas: Lord Horatio Nelson y el almirante francés Pierre Villeneuve, bajo cuyo mando estaba por parte española el teniente general del Mar Federico Gravina.

Momentos clave: Las batallas previas en la costa del cabo San Vicente (1797) y de Abukir (1798).

Nuevas tácticas militares: El ataque en cuña de la flota inglesa, dividida en dos columnas paralelas, contra la línea perpendicular formada por las naves francoespañolas y la prioridad en el ataque a los buques almirantes.

El 21 de octubre de 1805, cerca de la costa de Cádiz, en España, las naves de la armada británica bajo el mando del almirante Horatio Nelson se enfrentaron a la poderosa flota francoespañola, comandada por el almirante Villeneuve. El Victory, el buque insignia de Nelson, encabezó el ataque haciendo caso omiso del fuego de las naves enemigas, directo hacia sus adversarios. La jornada se convirtió en un triste día para ambas marinas: la escuadra combinada perdió a muchos de sus almirantes y marinos y fue destruida. Los ingleses, a pesar de lograr una fabulosa victoria, perdieron a uno de los jefes militares más carismáticos y respetados de toda su historia. Inmerso dentro del contexto de los conflictos napoleónicos, Trafalgar es clave para entender las estrategias militares de la etapa napoleónica y supuso el fin de la potencia naval española, que había alcanzado sus mayores cotas en el siglo XVIII.

El siglo XVIII presentó una continua pugna entre España, Francia e Inglaterra por la hegemonía atlántica. La Revolución francesa de julio de 1789 supuso un paréntesis y la alianza de todas las monarquías contra la Francia revolucionaria. En 1793, Inglaterra, Austria y España declaraban la guerra a Francia. Tres años después, españoles y galos firmaban el tratado de San Ildefonso, que en la práctica supuso la imposición de los criterios de Napoleón ante la capacidad y superioridad de su ejército y vinculó la suerte de España a la política exterior francesa.

De hecho, el tratado de San Ildefonso y el posterior de Aranjuez (año 1800), firmados con la anterior República Francesa, obligaba a España no sólo a contribuir económicamente a las guerras de Napoleón, sino a poner a disposición de éste la armada real para combatir a la flota inglesa que amenazaba las posesiones francesas del Caribe.

En 1805 Napoleón quería invadir Gran Bretaña y para ello debía dominar el canal de la Mancha. Inglaterra estaba amenazada. Lo único que se interponía entre Napoleón Bonaparte y la invasión de la isla era la potente flota británica que se encontraba anclada cerca de las costas de Cádiz, bloqueando a la escuadra francoespañola. Sediento de territorios nuevos y tras una oleada de conquistas, el emperador francés acababa de unir sus flotas del Mediterráneo y el Atlántico con la marina española. Su objetivo era acabar con la presencia naval británica en el Mediterráneo, lo que le permitiría atacar a Gran Bretaña en un futuro.

El 20 de octubre de 1805 a medianoche, el legendario héroe británico, el almirante Horatio Nelson, se encontraba solo en su camarote de su buque insignia, el Victory. A la mañana siguiente tendría que dirigir la batalla más importante de su vida. Mientras, en la cubierta del barco los hombres se preparaban para lo que les aguardaba. El almirante esperaba el amanecer en el cabo de Trafalgar, tras escribir una carta a la mujer que amaba, Emma Hamilton. «Ya nos han avanzado que la flota enemiga ha salido del puerto. Mi último escrito antes de la batalla es para ti. Pido a Dios que me permita concluirlo». Esa noche Nelson ya era el más querido de los héroes navales de Gran Bretaña. Dotado de un genio táctico insuperable, del don del mando y de espíritu de servicio a su país, llevaba treinta y seis años entregado a la Marina Real británica.

LA HEROICA VIDA DE NELSON

En la Navidad de 1767, en Norfolk (Inglaterra), en la tranquila aldea de Burnham Thorpe, Catherine, esposa del reverendo Edmund Nelson y madre de sus ocho hijos, acababa de morir. El distinguido pero empobrecido pastor de la parroquia local se quedó solo a cargo de la educación de su numerosa prole. El hermano de Catherine Nelson, el capitán Maurice Suckling, iba con frecuencia a la rectoría a visitar a sus sobrinos. «Maurice Suckling era un capitán de navío de gran éxito y, probablemente, fuera él quien inspiró y cautivó con sus aventuras las hazañas futuras de Horace», afirma Colin White, conservador jefe del Museo de la Marina Real británica.

Horace, u Horatio como le solían llamar, convenció a su padre para que Maurice le aceptara en su tripulación. Al cumplir doce años dejó la escuela y se enroló en el Raisonable, buque de vigilancia del río Támesis, que estaba mandado por su tío materno. Así fue como comenzó una travesía que duraría toda su vida.

«Es fundamental comenzar muy joven para aprender a ser un marino, para aprender a soportar las tormentas, las privaciones, la mala alimentación y el mal tiempo. Horatio era un chico de aspecto frágil. Muchos se preguntaban cómo podría un joven delicado aguantar y sobrevivir en la dura vida del mar. Tenía una fortaleza interior que no todo el mundo supo ver en esos momentos, pero que demostraría en numerosas ocasiones a lo largo de toda su vida», señala Brian Lavery, autor de Nelson’s Navy. The ships, men and organitation.

Nelson se fue adaptando a su nueva vida en el mar. Siendo guardiamarina, oyó que una expedición de la Marina Real iba a zarpar hacia el Ártico y el ambicioso joven no tardó en unirse a la tripulación que dirigía Constantine Phipps. En aquel viaje, se produjo un incidente que puso de manifiesto una cualidad oculta del aparentemente frágil muchacho y que sería un anticipo de su heroico destino. Lo cuenta Tom Pocock, autor de la biografía Horatio Nelson: «Estaban detenidos en el hielo, cuando vieron a un gran oso polar. Los guardiamarinas a bordo pensaron que sería una buena idea abatir al animal para quitarle la piel y hacer con ella una alfombra y llevarla a casa como trofeo. Nelson fue el primero en intentarlo. Cuando fue a disparar, el arma se engatilló».

Según dejó escrito Skeffington Lutwidge, capitán del barco, Nelson sin mostrar miedo exclamó: «No importa. Permítanme que le golpee con la culata de mi arma y será nuestro». El enorme animal estaba preparado para atacar al indefenso Nelson, pero Lutwidge disparó y el oso huyó. Sin embargo, el capitán estaba molesto con el comportamiento del guardiamarina y le regañó severamente por su conducta arriesgada e irresponsable. «Puso esa cara que solía poner cuando estaba enfadado —escribe Lutwidge— y contestó: “Señor, quería matar al oso para llevar su piel a mi padre”». «No sé si Nelson era un chiflado absoluto o un valiente, pero a lo largo de su carrera naval mostró no tener miedo a nada», afirma el actual comandante del buque Victoria, Mike Cheshire.

Tras regresar del Ártico, Nelson, que entonces tenía quince años, emprendió un viaje que puso de nuevo a prueba su valentía, pero de manera muy diferente. Durante una expedición al exótico subcontinente indio, contrajo una grave enfermedad —posiblemente la tan temida malaria— y padeció unas terribles fiebres. «Más tarde diría que vio la muerte muy cerca y que sólo se salvó por la bondad y amabilidad de su capitán», cuenta Colin White. Para salvar la vida del joven Nelson, el capitán le mandó en el primer buque que zarpaba con destino a Inglaterra. Este viaje cambió su vida para siempre. Febril y deprimido, Nelson no dejó de darle vueltas en su lecho a su lamentable estado y oscuro futuro.

Según dejó escrito el propio Nelson, en aquella travesía sintió que jamás ascenderla en su profesión, desmotivado y aturdido al ver las dificultades que debía superar y el poco interés que tenía por nada. «Pero, como a menudo ocurre en este tipo de enfermedad —dice White—, cuando estaba en las profundidades de la desesperación, se produjo una especie de renacimiento, una especie de transformación».

Según sus biógrafos, cuando más deprimido se sentía, de repente tuvo una visión muy especial seguida por una sensación de euforia. Nelson lo cuenta de la siguiente manera: «Un repentino resplandor de patriotismo se encendió dentro de mí. Y exclamé: “Seré un héroe y, con la ayuda de la providencia, seré valiente frente a todos los peligros que se presenten”». El febril impulso de Nelson marcó el momento más decisivo de su vida. Había vislumbrado su destino. Desde ese instante, Horatio Nelson haría demostraciones de incuestionable valor en todas las ocasiones que a lo largo de su dilatada vida en el mar se le presentaron.

Su anhelo juvenil no tardaría en hacerse realidad. Muy pronto comenzó a ascender, hasta llegar a ser uno de los capitanes más jóvenes de la Armada Real. Tras la expedición polar, navegó por aguas del Lejano Oriente. En 1777 fue promovido al grado de teniente. También participó en la guerra de Independencia norteamericana sirviendo en las Antillas a bordo del Lowestofi y allí obtuvo rápido ascenso. Antes de cumplir veintiún años había conseguido el mando de la fragata Hincfiingbrofee. Surcó las aguas de Nicaragua y luchó contra los españoles aliados de los insurgentes norteamericanos.

En 1780 volvió de nuevo al hogar enfermo de fiebres; después de una convalecencia en Bath cruzó el Atlántico de nuevo. En 1784 le fue otorgado el único mando en tiempo de paz, el de la fragata Bóreas, en las Antillas. Al volver a su casa en 1787, llevaba con él a una mujer, Francés Nisbet, y un hijastro.

Pero esta fulminante carrera hacia la gloria tuvo un precio. «Nelson llevaba en su cuerpo las marcas de su propio heroísmo. Muy pocos almirantes de su tiempo o de cualquier época recibieron tantos castigos como él. Siempre quiso estar en primera línea y eso quedó patente en sus numerosas heridas», cuenta Colin White.

En el sitio de Calvi, en Córcega, en 1794, perdió parcialmente la visión en su ojo derecho. Tres años más tarde, el 25 de julio de 1797, en otro episodio de las interminables guerras napoleónicas, se quedó manco. La historia de lo sucedido la explica el escritor Brian Lavery: «Algunos buques españoles con tesoros estaban anclados en el puerto de Tenerife. Nelson decidió atacarlos desde la orilla para tratar de capturarlos. Pero cometió un grave error. Las fuerzas españolas eran mucho más numerosas de lo que él creía. Las balas de cañón caían por todas partes y Nelson vio horrorizado cómo sus infortunados compañeros morían. En medio de la confusión, una bala le alcanzó atravesando los huesos y los ligamentos del brazo derecho. Tuvieron que amputarle la extremidad a la altura del codo, dejando al capitán, que era diestro, con una incómoda incapacidad».

En la actualidad, en el Museo Militar de Almeida, en Santa Cruz de Tenerife, donde se exhiben los objetos y documentos más destacados relacionados con esta batalla, se muestra un cañón de bronce, fundido en Sevilla en el año 1768, de 134 mm de calibre y de unas dos toneladas de peso, llamado Tigre, al que la tradición le atribuye el disparo que causó la grave herida que dejó manco a Nelson.

Tras el infructuoso ataque a Tenerife, convencido de que su carrera estaba acabada, Nelson volvió a caer en una profunda depresión. Con su torpe mano izquierda, escribió una carta a su comandante que decía: «Me he convertido en una carga inútil para mis amigos y para mi país. Cuando deje mi puesto, estaré muerto ante el mundo. Me marcharé y no volveré a ser visto». Y es que, según parece, «era un tanto hipocondríaco, lo cual no resulta nada sorprendente teniendo en cuenta todo lo que le pasó. En infinidad de ocasiones creyó estar a las puertas de la muerte», explica Colin White. Pero cuando se sentía más enfermo, llegó a sus oídos que la flota francesa había zarpado y sufrió una completa transformación.

CRÓNICA «ROSA»: SU VIDA ENTRE DOS MUJERES

Nelson, que ya era un héroe naval en ciernes, se dio cuenta de que en la guerra la fortuna favorece a los valientes, una idea que la mujer con la que se casó jamás llegó a entender.

«Desde que ascendió a capitán, Nelson quería casarse, y cuando conoció a una joven viuda en la isla caribeña de Nevis se prendó de ella. La isla de Nevis es un lugar muy romántico y, en ese escenario, ella le debió parecer más atractiva de lo que era», sostiene Tom Pocock. Claro que, en opinión de Colin White, «desde el principio se habló de estima y afecto y no de amor y pasión. Nunca fue una relación apasionada. Sin embargo, no debemos olvidar que Nelson era un hombre muy apasionado».

Nelson entonces tenía treinta y dos años de edad, y quería buscar la seguridad que da una unión matrimonial, aunque la situación no fuera la ideal. Pero Francés Nisbet, Fanny como la llamaban, era una mujer muy nerviosa, algo no muy conveniente en la esposa de un soldado. En lugar de celebrar las victorias de su marido, se sentía abrumada con la perspectiva de volver a enviudar. Sus cartas a Nelson están llenas de quejas porque sus «sufrimientos eran grandes» y su ansiedad iba «más y más allá de su capacidad de expresión». Ella deseaba que «todas estas maravillosas y desesperadas acciones» las dejara en manos de otros.

«Nelson —asegura el escritor Tom Pocock— se cansó de esos reproches y sus cartas desde el Mediterráneo expresaban su irritación. Querían que le alabaran y le apoyaran, no que le reprendieran». Muestra de ello es el comentario que escribió a su mujer en una de sus misivas de entonces: «Tengo una vida desgraciada. Envidio una muerte gloriosa». Si Fanny esperaba frenar el ímpetu de Nelson resulta evidente que no conocía al hombre con quien se casó.

En 1793 fue destinado a Nápoles. Allí conoció a sir William Hamilton, y a su esposa Emma, quien tan decisivamente habría de influir en su vida. Cuando entró en su vida, Nelson se sentía en un estado anímico muy bajo y vulnerable. Ella era la joven y alegre mujer del anciano embajador británico en Nápoles. «Era una treintañera un poco rellenita pero muy atractiva. Pero por encima de todo, lo más destacable era su entusiasmo. Se entusiasmaba con todo: con sus afectos, sus amores y con todo lo que hacía. En este sentido encajaba a la perfección con Nelson y enseguida se gustaron», dice Colin White.

«Cuando Nelson la conoció —cuenta Tom Pocock— ya había oído de ella. Era una mujer muy famosa en su tiempo. Procedía de una familia humilde, era hija de un herrero, y al mudarse a Londres comenzó a trabajar como enfermera. Había estado viviendo con el sobrino de sir William Hamilton, Charles Francis Greville, que la entregó a su tío a cambio de la promesa de convertirle en su heredero. Sin embargo, a ella le gustó el viejo sir William y finalmente, en 1791, se casaron».

Nelson mantenía una fuerte amistad con sir William, quien era consciente del afecto entre su esposa y el futuro héroe, pero nunca a lo largo de su vida se mostró resentido por esa relación. Es más, hubo una época en la que los tres llegaron a vivir juntos bajo el mismo techo en aparente armonía y felicidad.

COMIENZA LA LEYENDA

En febrero de 1797, Nelson se disponía a realizar una audaz maniobra que le convertiría en un héroe o pondría fin a su carrera naval. Le había llegado la gran ocasión de distinguirse. «Hasta ese momento había prestado todo tipo de servicios en diferentes partes del mundo. Lo único que no había hecho era participar en una importante batalla naval. Éste es el objetivo de todo oficial de la armada ya que es el único camino de ganar ascensos y alcanzar la gloria», indica Brian Lavery.

La guerra contra la Francia revolucionaria de Napoleón entraba en su cuarto año. Inglaterra se encontraba al borde de la bancarrota y la moral en la marina británica estaba por los suelos. «Francia se paseaba triunfal por toda Europa. Habían logrado expulsar a los británicos del Mediterráneo tras controlar las rutas hacia Italia. Las otras grandes potencias navales del mundo, las armadas española y holandesa, se habían aliado con los franceses. Por sí solas ya eran muy poderosas, pero unieron sus fuerzas para acabar definitivamente con la flota británica», explica Lavery.

En las transparentes aguas frente a la costa del cabo San Vicente, en el extremo occidental de la costa portuguesa del Algarve, nacería la leyenda de Nelson. El día de San Valentín de 1797, la flota española —formada por dos poderosas divisiones— y la Marina Real británica comenzaron a acercarse siguiendo la habitual línea de batalla. Pero el escaso viento retrasó los planes de ambos bandos.

La escuadra española estaba formada por veintisiete navíos de línea, once fragatas y un bergantín, con un total de 2638 cañones, al mando del teniente general José de Córdova. Entre los buques de la flota española se encontraba el Santísima Trinidad, entonces el mayor barco de guerra del mundo con 138 cañones y el único con cuatro cubiertas de artillería. La flota inglesa contaba con quince navíos de línea, cuatro fragatas, don balandros y un cúter, con un total de 1430 cañones.

Al amanecer del día 14 de febrero, cuando el buque insignia español comenzó a girar para retirarse, Nelson, que había sido transferido al Captain, rompió la formación. «Es decir, hizo un giro de ciento ochenta grados, y fue directamente hacia ellos, colocándose frente a los barcos españoles», cuenta el comandante Mike Cheshire. Actuando solo y en contra de las órdenes de su comandante sir John Jervis, el capitán Nelson condujo su barco directamente hacia la línea enemiga para evitar que las divisiones españolas pudieran unirse.

La respuesta de las naves españolas, mucho más grandes que la suya, no se hizo esperar. «A primera vista aquello pudo parecer una temeridad terrible. Había desobedecido órdenes muy concretas. Pero si se mira más detenidamente, se descubre que Nelson era un hombre muy inteligente capaz de calibrar el riesgo en una batalla», asegura el conservador jefe del Museo de la Marina Real británica, Colin White.

Navegando bajo el intensísimo fuego enemigo, Nelson se acostó a un buque enemigo. Blandiendo su espada, dirigió a sus hombres al abordaje, y se enfrentó con los marineros españoles hasta hacerse con el control de la nave. «Entonces un segundo barco español se acercó para ayudar al primero. Nelson también lo abordó y se hizo con él», describe Tom Pocock. A los gritos de «¡Abadía de Westminster o la gloriosa victoria!», Nelson dirigió el ataque contra el segundo buque de guerra español. El capitán enemigo acabó por entregarle de rodillas su espada mientras su almirante en el camarote moría a consecuencia de las heridas recibidas en la confrontación.

La valerosa acción de Nelson consiguió separar en dos las divisiones españolas. A partir de ese momento, el resto de la flota británica se unió a la batalla y se convirtió en la primera victoria sobre Francia y su nueva aliada, España.

En lugar de ser sometido a un tribunal militar, el intrépido joven capitán recibió una calurosa bienvenida a bordo del buque de sir John Jervis. Nelson había tenido un importante papel en la captura de dos de las cuatro presas que coronaron el éxito del comandante Jervis, quien ganó un condado por haber derrotado a una fuerza naval española y a sus aliados franceses, muy superior en número y potencia. Por el desastre del cabo San Vicente, José de Córdova, que mandaba la escuadra española, fue condenado a la pérdida de empleo y a la inhabilitación perpetua para el mando.

En Inglaterra, la noticia de la victoria sirvió para elevar el ánimo en toda la nación. El nombre de Nelson se había convertido en sinónimo de «héroe». «En aquella época no había un héroe naval comparado a Nelson. Los otros almirantes eran hombres viejos y prudentes, pero él era un joven encantador. Fue capaz de atraer la atención del pueblo como ninguna otra persona de la época», apunta Brian Lavery.

Aunque unos días después la flota española de José de Mazarredo venció a los británicos, la valentía de Nelson en la batalla del cabo San Vicente le convirtió en la gran estrella ascendente de la marina británica. Pero aún le aguardaban otras batallas más peligrosas, donde fue dejándose pedazos de su anatomía, como la ya referida de Tenerife, donde perdió un brazo, o la acción de Calvi, que le costó un ojo.

LA BATALLA DE ABUKIR

A comienzos de 1798, Horatio Nelson fue ascendido a almirante y elegido para una misión vital para el futuro de Inglaterra: comandar la flota encargada de localizar y destruir los barcos de Napoleón, que habían partido inesperadamente de Toulon, en el sur de Francia, para una expedición secreta en el Mediterráneo.

«Nelson pasó tres meses en el Mediterráneo en busca de Napoleón. Con un nivel de responsabilidad casi inconcebible hoy en día, estuvo tres meses sin contacto con una autoridad superior. Finalmente, localizó a la flota francesa fondeada en la bahía de Abukir, cerca de la desembocadura del Nilo y de Alejandría, y ordenó el ataque inmediato», indica Brian Lavery.

En el curso de una acción nocturna, los británicos rodearon a la flota francesa, sorprendiéndola. Los trece navíos franceses estaban fondeados en la bahía, pero no lo suficientemente cerca de tierra como para impedir el paso de los barcos enemigos entre ellos y la costa. La batalla comenzó unas pocas horas antes de la puesta del sol. Nelson situó junto a cada buque de la vanguardia francesa dos buques ingleses, uno a cada lado. Con esta acción, denominada «doblar», aseguró la concentración de fuerzas en la vanguardia. Los buques franceses de la retaguardia no pudieron hacer nada para evitarlo. A medida que fueron destruyendo los buques galos, las naves inglesas avanzaron a lo largo de la línea enemiga, manteniendo siempre la ventaja de dos barcos ingleses por uno francés.

La batalla fue un desastre total para el enemigo. Nelson aniquiló con sus catorce navíos a casi la totalidad de la fuerza francesa, mandados por el almirante D’Brueys. Sólo dos buques lograron escapar en medio de la confusión. «¡Victoria no es un nombre lo suficientemente expresivo para semejante escena!», exclamó Nelson al día siguiente. Sin ayuda de nadie, se enfrentó al hasta entonces invencible Napoleón y acabó por infligirle una humillante derrota, o al menos así quisieron verlo los ingleses, aunque naturalmente Napoleón no tuvo nada que ver con aquella batalla naval, y seguiría invicto por muchos años. A partir de ese momento fue ennoblecido con el título de barón Nelson del Nilo.

PASIÓN, AMOR Y GUERRA

De regreso de la batalla del Nilo, pasó unos meses de increíbles altibajos emocionales. Se había convertido en el almirante más triunfante y de mayor éxito de la historia, pero estaba agotado física y emocionalmente. Mantenía un estrecho vínculo con los capitanes de su flota, a quienes llamaba cariñosamente «la banda de hermanos», pero ni siquiera ellos podían ayudarle a olvidar su desesperada soledad.

Así que puso rumbo a Nápoles para reparar los daños causados en su buque insignia y recobrarse de una herida que había sufrido en la cabeza. «Allí estaba Emma Hamilton y ella le cuidó. Ambos amaban el riesgo y entre los dos lograron rescatar a la familia real napolitana del ejército francés que les perseguía. Todas estas cosas les fueron uniendo más y más. La tímida Fanny Nelson no tenía nada que hacer frente a un torbellino como Emma Hamilton», sostiene Colin White.

Nápoles se convirtió en base de operaciones de Nelson, cuando los rumores de la relación adúltera comenzaban a llegar a Inglaterra y a Fanny Nelson. «Nelson se dio cuenta de que debía elegir entre ambas mujeres y Emma ganó. Claro que en ese momento tenía ventaja ya que estaba embarazada de su primer hijo», cuenta White.

Nelson dio por concluido su matrimonio tras diez años. Regresó a Inglaterra en agosto de 1799 y fue nombrado par de la Corona y duque de Bronte por el rey Fernando de Nápoles, a quien había ayudado contra los franceses. Adquirió una mansión en Merton, a las afueras de Londres, donde acogió a los Hamilton como sus huéspedes permanentes. A principios de 1800, Emma dio a luz una hija y Nelson hizo las gestiones necesarias para reconocerle. El anciano sir William falleció poco después, en 1803, dejando que Nelson, su querida Emma y su hija Horatia formaran una familia poco convencional.

Los comentarios sobre esta relación eran el tema preferido en los salones de la alta sociedad británica. Las reacciones iban desde la ridiculización más cruel a las más severas condenas. «El rey Jorge III, por ejemplo, estaba completamente indignado y trataba con sumo desprecio a Nelson, incluso en los momentos en que se encontró en el apogeo de su fama. Creo que verse ridiculizado le causaba un profundo malestar, pero Emma era vital para él. Le adoraba como ninguna otra mujer lo había hecho. En mi opinión fue ella la que creó al Nelson capaz de salir y luchar por su patria», afirma Colin White.

Sin duda, lady Hamilton tuvo gran influencia moral y política sobre Nelson. Muestra de la pasión que le unía a ella es este extracto de una carta que Nelson le envió en 1880: «No puedo comer ni dormir pensando en ti, mi amor más querido. Anoche no hice nada más que soñar contigo y me desperté veinte veces en la noche».

PREPARADOS PARA DERROTAR A NAPOLEÓN

El odio de Nelson hacia Francia en general y hacia Napoleón en particular era tan intenso como el amor a Emma, a su patria y a su pueblo. No tenía ninguna duda: su misión en la tierra consistía en librar a Inglaterra y al mundo de aquel odiado Bonaparte. Y estaba convencido de que su país lograría la victoria decisiva.

En octubre de 1805, Nelson estaba en su casa con Emma y su hija Horatia cuando uno de sus ayudantes llegó con una noticia: el enemigo estaba en movimiento y preparaba algo. La flota de Napoleón, dirigida por el almirante Pierre Villeneuve —bajo cuyo mando, por parte española, estaba el teniente general del Mar Federico Gravina, comandando el navío Príncipe de Asturias—, estaba anclada en el puerto de Cádiz. Había más de treinta buques franceses y españoles preparados para zarpar. Era vital para la seguridad de Inglaterra destruir esa fuerza inmensa antes de que llegara a las aguas del cabo de Trafalgar.

Nelson viajó toda la noche hasta llegar a la ciudad portuaria de Portsmouth. En Merton, había dejado todo lo que amaba en este mundo para ir a servir a su rey y su patria. El Almirantazgo le dio el mando de la flota del Mediterráneo y esperó a que llegaran las órdenes finales, mientras cientos de personas se habían reunido en Portsmouth para despedir a su héroe que se marchaba a la guerra. La multitud gritaba emocionada cuando Nelson dejó el puerto camino a su buque insignia Victory.

Después de varias semanas de navegación y en la víspera de su cuadragésimo séptimo cumpleaños, llegó a la altura de Cádiz y se puso al frente de la flota británica del Mediterráneo. Volvía a estar con su «banda de hermanos», algunos eran viejos amigos y le conocían desde los días de guardiamarina. Según explica Nelson en su diario, el recibimiento de la flota fue una de las sensaciones mejores de su vida. «Los oficiales —describe— que subieron a bordo para darme la bienvenida me saludaron con tanto entusiasmo que llegaron a olvidar mi rango de comandante en jefe».

«Nelson —explica Tom Pocock— fue el primer héroe popular. Sus hombres le amaban porque en la acción siempre estaba a su lado e, incluso, le habían visto perder un brazo y la visión parcial en un ojo luchando junto a ellos. Había logrado victorias asombrosas; era un superhombre, pero también era humano y mortal».

A pesar de que la flota enemiga era mucho más numerosa, los británicos se sentían confiados bajo el mando del gran héroe naval que había conseguido que su flota continuara siendo la escuadra mejor entrenada del mundo.

«Tenían una excelente formación porque siempre estaban navegando. El resultado de este entrenamiento constante fue, sobre todo, su enorme práctica de artillería, lo cual les permitía disparar sus armas de fuego dos veces más rápido que los franceses o españoles. Los marineros españoles, cuando disparaban desde el costado, solían agazaparse en la cubierta para ponerse a salvo de los cañonazos del enemigo. Los marineros británicos no hacían eso, seguían disparando pasara lo que pasase», indica Brian Lavery.

Mientras Nelson y sus hombres esperaban el comienzo del combate, el comandante de la flota combinada, el francés Pierre Villeneuve, tenía sus dudas y temores, tal y como dejó reflejado en sus escritos previos: «Lamentaré el encuentro con los buques británicos. Nuestra táctica naval está anticuada. Lo único que sabemos es ponernos en posición y eso es justo lo que el enemigo quiere». «Sabía que Nelson era el adversario más peligroso y aterrador del mundo», señala Brian Lavery.

Villeneuve estuvo al frente de uno de los dos barcos franceses que lograron escapar de la aniquilación de Nelson en la desastrosa batalla del Nilo. Habían transcurrido casi siete años de aquella derrota, cuando en 1805, tras titubear ante la orden de partir hacia el canal de la Mancha, zona donde presumía que estaría Nelson, decidió poner rumbo a Cádiz, adónde arribó el 20 de agosto. El 14 de septiembre recibió la orden de Napoleón de dejar Cádiz y dirigirse a Nápoles.

Mientras, Nelson ya había partido de Portsmouth con la intención de unirse a la flota de Collingwood, que bloqueaba el puerto de Cádiz. El 28 de septiembre llegó al golfo gaditano. Concentró su flota de veintisiete barcos a unas cincuenta millas al oeste de Cádiz, manteniendo un sistema de aprovisionamiento con Gibraltar y una cadena de comunicación a través de un código de banderas entre sus fragatas. Y comenzó la espera.

A bordo del Victory, se reunió con sus capitanes para explicarles la estrategia para derrotar a la escuadra de Villeneuve. Llamó a su nuevo plan «el toque Nelson». Era algo nuevo, singular y sencillo. «Todos, desde los almirantes a los suboficiales, estuvieron de acuerdo en que serviría y lo aprobaron», cuenta el propio Nelson.

«En aquella época se solía luchar de una manera muy formal. Nelson decidió concentrarse sólo en una parte de la línea enemiga en lugar de la totalidad de la flota. Ordenó que algunos barcos atacaran al enemigo por la retaguardia y luego avanzaran. Mientras tanto él, con otra división, se lanzaría contra el centro de la escuadra separándola de la parte de la flota que estaba siendo atacada». Es decir, los buques formarían en dos columnas, con Nelson al mando de una y la otra dirigida por el almirante Collingwood. La primera atacaría perpendicularmente hacia el centro de la línea enemiga, siguiendo la formación en fila, que era la habitual en el combate naval. La segunda, próxima a la anterior, atacaría a la parte posterior de la misma línea. Nelson, además, daba plena libertad de acción a cada capitán, una vez comenzada la batalla.

El audaz de plan de Nelson tenía un grave riesgo. Los barcos que encabezaban las dos columnas británicas —los buques que debían romper la línea de batalla francoespañola— quedarían expuestos al fuego enemigo durante casi media hora. Una de esas naves serla el Victory, el buque de Nelson. «Él confiaba en su liderazgo. El hecho de que él estuviera en primera línea haría que sus hombres atacaran con agresividad y valentía», indica Brian Lavery. Sus hombres estaban dispuestos a seguir a su comandante hasta las puertas del infierno si fuera necesario.

Mientras tanto, Villeneuve dudaba sobre qué hacer y, al final, decidió salir de Cádiz, donde estaba refugiada —y a salvo— la flota, en contra de los consejos de los almirantes españoles, que eran conscientes del peligro que suponía Nelson. Villeneuve tenía noticias de que iba a ser sustituido por el almirante Rosily al frente de la flota por un Napoleón harto de su inactividad. El temor de haber caído en desgracia ante los ojos del emperador le hizo salir del puerto de forma arriesgada y hacerse a la mar el sábado 19 de octubre, contra el consejo de sus expertos, buscando una hazaña que le asegurara en el puesto.

Avistados por la fragata inglesa Sirius, que mandó la señal de aviso de la salida de la flota enemiga, a primera hora de la mañana del 20 de octubre fue comunicada a Nelson la noticia que tanto esperaba: los buques enemigos estaban saliendo del puerto. A la mañana siguiente comenzaría la gran batalla.

EL LAMENTABLE ESTADO DE LA FLOTA ESPAÑOLA

La epidemia de fiebre amarilla que había azotado Andalucía poco antes de la batalla, había dejado a las naves españolas casi sin tripulantes. La mayoría de los marineros fueron reclutados a la fuerza y apresuradamente. Además, los buques españoles estaban antiguos y en un estado lamentable, hasta el punto de que algunos capitanes habían sufragado de su bolsillo las reparaciones y la pintura de sus barcos. «Esta escuadra hará vestirse de luto a la nación en caso de un combate, labrando la afrenta del que tenga la desventura de mandarla», escribió el mayor general Antonio de Escaño en su Informe sobre la Escuadra del Mediterráneo.

Incluso los altos mandos españoles habían expresado las nulas posibilidades en un enfrentamiento directo contra la flota inglesa, y propusieron esperar en el puerto el paso del invierno, mientras la armada británica se debilitaba en la mar mientras los bloqueaban y soportaban las tormentas de la estación invernal. Sin embargo, Villeneuve buscaba recuperar la confianza perdida de Napoleón con una gran victoria. Así que, muy a pesar de que Federico Gravina y otros altos mandos españoles, como Cosme de Churruca, al mando del navío San Juan Nepomuceno, o el general Cisneros, jefe del enorme Santísima Trinidad, mantuvieron fuertes discusiones con los franceses, el almirante Villeneuve decidió salir al mar en dirección sureste.

Al amanecer en el cabo de Trafalgar, de repente la niebla desapareció revelando la presencia de treinta y tres enormes buques aliados en línea frente a los veintisiete navíos ingleses. La nota francoespañola estaba a la vista. El retumbe de los tambores llamó a los hombres a sus puestos. Paseando por la cubierta, Nelson inspeccionó su barco, dando palabras de aliento a sus hombres.

«Una vez finalizados los preparativos, Nelson volvió a su camarote. Allí se arrodilló y escribió lo que pienso que es una de las mejores oraciones jamás escrita por un soldado», opina Colin White: «Que el gran Dios en quien confío conceda a mi país, para el beneficio de toda Europa, una gran y gloriosa victoria. Que ninguna mala conducta la ensombrezca y que tras ella sea la humanidad la característica predominante en la flota británica», escribió.

Había una cosa que verdaderamente preocupaba a Nelson. Según Colin White, «partía de la idea de que probablemente moriría en la batalla. Por la táctica que iba a emplear, sabía que él tendría que aguantar el fuego enemigo, e iba a estar en el ojo del huracán». Momentos antes de salir del alcázar del Victoria, Nelson escribió una carta dirigida a su hija Horatia y a Emma Hamilton. Durante los siete años que duró su relación, desde los lugares más dispares del mundo, había escrito de dos a cuatro cartas por día a su amada. Cientos de ellas aún se conservan en la actualidad y ésta sería la última.

A 11.35, Nelson llamó al oficial de señales y le dio el último mensaje para la flota. Fue comunicado empleando las banderas que pendían del mástil y de las vergas del Victory, y sería recordada como la más famosa señal de batalla en la historia de Gran Bretaña. El mensaje era: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber». Según el comandante Mike Cheshire, «esas palabras del almirante sirvieron para aumentar aún más la moral de sus hombres. Entre las tripulaciones la satisfacción fue enorme. Nelson había hablado con todos y cada uno de ellos».

Diez minutos antes del mediodía, los cañones franceses comenzaron a escupir fuego para fijar la distancia de alcance. Sin embargo, la manera de presentar batalla planteada por el francés no fue la más apropiada. En un día de vientos flojos, la flota combinada navegaba a sotavento, lo que también daba la ventaja a los ingleses, que avanzaban a favor del viento, logrando así mayor velocidad. Además, el almirante francés desplegó toda la flota en una sola línea. Nelson, aprovechando inteligentemente la dudosa maniobra de Villeneuve, agrupó la suya formando dos flechas certeras que romperían la línea de los aliados. Cada barco aliado se vería así atacado y obligado a combatir con dos o tres barcos ingleses y, lo que es peor, estaría cortado de todos los demás. Según los planes de Nelson, el Victory navegó hacia el corazón de la línea enemiga, hacia el buque insignia de Villeneuve, el Bucentaure.

Conscientes del peligro que suponían los hábiles tiradores franceses apostados en lo alto de los mástiles de las naves enemigas, los oficiales de Nelson le suplicaron que se quitara la chaqueta de su uniforme repleta de condecoraciones. Nelson rehusó. Quería que sus hombres le vieran orgullosamente erguido en el alcázar, tranquilo y ajeno a todo el horror que pudiera rodearle. Al ir acercándose a los barcos enemigos, Nelson permaneció en cubierta extrañamente ajeno. Sabía que iba a encontrarse con su destino: la existencia misma de Gran Bretaña como una nación libre estaba en juego.

UN COMBATE BRUTAL Y SANGRIENTO

La nave española Santísima Trinidad y la francesa Bucentaure abrieron juntas fuego sobre el almirante inglés, ocasionándole bastantes bajas. Una bala de cañón destruyó el alcázar matando al secretario de Nelson, Scott, que estaba junto a capitán del Victory, Thomas Hardy. «El barco navegaba entre los costados de cinco buques franceses y españoles. En total había más de ciento cincuenta cañones disparando sin cesar. Una tormenta de humo y fuego caía sobre el Victory a una vertiginosa velocidad», señala Colin White.

Poco después, un tiro de palanqueta del Santísima Trinidad dio de lleno en el alcázar del buque insignia británico matando a ocho marineros y destruyendo su timón, además de hacerle perder el palo de mesana. A partir de ese momento, a lo largo del resto de la batalla, tendría que ser maniobrado desde abajo, mediante cuarenta hombres que tiraron de cabos. Abajo, en las baterías de cubierta, decenas de marineros yacían muertos junto a los humeantes cañones, mientras sus compañeros seguían luchando.

En medio del caos, el humo y la exaltación, el almirante Nelson y el capitán Hardy paseaban tranquilos por la cubierta del barco, cuando «una nube de metralla voló entre los dos hombres, arrancando la hebilla del zapato del capitán. Nelson se dio cuenta de que Hardy no estaba herido, sonrió y bromeó: “Un trabajo demasiado bueno para que dure mucho tiempo”», cuenta White.

Las columnas británicas consiguieron romper la línea francoespañola, atacando por la retaguardia y desarbolando rápidamente la nota rival, que equivocó también las maniobras de giro. Cuando la batalla alcanzaba su momento trascendental, el Victory dirigió la carga pasando justo al lado del Bucentaure. En ese momento, el barco inglés empezó a disparar contra el del enemigo destrozándolo de proa a popa y convirtiendo al buque insignia de la flota aliada en un matadero. Villeneuve sobrevivió pero ya sabía que todo estaba perdido.

El Victory se alejó del Bucentaure y se dirigió a otro barco cercano, el Redoutable, de setenta y cuatro cañones y con tres compañías de infantería de marina a bordo, comandado por el capitán Jean-Jacques de Lucas. Según explica Brian Lavery, este capitán «tenía una visión poco corriente de las tácticas navales. Prefería el empleo de armas pequeñas, como los mosquetes, a grandes cañones. Su plan era utilizarlas para alejar a los hombres de la cubierta del Victory y, acto seguido, abordar el barco». Así, los tres capitanes de infantería ordenaron a sus tiradores de primera en el aparejo y a sus infantes que se dispusieran a combatir a golpe de fusilería.

A las 13.15, en el punto culminante de la batalla, Nelson aún permanecía en el alcázar observando tranquilamente todo lo que acontecía. El Victory y el Redoutable se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Tan próximos estaban el uno del otro que sus vergas quedaron enredadas. En lo alto de uno de los mástiles del barco francés, un francotirador observó a Nelson a muy corta distancia. Apuntó y disparó. La bala encontró su objetivo y Nelson cayó gravemente herido sobre la cubierta. «La bala le dio en el hombro izquierdo, atravesó uno de sus pulmones rompiéndole la espina dorsal y quedó alojada en su espalda, justo debajo del hombro derecho. El capitán del Victory se apresuró a acercarse y le oyó decir: “Por fin han acabado conmigo, Hardy”». Mientras Nelson agonizaba en la bodega desangrándose en manos del cirujano Beatty, la batalla continuaba.

El Redoutable había conseguido diecinueve muertos y veintidós heridos en su particular confrontación. La situación desesperada del Victory cambió con la ayuda del navío Temeraire de noventa y ocho cañones que había conseguido llegar a estribor del barco francés. La artillería de la flota británica comenzó a disparar sin cesar. Sobre el agua flotaban los cadáveres de los marineros. El Redoutable finalmente se rindió al Victory con 487 muertos y 81 heridos de un total de 643 tripulantes.

La falta de pericia de las tripulaciones aliadas fue suplida por un valor que sorprendió a los británicos, que se encontraron en algunos casos con una resistencia feroz. Sólo hubo cuatro navíos, al mando del francés Dumanoir, que huyeron al ver que la batalla estaba perdida, prácticamente sin luchar. El resto de los navíos de la flota francoespañola combatió heroicamente hasta el final.

El Bucentaure fue atacado por el Victory, el Temeraire y el Neptune y, más tarde, por el Leviathan y el Conqueror, sin que un solo buque francés acudiera a su auxilio. Lo mismo ocurrió con el Santísima Trinidad, el cual había sido rodeado por hasta cinco navíos británicos que en un principio creyeron que era el insignia de la flota. Los barcos de la escuadra francoespañola comenzaron a hundirse lentamente.

A última hora de la tarde, el Príncipe de Asturias enarboló la señal de retirada. Después, el comandante en jefe de la flota combinada, el almirante Pierre Villeneuve, arrió la bandera de su buque insignia. La tripulación del Victory empezó a celebrar el triunfo desde cubierta. El capitán bajó a informar del triunfo a su almirante. «¿Cómo nos ha ido el día?», preguntó Nelson a Hardy.

La escena de lo que aconteció nos la narra Colin White: «Habían hundido ya quince o dieciséis buques y Hardy bajó a comunicárselo a Nelson, que ya estaba muy débil, y llegó el famoso momento de la despedida. Cuando Hardy estaba a punto de salir de la bodega, Nelson dijo: “Bésame, Hardy”, y el capitán le besó en la frente. Miró hacia la cama pensando que probablemente seria la última vez que vería con vida a Nelson y, de nuevo, le besó en la mejilla. Nelson semiinconsciente le dijo: “Dios te bendiga, Hardy”». Sus últimas palabras fueron: «Recordad que dejo a la señora Hamilton y a Horatia, mi hija, como un legado a mi país. Nunca olvidéis a Horatia. Doy gracias a Dios por permitirme acabar mi vida cumpliendo con mi deber». Su voz se fue apagando y después de un débil estremecimiento expiró sin un gemido.

El capitán Hardy registró este mensaje en el cuaderno de bitácora del buque: «Algunos disparos continuaron hasta las 4.30. Tras haber informado de la victoria al honorable lord Nelson, comandante en jefe, éste murió a causa de sus heridas».

La táctica que daba ventaja numérica a los ingleses hizo que poco a poco los buques de la flota combinada fuesen cayendo bajo el fuego británico. Además, la formación en línea de la flota francoespañola no fue tal línea, quedando varios navíos mal colocados y sin poder entrar en combate. La batalla llevaba poco más de quince horas, cuando el navío francés Achule estalló. Todo había acabado para la nota francoespañola. El Santísima Trinidad, con sus ciento treinta y ocho cañones, uno de los objetivos de Nelson por ser el mayor buque jamás construido, se fue a pique esa noche mientras era remolcado por otros tres barcos ingleses.

COMIENZO DE LA DECADENCIA ESPAÑOLA

Trafalgar supuso una victoria histórica para los británicos. En total la escuadra francoespañola perdió dieciocho buques capturados por los británicos, quienes no perdieron ningún barco, aunque la mayoría fueran dañados durante la confrontación. Casi todas las naves españolas capturadas se hundieron, por no anclarlas, durante una tormenta desencadenada poco después de la contienda. Sólo se salvaron tres navíos españoles y en un estado verdaderamente precario pudieron llegar a Gibraltar. Y es que, durante casi una semana, la tempestad que azotó la costa de Cádiz fue peor que el combate.

Según está recogido en numerosos documentos de la época, el pueblo de Cádiz se volcó con los náufragos que iban llegando a la costa, algunos incluso a nado, sin importar su nacionalidad. Los supervivientes fueron acogidos en sus humildes viviendas, sin mirar su procedencia, ya fueran ingleses, franceses o españoles. Hasta el almirante Collingwood —quien tomó el mando de la flota británica a la muerte de Nelson— consignó en sus memorias la generosidad de los gaditanos con estas palabras: «Jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien, equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad».

Los barcos británicos también lograron llegar al Peñón pero en un estado lamentable y casi todos desarbolados de uno o varios palos. El Victory, que había recibido ochenta cañonazos en sus costados, tenía el palo mayor y el mástil de proa destrozados, estaba acribillado por las balas de los mosquetes y con la cubierta aún manchada de sangre, fondeó a duras penas en Gibraltar, con el cuerpo del almirante a bordo.

Seis mil hombres resultaron muertos o heridos en la batalla. Los franceses sufrieron la mayor parte de las bajas aliadas con 2218 muertos y 1155 heridos, mientras que los ingleses sólo tuvieron que lamentar cuatrocientas bajas. Los españoles tuvieron 1022 muertos y 1383 heridos. La mitad de los muertos españoles correspondieron a las tripulaciones de sólo tres navíos: el Santísima Trinidad con cerca de trescientos, el San Juan Nepomuceno con unos doscientos y el Santa Ana con casi cien muertos.

Veinte mil marineros fueron tomados prisioneros. Muchos españoles, la mayoría oficiales, y la mayor parte de los franceses, fueron llevados a Inglaterra. Los españoles fueron posteriormente liberados, bajo la promesa de no volver a luchar junto a las tropas de Napoleón. En cambio, gran parte de los franceses se pasaron todas las guerras napoleónicas hacinados en sórdidos pontones británicos, en los que morían en masa por las duras condiciones de su cautividad.

La batalla no sólo supuso la desaparición de tantos marinos y de Nelson. No están muy claras las causas de la muerte de Villeneuve, pero oficialmente se suicidó al poco tiempo por no poder soportar el peso de la derrota.

El comandante en jefe de la escuadra española, Federico Gravina —quien se opuso tenazmente a la acción bélica contra los ingleses, consciente de las limitaciones de la flota española, pero obedeció a los deseos de la corte de Madrid—, murió en Cádiz meses después como consecuencia de las heridas sufridas en combate en su brazo izquierdo. De los comandantes de los buques españoles además cayeron: Cosme Damián Churruca de Elorza, del San Juan Nepomuceno Dionisio de Alcalá Galiano del Bahama y el comandante del Montañés, Francisco Alcedo y Bustamante. En total, según el parte firmado por el general Escaño el 15 de noviembre de 1805, el número de bajas entre los mandos españoles fue de treinta y cinco jefes y oficiales muertos y treinta y uno heridos.

Trafalgar también supuso que las esperanzas de Napoleón de invadir Inglaterra fueron completamente anuladas. La derrota que la flota combinada sufrió afianzaría su posición en el continente, ya que al desistir de su idea de invadir Inglaterra, dirigió sus ansias de conquistas hacia Europa del Este (véase el capítulo 14). Además de las pérdidas materiales, los franceses quedaron abrumados psicológicamente y la confianza en su capacidad naval se hundió durante décadas. Claro que las victorias de Napoleón en tierra firme les hicieron sobrellevar mejor el descalabro que a los españoles.

Para muchos historiadores Trafalgar representó para España algo más que una batalla naval perdida. Fue la confirmación de la decadencia de España. A partir de entonces no pudo defender sus intereses de ultramar —indefensos ante cualquier agresión británica— y significó que todos los esfuerzos del primer ministro Godoy, encaminados a dotar a España de una poderosa flota de guerra, se fueran al traste. «Aquello dejó bien clara la supremacía naval de Gran Bretaña. Ya nadie podía dudar de que la marina británica sería la que dominaría los mares del mundo. Y así siguió siendo durante muchas décadas», indica Brian Lavery. Gran Bretaña dominaría los mares, sustituyendo definitivamente a España en esa posición, hasta bien entrado el siglo XX, sólo puesta en cuestión por Alemania durante la Primera Guerra Mundial.

MUERTE DE UN GUERRERO INGLÉS

El 6 de noviembre de 1805, antes de la llegada del cuerpo de Nelson, las salvas de los cañones de la Torre de Londres anunciaron a la ciudad la noticia de la victoria en Trafalgar frente a españoles y franceses y de la muerte de su almirante más admirado. Para todos los británicos este momento de triunfo quedó ensombrecido por la pérdida de su héroe nacional. Los restos de Nelson fueron enviados a Inglaterra a bordo del Victory, una vez que el barco fue reparado en Gibraltar. El traslado de su cadáver estuvo rodeado de una leyenda que aún perdura. El recibimiento en Gran Bretaña fue apoteósico. Ni los funerales reales han sido tan sentidos.

Su funeral de Estado emocionó a todos. Al paso de la barca que transportaba el féretro con el cuerpo de Nelson por las aguas del Támesis, todos los navíos, buques y embarcaciones arriaron sus banderas. Al mediodía siguiente se emprendió una nueva marcha y al paso del carruaje fúnebre, las multitudes, descubiertas en señal de respeto, estaban tan silenciosas que un testigo describió que «sólo se oía como el murmullo procedente del lejano mar». Sus restos mortales recibieron sepultura en la catedral de San Pablo de Londres. El pueblo le acompañó hasta su última morada. De hecho, aquella ceremonia constituyó una especie de desagravio frente a la corte que había menospreciado al héroe por su romance con lady Hamilton.

Mientras Inglaterra adoraba la memoria de su héroe caído, no supo respetar su última voluntad y sus ruegos antes de morir fueron desdeñados. «Nelson había dejado escrito en su testamento que la mitad de su dinero estaba destinado a lady Hamilton, y la otra mitad a lady Nelson. Sin embargo, el primer ministro británico no lo permitió porque no le parecía bien que la mitad de la fortuna de un héroe nacional fuera a parar a su viuda legal y la otra a una “furcia” llamada Hamilton, y prohibió que se lo dieran», recuerda Mike Cheshire. Por el contrario, su esposa, Francés Nisbet, y sus hermanas fueron beneficiadas con elevadas pensiones a cargo del Estado, pese a que Nelson se había separado hacía años.

A Emma Hamilton ni siquiera se la permitió asistir al funeral por mantener una relación adúltera con el héroe. «Tan pronto como murió Nelson, todos los que la habían adulado cuando él vivía fueron abandonándola. De hecho acumuló numerosas deudas y estuvo en prisión por ese motivo. Murió profundamente afligida e infeliz. Es una historia trágica y una mancha en la reputación de Gran Bretaña. Creo que deberían haber cuidado de ella, aunque sólo fuera por respeto a la figura de Nelson», afirma Colin White.

Los acreedores se apoderaron de la mansión de Merton y de todo lo que contenía, desde el sable de honor de Nelson hasta el pequeño tamborcillo que el almirante había regalado a su hija Horatia el día de su bautismo. Acorralada por las deudas, Emma Hamilton fue encarcelada entre 1813 y 1814. Murió arruinada en el exilio, en Calais (Francia), al año siguiente. Tenía cincuenta años y habían transcurrido diez desde la muerte de Nelson.

En el parque Richelieu, próximo al lugar donde estuvo su tumba en Calais, se levanta el único monumento a su memoria: un obelisco erigido a iniciativa de la Nelson Society y al cuidado del Club 1805, dedicado a la conservación de los numerosos monumentos dedicados al almirante. A poco más de cien kilómetros y desde muchos años antes, desde 1844, la estatua de Nelson preside la plaza de Trafalgar, nombrada así en recuerdo del gran almirante, en el corazón de Londres, y su nave Victory restaurada permanece todavía en Portsmouth. Grabada sobre la rueda de su timón, puede leerse la frase que transmitiera Nelson a la escuadra británica antes de empezar el combate.

En la Marina Real británica la leyenda de Nelson aún está viva. Todos los 21 de octubre —el día de Trafalgar—, marineros y oficiales elevan sus copas para brindar en recuerdo del hombre que devolvió el orgullo a la armada británica y en honor a este gran estratega que, convencido de que servía a una causa justa, luchaba hasta el final bajo la consigna de que las acciones más audaces son las mejores.