Fecha: 13 de agosto de 1704.
Fuerzas en liza: Ejército franco-bávaro frente a las fuerzas de la Gran Alianza, formada por Inglaterra, Austria, las Provincias Unidas, Prusia, Dinamarca, Hesse y Hannover.
Personajes protagonistas: El duque de Marlborough y el príncipe Eugenio de Saboya. El duque de Tallard y el conde de Marsin.
Momentos clave: El ataque al fuerte de Schellenberg para conseguir un paso seguro en el Danubio.
Nuevas tácticas militares: Fue la primera vez, desde las reformas de Louvois en el siglo XVII, que un gran ejército francés resultó derrotado en toda la línea.
En pleno corazón de Europa, en el pueblo de Blenheim, a orillas del Danubio, en Baviera, las fuerzas de la Gran Alianza, al mando del duque de Marlborough y el príncipe Eugenio de Saboya, acabaron con las apetencias del rey francés de dominar Europa. Esta batalla, englobada en la guerra de Sucesión española —en la que varios candidatos se disputaron, durante más de una década, la sucesión al trono de España tras la muerte de Carlos II—, supuso un cambio importante en el mapa europeo de entonces. Austria se anexionó los Países Bajos españoles, Nápoles y Milán. Saboya, transformada en reino, obtuvo Niza y Sicilia. Inglaterra, la gran beneficiada, recibió de Francia la Nueva Escocia, Terranova y los territorios del Hudson y obtuvo de los españoles Menorca y Gibraltar, convirtiéndose en la potencia hegemónica mundial durante varios siglos. Todo a cambio de que el rey Borbón Felipe V se quedara, al fin, con el trono de España.
En 1701, Europa occidental se enzarzó en una nueva guerra. Por impulso de Guillermo III de Inglaterra y el emperador Leopoldo II, las Provincias Unidas (ahora Países Bajos), la mayoría de los estados alemanes, Portugal y Saboya formaron una gran alianza contra Francia y España para impedir que los Borbones ocuparan el trono español. En pocos años, era la segunda vez que se aliaban contra los galos. Ya en 1686 formaron una coalición Austria, Baviera, Brandeburgo, el Sacro Imperio Romano Germánico, Inglaterra, los Países Bajos, el Palatinado, Portugal, Sajonia, España y Suecia para intentar frenar la expansión francesa en el Rin, enfrentándose en la guerra de los Nueve Años (1688-1697).
Aunque la paz llegó con la firma del tratado de Rijswijk, el 20 de septiembre de 1697, la rivalidad entre Guillermo III de Inglaterra y Luis XIV de Francia volvería a ser patente en la guerra de Sucesión española, en 1701. Después de tres años de lucha, la batalla de Blenheim, según la historiografía inglesa, o de Höchstädt, para los alemanes, supuso la mayor derrota de Francia en cuatro décadas, hizo que Baviera abandonara la guerra y acabó con las aspiraciones del rey francés de dominar Europa, extendiendo su poder de España a los Países Bajos y de Alemania a Italia. El enfrentamiento de los cuatro ejércitos y otras tantas naciones costó más de cuarenta mil vidas de ambos bandos. Los grandes triunfadores fueron John Churchill, duque de Marlborough, y Eugenio de Saboya, que salvaron Viena, amenazada por el enemigo franco-bávaro desde hacía un año.
LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA
El chispazo que encendió la llama de la guerra se produjo en 1700 tras la muerte en España del último rey de la casa de Habsburgo, Carlos II, conocido con el sobrenombre de «El Hechizado». La sucesión de este rey —raquítico, enfermizo, estéril y de corta inteligencia— ya se había convertido en una cuestión internacional antes de su muerte, al aspirar a tan goloso puesto distintas dinastías europeas. La herencia de la corona española era cuantiosa. Carlos II no sólo era rey de España, sino también de Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los Países Bajos españoles (Bélgica) y un gran imperio colonial, hasta un total de veintidós entes territoriales.
Tanto Luis XIV —el poderoso Rey Sol de Francia— como el emperador Leopoldo I de Habsburgo estaban casados con infantas españolas, hijas de Felipe IV; además, las madres de ambos eran hijas de Felipe III, por lo que ambos tenían derechos a la sucesión española. Así que los Borbón y los Habsburgo —franceses y austríacos— comenzaron a posicionarse para hacerse con las vastas propiedades españolas.
La madre de Luis XIV era Ana de Austria y estaba casado con María Teresa de Austria, hermana mayor de Carlos II. Al estar primeras en la línea sucesoria su madre y esposa, por ser hijas mayores, le correspondía la sucesión. Sin embargo, en el tratado de los Pirineos de 1659, en el que se acordó la boda entre Luis XIV y María Teresa, existía una cláusula en la que Luis XIV renunciaba al trono de España para sus sucesores a cambio de una compensación de medio millón de escudos de oro. España jamás pagó este dinero; por tanto, Luis mantenía el derecho al trono por ser su posición superior.
En virtud de sus lazos familiares, Luis XIV reivindicó para su hijo primogénito, el delfín de Francia, llamado «el Gran Delfín», la corona española. Pero como heredero también al trono francés, la reunión de ambas coronas bajo un mismo rey —más aún francés— ponía en peligro los intereses de Inglaterra y Holanda. El reinado de un Borbón en España rompería el equilibrio geopolítico en Europa, por lo que había que frenar una vez más las aspiraciones políticas de Francia.
La larga disputa entre Inglaterra y Francia se arrastraba desde 1688, cuando Jacobo II, el último rey Estuardo de Inglaterra, fue destronado en la «Revolución Gloriosa». Le sucedió el holandés Guillermo de Orange, casado con María Estuardo, lo cual proporcionó a los ingleses el apoyo de los holandeses —acérrimos enemigos tan sólo unos años antes— contra Luis XIV de Francia. La rivalidad se extendía a ultramar, donde había un clima de enfrentamiento entre ingleses y franceses en Norteamérica. Fue la llamada guerra de los Nueve Años, en la que, en general, dominaron las tropas francesas.
Por su parte, a Francia no le convenía que se renovara la unión dinástica entre España y Austria, ya que de nuevo quedaría cercada por sus extremos y amenazada de mantener posibles guerras en dos frentes, como le había sucedido durante dos siglos.
Entonces, movidos por el rey francés y para evitar una alianza hispano-alemana, se firmó, a espaldas de España, en La Haya, el Primer Tratado de Partición (1698), por el que se repartían los dominios españoles en tres partes. Al nieto de Leopoldo I, José Fernando de Baviera —hijo del elector de Baviera, Maximiliano Manuel, y de la archiduquesa María Antonia, nieta de Felipe IV de España—, se le adjudicaban los reinos peninsulares, con excepción de Guipúzcoa, además de Cerdeña, los Países Bajos españoles y las colonias americanas. El Milanesado correspondería al archiduque Carlos —el primo austríaco del rey español, segundo hijo de emperador Leopoldo I y sobrino del rey Felipe IV—. Al primogénito de Luis XIV el delfín de Francia, le corresponderían Nápoles, Sicilia y Toscana.
Enterado del pacto y empeñado en que el Imperio español no se dividiera, Carlos II nombró al pequeño José Fernando como sucesor, legándole toda la herencia en solitario. Sin embargo, José Fernando murió de viruela antes que Carlos (por aquel entonces circuló el rumor de que fue envenenado siguiendo instrucciones de Versalles). El conflicto de la sucesión resurgía.
La corte española insistió en su postura de mantener unidos todos los reinos patrimoniales de los Austrias, así que Carlos II hizo un nuevo testamento en el que dejaba su corona a su sobrino nieto, Felipe de Anjou, hijo de Luis, el Gran Delfín, y nieto de Luis XIV, quien decidió entonces romper un segundo acuerdo que había firmado con los Habsburgo y respaldar a su nieto. Carlos II unía los destinos de España a su tradicional enemiga, convencido de que el poder militar francés mantendría su imperio unido.
Cuando Carlos murió, el 1 de noviembre, Felipe, duque de Anjou, fue proclamado Felipe V, rey de España, algo que al principio pareció ser aceptado, más o menos a regañadientes, por el resto de las potencias europeas —salvo, evidentemente, Austria que seguía apoyando a su candidato—, pero pronto se iniciaron las hostilidades. De esta forma, la sucesión española se transformó en motivo de discordia durante trece años, rivalidad que llegó a varios campos de batalla: Luzzara (1702), Portugal (1704), Blenheim (1704), Ramillies (1706), Oudenaarde (1708), Malplaquet (1709)… Además de en España, donde se convirtió en una guerra civil entre los reinos de Aragón y Valencia y el principado de Cataluña —partidarios del archiduque Carlos— y la Corona de Castilla y los territorios forales (Provincias Vascongadas y reino de Navarra), que permanecieron fieles a Felipe V.
FELIPE V, EL REY EN DISCORDIA
Cumpliendo con lo dispuesto en el testamento de Carlos II, Felipe, duque de Anjou, fue proclamado en 1701 rey de España. Tenía diecisiete años. El 18 de febrero de 1701 llegaba a Madrid, donde era bienvenido por el pueblo.
Aunque en el testamento del difunto Carlos II había una cláusula por la que se le obligaba a renunciar a la sucesión de Francia, su abuelo Luis XIV, al poco tiempo de ser coronado, hizo saber que mantenía los derechos sucesorios de su nieto a la corona de Francia. Al mismo tiempo, las tropas del Rey Sol comenzaron a establecerse en las plazas fuertes de los Países Bajos españoles, incapaces de defenderse. Holanda consideró estos movimientos de tropas como una amenaza (Francia y Holanda habían estado en guerra entre 1672 y 1678).
Por si esto no fuera suficiente para granjearse la rivalidad de Inglaterra, Luis XIV dejó de reconocer al rey Guillermo III, y tras la muerte de Jacobo II reivindicó al hijo y heredero de éste, Jacobo Francisco Estuardo (conocido como «el Viejo Pretendiente») como rey de Inglaterra e Irlanda.
Todas estas acciones fueron consideradas una provocación por el resto de las potencias europeas. La reacción no se hizo esperar: Holanda e Inglaterra se unieron al emperador Leopoldo y se comprometieron a otorgar la corona de España al archiduque Carlos y continuar así la dinastía de los Habsburgo.
Con tal fin se formó la segunda coalición internacional, a través del tratado de La Haya de septiembre de 1701. En junio de 1702, Austria, Inglaterra, Holanda y Dinamarca declaraban la guerra a Francia y España, pese a que desde el año anterior ya habían ocurrido varias escaramuzas entre ambos bandos. Portugal se unió a la alianza en mayo de 1703 y poco después Saboya; ambos buscaban obtener ganancias territoriales en España e Italia.
La campaña de Italia en 1701-1702 y el posterior enfrentamiento en Cádiz de la escuadra angloholandesa del almirante Rooke con las tropas andaluzas del marqués de Villadarias, fueron las primeras acciones militares de una guerra que se prolongó durante trece años en diferentes frentes.
Ambos bandos se enfrentaron por primera vez en Italia, donde Felipe V conservaba amplias posesiones, entre ellas el valioso ducado de Milán. A finales de 1701, el príncipe Eugenio de Saboya, al mando de las tropas austríacas, derrotó en las batallas de Carpi y de Chiari a las tropas francesas que defendían el norte de Italia. A comienzos de 1702 los triunfos austríacos en Italia prosiguieron, pero Francia mandó a la zona a uno de sus mejores militares, el duque de Vendóme, el cual rechazó a los austríacos hacia el norte. Después, las tropas austríacas se lanzaron contra la ciudad de Cremona, en Lombardía.
La alianza francesa con Maximiliano II, elector de Baviera, permitió a Luis XIV abrir un nuevo frente en la zona de Alemania. Así que ordenó a sus ejércitos cruzar el Rin para reunirse en Suabia con las tropas bávaras y juntos derrotar a los imperiales de Leopoldo I de Austria. Los franceses se encontraron en su camino al ejército del Sacro Imperio Romano Germánico, al mando de Luis Guillermo de Baden-Baden, margrave de Baden-Baden, y el 14 de octubre de 1702 se enfrentaron en la batalla de Friedlingen. En esta ocasión «aunque ningún bando pudo derrotar al otro, estratégicamente impidió que los franceses cumplieran su objetivo», explica el historiador Marco Antonio Martín García. Así que los franceses tuvieron que retroceder y volver a cruzar el Rin camino de su país. El fracaso galo se compensó con la ocupación del ducado de Lorena y de la ciudad de Tréveris por parte del mariscal Tallard.
Entonces Felipe V decidió participar personalmente en la guerra y se embarcó rumbo a Nápoles, donde en un mes pacificó el reino de las Dos Sicilias y lo añadió a su causa. Después viajó a Milán para reunirse allí con el duque de Vendóme y sus aliados franceses. El ejército francoespañol derrotó a la coalición, dirigidos por el general Visconti, en la batalla de Santa Vittoria. Tras reorganizarse, los aliados se enfrentaron de nuevo a los españoles en la batalla de Luzzara, que acabó con numerosas bajas en ambos bandos.
El mar enseguida fue fundamental en la confrontación. Inglaterra y Holanda eran dos potencias marítimas y, en 1702, tenían su interés en el comercio de Indias. El control del tráfico con América era prioritario para estos dos países, por lo que enviaron una poderosa fuerza expedicionaria, que en agosto de 1702 fondeaba amenazante ante Cádiz. Un ejército aliado de catorce mil hombres desembarcó cerca de Cádiz en un momento en que no había casi tropas en España. Sorprendentemente, los aliados fueron rechazados, obligados a reembarcarse y a abandonar la Península.
Mejor suerte tuvieron los aliados el 23 de octubre de 1702, en la batalla de Rande o batalla de Vigo, donde las escuadras de la coalición angloholandesa, dirigida por George Rooke, vencieron a la flota francoespañola, en el momento en que los galeones españoles estaban cargados con el mayor envío que se conocía de tesoros procedentes de América. «Hasta nuestros días han llegado las numerosas leyendas que se tejieron en torno a los fabulosos tesoros supuestamente hundidos con los galeones de la Carrera de Indias», señala el historiador Manuel Touron Yebra. Según parece, la mayoría del oro ya había sido desembarcado cuando comenzó la batalla naval.
PORTUGAL SE UNE A LA GRAN ALIANZA
Tras su lograda experiencia bélica —aunque no fue decisiva, le sirvió para ganarse el aprecio de los soldados y del pueblo español—, Felipe V volvía a España en enero de 1703, para hacerse cargo personalmente de la situación en la Península, ya que comenzaba la lucha en la frontera portuguesa.
A los francoespañoles no les había ido mal en Italia, pero el brillante general inglés John Churchill, duque de Marlborough —cuya pronunciación para los españoles le convirtió en el Mambrú que se fue a la guerra de la rima que inventaron los soldados franceses y que acabó en canción infantil—, no dejaba de ganarles en los Países Bajos españoles, en los que conquistó las plazas de Raisenwertz, Vainloo, Rulemunda, Senenverth, Maseich y Lieja. Además tomó la fortaleza francesa de Landau en Alsacia. En el otro bando, Maximiliano 11, elector de Baviera, se hacía con las ciudades austríacas de Ulm y Memmingen.
Por aquel entonces, el rey Pedro II de Portugal ya se había unido a la Gran Alianza (mayo de 1703), lo que permitió a los aliados desembarcar sus ejércitos en la península Ibérica. El 4 de mayo de 1704 el archiduque Carlos de Austria desembarcó en Lisboa dispuesto a reclamar su trono invadiendo España desde la frontera entre Portugal y Extremadura. Entonces entró en acción el duque de Berwick, hijo ilegítimo de Jacobo II de Inglaterra y de Arabella Churchill, hermana del famoso Marlborough; nacionalizado francés, fue ascendido a mariscal de Francia después de su acertada expedición contra Niza en 1706. Previamente, este brillante y valeroso militar se había encargado de cerrar el paso del archiduque derrotándolo. Sin embargo, la nota del almirante George Rooke, que llevaba embarcado al ejército aliado del príncipe de Darmstadt y había fracasado intentando desembarcar en Barcelona, se dirigió al sur y tomó el enclave estratégico de Gibraltar, que se ha mantenido en manos inglesas hasta la actualidad.
A estas alturas, la guerra de Sucesión era un conflicto internacional, pero también una contienda interna. Felipe V tuvo que defender sus derechos en España, donde la mayoría le apoyaba, a excepción de Valencia, Aragón y Cataluña. Y es que los estados de la Corona de Aragón temían perder sus fueros en caso de que los Borbones reformaran y centralizaran la monarquía española como había hecho Luis XIV en Francia. El resto de España, en cambio, mantuvo la lealtad a su señor natural, teniendo por tal al que había sido designado por Carlos II en su testamento, proclamado por las Cortes y que ya había tomado posesión de su trono en Madrid. En la época de las monarquías absolutas, esos sentimientos de lealtad de los súbditos hacia el rey, fuera como fuese éste, eran la norma general.
Mientras la guerra continuaba en la península Ibérica, en el frente de los Países Bajos y Alemania, el duque de Marlborough continuaba su avance tomando las ciudades de Bonn y Huy. En esos días, los franceses también se apuntaron algún tanto, el mayor en el Danubio, donde el mariscal Villars y el elector de Baviera sometieron, en 1703, a una amenaza directa a Viena, capital del imperio, que estuvo a punto de caer en sus manos, lo cual hubiese significado el fin de la Gran Alianza. En este aspecto, entre tantos avances y retrocesos de tantos ejércitos y en tantas batallas, Blenheim adquiere su gran relevancia.
LA ESTRATEGIA DE UN BRILLANTE HOMBRE DE ARMAS
En 1704 la situación de los aliados, con Viena asediada por los franceses, a lo que se unía la revuelta del príncipe Rácóczi en Hungría y el norte de Italia con riesgo de ser invadido por los galos al mando del duque de Vendóme, era crítica, en especial en el Danubio. Había que conseguir una rápida derrota del elector de Baviera, antes de que los franceses recibieran los refuerzos del duque de Tallard.
En la localidad bajo control francés de Blidenheim, que en inglés se denominó Blenheim, se encontraron frente a frente los franceses que avanzaban sobre Viena y sus oponentes. El duque de Marlborough estaba al mando de las tropas inglesas, holandesas y alemanas. Marlborough —que ya había servido a tres reyes ingleses: Jacobo Estuardo (quien reinó como Jacobo II de 1685 a 1688), Guillermo de Orange (Guillermo III, de 1689 a 1702) y su cuñada, la reina Ana I (segunda hija del rey Jacobo II, reina de 1702 a 1714)— realizó una maniobra de engaño que a la larga le daría buenos resultados.
Marlborough sabía que el Imperio austríaco de Leopoldo I, presionado en su frente occidental por franceses y bávaros y en el oriental por los rebeldes húngaros, estaba cansado de luchar y a punto de abandonar la alianza. Así que, para poder continuar con el apoyo de Austria en la guerra y frenar el avance del príncipe elector de Baviera, lo primero que debía hacer era enviar refuerzos al teatro de operaciones del Danubio; para ello decidió prescindir de sus otros aliados, los holandeses.
El 19 de mayo, el duque de Marlborough partió de Bedburg, en los Países Bajos españoles. Primero dirigió las tropas hasta el valle del río Mosela, según el plan aprobado por La Haya, pero una vez allí, abandonó a los neerlandeses y continuó en solitario hasta enlazar con los austríacos en el sur de Alemania. Baviera se había apartado de la coalición antes de comenzar la guerra de Sucesión y Marlborough pensó que la mejor manera de que volviese a la Gran Alianza era una negociación desde una posición de poder, después de haber derrotado a la coalición francobávara, en el campo de batalla.
El elector Maximiliano II comenzó a temer que el principal objetivo del inglés fuese Baviera. Las posibilidades eran que Marlborough atacase Donauwörth o Augsburgo, puntos estratégicos para la Gran Alianza. Los franceses también se dieron cuenta de que el verdadero objetivo del duque no era el Mosela, pero creyeron que tendría lugar una incursión aliada en Alsacia o, tal vez, un ataque a la ciudad de Estrasburgo. Así que el mariscal Villeroi se marchó a ayudar a Tallard en la defensa de Alsacia, dejando, sin saberlo, que Marlborough continuara su marcha hacia el Danubio.
En cinco semanas los hombres de Marlborough recorrieron cuatrocientos kilómetros. En su camino se le unieron los refuerzos imperiales del margrave de Badén, en Launsheim. Su fuerza entonces ascendía a ochenta mil soldados.
Cuando los franceses Tallard y Villeroi descubrieron el objetivo de Marlborough ya era tarde. Prepararon rápidamente un plan para salvar Baviera, pero cualquier cambio de directriz debía ser aprobado por Versalles. El nuevo plan no fue autorizado por Luis XIV hasta el 27 de junio. Ahora el duque de Tallard, con unos treinta y cinco mil soldados, debía unirse, atravesando la Selva Negra, al ejército del elector y del conde de Marsin, con otros cuarenta mil hombres. El mariscal Villeroi debía atacar a las tropas aliadas que habían tomado posiciones en Stollhofen. La protección de Alsacia corría a cargo del teniente general Coignies, con un ejército de tan sólo ocho mil soldados.
EL ATAQUE A LA COLINA DE SCHELLENBERG
El 2 de julio, en torno al fuerte Schellenberg, que dominaba la ciudad amurallada de Donauwörth, en la confluencia de los ríos Danubio y Wörnitz, en Baviera, Marlborough se enfrentó una vez más contra las fuerzas francobávaras. El italiano conde D’Arco y su lugarteniente, el marqués de Maffei, estaban al mando de los franceses; los bávaros estaban bajo las órdenes el conde de Marsin. El elector no estaba presente, sino que tenía su campamento en la ciudad amurallada de Augsburgo.
El fuerte estaba defendido por doce mil hombres, al tiempo que se esperaba la llegada del duque de Tallard, quien se retrasaba atravesando la Selva Negra con sus treinta y cinco mil hombres y sus ocho mil carros de provisiones. Para no perder tiempo, Marlborough, en lugar de sitiarlo, planeó un asalto frontal que ordenó al general holandés Van Goor. Tras tres asaltos, en poco más de dos horas les habían vencido. A los hombres de D’Arco no les había dado tiempo de completar las ruinosas defensas del antiguo fuerte, construido por el rey Gustavo Adolfo de Suecia durante la guerra de los Treinta Años.
Con esta victoria, el duque de Marlborough abrió un paso seguro para los suministros del ejército aliado a través del Danubio, algo imprescindible para una larga campaña. Mientras, para el elector la batalla tuvo graves consecuencias en la capacidad militar del ejército francobávaro, ya que perdió muchas de sus mejores tropas. Entre los pocos supervivientes estaba el conde D’Arco y su lugarteniente, el marqués de Maffei, que unos meses después defenderían Lutzingen en la batalla de Blenheim. También Marlborough perdió gran número de sus hombres —se habla de unos cinco mil—, de ellos, bastantes de los oficiales que dirigieron el asalto.
El duque no había podido enfrentarse directamente al elector. Si buscaba una confrontación definitiva no había tiempo que perder, ya que cada vez estaban más próximas las tropas del mariscal Tallard. Sin embargo, los comandantes aliados no se ponían de acuerdo sobre el siguiente paso. Dos semanas después, se produjo un pequeño asedio al pueblo de Rain y el duque comenzó a devastar Baviera, quemando más de ciento cincuenta aldeas y sus cultivos, en su empeño de hacer salir a combatir al elector, que se interponía entre Viena y el ejército francobávaro.
LA CONTUNDENTE DERROTA QUE CAMBIARÍA EL MAPA DE EUROPA
Las tropas aliadas estaban formadas, desde junio, por el ejército imperial al mando del príncipe Eugenio de Saboya, de Marlborough y las tropas imperiales del margrave de Badén. El 5 de agosto el príncipe Eugenio llegaba al distrito bávaro de Höchstädt. El margrave de Badén fue enviado con quince mil hombres de las tropas imperiales a asediar la ciudad de Ingolstadt. El duque de Marlborough estaba en Rain, pero decidió concentrar todo su ejército en Donauwörth para encontrarse con el príncipe de Saboya el 11 de agosto. Entre estos dos ejércitos llegaban a unos cincuenta mil hombres y sesenta cañones.
Por su parte, el ejército del elector de Baviera estaba acampado a las afueras de Blenheim con cincuenta y seis mil hombres y noventa cañones. Marlborough y Saboya decidieron atacar antes de que el enemigo pudiese organizarse.
El inglés se encargaría de atacar el centro y el ala derecha francesa, donde se encontraba el ejército de Tallard defendiendo el puesto de Blenheim, objetivo que debía ser tomado. El príncipe Eugenio lanzaría un ataque contra el ejército del elector y del conde de Marsin, en el ala izquierda francobávara. Al mismo tiempo, el teniente general Cutts se dirigiría a Blenheim, permitiendo que Marlborough cruzase el río Nebel y diese un golpe mortal al enemigo en su centro. En el otro bando, el mariscal Tallard, el conde de Marsin y el elector no se ponían de acuerdo sobre qué táctica emplear en el río Nebel.
La madrugada del 13 de agosto el duque inglés inició el asalto por sorpresa a las posiciones enemigas. Así, Marlborough comenzó a atacar los pueblos situados en los flancos de la línea francesa, en especial Blenheim, con el fin de hacer concentrar allí al mayor número posible de tropas francesas y debilitar su gran objetivo, el centro.
Tras unas maniobras iniciales, a la una de la tarde, Cutts recibió la orden de atacar Blenheim al tiempo que Saboya asaltaba la villa de Lutzingen en el flanco derecho aliado. Cuando la caballería francesa acudió en ayuda de los defensores de Blenheim, fue obligada a retirarse en desorden y con gran número de bajas.
Tras vadear el Nebel, las tropas aliadas se reagruparon pero fueron vencidas en Oberglau, lo que dejó el flanco derecho del centro de Marlborough al descubierto. En su ayuda acudieron los coraceros del príncipe Eugenio, que lograron rechazar el ataque de Marsin y estabilizar el centro aliado, desalojando a los franceses de Oberglau.
Las tropas del príncipe Eugenio continuaron luchando en el flanco izquierdo, mientras Marlborough lanzó el grueso de su tropa contra el centro francés, situado entre Blenheim y Oberglau y que estaba defendido por Tallard. Este primer intento fracasó. Tras reagruparse los aliados, se decidió castigar con artillería las líneas francesas para, más tarde, facilitar el avance de las tropas de la coalición. El cañoneo desorganizó la caballería y la infantería galas. Ante la presión, la resistencia de los hombres de Tallard se hizo inútil y se vieron obligados a retirarse en desbandada o rendirse; el mariscal fue hecho prisionero por los ingleses.
En los mismos llanos, los franceses habían triunfado sobre las tropas imperiales tan sólo un año antes en su camino hacia Viena. Pero ahora, Marlborough había consumado junto al pueblecito del Danubio bávaro una victoria decisiva que cambió la suerte de Europa, al denotar con inesperada contundencia a la Francia de Luis XIV El Rey Sol pagaba así la humillación que había propinado a Alemania, Países Bajos, Inglaterra… Viena quedaba libre de todo temor. El emperador austríaco le concedió al duque inglés el título de príncipe de Mindelheim (príncipe del Sacro Imperio Romano Germánico).
La campaña continuó con la toma de Landau in der Pfalz en el Rin, Tréveris y Trarbach en el Mosela… y todas las fortalezas del Tirol, que se rindieron incondicionalmente a los aliados. Más adelante, la batalla de Ramillies fue otra victoria del duque de Marlborough, pero que casi le costó la vida. Conquistó casi por completo los Países Bajos tras tomar las ciudades de Bruselas, Brujas, Lovaina, Ostende, Gante y Malinas. Su aspiración, dicen, era llegar hasta Francia.
En Londres, Marlborough se convirtió en un verdadero héroe nacional. En febrero de 1705, la reina Ana I, junto con la aprobación del Parlamento de Londres, le concedió las tierras de Woodstock, en Oxfordshire, con cerca de 6500 hectáreas de tierra, propiedad de la Corona. A esto se sumó un prodigioso regalo: la construcción de un palacio para él, con el fin de conmemorar su victoria sobre los franceses: Blenheim, que aspiraba a eclipsar a Versalles y cuya construcción fue financiada por la soberana y el Parlamento londinense.
LAS CONSECUENCIAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
La victoria de Blenheim subió la moral de los aliados en el frente de la península Ibérica. De hecho, el archiduque Carlos decidió dirigirse a los territorios partidarios de la Corona de Aragón. Temerosos de que el centralismo francés importado por Felipe V significara la pérdida de sus fueros, el 25 de agosto de 1705, la población catalana dio la bienvenida al archiduque Carlos cuando desembarcó en Barcelona con un ejército de veinte mil hombres. Estableció allí su capital e inició la conquista del resto de España. El 16 de noviembre de 1705, el Consejo de Aragón le reconoció como rey.
Felipe V no podía consentirlo y, a comienzos de 1706, desplazó hacia la zona el ejército que defendía la frontera con Portugal para sitiar por tierra y mar a Barcelona, con treinta mil hombres. Sin embargo, la llegada de tropas aliadas a Barcelona y, sobre todo, la ruptura del desguarnecido frente portugués —un ejército angloportugués tomaba Badajoz y Plasencia y avanzaba sobre Madrid por los valles del Duero y del Tajo— le obligó a levantar el asedio de la ciudad y dirigirse rápidamente hacia Madrid por el sur de Francia y la ruta Irún-Burgos.
Pero se encontró con que los aliados habían tomado Ciudad Rodrigo y Salamanca, por lo que tuvo que trasladar su corte de Madrid a Burgos. Al poco tiempo, el archiduque Carlos entró con sus ejércitos en Madrid, donde esperaba ser proclamado rey con igual júbilo que en Barcelona, pero la población madrileña era leal al rey Borbón y se negó a aceptarlo como monarca. El 29 de junio fue proclamado Carlos III de España con una frialdad que sorprendió al propio archiduque.
Las cosas fueron empeorando para la causa borbónica a lo largo de 1706, hasta el punto que Luis XIV pensó firmar la paz, pero su nieto no estuvo de acuerdo y decidió continuar la lucha. «La población de Castilla reaccionó a la traición de los catalanes y aragoneses reafirmando su lealtad a Felipe V y formando ejércitos de voluntarios y grupos de guerrilleros», explica el historiador Marco Antonio Martín García. A estas fuerzas se sumó un cuerpo expedicionario enviado por Luis XIV bajo el mando del duque de Berwick, que dio un nuevo ímpetu a la lucha interna. Al poco tiempo, el archiduque Carlos se vio obligado a abandonar Madrid camino a Valencia. Felipe V volvió a entrar en Madrid el 4 de octubre ante el clamor popular.
La batalla de Almansa (25 de abril de 1707) dio una inyección de optimismo al ejército francoespañol del duque de Berwick. Su decisiva victoria contra los partidarios del archiduque Carlos aporta a la historia la paradoja de que un inglés al frente de un ejército mayoritariamente francés derrotó al marqués de Ruvigny, un francés al frente de un ejército inglés. A partir de su victoria, Valencia, Zaragoza y, finalmente, Lérida fueron tomadas para el bando borbónico. Como premio, Berwick recibió los títulos de duque de Fitz-James y par de Francia de manos de Luis XIV Felipe V le nombró duque de Liria y Jérica y lugarteniente de Aragón.
Entonces, Felipe V encargó a un trío de consejeros los primeros pasos para el establecimiento de una reforma unificadora de la Corona española. Como resultado, promulgó los Decretos de Nueva Planta que suprimían los fueros de la Corona de Aragón, imponiendo un modelo centralista y obligando al uso de la lengua castellana. Además rompió relaciones con el papado, clausuró el Tribunal de la Rota y expulsó al nuncio cuando el papa Clemente XI reconoció al archiduque Carlos de Austria como rey de España.
En 1708, la lucha continuaba en Holanda, donde el ejército francés recuperó las ciudades de Brujas y Gante, mientras las tropas anglo-holandesas dirigidas por Marlborough y unidas al ejército de Eugenio de Saboya, volvían a alzarse con la victoria, el 11 de julio de 1708, en la batalla de Oudenaarde, tomando de nuevo Gante y Lille. La superioridad naval angloholandesa se puso de manifiesto una vez más cuando ese año Felipe V perdió la plaza de Oran y las islas de Cerdeña y Menorca.
COMIENZAN LOS INTENTOS DE PAZ
A estas alturas, Luis XIV, agotado y arruinado, intentó negociar la paz con los aliados, pero Felipe V estaba decidido a alzarse con la victoria, aunque fuera sin el apoyo de su abuelo. Las operaciones militares continuaron en Flandes (batalla de Malplaquet, el 11 de septiembre de 1709) pero, a partir de 1710, fueron reduciéndose hasta tener lugar exclusivamente en España (las batallas de Almenara, el 27 de julio; de Brihuega, el 9 de diciembre y de Villaviciosa, el 10 de diciembre).
Los enfrentamientos hubieran continuado con resultados desiguales para ambos bandos si no hubiera muerto repentinamente el emperador José I de Austria el 17 de abril de 1711. Tres días antes había muerto el Gran Delfín de Francia, hijo de Luis XIV. En el trono francés todavía había herederos más próximos que Felipe V, pero en el sucesor austríaco el hermano del difunto emperador, el archiduque Carlos, fue coronado bajo el nombre de Carlos VI. La situación cambió completamente. «Con su subida al trono, ahora el peligro era la amenaza de una nueva unión dinástica de España y Austria, algo que no convenía ni a Inglaterra ni a Holanda, las cuales a partir de entonces buscaron firmar la paz con Francia», explica Martín García.
En enero de 1712, Luis XIV comenzó las negociaciones de paz con Inglaterra, en Utrecht. Los ingleses se comprometían a reconocer a Felipe V como rey de España a cambio de conservar Gibraltar y Menorca y poder comerciar con las colonias españolas de América.
En 1713, y después hacer pública la renuncia a sus derechos al trono francés, Felipe V su abuelo Luis XIV y la reina Ana I de Inglaterra firmaron los acuerdos de paz de lo que posteriormente se llamó el tratado de Utrecht. En paz los principales contrincantes, progresivamente se fueron sumando al tratado el resto de las potencias beligerantes: las Provincias Unidas, Brandeburgo, Portugal y el ducado de Saboya.
«La partición de los territorios españoles que intentó impedir Carlos II finalmente quedó consumada», indica Martín García. Los Países Bajos españoles, el reino de Nápoles, Cerdeña y el ducado de Milán pasaron a manos del archiduque, ahora emperador Carlos VI de Austria, quien abandonó cualquier reclamación del trono español. El duque de Saboya recibió Sicilia y le fueron devueltas Saboya y Niza, ocupadas por Francia durante la guerra. Inglaterra se quedó con Menorca, Gibraltar, Terranova, algunas islas de las Antillas y los territorios franceses de la bahía de Hudson. Además, obtuvo concesiones para poder comerciar con las colonias españolas en América y el monopolio del comercio de esclavos negros para las plantaciones de azúcar de América. Francia reconoció la sucesión protestante en Inglaterra, se comprometió a no apoyar a los pretendientes católicos Estuardo y obtuvo definitivamente el principado de Orange, en la Provenza.
Cataluña siguió resistiendo en contra de Felipe V, sin el apoyo de los ejércitos austríacos, que abandonaron la zona a partir del 30 de junio de 1713. El 11 de septiembre de 1714, el duque de Berwick ordenó el asalto a la sitiada ciudad de Barcelona la cual, pese a que se defendió valientemente, tuvo que rendirse finalmente. Fue la última acción importante de Berwick en la guerra de Sucesión, que volvió a España a luchar en 1718, pero en esta ocasión contra Felipe V.
«Finalmente la traición de Aragón y Cataluña significó la pérdida definitiva de sus fueros, la disolución de sus órganos políticos y la imposición del centralismo castellano», indica Martín García.
España no volvería nunca a tener poder en Europa. Inglaterra y Francia se convirtieron en las potencias dominantes del continente. Sobre todo, la gran beneficiada fue Gran Bretaña que, además de sus ganancias territoriales, obtuvo cuantiosas ventajas económicas que le permitieron romper el monopolio comercial de España con sus colonias. Y además contuvo las ambiciones territoriales y dinásticas de Luis XIV. Francia, que había gastado grandes fortunas en apoyar a Felipe y sufrió graves dificultades económicas hasta el final del reinado del Rey Sol.
«A la larga la llegada de la nueva casa reinante fue muy beneficiosa para España, ya que con los reyes franceses llegó la ilustración y el progreso, acabando poco a poco con el medievalismo que dominaba el país. Las sucesivas guerras que sacudirían Europa en todo el siglo XVIII permitirían a España recobrar parte de su prestigio y algunos territorios perdidos en el tratado de Utrecht», señala Marco Antonio Martín García.
El sucesor del último monarca Habsburgo de España, el sobrino nieto de Carlos II, y primer monarca de la dinastía Borbón, Felipe V, tuvo un reinado de cuarenta y cinco años y veintiún días, de momento, el más dilatado de la monarquía hispánica.